CAPÍTULO 3

—No había posibilidad de error. Estudié esta piedra una y otra vez. La comparé con el resto, con la «serie» que mostraba a los grandes saurios prehistóricos… Todo coincidía.

»Allí estaba el “ciclo biológico” y la forma de destruir al stegosaurus, un monstruo prehistórico perteneciente a la rama de los dinosaurios armados o blindados y que vivió en el período Jurásico.

»Pero, observa…

Javier Cabrera me señaló en el altorrelieve de la amarillenta piedra las placas óseas verticales que se extendían a todo lo largo del lomo del animal. Y comentó, entusiasmado:

—En este magnífico relieve se puede ver con claridad la doble fila de placas que protegía a este dinosaurio. Y también vemos en su cola una serie de pinchos, que le servía como arma defensiva.

»Pues bien, esta civilización grabó el “ciclo biológico” del stegosaurus no sólo para ofrecer un conocimiento de Zoología, sino, principalmente, para hacer ver que la única forma de exterminar a este enemigo era destruyéndolo desde sus formas más primitivas.

»Y aquí, junto a la hembra del stegosaurus, que se diferencia del macho por su cuello más largo, el hombre “gliptolítico” dejó grabado también el proceso, la metamorfosis, que sufrían las larvas…

Dudé un instante, pero recordé que la Paleontología enseña que los reptiles prehistóricos no experimentaban metamorfosis. Los nuevos saurios nacían de un huevo, sí, pero ya con su forma definitiva.

—Esto no encaja con lo que enseña la Ciencia actual —le insinué a Cabrera.

—En efecto. Esto no concuerda con lo que la Paleontología asegura…

Quedé perplejo. Y observé los altorrelieves de aquella desconcertante piedra con mucha más intensidad.

—Aquí puedes ver —continuó el médico iqueño que, junto al stegosaurus adulto, también grabaron las larvas—. Primero sin patas. A continuación, con las dos patas anteriores; después, la larva con las patas posteriores… Esto, querido amigo español, se llama metamorfosis.

Hasta ahora habíamos creído que los reptiles prehistóricos nacían ya de los huevos con sus formas completas. Pero esto nos está mostrando lo contrario. ¡Y esto es una observación directa! Nadie podría reflejar un conocimiento tan exacto del ciclo biológico de un animal si no lo hubiera observado meticulosamente.

—Pero en la piedra, como ves, hay otros elementos —prosiguió Javier Cabrera—. Varios hombres portan armas y están hiriendo al animal.

Así era, efectivamente.

—¿Por qué? Porque estos monstruos amenazaban la vida de aquella Humanidad. Durante la Era Secundaria, miles de especies de estos enormes saurios se extendieron por todos los continentes y mares. Y el hombre «gliptolítico» no tuvo más remedio que declararles la «guerra».

»Por eso en estas piedras, cuando aparecen escenas de “caza” de dinosaurios, siempre se extienden las matanzas hasta las larvas de los monstruos antediluvianos. De esta forma, con la muerte del macho y de la hembra y la destrucción de los huevos y las larvas, conseguían un exterminio prácticamente completo. Rompían el ciclo biológico.

—¿Y cuántas piedras similares ha encontrado usted por ahora?

—He llegado a reunir las «series» de los «ciclos biológicos» del triceratops, tyrannosaurio, megaquiróptero o murciélago gigante, stegosaurus y agnato. De estos animales dispongo de los «ciclos biológicos» completos. De otros, sólo he logrado reunir parcialmente las respectivas «series».

El doctor me condujo hasta una de las estanterías donde guarda cientos de piedras grabadas de todos los tamaños.

—Aquí tienes, por ejemplo, el del agnato. Su «ciclo biológico» está formado por más de 100 piedras…

Era sorprendente. Había piedras de todos los tamaños. Desde algunas muy reducidas, de apenas 50 o 100 gramos, hasta otras de 40 y más kilos. Y en todas ellas pude comprobar la evolución, la clara metamorfosis de este pez prehistórico que vivió en nuestros océanos en el período Devónico (Era Primaria o Paleozoica) y al que se le señala, por tanto, más de 320 millones de años.

