En aquella mi primera visita a Ocucaje iba a producirse un hecho que sólo meses después —al realizar mi segundo viaje a Perú— capté en toda su importancia. Basilio Uchuya, hombre receloso, conocía a mis dos amigos desde hacía ya meses. Los había visto numerosas veces por Ocucaje, y siempre terminaban por adquirir algunas de las piedras grabadas que almacenaba el campesino sobre el piso de tierra de su casa. De ahí que existiera una cierta amistad entre el tal Uchuya y mis acompañantes.
Basilio nos llevó entonces hasta uno de los rincones de la choza y nos mostró entre veinte y cuarenta piedras grabadas, cuyos pesos podían oscilar entre 200 o 300 gramos y 15 o 20 kilos.
El sol se había puesto ya tras los cerros volcánicos de Ocucaje y fue preciso que Uchuya acercara una vela para poder distinguir los grabados que aparecían en las piedras.
Aquellos cantos rodados —ésa fue mi impresión— eran idénticos a muchos de los que había visto pocas horas antes en el museo de Javier Cabrera. Sólo hubo algo que me extrañó. Después de recorrer dos o tres chozas más y de examinar «la mercancía» que en todas ellas tenían preparada para la venta, no logré descubrir ni una sola piedra labrada de gran volumen —tal y como había visto en el centro de trabajo del doctor Cabrera— ni tampoco con los hermosos altorrelieves que aparecían en muchas de las que yo había podido contemplar en Ica.
—Bueno —respondieron los campesinos cuando les interrogué sobre este particular—, las piedras grandes cuesta mucho sacarlas… Y si no hay un comprador fijo…
Aquella palabra —«sacarlas»— pasó casi inadvertida para mí. Pero no para mis amigos, que tomaron buena nota de ella.
En aquel instante, Tito Aisa presionó hábilmente a Pedro Huamán, que era el campesino con el que conversábamos en aquel instante.
—¿Y en qué lugares dice usted que las «sacan»…?
—Hay varios —respondió aquél—. Hay cerros de donde todos sacamos… Ahí mismo, en los cerros próximos.
Aquella conversación, insisto, iba a tener una gran importancia meses después, cuando la polémica sobre la autenticidad de las piedras grabadas del doctor Cabrera adquirió tintes espectaculares.
Meses después, ya en enero de 1975, aquellos mismos campesinos con los que yo había conversado en sus chozas de Ocucaje declararían públicamente que las piedras labradas eran «trabajadas» por ellos mismos, no «sacadas»… La razón era tan elemental como comprensible y hasta disculpable. La Ley protege los tesoros arqueológicos y prohíbe terminantemente la extracción y venta clandestina de los mismos.
Si alguien en Perú es descubierto desenterrando restos arqueológicos o reconoce que ha comerciado con ellos, puede ser multado o encerrado en prisión.
Es muy lógico, por tanto, que los campesinos de Ocucaje, sabedores de esta cuestión, no reconozcan jamás —oficialmente— que esos miles de piedras grabadas que han sido esparcidos a lo largo y ancho del país, así como en el extranjero, fueron desenterrados o extraídos en el desierto donde habitan.
Pero, tiempo habrá de volver sobre este aspecto. De momento, mi curiosidad había quedado satisfecha. Aquel primer contacto directo con los pobladores de Ocucaje, aquellas conversaciones con Basilio Uchuya, Pedro Huamán, Aparicio Aparcana y otros, me confirmaron lo que, cada vez con más fuerza, había ido ganando terreno en mi cerebro: «Ningún campesino del mundo podría concebir y desplegar semejante cúmulo de conocimientos científicos…».
Pero hubo un nuevo detalle que me dejó perplejo.
A la hora de tratar de adquirir algunas de las piedras grabadas que guardaban Uchuya y compañía en sus hogares, observé que el precio de las piedras más voluminosas y, por consiguiente, más caras, era absurdo. Irrisorio.
Cualquiera de aquellas grabaciones —a pesar de que el tamaño de las piedras más grandes era ínfimo si lo comparábamos con muchas de las que había visto en Ica— debería haber sido vendida a un precio alto, digno del innegable trabajo, esfuerzo y arte que saltaban a la vista. Pero no.
