En una de las salas donde se aprietan los miles y miles de piedras grabadas del doctor Cabrera barquea iba a tener la oportunidad —una vez más— de quedar atónito. Fulminado por la sorpresa primero y por la incredulidad después.
En dos piedras de gran peso y con formas ambas de «media naranja», el doctor Cabrera había descubierto también lo que él considera los «planos» de los continentes que formaban la Tierra hace millones de años.
Cuando Javier Cabrera me hizo esta revelación olvidé el resto de la «biblioteca» y permanecí largo tiempo contemplando aquellos «hemisferios» desconocidos, remotos…
En uno de ellos —el que Cabrera había señalado como «occidental»— aparecían grabados los contornos de cuatro continentes.
En el «oriental», que correspondía a la segunda gran Piedra, pude ver otras cuatro grabaciones, pertenecientes —según el investigador de Ica— a otras tantas masas continentales del planeta.
Y Javier Cabrera procedió a explicarme su significado:
—En esta piedra —la que corresponde al «hemisferio occidental»— he logrado identificar lo que hace millones de años era Norteamérica. Como ves, se encontraba ya unida a esto otro, que era Sudamérica. Y a ambos lados de estos dos continentes, ¡Mu! y ¡Atlántida!…
Por un momento creí no haber escuchado bien a Javier Cabrera…
—¿Has dicho «Atlántida»?
El médico sonrió divertido. Observó mi confusión y subrayó:
—Sí, he dicho Atlántida, el continente desaparecido y que tantos científicos investigan en la actualidad.
—¡No es posible! —comenté entre dientes.
—Pues aquí está… Esta masa continental que se extiende a la derecha de ambas Américas era Atlántida. Pero hoy, efectivamente, ya no está ahí. Esto fue grabado hace millones de años, no lo olvides. Pero, permíteme que te enumere los restantes continentes que aparecen en el otro «hemisferio».
Javier Cabrera se dirigió a la segunda piedra y señaló:
—Esto, después de concluir mis investigaciones, he llegado a la conclusión de que es África. Y a su lado —unidas como sucede con América del Norte y del Sur—, Arabia y Australia. Por último, el cuarto continente que ha sido grabado a la derecha y arriba es Lemúrida…
—Pero ¿por qué sabes que se trata de los antiguos continentes?
Entre las piedras que llevo estudiadas hay cuatro que —a simple vista— parecen «hemisferios». Comencé a investigar y observé que dos de estas piedras no podían ser identificadas como «hemisferios» terrestres… Eran los «planos» de otro mundo, de otro planeta.
»Los dos restantes —éstos que tienes ante tu vista— sí podían ser identificados como de nuestro planeta. Había algunas zonas ya conocidas, y un largo y posterior estudio así me lo ratificaría. Estos “hemisferios” eran los de la Tierra…, hace millones de años. Precisamente en la era en que la Humanidad «gliptolítica» poblaba posiblemente el mundo.
»Pero no todas las masas continentales de entonces —las que tú ves ahora grabadas aquí— eran idénticas a las que hoy conocemos. Por eso muchas personas, al examinar estos “hemisferios” confunden algunos continentes con otros. Y es natural. La Tierra ha cambiado mucho en millones de años.
»Y en este documento excepcional, posiblemente único en el mundo, nos están mostrando cómo era realmente el planeta.
—Muchas de las teorías actuales sobre «deriva» de continentes apuntan hacia el hecho, casi seguro, de que, en tiempos remotos, América del Sur y África estuvieron unidas. ¿Puede demostrarse esto en las piedras?
A lo largo del estudio realizado sobre estas dos Piedras pude comprobar que, una vez recortados los distintos continentes, podían ajustarse formando un solo bloque. Como sabes, al principio, todos los continentes formaban una única masa de tierra. Una masa continental, que se fragmentó en dos y posteriormente dio lugar a nuevas fracturas y, por consiguiente, a nuevos continentes.
Las teorías de la expansión de los fondos marinos y de la tectónica de placas han llevado a los científicos actuales a la vieja teoría de la «deriva» de continentes, formulada ya entre 1912 y 1915 por el geofísico Wegener. Éste sostenía que las masas continentales que conocemos hoy proceden de la fragmentación de un único bloque de tierras. A partir de una formidable y primigenia fractura, las piezas de ese «macrorrompecabezas» se fueron separando entre sí, comenzando con ello la llamada «deriva» de los continentes.
