(DICTAMEN DE LA UNIVERSIDAD DE BONN)
Fue una sorpresa para mí. Siempre creí que las piedras grabadas del desierto de Ocucaje habían sido descubiertas hacia 1966, cuando los campesinos de dicha zona comenzaron a desperdigarlas por medio Perú.
Pero no. Alguien de gran prestigio en Lima iba a sacarme de mi error. Y me alegré profundamente de que no fuera el propio Javier Cabrera Darquea quien me hablara de esta importante prueba en pro de la legitimidad de la «biblioteca» lítica.
Don Santiago Agurto Calvo, arquitecto y exrector de la Universidad de Ingeniería de Lima, tiene en su hogar varios cientos de piedras grabadas, idénticas a las que yo había examinado en el centro-museo de Ica.
¡Oh, sorpresa! Allí, en el patio de la casa del arquitecto, observé también altorrelieves y grabaciones de animales Prehistóricos, en convivencia con el hombre…
Don Santiago Agurto —hombre reposado y ecuánime— me resumió así sus interesantes experiencias y conocimientos, en relación con la «biblioteca» de piedra:
—Hace aproximadamente cuatro años —hacia 1962— comenzaron a aparecer en los alrededores de la Hacienda Ocucaje, en el departamento de Ica, unas extrañas piedras que, según los «huaqueros[3]» del lugar, se hallaban en las tumbas de los ricos y abundantes cementerios prehispánicos de lugares como Cerro Blanco, La Banda, Paraya, Chiquerillo, Cayango, etc.
»De acuerdo con la versión más frecuente, las piedras se encontraban en los entierros correspondientes a las culturas Paracas, Ica y Tiahuanaco, aunque algunos “huaqueros” sostenían que también las había en restos Nazca e, inclusive, Inca.
»Dichas piedras, aparentemente cantos rodados de variado tamaño y color, presentaban la particularidad de estar labradas —burdamente las unas y primorosamente las otras— representando “imágenes” o dibujos inidentificables: insectos, peces, aves, felinos, figuras fabulosas y seres humanos. Unas veces aparecían individualizadas, y otras, mezcladas en elaboradas y fantasiosas composiciones.
»A fines de 1962, como digo, tuve la oportunidad de conocer estas piedras y de adquirir algunas a los “huaqueros” de Ocucaje.
»Éstos las vendían a precios que fluctuaban entre los 10 soles para las más chicas y los 120 para las más grandes.
»La sorpresa al encontrar un material arqueológico inédito en la costa peruana y la extraordinaria belleza de algunas de las piedras, como usted comprenderá, hicieron que me interesara en todo lo concerniente a ellas.
»Pude reunir así, por boca de “huaqueros”, una serie de datos, probablemente no siempre verídicos y hasta contradictorios a veces, pero que me proporcionaban un marco provisional de referencia a la historia de las piedras.
»Con posterioridad, conversé al respecto con estudiosos y coleccionistas, quienes afirmaron que poco o casi nada era lo que se conocía respecto de las piedras, que había dudas sobre su autenticidad y que, probablemente, no fuesen sino obra de algunos falsificadores locales de piezas arqueológicas.
—¿Y qué razones esgrimían?
—En primer lugar, que nunca antes de 1962 se habían encontrado tales piedras, a pesar de que la zona había sido abundantemente excavada.
»Segunda: que los hallazgos habían sido hechos por personas a las que no se les podía dar mayor crédito.
»Tercera: que para labrar las piedras en forma tan nítida y precisa era necesario poseer, dada la dureza de la materia, metales y herramientas que no conocieron los antiguos peruanos.
»Y, por último, que en algunas de las piedras había motivos que no correspondían a las culturas locales y que, en otras, se mezclaban motivos de culturas diferentes.
»Las opiniones expuestas —como puede usted ver— no resultaban del todo convincentes, salvo la relativa al tipo de metal necesario para realizar el trabajo. Evidentemente, si el labrado de las piedras requería un metal no conocido por los antiguos peruanos, dichos objetos no podían ser prehispánicos…
»Por ello, y a fin de iniciar una investigación sobre el particular, lo más conveniente consistía en determinar si el grado de dureza de las piedras era tal que su tallado obligase al empleo de un metal desconocido en el antiguo Perú. El resultado, en caso positivo, determinaría definitivamente que las piedras no eran de origen prehispánico. Pero, en caso contrario, abriría la posibilidad de que tal origen fuera el auténtico, lo cual justificaría proseguir la investigación.
