Todo empezó con un «pisapapeles». O, mejor dicho, con lo que un amigo del doctor Cabrera Darquea consideró que podría servir como «pisapapeles».
Aquello ocurrió hacia 1966.
Un día como tantos otros, el médico de la ciudad peruana de Ica, don Javier Cabrera Darquea, recibió, como digo, de manos de un conciudadano, una pequeña piedra de color pardo en la que aparecía grabado un extraño pájaro.
Al principio, el médico iqueño no reparó en el citado grabado. Sin embargo, poco tiempo después de que la piedrecita fuera depositada sobre su mesa de despacho, el médico del Hospital Obrero de Ica y profesor de Biología —hombre curioso e inquieto— tomó de nuevo en sus manos el «pisapapeles» y quedó profundamente extrañado. Aquel grabado no representaba un ave conocida por el hombre de hoy. Y Javier Cabrera investigó.
Los resultados fueron todavía mucho más desconcertantes. Aquel «pájaro» era un pterosaurio. En otras palabras, un reptil volador, un ave prehistórica ya extinguida y que, según la Paleontología, había vivido en los períodos Jurásico y Cretácico. Es decir, hace más de 140 millones de años…
«¿Cómo es posible? —Se preguntó, desconcertado, el doctor Cabrera—. ¿Quién ha podido grabar con tanta precisión un reptil prehistórico ya desaparecido…?».
Estas preguntas empujaron a nuestro protagonista a interesarse vivamente por dicha piedra. E interrogó al amigo que se la había regalado…
—Me han asegurado que las hay a miles —contestó éste—. Muchas de ellas, incluso, de gran peso y belleza. Tengo entendido que las graban los campesinos del poblado de Ocucaje…
Javier Cabrera, conocedor de dicho poblado, así como de las humildes y sencillas gentes que lo pueblan —no en vano era médico del Hospital Obrero de Ica—, no terminaba de entender. El misterio, lejos de aclararse, se había oscurecido mucho más. Y la curiosidad insaciable de Cabrera le impulsó a seguir el «rastro» de la diminuta piedra del reptil-volador.
Fue así como el médico de Ica iba a encontrarse con el más fantástico descubrimiento de todos los tiempos: la «biblioteca» lítica de una civilización, de una Humanidad olvidada que pobló nuestro mundo en la más tenebrosa noche de los tiempos.
Cuando conocí a Javier Cabrera Darquea, la investigación iniciada por él hacia 1966 se encontraba ya —por suerte para mí— francamente avanzada. Habían sido ocho largos, intensos y silenciosos años de trabajo, de esfuerzos y de constantes gastos por parte del profesor peruano. Todas y cada una de aquellas 11 000 piedras labradas que había logrado reunir en su antigua consulta médica de la plaza de Armas de Ica fueron religiosamente abonadas a los campesinos de Ocucaje, que habían encontrado en el doctor Cabrera el más fiel comprador de los cantos rodados. Uno de estos campesinos —Basilio Uchuya— fue quizá el mayor «proveedor».
Pero ¿cómo llegué al conocimiento de la existencia de esta «biblioteca» de piedra que con tanto celo había reunido y estudiado Javier Cabrera?
En realidad, nunca me lo he explicado del todo. En aquella época —agosto de 1974— yo viajé a Perú como enviado especial de mi periódico —La Gaceta del Norte—, a fin de trabajar en una serie de reportajes que, hasta cierto punto, se iba a ver ligada con la formidable «biblioteca» del desierto peruano. Me refiero a la noticia surgida en Lima acerca de extraños e insólitos «contactos» telepáticos y físicos entre miembros del llamado Instituto Peruano de Relaciones Interplanetarias (IPRI) y seres extraterrestres, tripulantes de los OVNIS.
Cuando me encontraba investigando y trabajando en dicha noticia, dos miembros de este Instituto —Ernesto Aisa y Tiberio Petro León—, conocedores e interesados en el hallazgo de Cabrera Darquea, me hablaron del mismo.
Algunos días después —creo recordar que el 31 de agosto— conocía por primera vez a Javier Cabrera Darquea y sus 11 000 piedras.
Nunca olvidaré mi primera impresión al entrar en el centro-museo donde el investigador conserva sus «libros» de piedra. Creo que haría mal si pasara por alto aquella sensación, aquel shock que le recorre a uno hasta los últimos rincones del alma al enfrentarse por vez primera a tantos miles y miles de piedras labradas…
Esa sensación —de tanto valor para mí— es algo que, como señalaba al comienzo de este libro, sólo puede ser comprendida cuando se está frente a la «biblioteca» lítica. Sólo así.
Y esa sensación, ese tremendo shock, le hace intuir a uno —y no sé bien por qué— que se encuentra ante «algo» distinto, desconcertante, estremecedor, desconocido…
A los pocos minutos, después de haber escuchado las primeras y apresuradas explicaciones de Cabrera y de haber explorado algunas pocas de los miles de piedras grabadas de la colección, empecé a sospechar que «aquello» difícilmente podía ser obra de campesinos… Allí había algo más. Algo grande.
Recuerdo que aquella mi primera estancia en el centro-museo de Javier Cabrera fue más breve que ninguna. Ardía en deseos de conocer a esos campesinos del poblado de Ocucaje, a escasos kilómetros de la ciudad de Ica. Necesitaba despejar totalmente de mi espíritu una incógnita que apenas si podía sustentarse.
«¿Cómo era posible que hubieran atribuido semejante obra de grabación, semejantes conocimientos, a campesinos que habitaban en casas de adobe y paja y que, en la mayor parte de los casos, no sabían leer ni escribir…?». Y mientras viajábamos por el blanco desierto, rumbo a Ocucaje, recordé algunos de los momentos de mi primera entrevista con Cabrera…
—… Cuando descubrí que la piedra que me habían regalado como «pisapapeles» contenía la grabación de un reptil-volador que había existido hace millones de años, me dediqué a una intensa búsqueda de piedras. Me puse en contacto con los campesinos que las vendían, y empecé a adquirirlas. Así descubrí un día que todas aquellas piedras podían «seriarse».
Cada «tema» aparecía grabado, no en una, sino en varias piedras. A veces, en decenas de ellas… Mi interés creció y creció, hasta que un día, estando yo trabajando en el Hospital Obrero, tropecé con Basilio Uchuya. El bueno del cholito[2] llevaba un paquete bajo el brazo. Un paquete que contenía piedras grabadas y que habían sido compradas por el director del Hospital.
»Y así, de esta forma, conocí a Uchuya. A partir de ese día, el hombre me ha ido proporcionando piedras…
Pero mis pensamientos se vieron interrumpidos ante la súbita aparición —al fondo del polvoriento desierto— de las ocho o diez chozas de adobe que constituyen el humildísimo lugar. Al descender del vehículo, una nube de niños descalzos, casi desnudos y con la profunda timidez del que nada tiene, nos rodeó, solicitándonos sin cesar algunos soles. Aquello hizo que mis ojos se abrieran del todo.
Allí no había más que pobreza y miseria. Polvo, chozas requemadas por el sol del desierto y campesinos sencillos y silenciosos que nos observaban desde la oscuridad de sus casuchas.
Los amigos que me acompañaban —Tito y Tiberio— me señalaron una de aquellas chozas grises, en mitad del arenal.
—Es la casa de Basilio Uchuya —comentaron—. Los arqueólogos del país afirman que todos estos millares de piedras han sido grabadas, íntegramente, por él…