Wegener confeccionó su teoría basándose fundamentalmente en las semejanzas de líneas de las costas de ciertos océanos, como en el caso del Atlántico. Por otro lado, las faunas y floras de la Era Primaria o Paleozoica en los continentes meridionales —África, América del Sur, India y Australia— eran muy semejantes. Esto sólo podía tener una explicación: dichos continentes habían permanecido unidos en alguna y remota época de la Tierra. Lo mismo sucedía con lo que hoy es América del Norte y Eurasia.
Por el contrario, comparando las faunas y floras fósiles de los continentes septentrionales con los de las masas continentales del Sur, las semejanzas son muy escasas.
Pero estas hipótesis y teorías de los científicos sobre los antiguos continentes no son compartidas del todo por Javier Cabrera. En las piedras grabadas aunque se deduce también la primitiva existencia de un bloque único, aparecen continentes de los que sólo se tenían noticia a través de leyendas y narraciones más o menos verosímiles.
Por ejemplo, Mu. Por ejemplo, Atlántida. Por ejemplo, Lemúrida…
¿Cómo explicaba el médico iqueño la presencia —la insólita presencia— de estas masas continentales en los grabados de las piedras?
He aquí la fascinante explicación del investigador:
—Este continente que ves a la izquierda de lo que hoy es Sudamérica era Mu. Actualmente, sin embargo, esta masa continental ya no existe frente a nuestras costas. ¿Por qué?
»En razón de la “deriva” de los continentes, Mu fue desplazándose hacia Occidente. Y con el transcurso de millones de años chocó con la India, Arabia y parte de Europa, formando lo que hoy es Asia. Mu, por tanto, deberíamos buscarlo en la actualidad en la zona asiática…
»Pero ese lento desplazamiento de Mu a través de lo que hoy llamamos océano Pacífico provocó el nacimiento de decenas de archipiélagos y miles de islas que quedaron “descolgados” de la primitiva masa continental…
Aquello me hizo acudir rápidamente a uno de los mapamundis que Javier Cabrera tenía colgado de una de las paredes del museo. Mis ojos buscaron frente a las costas de Chile.
«Sí —me dije a mí mismo—, allí estaba. Pero ¿cómo era posible? ¿Es que aquel desplazamiento podría tener alguna relación con la misteriosa y enigmática isla de Pascua?».
Al regresar frente a la piedra donde Javier Cabrera me había señalado el citado continente Mu, le pregunté sin rodeos:
—¿Qué relación puede haber entonces entre este desaparecido continente y Pascua?
—Todo.
Miré al investigador con incredulidad.
—Todo, repito. Como te digo, la «deriva» del continente Mu dejó un «rastro» de islas a todo lo largo del océano Pacífico. En muchos casos, ese desgajamiento de la masa continental coincidió con zonas donde existía una floreciente cultura, tal y como se refleja en estos miles de piedras grabadas.
»Y Pascua fue uno de estos ejemplos. La Polinesia, repito, no es otra cosa que el “reguero” dejado por el continente Mu en su camino hacia lo que hoy constituye Asia. Pero las gentes que pudieron quedar en esos archipiélagos e islas terminaron por mezclarse. Y también los habitantes de Mu —una vez que el continente formó definitivamente Asia— se vieron sometidos a constantes cambios. En esa nueva área del globo, el medio ambiente resultaba totalmente distinto.
Durante mis viajes por diversas zonas del Perú había observado un hecho para el que no tenía explicación. En numerosos poblados y ciudades —especialmente en aquella región de Ica— los indígenas ofrecían a los turistas las más variadas tallas de madera. Tallas que, en un principio, yo consideré producto de la artesanía local. Pero un hecho posterior, ocurrido en el desierto de Ocucaje, así como los testimonios de numerosos peruanos —expertos en la materia—, me hicieron comprender que muchas de aquellas tallas de madera negra y desconocida tenían una gran antigüedad. Los indígenas y campesinos —según pude comprobar en el citado desierto de Ocucaje— dedicaban buena parte de su tiempo a «huaquear» o rastrear las zonas arqueológicas, desenterrando muchas de estas Millas entre los restos de las tumbas prehispánicas.
El propio profesor Cabrera Darquea disponía de una formidable colección de estas figuras de madera.
Pero lo que verdaderamente me llamó la atención desde un principio en las citadas tallas fue la abrumadora semejanza con los gigantescos «moais» de la referida isla de Pascua. Muchos de aquellos idolillos tenían un claro perfil «pascuense». Pero ¿cómo podía ser?
Mi asombro llegó al máximo en una clara mañana del invierno peruano cuando, mientras visitaba el Museo Regional de Ica, uno de mis acompañantes me señaló un arcaico y artístico remo de madera. En uno de sus extremos habían labrado ocho figurillas que me recordaron inmediatamente las mencionadas estatuas gigantes de la enigmática isla de Pascua. Aquellas figuras encontradas por azar en un remo incaico, posiblemente anterior a la llegada de los conquistadores españoles, se tocaban, incluso, con los mismos gorros o sombreros que aún lucen algunos de los «moais».