»Con tal finalidad recurrí a la Facultad de Minas de la Universidad Nacional de Ingeniería, en cuyos laboratorios, los ingenieros Fernando de las Casas y César Sotillo llevaron a cabo un concienzudo estudio…
Por primera vez en todo el proceso de investigación de las piedras grabadas de Ica me encontraba ante un documento oficial, ante una prueba auténticamente imparcial. Y escuché con profunda atención.
—Este análisis decía así, en sus partes esenciales:
»1.º Todas las piedras son “andecitas” fuertemente carbonatizadas, a pesar de que por su coloración y textura externas parecen ser entre sí de distinta naturaleza.
»2.º Las piedras proceden de capas de flujos volcánicos correspondientes a series del Mesozoico, características de la zona.
»3.º La acción del intemperismo ha atacado la superficie de las piedras, cambiando los feldespatos en arcilla, debilitando por tanto su grado de dureza externa y formando una especie de cáscara que rodea la parte interior.
»4.º La dureza exterior corresponde en promedio al grado 3 de la escala de Mohs[4], llegando a ser de hasta 4,5 grados en la parte interna no atacada por el intemperismo.
»5.º Las piedras pueden ser trabajadas prácticamente con cualquier material duro, como huesos, conchas, obsidianas, etc., y, naturalmente, con cualquier instrumento metálico prehispánico».
—Según veo, las piedras han sido catalogadas como procedentes de flujos volcánicos de la Era Mesozoica…
—Así es. Esa era abarcó desde los 65 o 70 millones de años, hasta los doscientos y pico, según tengo entendido.
Todo iba encajando. Y recordé las palabras de Javier Cabrera sobre el terreno de donde eran extraídas las piedras grabadas:
«… El plano geológico —había dicho el médico iqueño— confirma que Ocucaje es Paleozoico y Mesozoico…».
Pero las coincidencias no habían hecho sino empezar. Rogué a Santiago Agurto que continuara su relato. Y el arquitecto prosiguió:
—Por fin, las pruebas que se hicieron con utensilios de hueso y de piedra de las distintas culturas iqueñas demostraron que éstos eran perfectamente capaces de dejar en las piedras las mismas huellas, surcos y trazos que conformaban sus labrados.
»Como estos resultados permitían suponer el origen prehispánico de las piedras, continué con las investigaciones.
»Y observé, por ejemplo, que la forma de las piedras era, en general, la de cantos rodados, si bien aquéllas presentaban distintos grados de rodamiento. El tamaño variaba desde muy pequeño —3 por 2,5 por 1,5 centímetros— hasta el de 40 por 25 y por 20 centímetros en los ejemplares más grandes que yo pude conocer.
»En mi estudio averigüé también que las piedras habían sido trabajadas adecuando la decoración a su forma. En algunos casos es muy notable el uso escultórico de la forma básica, la misma que ha sido hábilmente complementada para lograr el efecto deseado.
—Creo que analizó usted también las incisiones…
—Así es. Las figuras que decoran las piedras que yo tuve la oportunidad de estudiar habían sido trabajadas mediante incisiones de fondo acanalado, mediante chaflanes que producen la impresión de falsos relieves o mediante el procedimiento de rebajar la superficie que rodea a las figuras, para lograr un auténtico altorrelieve. En algunas piedras encontré sólo una de estas técnicas, pero, en muchas de ellas, es frecuente el uso de dos y hasta de los tres sistemas.
»En cuanto a las herramientas empleadas, parece como si las hubieran utilizado a manera de buriles y cinceles. En todos los trabajos se nota que las incisiones y rebajos afectan sólo a la “cáscara” intemperizada, lo cual explica la factibilidad del trabajo y de la perfección lograda en él.
»La investigación planteada era sumamente interesante y, poco a poco, se iban obteniendo datos que favorecían la atribución de un origen prehispánico para las piedras. Pero, lógicamente, el medio más efectivo de despejar las dudas consistía en comprobar fehacientemente su presencia en restos arqueológicos.
