CAPÍTULO 10

«Hace 10 000 años —afirma Much—, la Tierra sufrió uno de los más espantosos “bombardeos” cósmicos de su historia».

—Según las leyendas, la caída de un gran meteorito —tal y como hacía referencia en el capítulo tercero— provocó la desolación y la muerte a lo largo y ancho del planeta. El impacto del asteroide fue tan violento, tan desgarrador, que aquella alucinante destrucción quedó como prisionera en el espíritu y en la memoria colectiva de los escasos pueblos que sobrevivieron. Y se transmitió con fuerza de unas razas a otras, a pesar del impresionante lapso de tiempo transcurrido.

Esa catástrofe, como digo, sigue en pie hoy en el fondo de los libros llamados sagrados o santos. En el fondo de los libros de las culturas del mundo y en el fondo del «cuerpo» redondo y azul de la propia «víctima»: la Tierra.

Sigamos, por ejemplo, las documentadas afirmaciones del mencionado Much, recogidas con detalle por P. Kolosimo.

«El asteroide —afirmó Much aportando una imponente documentación astronómica y geológica— se presentó por el Noroeste, penetrando en la capa atmosférica a una velocidad de 15 a 20 kilómetros por segundo.

»A unos 400 kilómetros de la Tierra empezó a enrojecer, para volverse luego, a causa del roce con el aire, tan incandescente como para cegar a quien lo hubiese mirado.

»A poca distancia del Atlántico, superada una temperatura de 20 000 grados, el cuerpo celeste estalló. Primero voló, hecha añicos, su parte exterior, que, reducida a un enjambre de gigantescos meteoros, se abatió sobre la América septentrional; después, el núcleo se partió en dos, golpeando a nuestro globo con un peso de medio billón de toneladas, cerca de los 30 grados oeste y 40 grados Norte, en el centro del arco formado por Florida y las Antillas. La zona directamente afectada puede ser identificada con un tramo del llamado “Dorso Atlántico”, donde abundan los volcanes submarinos y el espesor de la corteza terrestre se reduce a 15-20 kilómetros, cuando en cualquier otro lugar mide de 40 a 50 kilómetros. El fondo oceánico se hundió desde Puerto Rico hasta Islandia y se desencadenó el pandemónium.

»Con un estruendo apocalíptico —prosigue Much—, una columna de fuego brotó de la herida hacia el cielo, acarreando gases venenosos, cenizas volcánicas y magma ardiente. Todo ardió o se puso incandescente en miles de kilómetros. El océano empezó a hervir. Inimaginables masas de agua se convirtieron en vapor mezcladas con polvo y cenizas, fueron transportadas por los vientos occidentales sobre el Atlántico.

»Tras un terrible día y una terrible noche, la isla continente de los atlantes se hundió…».

«No pasó mucho tiempo —escribe el científico austríaco— antes de que la herida de nuestro planeta se restañase con una costra negra y dura. El “terrible día” y la “terrible noche” de que habla Platón en sus obras habían bastado, sin embargo, para extinguir completamente la vida de la Tierra. Pues antes de que las masas de agua se movieran en forma de nubes, las explosiones de magma trastornaron la atmósfera y propagaron los gases venenosos que, invisibles, mataban rápidamente y sin dolor».

Pero regresemos por unos instantes a la escena que tenía lugar en Siberia noroccidental y que dejamos en suspenso en el referido capítulo tercero.

Casi sesenta horas después de la caída del planetoide, los grandes cadáveres de los elefantes yacen en el calvero y entre los árboles destrozados de la selva. El vendaval agita sus tupidos pelajes y el Sol alumbra en forma extraña: lechoso y opaco. El gorgoteo del río y el aullido de la tempestad que empuja a las densas nubes son los únicos ruidos que dominan el paisaje muerto.