(Según indica la Paleontología, estos peces sin mandíbulas son los primeros vertebrados conocidos. Los ostracodermos no habían desarrollado las mandíbulas óseas o los pares de aletas que poseen todos los peces posteriores a ellos. Sus restos se encuentran ya en el período Silúrico, pero son comunes sólo durante el referido período Devónico. Algunos —sigue afirmando la Paleontología— vivieron en el mar, y otros, en agua dulce. La mayor parte disponía de un «casco» óseo alrededor de la cabeza y parte frontal del tronco, así como gruesas escamas también óseas sobre el resto del cuerpo).

—Pero entre todas estas piedras —continuó Javier Cabrera— encontré también algunas que daban una nueva dimensión de estos peces prehistóricos. Estos agnatos eran gigantes…

Cabrera me señaló varias piedras de gran peso, separadas del centenar que constituía la «serie» del «ciclo biológico». Observé grabaciones de este mismo tipo de pez sin mandíbulas, pero, con una sensacional diferencia respecto a las anteriores piedras. En este caso, el agnato aparecía devorando una pierna humana…

—¿Qué significa? —interrogué al investigador.

—Que estos peces eran gigantescos… En cierta ocasión me visitó un profesor y me señaló que la única especie de agnato conocida en la actualidad fue encontrada en Vietnam. Pero eran muy pequeños. Es decir, con estos peces prehistóricos sucedió exactamente igual que con los grandes reptiles de la Prehistoria. Los «descendientes» actuales —los escasos «parientes» de aquéllos— han visto reducido su tamaño a extremos insospechados.

Pero volvamos de nuevo a la piedra que había dado la clave de la antigüedad al investigador de Ica.

Aquel fascinante ejemplar, con forma de «huevo» gigantesco, «mostraba» mucho más. Como si se tratara de una «película», los altorrelieves iban recorriendo la superficie de la piedra, explicando primero el citado «ciclo biológico» del stegosaurus para pasar a continuación a otra «secuencia» tan desconcertante o más que la primera. Dos hombres de extrañas caras se habían situado sobre el lomo del animal. Y parecían atacar al gran saurio…

Javier Cabrera me explicó así el significado de aquella «secuencia»:

—El stegosaurus medía unos seis metros de longitud. Y aunque parece ser que se alimentaba de vegetación blanda, yo he comprobado en las piedras que también atacaba al hombre. Pues bien, ésta era una de las razones por las que la Humanidad prehistórica emprendió también la «guerra» contra el stegosaurus.

»Este enorme animal tenía en la cabeza un hueso tan débil, que con un golpe se le podía matar. Pero ¿cómo se las arreglaban estos “cazadores” para llegar hasta el cráneo? Aquí lo tienes explicado…

Y Cabrera me señaló nuevamente a los dos seres que parecían «caminar» sobre el lomo del monstruo prehistórico.

—… El stegosaurus, como otros reptiles, disponía de un cerebro normal y de un ganglio pélvico que regía el automatismo de la parte posterior del cuerpo del animal.

»Esto ha sido reconocido por la Ciencia actual. De ahí que se les haya llamado también de “doble cerebro”. En su columna vertebral se producía un ensanchamiento, muy superior, incluso, al del cerebro propiamente dicho, y que tenía por finalidad, como digo, el control de esa zona posterior del gran saurio.

»Pues bien, el cazador subía por la cola —concretamente por el estrecho corredor que quedaba entre las dos hileras de placas óseas— y llegaba hasta la altura de la cintura escapular. Esa doble dependencia era fatal para el animal, puesto que hacía insensible su cola… Y esto lo sabían los hombres de las piedras grabadas.

»Ascendían por el monstruo hasta que éste sentía “algo” sobre la zona del referido ganglio pélvico. En ese instante, el stegosaurus volvía la cabeza y el cazador le rompía el cráneo de un golpe.

No había salido de mi asombro cuando Javier Cabrera me rogó que le acompañara hasta otro lugar de su museo. Allí, en otras enormes piedras, había también grabaciones y altorrelieves con nuevos tipos de dinosaurios.