»Fue así como, después de haber visitado repetidas veces la zona de Ocucaje, recogido abundante información al respecto, conocido gran parte de las colecciones de piedras existentes y efectuado los estudios preparatorios, juzgué llegado el momento de realizar trabajos de campo…
»Pues bien. Después de varios y frustrados intentos, el 20 de agosto de 1966 tuve la suerte de hallar una piedra labrada en una tumba de un cementerio prehispánico del sector llamado Tomaluz, en la Hacienda Cayango del departamento de Ica».
Don Santiago Agurto se incorporó y abandonó el patio donde nos encontrábamos. A los pocos instantes regresaba con un «huaco» de color tierra entre sus manos. Pero no mostró su contenido hasta pasado un buen rato…
—El cementerio, situado en una zona arqueológica profusamente excavada desde hacía tiempo —prosiguió—, acababa de ser descubierto. Pertenecía, según parece, a un pequeño sector de un gran complejo necrológico.
»La tumba en cuestión se encontraba en la parte superior, orientada Norte-Sur según su eje longitudinal.
»Al excavar dicha tumba encontramos restos humanos, ceramios, y dentro de uno de éstos, una piedra labrada.
En aquel instante, el arquitecto metió la mano en el pequeño «huaco», sacando juntamente con un trozo de tela burda y de varios y diminutos restos huanos, una piedra grabada que pude ver una especie de Pájaro que llevaba un «choclo» entre sus patas.
—Los ceramios hallados tenían la forma, colores y decoración característicos de la llamada cultura Huari Tiahuanaco, que se da en el departamento de Ica, por lo que el origen de las piezas no ofrecía lugar a dudas, estimando su edad entre unos 600 y 900 años aproximadamente…
»Esta piedra que usted ve aquí —continuó el exrector— es un pequeño canto rodado achatado, de 5,5 por 4 y por 2 centímetros. Tiene, como ve, un color pardo y su textura es algo rugosa.
»El labrado se llevó a cabo mediante incisiones y rebajos achaflanados que producen la impresión de altorrelieve. El diseño es fuerte y seguro. Hermosamente trazado.
—¿Y qué hizo usted?
—Informé del hecho al director del Museo Regional de Ica, señor Bermúdez, y al conservador del mismo, el arqueólogo Alejandro Pezzia. Se interesaron vivamente en él, confirmaron la clasificación de los restos encontrados y acordaron conmigo la forma y oportunidad más conveniente para dar a conocer el descubrimiento.
»Y el 10 de septiembre de ese mismo año, esta vez en compañía del doctor Pezzia, volvimos al desierto de Ocucaje, trabajando durante todo un día en el cementerio de Tomaluz. Pero, a pesar de haber encontrado abundante material arqueológico tiahuanaco, no logramos hallar ni una sola piedra más…
»Al día siguiente nos dirigimos al sector llamado La Banda, en la Hacienda de Ocucaje, y escogimos como sitio de trabajo el cementerio llamado Max Uhle, en memoria de este famoso arqueólogo.
»Allí, después de un trabajo intenso, encontramos en otra tumba una nueva piedra labrada.
»En aquella segunda ocasión, la tumba, ubicada en la parte inferior del cementerio, correspondía a la cultura Paracas, que también se da en Ocucaje.
»Esta segunda piedra “mágica” —como yo las llamo— era un canto rodado, igualmente con forma achatada y textura semirrugosa.
»En una de las caras tiene representada una figura estrellada casi simétrica, que bien podría ser la estilización de una flor. El grabado consiste probablemente en un burilado que dibuja la forma a base de incisiones de distinto grosor y profundidad.
»El diseño era elegante y preciso, con refinamiento en ciertos detalles y buen uso de la cara superior de la piedra.
»De acuerdo también con las evidencias que se encontraron junto a ella, la piedra corresponde a la cultura Paracas-Cavernas de Ocucaje, y su edad podría estimarse entre los 1500 y 2300 años…
Santiago Agurto tomó entre sus manos esta segunda piedra y me rogó que la examinara. Era algo más irregular que la primera. Medía 7 por 6 y por 2 centímetros.
Pero, aunque el señor Agurto Calvo había aportado a mi investigación un punto clave en pro de la autenticidad de las piedras de la «biblioteca» lítica de Ica, en mi opinión había dos cuestiones que no resultaban nítidas y tajantes.