Poco a poco, el telón de nubes oculta el Sol, y el estrépito del huracán se aplaca. Durante dos, tres segundos, reina el silencio. Después, empieza el diluvio. El agua, mezclada con fango y cenizas, se precipita del cielo, y en pocos minutos la carroña de los elefantes queda cubierta por una viscosa masa gris oscura. Ésta crece ininterrumpidamente, sumerge el calvero, obstruye el río, desarraiga troncos gigantescos. Durante seis días y seis noches llueve agua, ceniza y fango sobre los cuerpos de los animales muertos, sobre las plantas moribundas. Llueve a torrentes oscuros hasta que la zona queda sumergida.

Y con la lluvia vino el frío. La violencia de la colisión había acercado Siberia al Polo casi 3500 kilómetros. Las masas de agua quedaron heladas, con centenares de elefantes y rinocerontes lanudos muertos…

Si la Atlántida fue literalmente engullida —afirma Kolosimo— por el abismo abierto entre América y Europa, Mu pudo ser desintegrado fácilmente por la erupción de todos los volcanes que albergaba y que la tradición estima numerosísimos (la región del Pacífico cuenta todavía hoy con 336 en actividad entre los 430 del mundo entero).

Los cráteres de todo el planeta debieron de haber vomitado el infierno a consecuencia del gigantesco maremoto originado por la caída del cuerpo celeste. Después, las cenizas eruptivas se fueron amasando hasta envolver el globo en una tupida capa de nubes, tapando el Sol y dando lugar a furiosas lluvias. Se calcula que tan sólo en Europa y Asia septentrional cayeron en seis días más de veinte mil billones de toneladas de agua y tres mil millones de toneladas de cenizas. El nivel medio de las precipitaciones fue, pues, de 30 metros…

He querido extenderme en el relato de Much porque, aunque sus teorías sobre el formidable cataclismo que sufrió la Tierra son compartidas por numerosos autores, en sus hipótesis falta algo esencial. «Algo» que, lógicamente, el científico austríaco no pudo conocer en aquel momento: «algo» que está en la «biblioteca» de piedra encontrada en Perú.

En las piedras de Ica —tal y como señalaba al principio de esta obra— se manifestó la proximidad de un apocalíptico cataclismo. Una destrucción que pudo ser muy similar a la descrita por Much, pero que —según se manifiesta en la «biblioteca» lítica— tuvo un origen y un tiempo diferentes. He aquí la explicación que sobre dicha destrucción me proporcionó Javier Cabrera Darquea frente a varios cientos de piedras relacionadas con este cataclismo:

—La Humanidad que hace millones de años poblaba el planeta tenía un elevado nivel tecnológico. Eso lo hemos visto ya en muchas de las «series» de piedras que llevo analizadas.

Esta civilización perdida en el tiempo había vencido la fuerza de la gravedad, volaba al espacio, conocía los más profundos secretos de la Astronomía, etc. Y sabía también que el planeta disponía a su alrededor de un «cinturón» electromagnético, que hoy nosotros acabamos casi de descubrir y bautizar con el nombre de «Van Allen». Ese cinturón podía ser «utilizado» para uso industrial y tecnológico y la Humanidad «gliptolítica» lo hizo. Pero ¿cómo?

»En las piedras —en muchas de ellas— hay pirámides. Pirámides que se levantaban en la zona del ecuador terrestre. Un ecuador que no coincidía del todo con el actual. ¿Por qué estaban allí esas pirámides?

Las piedras lo «detallan».

»La civilización prehistórica que grabó estas piedras construyó dichas pirámides para captar y transformar esa energía electromagnética que rodeaba la Tierra.

—Dicha energía —una vez convertida en eléctrica— se distribuía a todos los continentes, tal y como muestran las piedras grabadas. La Humanidad prehistórica conocía también la electricidad. Sin embargo, con el paso de los siglos, el uso excesivo de esta fuente de energía iba a dar lugar a la más tremenda destrucción de que se tenga conocimiento.