—Con el stegosaurus —prosiguió Javier— no había casi peligro. Sin embargo, no sucedía lo mismo con este otro: con el llamado tyrannosaurio.

Este formidable monstruo carnívoro tenía el cuello corto y robusto y la cabeza provista con poderosas mandíbulas. La Paleontología asegura que hizo su aparición a finales del período Cretácico, es decir, hace más de 65 millones de años. Tenía quince metros de longitud y seis de altura, y sus patas delanteras eran tan cortas que, según parece, no podían llegar hasta la boca.

El tyrannosaurio —según he podido comprobar con el estudio de los gliptolitos— era uno de los más terroríficos e implacables enemigos de esta Humanidad. Y contra él fue dirigida gran parte de esta operación de «limpieza».

Pero, lógicamente, la táctica para exterminarlo no podía ser idéntica a la empleada en el caso del stegosaurus.

Javier centró mi atención en una piedra concreta. Allí se reproducía la figura de uno de estos feroces monstruos del Cretácico. Y junto a él, otros hombres que portaban también sendas armas.

—El tyrannosaurio era un animal sumamente peligroso. ¿Qué hacían entonces los cazadores? En primer lugar —tal y como ves en la piedra— le dejaban ciego. De esta forma, otro cazador podía ascender por la cola y lomo del animal, golpeándole en la cabeza. Pero ¡ojo!, no en cualquier punto del cráneo… Como ves, el arma que porta el hombre gliptolítico tiene una especie de rayado. Y en la cabeza del tyrannosaurio han grabado también otro punto, con un rayado idéntico al del arma. Pues bien, eso significaba que debían golpear al monstruo prehistórico en una zona concretísima del cráneo.

Estas nociones precisas de la anatomía de un tyrannosaurio, de un stegosaurus, de un triceratops, etc., y de sus ciclos biológicos, sólo pueden revelar un conocimiento profundo de la fauna. Un conocimiento que sólo podría producirse a base de haber coexistido con dichos seres.

Pero aquel «capítulo» de la «guerra» a los monstruos antediluvianos iba a culminarse con otra insólita piedra labrada. En mi opinión, la más espectacular de cuantas logré ver en la colección del profesor Cabrera.

Aquel «libro» de 70 u 80 kilos, perfectamente redondeado y con un altorrelieve desconcertante, había sido donado por el también amigo del doctor iqueño, Tito Aisa. Yo había admirado aquella fascinante piedra en la casa de este último, en Lima. Pero en mi segundo viaje a Perú, el magnífico ejemplar se encontraba ya en el museo de Javier Cabrera Darquea.

Distribuidos a la perfección entre las dos caras de la piedra, pude ver un enorme «pájaro mecánico» sobre el que volaban dos seres que portaban sendos telescopios y con los que miraban hacia tierra. Pero ¿qué «buscaban» aquellos hombres desconocidos? La respuesta estaba también en el «libro» lítico.

A ambos lados de la piedra, y coincidiendo precisamente con su parte inferior, aparecían los grabados en altorrelieve de dos dinosaurios. Un tercer hombre, idéntico a los que se encontraban sobre el «pájaro mecánico», había descendido hasta el lomo de uno de los dinosaurios y, mientras se sujetaba a la «nave» con una especie de «cordón umbilical», con la otra mano hundía un cuchillo en el cuerpo del animal.

En aquel grabado había también otros tres elementos para los que Cabrera guardaba una no menos sensacional revelación. Se trataba de tres Lunas situadas en distintas posiciones del cielo o firmamento en el que se movía el gran «pájaro mecánico».

—Estos seres —comenzó el médico peruano— habían vencido la fuerza de la gravedad y disponían de aparatos voladores que aquí, en las piedras, aparecen «ideografiados» como «pájaros mecánicos». Pues bien, esas máquinas voladoras les permitieron extender su «guerra» contra los animales prehistóricos a todo lo largo y ancho del planeta.

