Había visto aquella enorme piedra en septiembre de 1974. Uno se fija en ella casi sin querer. Cabrera la situó hace cinco años frente a su mesa de despacho, en el gabinete de trabajo que ha dispuesto en su centro de estudio de la plaza de Armas de la ciudad de Ica.
Es una piedra de gran tamaño, aunque no de las más grandes. Javier Cabrera estimaba su peso en unos 300 kilos.
Aquella mole negra y de más de medio metro de altura iba a ser el centro de nuestras conversaciones a lo largo de muchas horas.
En mi primer viaje a Ica en el ya mencionado mes de septiembre de 1974, Javier Cabrera me habló de aquel gliptolito. Pero lo hizo quizá por prudencia facilitándome tan sólo una mínima parte de la «información» que realmente reunía la piedra.
En parte, aquella versión «convencional» de la piedra de los «tres astrónomos» —como Javier Cabrera la denominaba entonces— estaba más que justificada. El médico de Ica no había concluido sus investigaciones, y buena parte de los grabados que allí aparecen se encontraban en pleno proceso de estudio. De ahí que Cabrera Darquea no se decidiera a exponerme la totalidad de sus descubrimientos.
En aquella ocasión, y cuando le pregunté sobre el «mensaje» de la piedra, Javier me comentó:
—Creo que se trata de una «visión telescópica» del Cosmos. Aquí puedes ver tres hombres que miran al cielo con aparatos que se asemejan a nuestros «telescopios»…
En dos de las caras laterales de la roca pude ver, efectivamente, tres seres —idénticos en su fisonomía a los que aparecían en las restantes piedras grabadas— que portaban sendos «catalejos» y que miraban hacia la parte superior de la piedra. Pero ¿qué había grabado en dicha zona de la gran piedra?
Allí, antes de que Cabrera se adelantara a explicarme los detalles de las grabaciones, identifiqué «estrellas», cometas, nebulosas y toda una serie de signos, conocidos ya por mí a través de libros que hablan de las constelaciones.
Javier Cabrera me diría en aquella ocasión:
—Estamos ante una perfecta representación de las trece constelaciones que ellos conocieron. Trece constelaciones que son conocidas hoy también por nuestros astrofísicos.
—Sin embargo, creo recordar que nosotros sólo hemos contabilizado doce constelaciones…
—Sí, así es —respondió el científico iqueño—. Esta Humanidad prehistórica consideraba a Pléyades como una constelación más. Nosotros no. Nosotros la hemos definido como un «cúmulo estelar abierto»…
Javier Cabrera fue señalándome, una tras otra, las trece constelaciones. No cabía la menor duda, aquellos tres «astrónomos» observaban la «bóveda celeste», perfectamente grabada en la parte superior de la piedra.
Pléyades —según Isaac Asimov— es considerado como un pequeño cúmulo de estrellas de brillo moderado de la constelación de Tauro. Nueve de las estrellas del cúmulo son suficientemente brillantes como para poder ser observadas a simple vista, aunque algunas de ellas se encuentran muy juntas y es difícil discernirlas por separado. Un hombre de vista normal puede distinguir seis o siete. (Este cúmulo ha sido denominado en algunas ocasiones «Siete Hermanas»).
Cuando en 1610 enfocó Galileo su telescopio hacia las Pléyades, comprobó que podía contar, sin esfuerzo alguno, 36 estrellas en dicho grupo. Los métodos fotográficos modernos revelan 250 como mínimo y el número total asciende probablemente a cerca de 750.
Las Pléyades constituyen una asociación auténtica de estrellas; no se trata de la imagen accidental de una serie de estrellas situadas a distancias variables, pero todas ellas cerca de una misma línea visual. Esto quedó ya demostrado en 1840 cuando Bessel comprobó que el movimiento propio de todos los miembros de este cúmulo era de 5,5 segundos de arco por siglo en la misma dirección. Si se tratara de estrellas independientes, sería demasiada coincidencia que todas ellas se moviesen en la misma dirección y a la misma velocidad.
Los astrónomos han estimado que la distancia media entre las estrellas del cúmulo de las Pléyades equivale sólo a un tercio de la separación interestelar media en las proximidades de nuestro sistema solar. Hoy se sabe que el grupo entero se encuentra a unos 400 años-luz de nosotros y que abarca una región del espacio de unos 70 años-luz de diámetro.
Aún cuando las Pléyades son el cúmulo más grandioso de cuantos se pueden observar a simple vista, no constituyen sino una muestra sumamente pálida de los espectáculos que se nos ofrecen a través del telescopio.
—Pero, fíjate —había proseguido el médico— aquí, en este firmamento, está grabado también nuestro Sistema Solar.