En primer lugar, el hecho de que las piedras fueran encontradas en tumbas prehispánicas, con 600, 900 o 2300 años de antigüedad, no tiene por qué significar que dichas piedras labradas —o mejor dicho, las incisiones— tengan esa misma edad.
¿Por qué habían sido colocadas en dichas tumbas? ¿Por qué el hombre de aquella cultura Paracas o Tiahuanaco se había hecho enterrar juntamente con un «huaco» de arcilla repleto de maíz y con estas piedras labradas?
Sólo cabe una explicación. Aquel hombre —que posiblemente tenía la edad señalada por Agurto— creía en un «viaje» a otra vida. Su religión y creencias le decían que, después de la muerte, se pasaba a una nueva y enigmática existencia. Y en su ignorancia, procuraba rodearse de alimentos (maíz) y de «algo» que le ayudara a ser reconocido por los dioses… Y ese «algo» —en este caso concreto— eran las piedras «mágicas» grabadas por alguien —muy anterior a él— y que el pobre y rudimentario hombre de las cavernas o del desierto prehispánico no entendía y relacionaba por tanto con alguien superior: posiblemente, con los «dioses»…
La funesta costumbre de la Arqueología de «asociar» los restos humanos o fosilizados con lo que encuentran en las tumbas o junto a dichos restos ha servido hasta ahora, más que como motivo de esclarecimiento, como siembra de permanente confusión y error.
¿Por qué una piedra labrada o cualquier otro objeto inorgánico tiene que tener la misma edad de los huesos que hallamos en una tumba?
Pero, pongamos un ejemplo revelador.
En mi primer viaje a Perú conocí otro hecho desconcertante y que sería, por sí mismo, motivo de toda una profunda investigación.
El Ministerio de Turismo del Perú ha distribuido por todo el mundo un «afiche» que corresponde a un bellísimo y multicolor manto desenterrado en una de las tumbas de la zona llamada Paracas. En el cartel o «póster» se reproduce un extraño y, a primera vista, complicado dibujo. Nadie sabía de qué se trataba. Nadie supo explicarme aquella magnífica muestra de la antigua artesanía peruana…
Pero, he aquí que un día, en una de mis visitas al museo del doctor Javier Cabrera, observé dicho «afiche» en una de las paredes del centro de investigación del médico iqueño. Y comenté con él el curioso hecho de que nadie en Perú parecía conocer o preocuparse por el contenido de dicho «afiche».
Javier Cabrera —que para entonces tenía muy adelantada su investigación sobre las piedras grabadas— tomó un puntero y me anunció:
—… Sin embargo, ya ves, tienes ante tus ojos un manto que podría ser premio Nobel.
Javier Cabrera, ayudado por la «clave» de las piedras grabadas de Ica, había desentrañado también el significado de dicho manto.
—Escucha —me pidió el profesor—. Este manto constituye toda una «lección» de Genética. Este manto —desenterrado hace 45 años en una tumba situada en Paracas, al sur de Lima— nos «explica» la enfermedad conocida hoy como sindactilia o falta del dedo pulgar…
—Pero, no entiendo… ¿Cómo has llegado a esas conclusiones?
Javier Cabrera comenzó su explicación.
(He de advertir que, a fin de comprender la exposición del investigador peruano, el lector deberá seguir los sucesivos pasos del científico sobre los grabados que, previamente, han sido numerados y que ofrecemos fuera de texto).
—Los arqueólogos que lo sacaron de la tumba donde se encontraba, juntamente con los restos de un hombre de hace 3000 años, sólo han elogiado su extraordinario colorido —inexplicablemente vivo durante miles de años—, así como su elevado número de hilos por centímetro cuadrado, que revela ya una tecnología textil…
»Pero todo ha quedado ahí. ¿Es que este dibujo no quiere decir nada más? ¿Es que fue hecho porque sí?
»No, claro que no. Y aquí está lo maravilloso y enigmático del manto.
»Ésta es una mujer… Una mujer que tiene cinco dedos en los pies y cuatro en cada mano. ¿Ves estas rayas negras? Marcan precisamente las diferencias entre las extremidades inferiores y superiores.