»Como habrás apreciado en muchas de las piedras fabricadas —continuó Javier Cabrera— nuestro planeta tenla en aquellas épocas remotas tres Lunas o satélites naturales. Dos de ellas, posiblemente, eran menores que la que hoy conservamos.

»Pues bien, al llegarse a un consumo extremo de la citada energía electromagnética, el planeta, lentamente, fue aumentando su magnetismo natural, de tal forma que —progresivamente— fue rompiéndose el equilibrio entre las lunas más cercanas al globo y nuestro mundo.

»Pero este hecho no se produjo súbitamente. La mayor fuerza de atracción del planeta constituyó un hecho gradual y lento. Sin embargo, aquellos hombres lo descubrieron. Y comprendieron el alcance del inevitable desastre.

»Quizá pasaron siglos antes de que una o dos de aquellas Lunas —las más próximas y de menor diámetro— se acercaran tanto a la Tierra como para caer violentamente sobre nuestro mundo.

»El hecho incontrovertible es que esos astros se precipitaron un día sobre el planeta. Y provocaron la más espantosa de las destrucciones que jamás recuerde el género humano.

»Se había roto el equilibrio natural, y la civilización humana —una vez más— se autodestruyó.

»La caída del satélite o satélites hundió parte de los continentes, agrietó la corteza terrestre y desencadenó posiblemente un interminable diluvio. Pero ese diluvio no se formó de manera súbita. La Tierra —según se aprecia en las piedras— carecía entonces de polos. Y la relación tierra-agua no era la actual.

Había entonces mucha más tierra que océanos. ¿Por qué? El planeta había experimentado un largo calentamiento. Y este proceso de calentamiento, haciendo que buena parte de las aguas se evaporasen, concentrándose en la atmósfera. En aquélla era, la Tierra debía presentar desde el exterior un aspecto muy similar al que hoy tiene Venus. Las nubes eran extremadamente densas cubrían casi por completo la superficie del globo.

»Aquel hecho provocaría indudablemente un diluvio universal como una consecuencia más del gran choque de los astros con nuestro mundo.

»Lo que entonces era Atlántida —y que había ido derivando ya en dirección Este— hacía mucho tiempo se hundió sólo en parte. El resto quedó desplazado violentamente, formando lo que hoy conocemos por Europa y norte de África.

»Pero Mu no se hundió entonces, tal y como pretenden muchos autores. El continente había ido “viajando” también hacia el Oeste, dejando tras de sí —a todo lo largo del Pacífico— un rastro de islas y archipiélagos que hoy existen todavía en buena parte. Mu llegaría a formar Asia, tal y como ya te he explicado…

Como vemos, la diferencia respecto a las teorías de Much sobre el origen de la catástrofe es amplia.

Y no lo es menos a la hora de analizar el tiempo transcurrido desde entonces.

Para Much, la caída del asteroide sobre el Atlántico pudo ocurrir hace aproximadamente 10 000 años.

«Esto explicaría —afirma el científico— el cambio de clima en gran parte de Europa y la desaparición de la capa de hielo que cubría por aquellas fechas, además de Escandinavia, Gran Bretaña e Irlanda, casi la totalidad del continente europeo. Y esto sucedió —prosigue Much— porque, al desaparecer Atlántida del centro del océano, la llamada corriente del Golfo tuvo paso franco hacia las costas de Europa. Y la cálida corriente hizo más benigno el clima».

Por otra parte Much apoya esta teoría en la existencia en el fondo del Atlántico —junto a Puerto Rico—, así como en la América centromeridional, Georgia, Virginia y Carolina, de vastos cráteres abiertos hace 10 000 o 12 000 años por enormes meteoritos.

Por último, afirma que los citados bólidos celestes cayeron precisamente en la época en que un indescriptible seísmo formó las cataratas del Niágara y elevó los Andes hasta convertirlos en una de las más imponentes cordilleras del globo.