Y Cabrera dirigió su dedo hacia otros signos que él interpretó como el Sol y los planetas.
—Pero tú me dirás cómo era posible que estos seres pudieran ver las constelaciones con catalejos o telescopios tan elementales…
»En realidad —y al igual que el resto del “mensaje”— esto es una «ideografía». Estos seres nos están indicando, simplemente, que «miran» al Cosmos, que «observan» los astros…
»Efectivamente, habría sido imposible observar constelaciones que están tan alejadas de la Tierra con simples “catalejos”. Esta Humanidad nos está señalando que tenían «visión telescópica», que podían dirigir sus aparatos de astronomía a aquellos lugares del Universo que desearan, escrutando así las maravillas del espacio.
»En otras palabras: que los telescopios que empleaban no tenían por qué ser necesariamente así…
»Pero en esta fantástica piedra —prosiguió Javier Cabrera en aquella oportunidad— he descubierto algo más. Después de estudiarla durante meses, he visto cómo en muchas de las grabaciones se repiten unos símbolos que constituyen parte de la “clave” de lectura de las piedras. Esos símbolos son estas «hojitas»… Si las encuentras grabadas en una determinada posición, significan «vida». Si han sido colocadas en posición contraria, «muerte». Pues bien, este elemento se encuentra también repartido aquí y allá, entre las distintas constelaciones y astros que han quedado grabados en esta «bóveda celeste»…
Me fijé con más detenimiento. Así era. Unas diminutas hojas rayadas, así como extraños rombos Y cuadraditos, aparecían grabados también en las distintas figuras que representaban las nebulosas y planetas.
—¿Y cuál es su significado?
—Que estos seres tenían conocimiento de la VIDA que existía en el espacio exterior.
Quedé atónito.
—… Estos «astrónomos» —continuó— están observando si hay vida en el firmamento. ¿Y cuál fue el resultado de sus estudios y conocimientos? Aquí tienes algunos: en esta «constelación» —en Pléyades— hay VIDA inteligente.
Seguí la dirección del índice del doctor Cabrera y comprobé, en efecto, la presencia de una «hojita» —en posición de «vida»— en la citada constelación o cúmulo estelar.
Yo no salía de mi asombro. Era superior a mis fuerzas…
—Pero —interrumpí de nuevo al doctor—, ¿cómo has podido llegar a descifrar esto?
—Lo dicen las mismas piedras. En esa «clave» de que te hablaba se relaciona siempre la «vida inteligente o consciente» con un rayado en forma de cuadraditos. De tal forma que allí donde se encuentra dicha «clave», allí, siempre, existe «vida inteligente». Y lo Podemos ver en otros cientos de piedras y en temas totalmente distintos a éste de Astronomía.
»En la constelación de Cáncer, por ejemplo, las Piedras explican que sólo hay “vida animal”… Como Puedes ver, han grabado rombos. Este signo siempre expresa lo mismo en las «ideografías».
»En la constelación de Virgo está comenzando la vida.
»Pero no debes olvidar un detalle importante. Esto pudo ser hace millones de años… No sabemos si en la actualidad ocurre lo mismo. No sabemos si hoy sigue habiendo “vida animal” en esos planetas o si se ha iniciado ya la «vida inteligente». Podría haber ocurrido también lo contrario: que la «vida consciente» haya desaparecido…
Hasta aquí la versión que Javier Cabrera me proporcionó en septiembre de 1974. Repito que él no había completado sus estudios sobre la entonces llamada piedra de los «tres astrónomos».
Al regresar a Perú en enero de 1975 y detenerme ante aquella misma piedra, Javier Cabrera puso su mano sobre mi hombro y me anunció:
—¿Recuerdas cómo durante mucho tiempo yo defendí la teoría de que esta piedra representaba una «visión telescópica» del Universo?
Asentí.
—… Sólo había comprendido una mínima parte de la «ideografía» —murmuró Javier con una creciente excitación—. Después de completar la investigación, quedé atónito. Aterrorizado.
—Pero ¿por qué? ¿Qué encierra esa piedra? —pregunté impaciente.
—Cuando hablamos de la edad del terreno donde se han extraído estas piedras, recordarás que Ocucaje y Nazca pertenecen a una de las placas viejas del planeta. Su antigüedad, por tanto, sería francamente difícil de precisar. Quizá 200, 300, 400 o hasta 500 millones de años… ¿Quién puede averiguarlo realmente?