»El manto se va a encargar de explicar esta anormalidad, precisamente a través de los dibujos. Se trata, como te decía, de una anormalidad conocida hoy como sindactilia o agenesia del dedo pulgar. Una anormalidad que también se da hoy día y para la que la Ciencia no ha encontrado aún una explicación…
»Esta enfermedad congénita —tal y como revela el manto— es transmitida por el hombre y actualizada por la mujer. Y ahí, como señalo, está revelado el origen de esa malformación congénita.
»Ésta —prosiguió Cabrera señalando otras partes del enigmático dibujo— es una célula que se encuentra en el testículo. Y esta otra, en el ovario…
»Eso se llama “espermatogonia”, “espermatozoide de primer orden”, de «segundo orden» y «espermátides»… Pene, «ovogonia», «ovocito de primer orden», de «segundo orden», «óvulo», vagina y «espermatozoide».
»Con el pene, introducido en la vagina, el óvulo es fecundado por los espermatozoides. El óvulo, una vez fecundado, reunirá el material cromosómico. Es decir, los materiales de los núcleos del espermatozoide y del óvulo, respectivamente. Ambos elementos cromosómicos están aquí fusionados. Y al cabo de nueve meses, ese nuevo ser que mica sufrirá también la sindactilia.
»Pero ¿cómo se demuestra que la enfermedad es congénita? Porque, simplemente, podemos ver cómo los colores que están en el núcleo de la línea masculina se encuentran también en las células que representan la unión de la célula masculina y femenina. Y me estoy refiriendo al color negro. Éste se encuentra en el espermatozoide. Por tanto, como te decía, el hombre es genéticamente responsable. Y la mujer la actualiza. Pero sabemos más:
»El manto indica que esa enfermedad será heredada a lo largo de tres generaciones. Esta cinta que se ve aquí revela que la enfermedad va ser actualizada durante esas tres generaciones.
»¿Ves ahora el color blanco de los dedos? Eso significa que el citado color blanco está separando el cuerpo de la mujer de la línea sexual femenina. Eso quiere decir que la enfermedad es independiente de la mujer. La enfermedad, insisto, depende del hombre.
»¿Cómo comprobar la existencia de esta enfermedad durante tres generaciones? La explicación está en esos tres riñones. Ahí tienes el uréter, la pelvis, médula y la corteza renal.
»Si llevamos las células renales al microscopio observaremos el cromosoma responsable de la enfermedad.
»Pues bien. Esta enfermedad de la sindactilia —que no figura todavía en ningún libro de Medicina— se encuentra, sin embargo, en un manto extraído en una tumba de Paracas. Y yo pregunto: ¿cómo es Posible que un hecho científico que revela la más avanzada tecnología en el campo de la Genética esté considerado simplemente como un “afiche”?
»¡A este manto habría que concederle el premio Nobel!
»Pero ¿qué antigüedad le han dado los arqueólogos? ¡Tres mil años…! ¿Por qué? Porque fue encontrado junto a un hombre que, posiblemente, tenía esa edad… Pero, si ese hombre que se encontró momificado en cuclillas se hallaba junto a un cántaro rudo y tosco y a un puñado de maíz —puesto que estaba convencido de que después de muerto se iba a comer dicho maíz—, ¿cómo creer que pudo ser el autor de este manto?
»Éste es nuestro error. Creemos que el hombre de Paracas fue el autor de esta maravilla. Pero ¡no!
»Él, posiblemente, lo encontró o se lo donaron sus antepasados y, al no comprenderlo, lo atribuyó quizá a los “dioses”. Y quiso que lo enterraran con él. Deseaba llevar en ese “viaje eterno” algo que hubiera sido hecho por los dioses…
»Es igual que si los hombres del futuro, al descubrir un ataúd de un campesino de 1975, lo atribuyeran a él la elaboración del crucifijo de bronce que fue clavado en la caja y que hoy todos sabemos fue realizado posiblemente por toda una avanzada industria de la que el campesino quizá ni oyó hablar jamás…
»Es por ello —concluyó Javier Cabrera— por lo que el manto de Paracas nos está demostrando, una vez más, todo un desfase entre los hombres primitivos y muchas de las obras que les hemos atribuido. En otras palabras: este manto es una irrefutable prueba de que en la Tierra ha habido otras civilizaciones anteriores a todas las conocidas y que superaba con mucho nuestro propio nivel tecnológico y científico.