»Estudiando las piedras he sabido que, en muchos casos, como en el del tyrannosaurio, cegaban o atontaban al animal, lanzando una descarga sobre el mismo. Esto les permitía descender desde sus aparatos voladores para rematar al monstruo o bien ascender hasta su cabeza por la cola y el lomo.

Era sencillamente desconcertante.

Permanecí largas horas contemplando, analizando y reflexionando sobre aquel altorrelieve de 40 centímetros de anchura, 70 de altura y poco más de 20 de longitud. Era la más fantástica piedra de la gran «biblioteca». El documento más sensacional y definitivo que mostraba la existencia de otra Humanidad, más tecnificada, incluso, que la nuestra. Hasta el momento, como apuntaba al comienzo de este libro-reportaje, ninguna de las teorías esgrimidas en pro de posibles y remotas «supercivilizaciones» se encontraban sustentadas por pruebas concretas, por datos físicos visibles…

Pero esto era distinto. Tan distinto y revolucionario, que todo lo anterior quedaba eclipsado, difuminado.

—Los paleontólogos se siguen preguntando por qué estos animales prehistóricos tan numerosos y resistentes desaparecieron súbitamente de la faz de la Tierra. ¿Cómo puede explicarse este singular hecho?

El planteamiento de Cabrera me sacó de nuevo de mis pensamientos. La repentina extinción de estos millones de gigantescos saurios que dominaban los antiguos continentes del planeta era, en efecto, una incógnita fascinante.

Era difícil pensar que la ferocidad de unos pudiera terminar con la totalidad del resto, y de manera tan súbita. No es precisamente el sistema elegido por la Naturaleza en su constante proceso de selección natural de las especies. Muchos de esos gigantescos saurios habrían permanecido o se habrían transformado, adecuándose a las nuevas necesidades de sus hábitats. Pero nada de eso ocurrió.

Otros paleontólogos han barajado también la posibilidad de que este extraño fenómeno tuviera su origen en un enfriamiento del clima del período Cretácico —gran marco en el que se movieron buena Parte de estos animales antediluvianos— que dio al traste con aquella fabulosa fauna. Como se sabe, los dinosaurios parece ser que se valían de su enorme tamaño para regular la temperatura del cuerpo. Al no disponer de una envoltura aislante, de un abrigo de pluma, pelo o lana, estos monstruos prehistóricos fueron pereciendo. Esta teoría, sin embargo, falla también estrepitosamente…

De haber ocurrido así, lo lógico es que muchos de estos dinosaurios hubieran sobrevivido durante la Era Terciaria o Cenozoica. Al menos, durante una parte de la misma y en las zonas más calurosas del mundo…

Ninguna de estas hipótesis ha resuelto satisfactoriamente el problema. ¿Por qué tantos y tan diversos grupos de animales antediluvianos fueron borrados del planeta de forma tan simultánea y abrumadora?

Javier Cabrera Darquea sí lo había descubierto en aquella increíble «biblioteca» del pasado de este viejo mundo nuestro.

Y me lo explicó con estas sencillas y, al mismo tiempo, estremecedoras palabras:

—Una gran catástrofe, un cataclismo de proporciones insospechadas, tuvo lugar en la Tierra hace millones de años. Pues bien, esa tremenda destrucción, esa convulsión masiva del planeta terminó con la existencia de esos millones de reptiles gigantescos que habían poblado el mundo desde tiempos remotísimos. Sólo eso, y la metódica y masiva «guerra» que aquella Humanidad sostuvo con los grandes saurios, puede explicar la desaparición de estos animales.

El hombre «gliptolítico» luchó intensamente contra los dinosaurios y demás reptiles. Fue una «guerra» de toda la Humanidad contra estos monstruos… Así se refleja en cientos de piedras grabadas. Fue una «guerra» —y esto es importante— en la que participó toda la civilización que entonces habitaba la Tierra. Una «guerra» a muerte. Sin tregua. Una «guerra» que fue más allá, incluso, de la simple matanza de los saurios, puesto que dicha Humanidad rompió el «ciclo biológico» de estos monstruos prehistóricos, anulando así la supervivencia de las especies.