»En realidad, y hablando con propiedad, la edad en que vivió esta civilización que grabó las piedras podría ser contabilizada, más que por años, por “ciclos solares”…
Javier Cabrera descubrió la incomprensión en mi rostro y se apresuró a añadir:
—Antes de llegar al final de la investigación, como decía antes, yo defendí durante meses que esta piedra representaba una «visión telescópica» del firmamento. Yo veía aquí tres «astrónomos» que miraban el cielo con sus «catalejos», y en la parte superior de la piedra, una serie de elementos celestes que —según aquella primera investigación mía— conformaban una «visión planetaria». Conté dichos elementos celestes y, al ver que eran trece, deduje que se trataba de las trece constelaciones conocidas hoy. Se trataba, por tanto, de un zodíaco…
»Pero ¿dónde empezaron mis nuevos descubrimientos?
»En el estudio de las piedras yo había tenido la ocasión de ratificar que esta Humanidad contaba el tiempo en meses de 28 días. Es decir, se basaban en el ciclo menstrual de la mujer.
»Al multiplicar esos 28 días por 13, obtuve así ¡364 días! Éste era el “año” por el que se regían estos hombres. Y así aparecía grabado en las piedras. La Tierra empleaba en tiempos de aquella Humanidad un total de 364 días para cubrir una vuelta completa en torno al Sol.
»Pero ¿por qué 364 días? ¿Y por qué nuestro mundo da hoy 365,25 días en completar esa misma órbita?
»Ésta era la primera de las trascendentales pruebas que me estaba ofreciendo esta piedra sobre la antigüedad de la Humanidad que la grabó…
No terminaba de entender al médico iqueño. Y así se lo hice saber.
Es simple —respondió—. Nosotros llamamos «año» al tiempo que la Tierra necesita en dar una vuelta completa alrededor del Sol. Y según los más avanzados cálculos astronómicos, ese movimiento de traslación se cubre en 365 días más unas pocas horas.
—¿No te has preguntado el porqué de esa diferencia entre el «año» de aquella Humanidad gliptolítica —con 364 días— y el nuestro, con 365,25 días?
Javier Cabrera guardó silencio unos minutos y esperó nuestras respuestas. Pero nadie supo qué contestar…
En aquellos momentos recuerdo que llegó hasta el centro-museo de Javier Cabrera el embajador italiano en Perú. Le acompañaba su esposa y algunos familiares. El señor embajador, al igual que otras muchas personas inquietas por los grandes y revolucionarios descubrimientos, había querido conocer in situ la colección de piedras labradas del popular médico de Ica.
Y asistió vivamente interesado a las exposiciones de Cabrera.
—… Está demostrado que el Sol pierde materia —prosiguió el investigador—. Y está demostrado también que esa pérdida de materia —aunque mínima— tiene unos efectos concretos sobre los planetas que giran alrededor del astro rey. Al perder materia, la atracción ejercida por el Sol sobre los astros que se mueven en torno suyo es ligeramente menor.
»Esto provoca un alargamiento de la elipse que dibuja la Tierra en su órbita alrededor del Sol. ¿Y qué sucede cuando la elipse de la Tierra se alarga? Lógicamente, que el “año” también se alarga…
»Entonces, ¿no será que ese día y esas horas de más nos están midiendo realmente el tiempo transcurrido entre el hombre que grabó estas piedras y nosotros?
»Si llevamos estos razonamientos a cifras matemáticas sabemos que cada 100 siglos se produce un segundo de diferencia. O, lo que es lo mismo, ¡840 millones de años!
—¿Insinúa, doctor, que esta Humanidad pudo vivir, incluso, hace 840 millones de años?
—Lo único que puedo decirte es que este «filum» humano vivió en otro tiempo-espacio. Nosotros, nuestra Humanidad, está viviendo su propio tiempo-espacio. Y este «filum» gliptolítico tuvo el suyo. ¿Cuándo? Las piedras nos lo están repitiendo constantemente…
»Las piedras nos están cuantificando el tiempo transcurrido entre aquella Humanidad y la nuestra. Podemos percibirlo a través de la fauna ya extinguida, de los continentes que desaparecieron y por la propia diferencia de la morfología de aquellos hombres…
»Pero, si hace tantos millones de años hubo otro “filum” humano, ¿cuántas civilizaciones —todavía desconocidas y olvidadas— poblaron igualmente nuestro mundo entre el «filum» gliptolítico y nosotros? ¿O es que vamos a seguir pensando que somos los primeros?
Ninguno de los presentes se atrevió a responder.
—Sin embargo, la mayor y más escalofriante prueba de la antigüedad de estas piedras la descubrí aquí…
Y Javier Cabrera señaló con su dedo uno de los signos que aparecían grabados en la «bóveda celeste» de la piedra de los «tres astrónomos». Aquello era un cometa…
Sin saber por qué presentí que me encontraba ante algo mucho más profundo y trascendental que lo anterior. Y me dispuse a seguir las explicaciones del investigador con toda la atención de que era capaz.