Como se sabe, en un principio parece ser que la totalidad de estas formidables estatuas de piedra disponía de los citados gorros. En la actualidad, y quizá como consecuencia de movimientos sísmicos o de sucesivas catástrofes, esos adornos de piedra aparecen desgajados de las cabezas de las estatuas y esparcidos por las proximidades de los «moais».
Mil veces me formulé la misma pregunta: ¿A qué se debía aquel parecido, aquella semejanza, entre estas tallas de madera encontradas a miles en las tierras Peruanas y los fantásticos y desconocidos seres que quedaron representados en las estatuas de Pascua?
Ahora, al escuchar al profesor Cabrera, al oír que el desaparecido continente Mu fue dejando un extenso «rastro» de islas en su camino hacia lo que hoy es Asia, todo parecía más claro.
¿Es que ésta podía ser la explicación a la desconcertante isla del Pacífico?
—Estas tallas encontradas en Perú —le planteé a Javier Cabrera— y las estatuas de la isla de Pascua tienen una profunda semejanza. ¿Por qué?
—No olvides que esta remotísima civilización que dejó las piedras grabadas cubría y se extendía por todo el planeta. Había una intercomunicación. Las tallas encontradas en los desiertos y tumbas del Perú son muy similares, en efecto, a las estatuas de la isla de Pascua. Sin embargo, ¿por qué los «moais» no son similares a los habitantes actuales de dicha isla? ¿No te lo has preguntado? La razón confirma una vez más la gran antigüedad de esta civilización. Los hombres representados en las estatuas de Pascua no se parecen a los actuales «pascuenses» porque el tiempo transcurrido entre ambos es enorme. Sin embargo, los «moais» sí son idénticos a los seres representados en el altiplano peruano de Marcahuasi.
»Ambos son hombres de eras remotas del planeta. Y al igual que sucede con los animales, también las distintas Humanidades que han ido poblando el mundo han ido cambiando. El hombre de Tiahuanaco, por ejemplo, era rechoncho, de gran cabeza, piernas cortas, brazos largos y cuatro dedos en cada mano. Muy parecido, por tanto, al hombre “gliptolítico”. Pero ¿qué raza actual se asemeja a ese hombre de Tiahuanaco o al de las piedras grabadas?
»Esto, necesariamente, nos remonta a un pasado de la Tierra del que desconocíamos casi todo.
»Ahora, con la aparición de esta “biblioteca”, la mente del hombre de nuestro “filum” cambiará».
—¿Y cómo has interpretado los restantes continentes?
—América del Norte y del Sur, que estuvieron positivamente divididas, aparecen ya unidas. Este «puente» que ahora denominamos Centroamérica coincidió con el levantamiento de las montañas… pero ¿dónde estaba aquí Europa?
Cabrera había reservado intencionadamente para el final su descubrimiento sobre «Atlántida». Señaló el continente que se encontraba a la derecha de las dos Américas y prosiguió:
—Este continente que hace millones de años se encontraba en mitad del océano Atlántico fue derivando también hacia el Este. Pero el gran cataclismo de que hablábamos precipitó los acontecimientos. Y la caída de las Lunas sobre Atlántida hundió parte del continente, desplazando el resto hacia Oriente. Como consecuencia de ese desplazamiento, Atlántida se convertiría en Europa y Norte de África…
»En otras palabras: ustedes, los españoles, y buena parte del resto de Europa, ¡son la Atlántida!».
Recordé entonces uno de los párrafos de las sugerentes obras de Platón —Timeo y Critias—, en las que se hace mención de este continente perdido. En ellas hay una crónica sobre el desaparecido continente. Se la atribuyen a Solón, legislador de la antigua Hélade, que viajó a Egipto hacia el año 560 antes de Cristo.
Se cuenta que la asamblea de sacerdotes de la diosa Neith de Sais, protectora de las ciencias, reveló a Solón que sus archivos se remontaban a millares de años y que se hablaba en ellos de un continente situado más allá de las Columnas de Hércules y engullido por las aguas hacia el 9560 antes de J. C.
Platón no cometió el error de confundir Atlántida con América. Dice claramente que “existía otro continente al oeste de Atlántida”. Y habló de un océano que se extendía más allá del estrecho de Gibraltar. El Mediterranio —afirmaba— no es más que un «puerto».