Una vez concluida la exposición del investigador permanecí largo tiempo contemplando aquel manto de colores vivísimos y que ofrecían, en todo Perú como —simplemente— una «muestra más de la imaginación del hombre prehistórico»…
¿Cómo confiar entonces en esa convencional forma que tiene la Arqueología de medir la antigüedad?
Tengo que reconocer que desde ese instante mi ya endeble confianza en el sistema de «asociación» de los arqueólogos se vio mucho más comprometida.
Pero no quiero olvidar un segundo punto —esgrimido en muchas ocasiones por arqueólogos profesionales— con el que tampoco estoy de acuerdo.
«Muchas de estas piedras de la colección de Cabrera tienen en sus grabaciones motivos característicos de las llamadas culturas Huari Tiahuanaco, Paracas, etc. Esto demuestra claramente —concluían dichos arqueólogos— que las piedras son falsas o, a lo sumo, prehispánicas…».
Este argumento, sin embargo, no tiene consistencia. Y volvemos casi al asunto del manto de Paracas. ¿Por qué las piedras grabadas de Ica —que efectivamente disponen de dichos motivos o dibujos de las citadas culturas— tienen que ser necesariamente simultáneas o posteriores a dichas culturas prehispánicas? ¿Por qué no puede suceder todo lo contrario? ¿Por qué no puede ocurrir que esas culturas o pueblos prehispánicos hayan asimilado o copiado esos rasgos y características que conocieron, precisamente, en las piedras grabadas y que existían mucho antes que todas esas culturas?
En la «biblioteca» lítica aparecen constantemente motivos e «ideografías» muy anteriores en el tiempo a la existencia de los hombres de Huari Tiahuanaco o Paracas.
En la «biblioteca» de piedra se ha dejado constancia de cientos de conocimientos con los que no podían siquiera soñar las culturas de hace 5000 o 6000 años.
Los propios religiosos y cronistas que acompañaron a los conquistadores hispanos por Perú relatan que los indios conocían estas piedras desde antiguo y que eran denominadas por ellos «piedras Manco»…
Pero voy mucho más allá. Los indios prehispánicos sabían de la existencia de estas piedras. Conocían el lugar donde se encontraban enterradas y algunos de ellos, los sacerdotes generalmente, las interpretaron y descifraron en la medida de sus posibilidades. De lo contrario, ¿cómo explicarse el sistema teocrático-socialista del pueblo inca?
¿Cómo entender que las leyendas de los indios que encontraron los españoles hablaran ya de caballos y de barcos…?
Recuerdo que Javier Cabrera me habló de esto poco tiempo después:
—Los hombres antiguos del Perú —me diría— conocieron estas piedras, sí. Y las supieron guardar y respetar porque las consideraban hechas por los «dioses». Allí supieron los incas de la existencia de caballos, de barcos, de monstruos, etc.
»Por eso, cuando los españoles desembarcaron en Perú, los indios los tomaron por los “dioses” que regresaban, tal y como habían visto en estas piedras grabadas. Porque, de no ser así, ¿cómo explicar tantas y tantas leyendas inexplicables? ¿Tantos y tantos hechos que tendrían lugar mucho después?
—Pero, si no tocaron esas piedras, ¿cómo se explica que fueran encontradas también en tumbas?
—Sólo algunas piedras muy pequeñas han sido halladas en los cementerios prehispánicos. Las gigantes, las piedras grandes, nunca fueron sacadas del lugar donde actualmente siguen… Fue allí, en el gran depósito, donde pudieron ser consultadas posiblemente por los únicos hombres que tuvieron acceso a dicho conocimiento gliptolítico: los sacerdotes y hechiceros. Y sólo unas pocas cosas, insisto, lograron entender. El resto, la mayor parte del «mensaje», pasó inadvertido. No disponían de conceptos como para asimilar lo que allí se estaba revelando…
Resulta, en fin, mucho más lógico pensar que las culturas prehispánicas conocieron este tesoro e hicieron suyos muchos motivos y características que aparecían en las «ideografías» y grabaciones.
Pero no quisiera concluir este capítulo sin referirme a otro estudio que considero de gran importancia y que se refiere directísimamente a la antigüedad de las incisiones.