—«Esto» que ahora voy a explicarles ha constituido mí motivo de sufrimiento, de insomnio y de terrible duda durante meses…
»Como apuntaba antes, yo había considerado esta “ideografía” como una «visión cósmica» del firmamento, como una representación de las constelaciones y de la vida existente en las mismas.
»Esto lo sabía yo en 1971. Sabía que aquí se había grabado un zodíaco, con trece constelaciones.
»Pero en esa exhaustiva investigación de la piedra descubrí otro elemento que me iba a dar la clave del más impresionante hallazgo encontrado hasta el momento en esta “biblioteca” lítica: la nebulosa Cabeza de Caballo.
Cabrera señaló hacia otro de los puntos de aquella «bóveda celeste» en piedra. Y allí se encontraba —no cabía duda— la nebulosa Cabeza de caballo, denominada así, precisamente, por su semejanza con la cabeza del caballo… Una nebulosa que la Astronomía califica como «oscura» y que se encuentra situada en las proximidades de una de las estrellas del cinturón de Orión.
Sin embargo, yo me resistí durante mucho tiempo. ¿Cómo podía demostrar que aquel grabado era, efectivamente, la citada nebulosa? ¿Por qué no podía tratarse de una coincidencia…?
»Algunos meses después, la prensa del mundo entero aireó una noticia que me abrió los ojos: “Un cometa singular —el Kohoutek— se aproximaba a la Tierra a gran velocidad”. En julio de 1973, los astrónomos localizaron dicho cometa entre las estrellas Sirio y Régulo. Y aseguraron además que el paso del cometa coincidiría con una clara visión de los planetas Venus y Júpiter. Todos estos elementos estaban en la piedra. El cometa, tal y como pueden observar en la grabación, se encuentra entre dos estrellas. Y los planetas Venus y Júpiter aparecen igualmente en la posición que señalaron los astrónomos…
»Por otra parte, los astrónomos dijeron en un principio que el cometa del “siglo” tenía una órbita de 10 000 años. Poco después rectificaron y la incrementaron hasta los 40.000. Por último dejaron sentado que la órbita del Kohoutek era parabólica y que, por tanto, no regresaría jamás… Si recuerdan, algunos astrónomos barajaron, incluso, cifras de millones de años.
»Todo aquello me empujó aún con más fuerza a seguir investigando en tan enigmática piedra.
»Allí, además de las constelaciones, del cometa ya citado, de los planetas y de la nebulosa Cabeza de caballo había otros elementos. Y uno de ellos parecía un eclipse anular de Sol…
El doctor Cabrera nos señaló el nuevo elemento. Aquel signo —evidentemente el Sol— estaba «cubierto» por una especie de anillo…
—Este nuevo factor —continuó Javier— me despistó al principio. Los astrónomos no habían señalado que el «paso» del cometa Kohoutek fuera a coincidir también con un eclipse anular de Sol…
»Sin embargo, ante mi asombro, el 2 de noviembre de 1973, la prensa hizo público otro dato relacionado con Kohoutek: ¡habría también un eclipse…! ¿Cómo podría describirles mi emoción? ¿Cómo explicarles mis largas horas de insomnio, investigando, investigando, investigando sin cesar…?
»Los astrónomos habían previsto el “avistamiento” del cometa del «siglo» para el 24 de diciembre de ese año: 1973. Pues bien, en septiembre de ese mismo año —y cuando yo tenía ya muy avanzado el descubrimiento— vino a visitarme el coronel Omar Chioino, director del Museo Aeronáutico del Perú. Yo había donado más de sesenta piedras grabadas al museo y quiso agradecérmelo.
»—Omar —le dije—, tengo fundadas sospechas de que en esta piedra fue grabado el “paso” del cometa Kohoutek… ¡hace millones de años!
»El coronel, lógicamente, aceptó la hipótesis con más escepticismo que convicción. Y era natural…
»Pero yo seguí trabajando en ello. Estaba convencido de que me encontraba ante “algo” extraordinario. «Aquella Humanidad supo del paso y de la existencia de este mismo cometa». Esta idea iba ganando terreno, día a día, en mi mente.