Difícilmente podemos fijar el proceso de desglaciación 10 000 años atrás, puesto que —según los últimos estudios, ya referidos en otro pasaje de este libro— los científicos, entre ellos Claude Lorius, fijan el comienzo del último período glacial entre 9000 y 10 000 años atrás… Es ahora, precisamente, cuando acaba de comenzar la desglaciación.

La teoría, por tanto, del cambio de clima en Europa, como consecuencia de la «arribada» de la corriente del Golfo hasta las costas europeas no resulta demasiado lógica. Pero existen más contradicciones en las hipótesis de Much.

Esos cráteres que han sido descubiertos en el fondo del Atlántico pudieron ser provocados, en efecto, por una lluvia de grandes meteoritos. Sin embargo, tampoco podemos olvidar que la Tierra, en su constante viaje por el espacio, «cruza» de vez en cuando verdaderos «ríos» o «torrentes» de asteroides que siguen un curso definido en el Universo. El planeta, al atravesar dichos «ríos» de piedras, hace que muchas de ellas caigan sobre su superficie, formando lo que en las noches estivales solemos denominar «estrellas fugaces». Muy regularmente, cada año, la Tierra atraviesa varios de dichos «ríos». Esto fue lo que ocurrió por ejemplo, entre el 9 y el 17 de agosto de 1902, con un máximo de «estrellas fugaces» en la noche del 12 del referido mes. Aquella entrada de nuestro «buque sideral» —la Tierra— en el «cauce» de piedras que viajaban también por el Cosmos produjo un espectáculo indescriptible. Bellísimo. Como si miles de estrellas errantes cayeran a un mismo tiempo y sobre una misma zona. Los astrónomos denominaron aquellos «fuegos de artificio» con el nombre de «perseidas», puesto que las «estrellas fugaces» procedían de la constelación de Perseo. En aquella ocasión —y según cálculos de los observadores soviéticos— los meteoritos que se precipitaron sobre la atmósfera terrestre apenas si pesaban una fracción de gramo.

Pero no siempre esas «lluvias» de piedras siderales constituyeron un inofensivo espectáculo. En tiempos remotos, otros meteoritos gigantescos cayeron sobre la superficie del mundo, abriendo cráteres, sí, de hasta 100 kilómetros de diámetro, como sucedió hace doscientos millones de años en África del Sur. En aquel violento choque con la Tierra, el asteroide hundió la costra sólida del globo e hizo brotar el magma pastoso del que los volcanes nos ofrecen algunas muestras en la lava.

Pero, aun reconociendo esta posibilidad, en relación con los cráteres existentes en el fondo del océano Atlántico, más probable parece, no obstante, que los mismos tuvieran su origen en el alzamiento de la cordillera que divide dicho océano en dos partes casi simétricas.

Por último, la cordillera andina no se levantó hace 10 000 años, tal y como afirma Kolosimo. Precisamente la «revolución de la montaña» —que daría origen a las grandes cordilleras del planeta— hay que centrarla en los comienzos de la Era Terciaria. Hace, por tanto, más de 60 millones de años…

Difícilmente en suma, podemos fijar ese formidable cataclismo 10 000 años atrás.

Pero esto, además, encuentra en las piedras grabadas de Ica una prueba decisiva. En la gran «biblioteca» no se está hablando de 10 000 años. Ni siquiera de 100 000 o de un millón.

Las «series» que aparecen grabadas en las piedras —todas unidas y vinculadas entre sí— nos remontan mucho más atrás: a las eras de los formidables reptiles voladores, de los dinosaurios, de los agnatos…

Es decir, a un tiempo que tuvo lugar hace millones de años.

Aquella Humanidad, como decía anteriormente, supo con antelación la proximidad del cataclismo que ella misma había engendrado. Y se apresuró a dejar un «mensaje», una «biblioteca», en la que se mostrara a posibles civilizaciones o Humanidades posteriores todo su conocimiento, experiencia y sabiduría. Aquella Humanidad dejó un legado, tal y como hoy están llevando a cabo ya los científicos norteamericanos, ante la posibilidad de una nueva autodestrucción termonuclear.