Estas matanzas masivas y constantes y el formidable cataclismo —que también contribuyó a la anulación del mecanismo reproductor de los reptiles— sí explican esa súbita extinción de los más fantásticos y resistentes animales que jamás hayan poblado la Tierra. De no haber sido por estas razones, quizá hoy muchos de ellos siguieran poblando el planeta…

Aunque en otro capítulo de este libro hablaré más extensamente de la catástrofe mencionada por el profesor Cabrera Darquea, sí quiero exponer ahora —y a título de simple orientación— el origen del cataclismo que acababa de comentar el investigador de las piedras labradas.

—En aquellos tiempos —me explicó Javier—, y tal y como he descifrado en los gliptolitos que forman esta «biblioteca» prehistórica, alrededor de nuestro mundo giraban tres Lunas o satélites naturales.

Un formidable desfase entre la tecnología utilizada por aquella Humanidad y el magnetismo natural de la Tierra fue provocando un desajuste en las órbitas de dos de estas Lunas, que terminaron por caer sobre el Planeta. Este impacto terrorífico convulsionó los continentes y océanos, provocando la indescriptible catástrofe…

Pero dejemos aquí el relato del científico peruano. En aquel instante, mientras Cabrera me explicaba sobre las piedras labradas del desierto de Ocucaje el apocalíptico choque de aquellas Lunas contra nuestro mundo, recordé una de las muchas teorías que sobre este formidable cataclismo mundial se han escrito. Una de las que, quizá por su plasticidad y verosimilitud, más me habían impresionado hasta el momento de conocer las piedras grabadas de Ica. Decía así:

«Siberia nordoriental, 5 de junio del año 8496 antes de Cristo. Son las 12:53 (hora local). Siete minutos antes de la colisión del planetoide con la Tierra.

»El Sol está alto en el cielo, y junto a él se hallan, invisibles en el claro azul, el planeta Venus y la Luna nueva. Los árboles de la linde de la selva virgen proyectan sombras breves sobre el suelo. El musgo verde oscuro crece lozano bajo los altos troncos de pinos, abetos y alerces. El río, saliendo de la selva, discurre, murmurando y gorgoteando, a través de un calvero. Es un espacioso calvero con hierba fina, jugosa, rico en helechos y flores junto a la orilla.

»De pronto retumba un pisoteo entre los arbustos junto al borde de la explanada, las ramas se rompen crepitando y las copas de los árboles empiezan a cimbrearse. Una manada de elefantes se acerca al río…

»A las 14:47 dos elefantes se paran bruscamente. Una fuerza invisible los ha aferrado, y su furia se ha desvanecido de golpe. Debe de haber ocurrido algo espantoso…

»La catástrofe se ha producido hace bastante. La sacudida provocada por la colisión ha empleado una hora y cuarenta y siete minutos para llegar a la tierra de los tunguses. El suelo es recorrido por un temblor: primero es sólo una débil vibración, casi imperceptible, pero luego se hace sensible, violenta. De la selva llega un gemido; un pino gigantesco se dobla, crujiendo, hacia el calvero, abatiéndose con fragor entre los elefantes. Algunos pájaros, despavoridos, levantan el vuelo.

»El disco del Sol parece haber saltado de su sede, se tambalea en el cielo, luego se detiene, se desliza lentamente hacia abajo, hacia el horizonte, vuelve a detenerse…

»Las sombras de los grandes animales, de los árboles y de los arbustos se agitan convulsas sobre el calvero, se alargan, mientras el río rebulle más fuertemente. Las sombras permanecen alargadas, y el Sol ya no calienta.

»Cuando el temblor remite, la manada de elefantes se pone en movimiento. Inquietos, los grandes proboscidios pisotean la hierba, balancean la maciza testuz, remueven el terreno con las patas… Y la calma renace muy lentamente.

»Transcurren horas sin que pase nada. Hace frío. Los elefantes hace mucho que ya se han puesto a comer de nuevo.