»Pero ¿cómo era posible? Sólo cabía esperar a que llegara el 24 de diciembre de 1973. Si el paso del Kohoutek coincidía con todos aquellos fenómenos siderales —eclipse anular de Sol, visión de Venus y Júpiter y posición de la nebulosa Cabeza de caballo—, no cabía la menor duda de que nos encontrábamos con la grabación de un “hecho” que ya había tenido lugar en otra época y que ahora se repetía …
Pero Javier Cabrera, anonadado por la inmensidad de su descubrimiento, quiso advertir del hecho al presidente de la República, general Velasco. Y mucho antes del «paso» del cometa le escribía:
«… Si llegara, como pienso, a comprobar que el que vamos a observar es el cometa prehistórico, o sea, el Kohoutek, habremos demostrado no sólo que se trata del mismo cometa, sino que los gliptolitos o “libros” de piedra de la “biblioteca” prehistórica de Ica han registrado conocimientos del saber universal que tienen una exactitud tan asombrosa como lo demuestra el cumplimiento de la matemática newtoniana, al probar la realidad del pasaje del cometa, de la producción del eclipse y del cortejo cósmico de planetas, estrellas y nebulosas que se encontrarán juntos en un lugar de la bóveda celeste durante algunos minutos, a pesar de haber partido de sus lugares de origen desde hace 100 millones de años para volver nuevamente a constituir el espectáculo que asombre otra vez más, no ya a nosotros, sino a la próxima y remota Humanidad del futuro…».
Javier Cabrera dejó la copia de la carta sobre la mesa y comentó:
—Por supuesto, esta carta no llegó nunca a manos del presidente Velasco. Él lo hubiera comprendido. Pero los que le rodeaban no supieron captar la trascendencia de dicha comunicación…
»Pero hay más —añadió Cabrera—. Consciente del hallazgo, consciente de lo que tenía entre mis manos, lo puse en conocimiento también de mi amigo y periodista Francisco Miroquesada, director de El Comercio de Lima. Y me contestó a los pocos días que “no lo publicaba por prudencia”…
Javier Cabrera, sin embargo, no se rindió. Y el 11 de diciembre de 1973 —dos semanas antes del paso del Kohoutek— enviaba una carta a París. Una carta de la que dio fe el notario de Ica, por expreso deseo del profesor Cabrera Darquea.
Aquella misiva, dirigida al escritor francés Robert Charroux, que también había conocido la «biblioteca» lítica, debía ser entregada por éste al Observatorio Astronómico de París. Y así se hizo. Pero ¿qué contenía aquella carta notarial que había escrito el investigador de Ica? Él mismo, sacando una copia de sus archivos, nos lo leyó:
Era preciso atar todos los cabos. Por eso formulé al Observatorio las siguientes preguntas:
1.ª ¿Es o no periódico el cometa Kohoutek?
2.ª ¿Es cierto que el eclipse anular de Sol del 24 diciembre de 1973 volverá a producirse dentro de 100 millones de años?
3.ª ¿Es igualmente correcto que el eclipse será visible en Centroamérica?
4.ª ¿Es correcto —y aquí viene lo más importante— que el 24 de diciembre, al producirse el citado eclipse, estará presente la nebulosa Cabeza de caballo al opuesto del Sol?
5.ª ¿Los planetas Venus y Júpiter estarán en una posición de 45 grados en relación al Sol?.
Quedamos todos en suspenso. Por fin, el embajador italiano preguntó:
—¿Y cuál fue la respuesta del Observatorio de París?
—Mi amigo Charroux me había comunicado que los astrónomos necesitaban dejar pasar algunos meses desde el momento que se producía el máximo acercamiento de un cometa a la Tierra, a fin de realizar mejor sus cálculos, especialmente en lo que a la órbita del mismo se refiere…
»Y el 31 de julio de 1974 me llegó la respuesta del citado Observatorio. Escuchen:
»“El cometa Kohoutek —decían los astrofísicos de París— no es periódico”.
»¡Maravilloso, queridos amigos! Con esto, el Observatorio había respondido ya a lo más importante… Pero sigamos:
»… La forma de su órbita —decía el Observatorio— es una parábola; ligeramente una hipérbola.
»Yo no le puedo asegurar si el eclipse del 24 de diciembre se producirá dentro de 100 millones de años. Ni hay persona alguna que lo pueda afirmar. Eso es matemáticamente imposible de predecir.
»“En lo que concierne a la posición de la nebulosa Cabeza de caballo, de Venus y de Júpiter, sus informaciones son correctas”.
Todos los asistentes a la lectura de aquella carta habíamos quedado como paralizados. Yo seguía con los ojos fijos en los grabados de la piedra, forzando mi mente al máximo…
«¡El Observatorio de París ratificó la posición de la nebulosa Cabeza de caballo!», me repetía a mí mismo una y otra vez. Pero, entonces, la información astronómica de aquella piedra de 300 kilos era exacta…
Tuve que sentarme. Pero las emociones no habían concluido aún.