Cuando preguntamos a los campesinos cuál era el precio, éstos fijaron las piedras más hermosas en 150, 200 o, como mucho, 250 soles. Es decir, en aquellos días, y al cambio, entre 200 y 400 pesetas…
Pero éste era el precio, repito, de las piedras más grandes y pesadas. La mayor parte, mucho más reducidas, costaba entre las 20 y 100 pesetas.
Y me pregunté nuevamente por qué; a qué se debía que tan hermosos «trabajos» fueran vendidos por tan pocos soles…
Cualquiera de aquellas piedras del tamaño mediano hubiera supuesto a un artista con experiencia un mínimo de un mes de trabajo. En mi segundo viaje a Perú, y al visitar de nuevo el poblado, Tito Aisa y Tiberio me señalarían una de las piedras que había sido depositada en el corral de la casa de Aparicio Aparcana.
—Esta piedra —comentaron— lleva aquí cuatro meses. Y, como ves, está sin terminar.
La piedra, efectivamente, reproducía —y muy burdamente por cierto— algunos de los motivos que yo había visto en otros gliptolitos de la colección de Javier Cabrera. Pero estaba sin concluir…
—Lleva cuatro meses trabajando sobre la piedra —prosiguió Tito—. Lo sabemos porque cada semana acudimos fielmente al poblado y le echamos un vistazo.
El problema, una vez más, aparecía con claridad. Si uno de aquellos campesinos hacía cuatro meses que trataba de terminar una sola piedra, ¿cuánto tiempo se habría necesitado para «fabricar» esas 50 000 que en la actualidad existen dentro y fuera del Perú?
En aquellos instantes yo ignoraba también que, cuatro años antes de que Javier Cabrera Darquea comenzara sus estudios sobre las piedras labradas, otras personalidades del país —entre ellas el exrector de la Universidad de Ingeniería de Lima, don Santiago Agurto Calvo— habían tenido ya en sus manos muchas de estas piedras grabadas. Algunos, incluso, como en el caso del arquitecto, señor Agurto, llevaron a cabo una seria investigación, localizando varios de estos cantos grabados en el fondo de tumbas prehispánicas. Pero quizá estos puntos deban esperar. Al salir de Ocucaje, con dirección a Ica, mis pensamientos —más tranquilos ya después de la observación directa de los campesinos— habían retornado a la misteriosa «biblioteca» del médico iqueño. ¿Cuántos secretos encerraban aquellos miles de gliptolitos? ¿Cuánta sabiduría? ¿Cuántos conocimientos que ni siquiera el hombre de hoy ha logrado alcanzar?
Las preguntas se empujaban unas a otras en mi mente. Pero el profesor Cabrera, con tanta paciencia como amabilidad, fue despejándolas una tras otra.
Tengo que decirlo desde el principio. Javier Cabrera nunca se opuso a conversar sobre cualquiera de los múltiples «capítulos» que abarca la gran «biblioteca» lítica. Siempre escuchó mis preguntas, mis razonamientos, y siempre contestó a ellos, aunque —en algunos casos y por motivos que trataré de explicarme— rogó fuera prudente a la hora de darlo a conocer.
Quiero decir con esto que las puertas de Javier Cabrera han permanecido y permanecerán siempre abiertas para todos aquellos que, de buena fe, se acerquen hasta su casa.
Pero mi primera pregunta estaba ya en el aire. Y Cabrera, después de reflexionar unos segundos, tratando de sintetizar esos ocho años de estudio, comenzó a hablar:
—¿Cómo he llegado a la conclusión de que esta «biblioteca» lítica fue dejada por una Humanidad que vivió hace millones de años? Bien, desde el primer momento en que comencé a adquirir estas piedras me di cuenta que se trataba de una «biblioteca». Cualquiera lo habría visto… ¿Qué era entonces lo importante?: conseguir un máximo de piedras o «libros», a fin de llegar a un conocimiento más exacto y profundo de lo que aquí se nos estaba tratando de comunicar.