Hoy, esos hombres de ciencia —apoyados por el Gobierno de los Estados Unidos— están enterrando todos los conocimientos de esta Humanidad en microfilmes que encierran en tubos al vacío. Pero ¿qué sucederá si algún día son encontrados por un nuevo hombre primitivo? Lógicamente los utilizará para encender fuego y calentarse. No comprenderá lo que aquello significa. Y posiblemente lo destruirá…

Ésa es la diferencia con este otro «mensaje», grabado en piedras, que han permanecido enterradas durante millones de años y que nunca podrían ser arrojadas al fuego para calentar a hombres primitivos.

—Pero ¿por qué precisamente en piedra? —pregunté a Javier Cabrera.

—¿Es que conoces algún material más idóneo? ¿Es que los metales podrían soportar el paso de millones de años? Sólo la piedra puede lograrlo y sólo si se encuentra, como en este caso, protegida.

Aquella palabra —«protegida»— encerraba un significado tan apasionante como estremecedor.

Días después, Javier Cabrera me explicaría su sentido real.

Ahora, nuestra conversación había entrado en otra fase no menos interesante que las anteriores.

La presencia de pirámides en aquellas piedras me había desconcertado desde el principio. Examiné una y otra vez las piedras grabadas y llegué a la conclusión de que «aquello», efectivamente, eran pirámides.

Pero, entonces, ¿por qué las hemos considerado nosotros como tumbas faraónicas?

Cabrera sonrió. Y me expuso sus argumentos, en parte compartidos por otros muchos científicos del mundo:

—Una civilización como la egipcia, pongamos por caso, a pesar de su desarrollo y conocimiento de las Ciencias, carecía de los necesarios medios técnicos para mover y levantar una obra como la gran pirámide de Keops. Cálculos modernos han concretado que, sólo para trasladar la piedra hasta pie de obra, se hubieran requerido más de 600 años. ¡Y valiéndonos de nuestros medios actuales!

—Pero ¿quién construyó entonces las pirámides?

—La Humanidad «gliptolítica». Así está grabado en las piedras que constituyen su «mensaje». Estas pirámides eran utilizadas para captar la energía electromagnética, ya lo hemos dicho…

»Lo que ocurre es que, millones de años después, los faraones, al darse cuenta de la magnificencia de esta obra, quisieron que los enterrasen en su interior. Las convirtieron en tumbas. E incluso trataron de imitar su construcción. Pero la finalidad primera, el motivo real por el que fueron construidas, no fue ése.

»La Humanidad “gliptolítica” construyó pirámides a todo lo largo del ecuador terrestre. Hoy nos quedan algunos vestigios de esa formidable obra en Egipto, América y Asia. Muchas otras resultaron destruidas por el gran cataclismo o por posteriores desastres. Y quizás algún día encontremos sus restos…

Una nueva pregunta me quemaba en los labios.

—En cierta ocasión afirmaste que no todos los seres de esta Humanidad prehistórica perecieron o quedaron en el planeta. «Una minoría —comentaste— salió de la Tierra». Pero ¿hacia dónde?

El médico iqueño no respondió. Pero me rogó le siguiera hasta la entrada de su centro-museo.

Allí se inclinó sobre una piedra de gran tamaño y me respondió con firmeza:

—Las elites viajaron a Pléyades. Concretamente, a uno de los planetas de dicho cúmulo estelar.

Otra vez Pléyades. Pero ¿por qué este lugar del firmamento? Me acordé entonces de una de las entrevistas anteriores. Javier había hablado de dos piedras en las que aparecían grabados unos «hemisferios» que no parecían corresponder a la Tierra.

«Son de otro mundo», había dicho el investigador.