—Sí —prosiguió Javier Cabrera ante la sorpresa de los asistentes a aquella histórica entrevista—, estos grabados eran correctos. Pero yo había cometido un grave error en mi carta al presidente de la República. ¿Cuál? Muy sencillo. Me había dejado influir por la forma convencional de estudiar los eclipses y le hablé a Velasco de «mecánica newtoniana»…
»Sin embargo, el Observatorio Astronómico de París aclaró que la órbita del cometa no era una elipse, sino una parábola, con tendencia a la hipérbola. Y todos sabemos que en la parábola, al igual que en la hipérbola, las ramas tienden al infinito…
»Y si van al infinito, es imposible saber cuándo se repetirá su “paso” por la Tierra. Entonces, yo pregunto:
»Si no hay forma de trabajar con una noción que se llame “infinito”, ¿quién hizo esta piedra?».
De nuevo reinó el silencio. Sin darnos cuenta habíamos llegado a uno de los puntos culminantes de la conversación.
Aquel 24 de diciembre de 1973 —tal y como recogió toda la prensa del mundo— el cometa del «siglo» estuvo más cerca que nunca de la Tierra en su viaje Por el Cosmos.
Y Se registró igualmente el eclipse anular de Sol.
La Luna se colocó durante unos segundos ante el disco solar, formando un majestuoso «anillo». Y Venus y Júpiter se situaron en la posición señalada por los astrónomos… y por el formidable grabado de la piedra que Javier Cabrera tenía en su poder desde 1970…
Eran, pues, 13 elementos zodiacales, 2 planetas, la Luna, el Sol, la nebulosa Cabeza de caballo y el cometa, coincidiendo con la más absoluta precisión. En total, 19 factores. Había que descartar, necesariamente, la coincidencia. Los seres que habían grabado aquella piedra habían tenido conocimiento de la existencia de este cometa…
—Pero —volvió a preguntar Cabrera—, si nosotros no sabemos trabajar con una noción que se llame «infinito», ¿quién pudo grabar esta piedra?
Javier Cabrera se dirigió a mí y comentó:
—¡Graba esto en tu magnetófono, porque España va a saber considerarlo…! ¡Esta piedra fue grabada por una energía superior, cognoscitiva, libre de espacio y tiempo…! Esto es lo que dicen estas piedras.
—Pero ¿cómo puede traducirse eso? —le planteé.
—No puedo traducirlo. A esa «energía cognoscitiva», si quieres, ponle los adjetivos que quieras…
Fue entonces cuando intervino nuevamente el embajador italiano. Y preguntó:
—¿Dios?
Javier Cabrera contestó rotundamente:
—¡Claro, querido embajador…! ¡Lo felicito!
—Pero —prosiguió el embajador—, yo no creo que Dios haya hecho esta piedra…
—¿Y usted qué es? —intervino de inmediato Javier Cabrera—. ¿Usted qué cosa es?
—Yo soy un hombre de Dios, señor…
—Mire, los descubrimientos que yo estoy recopilando no se pueden lanzar así como así.
—Yo no puedo decir —enseñándoles estas piedras— que esa «energía superior» o esa forma sublime de la «energía» sea o no tal cosa… Como tampoco puedo decirle a usted que el hombre es increado. Porque usted no lo entiende…
—¿Increado? —pregunté muy sorprendido.
—Eso es. Hay piedras en esta «biblioteca» en las que se muestra el verdadero «origen» del hombre…
Pero Javier Cabrera no deseaba extenderse sobre este tema. Y se limitó a comentar:
—Al descubrir el verdadero “mensaje” de esta piedra cambié totalmente mis planteamientos. Ya no podíamos situar al hombre en la Era Secundaria o Mesozoica. Con la piedra del Kohoutek se demuestra que el ser humano no tiene “techo”… Rompió la barrera del tiempo. Sólo Teilhard de Chardin se aproximó…
—¿La Tierra fue siempre nuestro «hogar»?
—No, nuestro «hogar» es el Cosmos. El «fenómeno humano» se da en la Tierra y en cualquier astro que tenga condiciones para albergar la VIDA. Pero no podríamos señalar el origen del hombre aquí o allá. El hombre, repito, es del Cosmos… Así está en las piedras.
»Cuando todo el “filum” humano se concrete, se desmaterialice, se espiritualice y se dirija a un punto de la galaxia, podremos decir que se ha «realizado» la misión de esta Humanidad… Exactamente igual como ya ha sucedido con otros «fila» humanos, aquí en este planeta y en otros astros…
»Mientras eso no ocurra, mientras la totalidad del “filum” de esta civilización, no se desmaterialice, tendremos guerras, divisiones y calamidades.