Cuando al comienzo de mis conversaciones con Cabrera le planteé si disponía de análisis o estudios científicos que ratificaran esa antigüedad a la que él hacía alusión, el profesor respondió afirmativamente. Y comenzó por mostrarme algunos documentos en los que el ingeniero Erich Wolf, de la Sección de Minas de la importante compañía minera Hochschild, señalaba a Javier Cabrera que —después de analizar los especímenes que éste le había proporcionado para llevar a cabo tal investigación— «había podido comprobar que las piedras —petrológicamente— podían clasificarse como milonitas andesíticas. Las milonitas son rocas cuyos componentes han sido afectados mecánicamente a causa de altas presiones con simultánea transformación química. En este caso —se refiere a las piedras que le enviara Javier Cabrera— quedan patentes los efectos de una intensa sericitación o transformación del feldespato en sericita. Este proceso ha incrementado la compacidad y el peso específico, creando por otra parte la suavidad que los antiguos artistas sabían apreciar en la ejecución de sus obras».
Las Piedras, en efecto, tienen un gran peso, aunque, en muchos casos, su tamaño y volumen no son excesivos…
Pero la carta del ingeniero afirmaba también:
«… Cabe mencionar que las piedras están envueltas por una fina pátina de oxidación natural que cubre por igual las incisiones de los grabados, circunstancia que permite deducir su antigüedad».
Este último extremo era importante en verdad. Para que dicha capa de pátina cubra por igual los grabados y el resto de la superficie de la piedra, es preciso que haya transcurrido un tiempo muy considerable…
Si esos grabados o incisiones fueran recientes, la pátina no cubriría por igual la totalidad de la piedra, tal y como señalaban los informes del ingeniero.
Pero, tanto Cabrera como Wolf, deseosos de obtener el máximo de garantías de la autenticidad de las piedras que forman la «biblioteca» prehistórica, acudieron, incluso, a universidades de Argentina y Alemania.
En esta última, el profesor Trimborn —de Bonn—, una de las grandes autoridades mundiales en etnología indígena del Perú y Bolivia, analizó tres de estas piedras labradas. Una de ellas, precisamente, con la figura de uno de estos desconcertantes saurios de la Era Secundaria.
¿Y cuál fue el resultado?
La Universidad de Bonn respondió:
«No se puede determinar la edad del surco, ni la era en que se rellenó el grabado. (Estas incisiones se encuentran siempre rellenas de tierra). Ni creemos que haya nadie en el mundo que pueda atestiguar con exactitud la antigüedad exacta de estas grabaciones. La oxidación, efectivamente, cubre la totalidad de la piedra. Sin embargo, repetimos, no se puede determinar su antigüedad. Sin embargo, los grabados o incisiones NO SON RECIENTES».
Aquello era más que suficiente para Javier Cabrera. Y la verdad es que —si hemos de considerar el hallazgo fríamente, sin apasionamientos—, el mero hecho de que el investigador de Ica se haya preocupado tan intensamente por el análisis y estudio de estas piedras, enviando ejemplares de estos gliptolitos a distintas Universidades y centros especializados, dice ya mucho en favor de la autenticidad de dichos «libros» de piedra…
Si comparamos los dictámenes de los anteriormente citados centros donde se ha llevado a cabo, de momento, una investigación más intensa —Universidad de Ingeniería de Lima, Universidad de Bonn y Sección de Minas de la empresa Hochschild— observaremos que, en los tres casos, hay una coincidencia en cuanto a la oxidación que cubre la piedra por completo y que denota ya una gran antigüedad.
Pero el profesor Cabrera tenía nuevamente razón. Aunque los análisis petrológicos tienen un gran valor y cubren una de las etapas en el necesario proceso de investigación de la «biblioteca», lo verdaderamente valioso y decisivo —y a lo que los arqueólogos cierran sus ojos— está en el estudio de las «ideografías» que hay en las piedras.
—Es el «lenguaje gliptolítico» —me repitió Javier Cabrera muchas veces— lo que nos va a comunicar el «mensaje»…
»Debemos “leer” las piedras. Ahí está el secreto de su verdadera antigüedad. Y tú vas a conocer ahora dos nuevas pruebas del remoto origen de esta biblioteca. Puedo adelantarte que uno de estos dos testimonios me sumió durante muchas semanas en la confusión y el insomnio…