»Son las 20:53. Siete horas y cincuenta minutos después de la catástrofe. La manada sigue en el calvero. Los animales arrancan ramas de los árboles jóvenes y se abrevan en el río. El Sol del atardecer es amarillento, mortecino. De improviso se eleva a distancia un ruido sordo, que crece. Se acerca a fulminante velocidad, y pronto cubre el gorgoteo del río, el canto de los pájaros y estalla como un trueno interminable.

»El jefe de la manada alza la trompa, pero su barrito es ahogado por el enorme fragor. Con todas sus fuerzas inicia la carrera, y los compañeros le siguen. El suelo retumba bajo centenares de patas titánicas, pero el ruido no ahoga el que procede del cielo. Por primera vez en su vida, una de las más potentes criaturas del globo es presa del pánico y corre ciegamente por la selva, derribando arbustos y árboles.

»Pero, a los pocos pasos, la carrera termina. El jefe de la manada se desploma como fulminado por un rayo y muere antes de que su cuerpo toque el suelo. Con él, en los mismos segundos, mueren también los demás. Con él mueren todas las formas de vida de la Siberia septentrional: miles y miles de elefantes, de rinocerontes lanudos y de tigres de las nieves, de zorros, de martas, de aves y reptiles…

»¿Qué había ocurrido?

»A 10 000 kilómetros de aquel calvero siberiano, aquel 5 de junio de 8496 antes de J. C., a las 13 horas, un cuerpo celeste cayó con violencia incalculable en la región sudoccidental del Atlántico septentrional. Aquel planetoide, con sus 18 kilómetros de diámetro, era un enano en comparación con nuestro planeta. Pero las consecuencias de su caída fueron terribles: rompió la costra terrestre y provocó la mayor catástrofe que jamás castigara a la Humanidad».

Ésta y otras muchas narraciones y leyendas que se han conservado vivas en los corazones de los pueblos de la Tierra denotan un hecho único y terrorífico en la Historia del planeta. Un hecho que, a pesar de la erosión de los siglos, se ha transmitido de civilización en civilización, de raza en raza y de continente en continente. Hace miles o quizá millones de años, algún astro, en efecto, chocó con la Tierra, sembrando la muerte y la desolación. Y esa tragedia apocalíptica ha quedado grabada en el espíritu del ser humano y transmitida de unos hombres a otros.

Pero ¿cuándo tuvo lugar realmente dicho cataclismo?

Las piedras grabadas que forman la «biblioteca» lítica del doctor Cabrera tienen la respuesta. Una respuesta que no se mueve indecisa en la noche de los tiempos. Es una respuesta concreta. Grabada en piedra.

Pero, como digo, reservemos los detalles de tan tremenda destrucción para la «serie» de piedras que, precisamente, «habla» de dicha tragedia.

Antes de dar por terminado este «capítulo» o «sección» de la «biblioteca» gliptolítica, en la que la olvidada Humanidad del Mesozoico plasmó sus conocimientos y luchas contra los enormes saurios prehistóricos, Javier Cabrera me indicó un detalle fundamental a la hora de valorar las piedras labradas.

—El volumen y trabajo de las mismas —explicó— está en proporción directa a la importancia del tema que se «relata» en dichas piedras. He comprobado este importante detalle en cientos de gliptolitos…

Esto quería decir que, cuanto más pesada fuera la piedra y cuanto más trabajo y esfuerzo se hubiera empleado a la hora de la grabación, más trascendental era la «ideografía» que aquella Humanidad había querido exponer. De ahí, por tanto, que los altorrelieves —por término general— señalaran siempre conocimientos mucho más decisivos que los simples grabados.

Éste era el caso, por ejemplo, de la hermosa y pesada piedra —en altorrelieve— que Cabrera acababa de mostrarme y en la que se «narraba» el «ciclo biológico» del stegosaurus, así como la forma de exterminar a dicho animal.

Así sucedía igualmente con otra formidable mole de piedra de media tonelada en la que el investigador me mostró toda una «matanza» de hombres, por parte de los dinosaurios…

Cuando contemplé aquella piedra descomunal, mi asombro volvió a dispararse. Labrados en unos altorrelieves finísimos, animales prehistóricos de varios tipos devoraban y atacaban a hombres gliptolíticos.