—Si no he entendido mal —insistí—, esta piedra del fue grabada entonces por una mente superior, libre del espacio y libre del tiempo…
—Exacto. Ésa es la gran diferencia entre la Humanidad que dejó el «mensaje» gliptolítico y la nuestra. El hombre de aquel «filum» no era matemático. Era conceptual. Llegaba a los mismos logros que nosotros, pero sin necesidad de cálculos matemáticos. Era conceptual. Eso se repite sin cesar en toda la «biblioteca».
»¿Cómo podemos explicar si no que grabaran en esta piedra un hecho que sucedió hace millones de años y que ellos sabían se iba a volver a repetir? Si el Observatorio de París y el de la República Democrática Alemana me han confirmado que el Kohoutek no es periódico, que su órbita se pierde en el infinito, ¿cómo podríamos saber nosotros cuándo va a retornar? Sólo si fuéramos “conceptuales”… Ésa era la gran diferencia entre aquella Humanidad y nosotros.
»Y yo cometí el gran error de pegarme a lo tradicional, a lo convencional. La mecánica newtoniana ya no sirve en este caso… Sólo podríamos comprenderlo con las nociones de Einstein: “Si yo miro el horizonte —decía—, me veo la nuca…”.
»El infinito es una curva como la parábola. “Si miro el infinito, me veo la nuca”. La cuestión estriba en saber «cuándo»… La recta es una curva de radio infinito. Entonces, ese móvil que describe una trayectoria parabólica debe regresar. El problema, repito, está en averiguar cuándo. Si el Kohoutek es un cometa de trayectoria parabólica, tal y como acabamos de decir, eso significa que ahora ha «regresado» del infinito. En otras palabras, ¡esta maravillosa piedra nos está mostrando cómo es realmente el Universo!
Había que hacer un constante esfuerzo para seguir los razonamientos del investigador. Sin embargo, una tras otra, sus deducciones —todas apoyadas por las grabaciones de las piedras— terminaban por encajar en los cerebros arrasando cuantas barreras más o menos convencionales podían obstaculizar su aso.
—… Esta grabación —continuó— nos está diciendo que el Universo es curvo y limitado. No es ilimitado e inconmensurable.
»Todas las teorías, como ven, se van superando poco a poco…».
El profesor Cabrera Darquea encendió un cigarrillo y dejó que sus asombrados visitantes siguieran reflexionando sobre lo que acababan de ver y oír.
—¿Y el tiempo? —preguntó de nuevo el embajador—. ¿Está explicado también en estas piedras?
—Aquella Humanidad disponía también de su propio «tiempo». Pero era «su» tiempo. Nosotros, ahora, estamos «haciendo» nuestro propio tiempo. Si todos los seres de la Tierra desaparecieran, ¿habría tiempo…?
»Aquel “filum” gliptolítico tomó como base para medirse al propio hombre. Nosotros no. La Humanidad de las piedras grabadas computaba su tiempo en base al ciclo menstrual de la mujer; en base a períodos de 28 días. Como señalaba antes, al multiplicar ese período por las 13 constelaciones —que es el tiempo empleado por nuestro planeta en dar una vuelta completa alrededor del Sol— se obtiene un «año» de 364 días. Nosotros no hemos establecido ese sistema.
Pero, según esto, ambos «fila» están en relación con el Sol. Éste es el verdadero regulador del tiempo, no el hombre…
Bueno, el hecho de que yo compute el tiempo con un ciclo solar no quiere decir que éste sea la esencia del tiempo. No define al tiempo. Es un puro punto convencional. Hoy, la mujer sigue teniendo un ciclo menstrual de 28 días… Esto no ha cambiado. Sí lo ha hecho, sin embargo, el Sol y la propia Luna. El primero, al perder materia, alarga las elipses de sus planetas. Y a la Luna le sucede lo mismo. Ya no gira en torno al planeta en 28 días, sino en 27 y algunas horas. ¿Por qué? Como consecuencia también de esa pérdida de materia del astro rey. Al no ejercer la misma atracción, la Luna se ve afectada de la misma forma que la Tierra. Y gira más deprisa alrededor de nuestro mundo. Pero este proceso continuará. Y la Luna llegará a dar una vuelta a la Tierra en 24 días y nuestro propio mundo empleará 370 días en completar su movimiento de traslación… Pero el ciclo menstrual de la mujer seguirá inalterable. Es decir, el tiempo humano está divorciado del tiempo geológico y cósmico. La única forma de establecer una relación es a través del fenómeno humano.