Mi mente, no sé bien por qué, lo vinculó a esta huida de las elites hacia un extraño planeta. Y acerté. Javier Cabrera se incorporó y me señaló las dos piedras que yo había visto ya en aquella ocasión.

—Marcharon allí —me respondió con la voz temblorosa por la emoción—. En ese planeta, en esos «hemisferios» desconocidos para nosotros, se aposentaron.

—Pero ¿por qué escogieron precisamente ése?

Aguardé la respuesta con expectación. Pero Cabrera, encerrándose una vez más en sí mismo, murmuró tan sólo:

—Creo que el mundo se asustaría si lo supiera. Yo no pude conciliar el sueño en muchos días. Este hallazgo ha cambiado, incluso, mi vida…

»Sólo puedo decirte por el momento que aquella Humanidad tenía ya conocimiento de la existencia de tal planeta en Pléyades… No lo eligieron porque sí».

—¿Está relacionado con esas decenas de piedras del «cuarto secreto»?

Javier Cabrera me miró fijamente y, al comprobar que me aproximaba a la realidad, se limitó a darme una palmada en la espalda, cayendo desde ese instante en un mutismo absoluto. Profundo. Casi aterrador.

Tuvimos que cambiar el rumbo de la entrevista. Y regresamos a la primera piedra: a la que mostraba todo un «acoplamiento» de dos naves espaciales en pleno vuelo.

Más sereno, Javier Cabrera me explicó así el significado de aquella trascendental «ideografía»:

—Aquí ves, en efecto, dos naves, dos «pájaros mecánicos» simbólicos, que están realizando todo un «acoplamiento» espacial. Exactamente igual que nuestros astronautas.

»Uno de los “humanoides” realiza el acople…».

Así era, efectivamente. Así aparecía en aquellos grabados.

La nave principal —continuó Cabrera— es dirigida por este hombre, que ostenta la jefatura de la expedición. Él representa la energía cognoscitiva y de mando.

Uno de aquellos hombres «gliptolíticos», en efecto parecía «dirigir» al gran «pájaro mecánico». Sobre la segunda nave, otros 2 seres «obedecían» órdenes del comandante de la expedición.

—Estas naves —según mis investigaciones— llevaban en su interior todo un «cargamento» de vida.

Eran las elites del planeta que abandonaban la Tierra antes de que ésta sufriera la gran catástrofe.

»Para entonces, para cuando esas elites decidieron salir del globo, todo se daba ya por perdido.

—¿Y qué sucedió con los que quedaron en el planeta?

—Perecieron en su mayoría. El cataclismo sumió la Tierra en la más absoluta desolación. Es posible que los que llegaran a sobrevivir tuvieran que empezar de nuevo…

»Me inclino a pensar que el shock fue de tal calibre, de tal trascendencia, que esos pocos seres que pudieron salvarse se encontraron prácticamente “a cero”. Y con la desaparición de aquel “filum” humano pudo comenzar su andadura una nueva Humanidad. Otra Humanidad que arrancaba quizá desde las cavernas…».

¿Ocurrió realmente así? ¿Desapareció por completo aquella Humanidad misteriosa? ¿Quedaron hombres «gliptolíticos» esparcidos por la Tierra? ¿Cuánto tiempo debió pasar hasta que una nueva civilización alcanzó las mismas metas de la Humanidad que acababa de ser arrasada del globo?

Quizá nunca lo sepamos. Lo cierto, lo palpable, es que el hombre «gliptolítico» quiso dejar constancia de su paso por el mundo. Y un día, por casualidad, alguien encontró todo un «mensaje». Un «mensaje» —eso sí— de «supervivencia». Y ninguna «serie» de la «biblioteca» lítica lo demuestra mejor que nada al mostrar los revolucionarios conocimientos de Medicina que había alcanzado aquella civilización.

Unos conocimientos que hacen palidecer, incluso, los de nuestros mejores cirujanos y especialistas.