»Y así lo hice. Durante meses y meses compré y conseguí cuantas piedras pude. Ningún grabado era igual a otro. Nunca se repetían. ¡Era fascinante…! Era como si fuésemos reuniendo las “páginas” de un libro y los distintos volúmenes de toda una gigantesca “biblioteca”… Aquello, repito, podía «seriarse». Y empecé a descubrir, después de no pocos estudios, que todo parecía tener un sentido. Allí se estaba «explicando» algo…
»Por supuesto, deseché la idea de que se tratase de una simple manifestación artística de Dios sabe qué cultura o civilización.
»Después de lograr varios cientos de estas piedras —de todos los tamaños—, llegué a una conclusión: aquellos grabados y altorrelieves constituían “ideografías”. Servían para representar algo. Pero ¡Dios santo!, ¿qué era aquello en realidad…?
»Pasé miles de horas investigando, analizando y sopesando cada una de las piedras que me habían ido llegando. Meses después de iniciar esta labor, toda mi obsesión estaba centrada en encontrar alguna piedra a través de la cual pudiera conocer la antigüedad de la civilización que había trabajado semejante “biblioteca”.
»Pero el tiempo fue pasando con lentitud y esa piedra no terminaba de llegar. Yo había descubierto para entonces caballos, canguros, camellos y otros animales que, sin embargo, no me señalaban con claridad la antigüedad de estos “libros” de piedra.
»Hasta que un día —al fin— apareció una con la figura de lo que resultó ser un dinosaurio…
»Era la nítida reproducción de un stegosaurus. Y detrás llegaron otras muchas piedras en las que fui reconociendo otros animales antediluvianos como el triceratops, tyrannosaurio, etcétera.
»Estos grandes saurios —así lo dice la Paleontología— habían poblado el planeta hace millones de años… ¿Cómo era posible entonces que hubieran sido grabados por el hombre o por figuras que, al menos, tenían aspecto humano? Porque en aquellas piedras, en decenas y decenas de ellas, se repetía constantemente la presencia del hombre junto a la de estos animales prehistóricos. Y la Ciencia —eso es, al menos, lo que siempre se nos ha enseñado— no admite la existencia del ser humano más allá del millón de años…
»Aquello me maravilló. Sin embargo, no podía dejarme llevar por la imaginación. Era cierto que en muchas de las piedras que me habían ido trayendo, el hombre “convivía” con los gigantescos saurios de la Era Secundaria o Mesozoica. Era cierto que los grabados reproducían con gran exactitud anatómica estos animales desaparecidos. Pero era necesario asegurarse por completo. ¿Podía tratarse de la imaginación creativa de unos hombres que jamás conocieron o supieron de estos animales? Lógicamente, no. Pero, insisto, había que atar todos los cabos… había que buscar una relación más positiva.
»Yo, francamente, no podía creer que el sentido artístico o la imaginación de unos hombres pudiera coincidir tan exactamente con los restos de los fósiles que conocemos en la actualidad. Es francamente difícil…
»Entonces, ¿cómo podía llegar a esa prueba definitiva que vinculara al ser humano con los grandes saurios de la Era Mesozoica? Sólo a través, lógicamente, de conocimientos de la biología y fisiología de estos animales. Sólo si lograba encontrar piedras donde aquella Humanidad describiese, por ejemplo, los “ciclos biológicos” de los saurios gigantes…
—Pero ¿por qué? —interrumpí a Javier Cabrera.
—¿Quién podría describir el ciclo biológico o la fisiología de un animal? Únicamente quien ha podido observarlo y conocerlo. Únicamente quien ha convivido con él. Sólo alguien que debía luchar permanentemente contra estos monstruos porque, sencillamente, eran sus grandes y más feroces enemigos.
»Y esa piedra llegó. Tardó meses, pero, al fin, uno de los campesinos la puso ante mis ojos…
»Aquella piedra era tan fascinante, aquel altorrelieve significaba tanto en mis investigaciones, que si hubiera tenido 100 000 soles, 100 000 soles le hubiera dado a aquel “cholito”…
Pero ¿qué encerraba aquella piedra? ¿Por qué el doctor Cabrera le había concedido semejante importancia?
No tardé en comprenderlo. Allí, ante mis ojos, colocada sobre una mesa especial, separada ex profeso, estaba una de las más hermosas piedras labradas de la colección del médico e investigador.
Sólo aquel ejemplar —al igual que sucede con otras muchas de las piedras que pude contemplar— merecía ya un libro.