»Sólo el hombre es constante. Si el fenómeno humano existió en aquel tiempo y existe también ahora, eso nos permite establecer dos nociones que —tanto en aquel “filum” como en el nuestro— hemos dado en llamar «tiempo». Sólo el conocimiento de dichas nociones nos está demostrando que ha habido un lapso entre ambas Humanidades…
»Pero, fuera de dichos “fila”, ¿es que existe el tiempo? Sólo habrá existido en la medida que otras Humanidades, que otros «fila», hayan cubierto ese lapso entre el hombre «gliptolítico» y nosotros.
Traté de entrar en aquel otro punto que Javier Cabrera había dejado en suspenso: el verdadero origen del hombre. Pero mi pregunta corrió idéntica suerte que la anterior…
—Decía usted, profesor; que el hombre es increado. Me pregunto qué sucedería si, de pronto, encontrara usted en esta «biblioteca» la explicación a dicho origen…
Javier Cabrera cruzó una mirada de complicidad con Agustín Figueroa, su editor, que también asistía a la interesante charla, y respondió.
—En uno de los capítulos de esta obra que estoy preparando encontrarás un hecho que te sorprenderá. Un hecho que respalda esta afirmación mía sobre la no creación del hombre. Pero, por el momento, no puedo hablar de ello.
Permanecimos de nuevo en silencio hasta que uno de los acompañantes del embajador italiano preguntó a Cabrera:
—No comprendo por qué fue grabado precisamente el «paso» de este cometa. ¿Cuál es su significado real?
—Trascendente. La llegada del cometa tuvo una significación para aquel «filum». Por eso lo grabó en la piedra. Pero esto se deduce con la contemplación y el estudio de muchas piedras. Porque, como saben, todas están relacionadas de alguna manera. Forman «series». Aquel «filum» humano recibió a un ser que procedía de otro lugar del Cosmos y del que nosotros también hemos tenido noticias… Pero les ruego que no me pregunten más sobre este tema. Está en pleno proceso de investigación y no desearía hablar sobre ello hasta que el estudio se encuentre concluido…
Como el lector habrá adivinado, quizá esta afirmación del doctor Javier Cabrera Darquea se encontraba íntimamente vinculada al formidable hallazgo que él —con tanta sabiduría como prudencia— había aislado al llamado «cuarto secreto». Pero ¿quién era aquel ser? ¿De dónde procedía en realidad? ¿Por qué había coincidido con este cometa? ¿Cuál era su misión en la Tierra? ¿Por qué Cabrera nos había indicado que nosotros también habíamos tenido noticias de su existencia? Y lo que era más importante para mí, ¿por qué y cómo sabían los seres de aquella remota Humanidad que el cometa regresaría una vez más…?
Javier Cabrera, con el paso de los días, me respondió a estos interrogantes. En algunos casos, como apuntaba en otro capítulo de este libro-reportaje, me bastó la simple contemplación de aquellas piedras «secretas» para comprender…
Pero prometí solemnemente a Javier Cabrera no divulgar esta parte de la «biblioteca», al menos hasta que el estudio de las mismas se haya visto concluido en su totalidad. De no hacerlo así, el impacto sería de tal calibre que —en vez de lograr un efecto positivo que enriquezca mucho más nuestro propio sentido de la existencia— sumiría a muchas personas en la confusión. Pero esa revelación —estoy seguro— llegará en el momento adecuado.
Para mí, aquella tarde en el museo de la plaza de Armas de Ica, en compañía de Javier Cabrera, del embajador italiano y de cuantos le acompañaban, ha tenido una trascendencia insospechada. Y quizá desde entonces haya visto sumido mi espíritu en una crisis permanente, de la que a duras penas estoy saliendo…
Aquella piedra —llamada ahora por el investigador iqueño como del Kohoutek— venía a trastocar, a desequilibrar, todos mis esquemas mentales. Era, no cabía duda, una prueba irrefutable. Aquella piedra estaba en el estudio de Javier desde 1970, fecha en que el bueno de Basilio Uchuya la había extraído del fondo del desierto de Ocucaje. Aquella piedra había sido vista, analizada y fotografiada antes de la llegada del cometa Kohoutek por decenas de personas.
Aquella piedra desconcertante, en fin, había sido expuesta por Cabrera en 1971 en el Congreso Internacional de Cirugía, celebrado en Perú.
Al retirarme aquella noche al hotel comprendí las palabras del investigador, cuando, al poner sus manos sobre la «bóveda celeste» de aquella singular piedra, nos adelantó:
—Mi emoción al descubrir esto fue tremenda. Y tardé muchas noches en poder conciliar el sueño…
Pero mi investigación apenas si había comenzado. Quedaban aún otras muchas sorpresas. Como aquella que había saltado también a lo largo de mi última visita al centro-museo de las 11 000 piedras grabadas: los «planos» de los antiguos continentes del planeta…