—Pero ¿por qué? —interrogué a mi anfitrión.

Tú has visto ya otras piedras donde estos hombres grabaron también ciervos, caballos y toda una extensa gama de animales que conocieron. Sin embargo, todos ellos aparecen grabados en piedras más o menos pequeñas. Aquí no. Con los monstruos prehistóricos, con los grandes reptiles, no ocurre lo mismo. Casi todos están grabados en piedras de gran tamaño y peso. Casi todos en altorrelieves…

»¿Por qué?, preguntas. Porque en estos casos —cuando se toca el tema de los dinosaurios— no se trata ya de “cacerías” más o menos deportivas. Es la “guerra” de toda la Humanidad contra sus mortales enemigos. Por eso plasmaban estas escenas en piedras mayores, con altorrelieves…

»Y esta mole que tienes ante tus ojos es otra viva muestra de lo que te digo. El hombre no debía aproximarse ni entrar en este lugar que señala la roca labrada. Si lo hacía, podía morir. En esta piedra se está señalando un área donde vivían dinosaurios adultos y las formas intermedias de éstos. Eran terrenos de dominio de los grandes saurios…

Una y otra vez me preguntaba cómo podía el doctor Cabrera Darquea haber llegado a estas conclusiones. Una vez explicadas por él, las «ideografías» parecían sencillas, tremendamente claras. Pero ¿cómo poder descifrar esos conocimientos?

—Existe una clave —concretó el investigador—. Una clave que, después de muchas horas de estudio, me ha permitido tener, al menos, el 75 por ciento del conocimiento del grabado. Sin ese porcentaje mínimo, nadie podría desentrañar con exactitud las grabaciones de los gliptolitos.

»Sin esa clave, por ejemplo, resultaría poco menos que imposible averiguar que en esta otra piedra, uno de estos hombres tiene en sus manos un corazón bilobular, recién extraído de un pelicosaurio…

El profesor de Ica me indicó otra de las piedras grabadas. Allí observé la figura de un hombre que, efectivamente, sostenía un extraño corazón. Y junto al hombre gliptolítico, este reptil prehistórico de gran aleta dorsal y que —según la Paleontología— apareció en el Carbonífero Superior, subsistiendo hasta el período Pérmico Medio. Es decir, en plena Era Paleozoica o Primaria.

—Este grabado, de gran valor científico —prosiguió Cabrera—, nos está revelando una vez más, el profundo conocimiento que tenía esta Humanidad de la fisiología y anatomía de sus innumerables enemigos.

Aunque el doctor Cabrera me hablaría a lo largo de nuestras numerosas entrevistas de múltiples detalles relacionados con esa «clave», la verdad es que en ningún momento logré que me hiciera una exposición completa y exhaustiva de la misma. Siempre que se lo insinué me encontré con la misma respuesta:

—Sólo haré pública dicha «clave» cuando responda a todos los ataques de que soy objeto desde hace años. Y esa «respuesta» está ya en preparación. En breve será editado un trabajo en el que detallo todas mis investigaciones y descubrimientos en torno a esta «biblioteca».

Desde ese instante me abstuve, por tanto, de seguir interrogando a Javier Cabrera —al menos de forma directa— sobre la «clave». En aquellos momentos, entusiasmado además por el sinfín de conocimientos que tenía a mi alcance, consideré más oportuno empaparme a fondo de las «ideografías» y grabaciones que podía ver y tocar.

Aquella «serie» dedicada a los animales prehistóricos y en la que había podido descubrir nada más y nada menos que 37 tipos de grandes saurios, perfectamente clasificados por la Paleontología, así como otros muchos, desconocidos aún para la Ciencia moderna, me había abierto ya nuevos e indescriptibles horizontes.

¿Es que era posible entonces que el ser humano hubiera CONVIVIDO con los monstruos antediluvianos?

La prueba estaba en cientos de piedras grabadas. Pero el propio Javier Cabrera me iba a relatar un descubrimiento acaecido no hace mucho en el vecino país de Colombia y que venía a ratificar todas sus afirmaciones.