En este océano —el Atlántico— situó una isla-continente más extensa que Asia Menor y Libia juntas. Cuenta Platón que en el centro del Atlántico existía una fértil llanura protegida de los vientos septentrionales por altas montañas.
El clima era subtropical y sus habitantes podían recoger dos cosechas al año. El país era rico en minerales, metales y productos agrícolas.
En la Atlántida florecían la industria, los oficios y las ciencias. El país se enorgullecía de sus numerosos puertos, canales y astilleros. Y al mencionar sus relaciones comerciales con el mundo exterior, Platón sugiere el empleo de barcos capaces de atravesar el océano…
—Las distintas leyendas de los pueblos —comenté— hablan de una catástrofe que sucedió hace miles de años. Un cataclismo que sepultó bajo las aguas a estas tierras ignoradas hoy. Pero Platón, en su obra… no se remonta a millones de años. Habla de apenas 10 000 años…
Javier Cabrera captó inmediatamente la intención de mi planteamiento.
—Esa catástrofe, así es, está en el corazón de los pueblos, de las narraciones de los libros históricos. Y se trata, no me cabe duda, de la misma destrucción mundial a que se refiere la «biblioteca» lítica.
»Pero, vamos al fondo de tu pregunta. ¿Ocurrió hace 10 000 años o más de 60 millones de años? Yo te vuelvo a plantear el problema que analizábamos días pasados. ¿Qué significaban 10 000 años para Platón o para la asamblea de sacerdotes de la diosa Neith? ¿Es que acaso podían medir algo que quedaba fuera de su tiempo-espacio? El cataclismo fue de tal magnitud que las Humanidades posteriores a la del hombre gliptolítico conservaron siempre la huella del desastre. Así supimos —a través del paso de esos posteriores “fila” humanos— la esencia de aquella horrible destrucción que arrasó continentes y sumió a la Humanidad en el más penoso de sus períodos. Pero ¿cómo podían determinar Solón o Platón la era en que sucedió esto si ellos estaban viviendo en un espacio-tiempo absolutamente distinto de aquél?
»Nosotros sí hemos podido averiguarlo ahora porque hemos tenido la fortuna de encontrar esta “biblioteca”.
»Los sacerdotes egipcios y Platón sólo disponían de testimonios o relatos que, a su vez, procedían o se basaban en otros relatos y leyendas. Y éstos, en otros, y así sucesivamente…
»El conocimiento de la gigantesca destrucción que iba a sufrir aquella Humanidad fue precisamente, como ya te he indicado en otras ocasiones, lo que movió a dicho “filum” gliptolítico a dejar este «mensaje».
Me fijé nuevamente en los «hemisferios» y observé que lo que Cabrera denominaba Arabia y Australia se encontraban unidas. Aquello me extrañó también.
—Ese gran cataclismo —comentó— debió de romper el «puente» que unía ambas masas continentales. Malasia, precisamente, sí concuerda con la fauna de Arabia. ¿Por qué? Porque, en el cataclismo, la fractura de dicho «puente» provocaría el nacimiento de lo que hoy conocemos como Malasia…
Pero Javier Cabrera —además de mostrarme las Piedras grabadas en las que aparecen los antiguos continentes del globo terráqueo— me puso en antecedentes de una reciente investigación científica que reforzaba sus hipótesis sobre la forma y situación de las viejas masas de tierra.
—Se ha hecho un muestreo a nivel mundial —explicó— y se ha comprobado que el tipo común de sangre en Europa es el llamado A. En Asia, el B, en América es el «cero» o Universal. Australia tiene también sangre «cero». Y lo mismo sucede con África.
»El porcentaje mayor de sangre “cero” o universal lo tiene América, que llega al cien por cien. Le siguen África y Australia.
»Pero la tesis actual vigente es que el hombre de América entró por el estrecho de Bering. Es decir, que, desde el punto de vista racial, los americanos proceden del hombre asiático.
»Pero eso no puede ser… El muestreo ha señalado con claridad que Asia tiene un tipo común de sangre: B. Entonces, si el mayor índice de sangre “cero” lo arroja América, ¿cómo puede decirse que el hombre de América desciende del asiático? Es imposible.
»Más bien deberíamos ser descendientes de los negros, que también tienen sangre “cero”. Pero es evidente que no ocurre así. Ni los españoles encontraron negros al desembarcar en América…
»¿Qué podemos pensar entonces? Que los hombres son autóctonos de cada continente».
—En los distintos continentes que aparecen grabados en las piedras he observado figuras que se diferencian entre sí, precisamente por sus rasgos faciales. ¿Tiene esto algo que ver con la primitiva ubicación de las razas?
—Por supuesto que sí. Ésa es otra de las grandes maravillas de estas piedras. Cada continente tiene perfectamente señalado el tipo de raza que lo poblaba. Y así ves negroides, blancos y mongoloides en los distintos continentes. Éstos eran los tres grupos puros iniciales de la Tierra.
Según esto, Mu tenía sangre B, puesto que fue a engrosar el continente asiático. Atlántida sería del tipo A, tal y como sucede y se demuestra hoy en Europa y África, en el otro «hemisferio», con sangre «cero». Todo concuerda.
—Si tenían capacidad para viajar por todo el planeta, ¿cómo es que no se produjo una mezcla?
—También ahora tenemos capacidad para viajar y, sin embargo, ya ves, en este reciente muestreo seguían predominando unos tipos concretos de sangre por continente…
Me acerqué de nuevo a las piedras de los «hemisferios» y comprobé, en efecto, las afirmaciones de Cabrera. En lo que él señalaba como la antigua África habían grabado unas figuras «negroides». En Mu, sin embargo, los rostros tenían claros perfiles «mongólicos». Por último, en el resto de las masas continentales, aquellos hombres «gliptolíticos» se asemejaban al hoy llamado hombre «blanco»…
¿Cómo podía ser? ¿Es que realmente me encontraba ante los «hemisferios» de una Tierra perdida en la nebulosa de millones de años? Mi mente —lo reconozco— se resistía en múltiples ocasiones a aceptarlo. Era excesivo…
En aquel instante, mientras contemplaba los trazos seguros y profundos de aquellos grabados, pasó veloz por mi cerebro un pensamiento que iba a dar pie a una de las afirmaciones más audaces por parte de Javier Cabrera Darquea:
—¿Qué habría pensado Darwin si hubiera conocido esta «biblioteca»? Creo que no se habría atrevido a lanzar su teoría sobre la evolución…
—Pero ¿es que el hombre no se ha visto sometido a ese Proceso inevitable de la evolución?
—La evolución —tal y como he descubierto en estas Piedras— no es natural en el caso del ser humano, del fenómeno humano. ¡Es dirigida!
»A Darwin le ocurrió lo mismo que al espectador que sólo “ve la mitad de la película”…
»Si Darwin hubiera conocido e investigado estas piedras no habría desarrollado su célebre teoría evolucionista. Como tampoco lo habría hecho si hubiera conocido las teorías de Mendel…
—Pero Mendel —repuse— fue anterior a Darwin…
—Sí, querido amigo. Pero te olvidas que era capuchino… Y su descubrimiento permaneció oculto mucho tiempo en su convento. Si los enemigos de Darwin hubieran conocido las leyes de Mendel, lo habrían destrozado.
Aquella afirmación de Javier Cabrera sobre la «evolución dirigida» del ser humano fue ganando terreno en mi corazón y casi iba a decir que en mi cerebro. No era la primera vez tampoco que escuchaba algo similar. Hoy un buen puñado de científicos y estudiosos está convencido de que el fenómeno humano nació en la Tierra como consecuencia de una «intervención» directa de otros seres del espacio.
Para ser más exactos, a raíz de una acción perfectamente programada y meditada por otros seres inteligentes —posiblemente pertenecientes a la misma «familia» a la que nosotros pertenecemos— que «esparcen» por el Universo la «semilla» de esto que nosotros hemos dado en llamar «fenómeno humano».
Esa «intervención» directa pudo efectuarse en algún momento determinado en que las distintas formas «prehumanas» —llámense homínidos, póngidos, etc.— poblaban ya el planeta. El «salto» de esa situación «no inteligente» a otra en la que el cerebro comienza a desplegar una acción que ninguna de las especies animales ha alcanzado en tantos millones de años sólo podría explicarse —afirman muchos de estos investigadores— mediante esa «intervención de otros miembros de la inmensa “familia humana” que se extiende por la galaxia».
La «evolución», en este caso, pasaría, indudablemente, de la llamada fase natural a la dirigida. Una «evolución» que podría ser, incluso, controlada durante sus comienzos por esos seres de otros mundos.
Esta hipótesis, como digo, no es nueva. Ha sido esgrimida ya por algunos autores, aunque siempre ha tenido que ser apoyada en simples teorías.
Ahora, en cambio, el hecho de una «evolución dirigida» aparecía en este documento único en el mundo: las miles de piedras grabadas de Ica.
Cabrera, sin embargo, como ya he mencionado en ocasiones anteriores, se resistió una vez más a proseguir en tan fascinante asunto.
—Es preciso esperar. Las investigaciones no han concluido…