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Honor cortó otro trozo de filete y se lo metió en la boca. Había descubierto que comer equivalía a sentir un dolor insoportable cuando solo un lado de la cara funcionaba. El costado izquierdo de su rostro era inservible a la hora de masticar, y tenía la humillante tendencia a encontrarse la comida resbalando por la mejilla y la barbilla muertas solo cuando goteaba hasta su guerrera. Había progresado en las últimas semanas, pero no lo suficiente como para querer comer en compañía.

Pero, al menos, preocuparse por su manera de comer era bastante mundano, casi reconfortante, comparado con otras cosas. Habían transcurrido cinco días desde la partida del Apolo. Si los masadianos iban a intentar algo más (y a pesar de todo lo que le había dicho a Venizelos acerca de su incoherencia en tal caso, estaba convencida de que algo harían), acontecería pronto. No obstante, para su sorpresa, podía pensar en ello casi con serenidad. Había alcanzado un estado de equilibrio y de aceptación. Estaba comprometida. Había hecho cuanto había podido para preparar a su gente y a ella misma. Todo lo que quedaba era enfrentarse a lo que fuera y, una vez asimilado, la pena, la culpa, el odio y el terror se habían unido y transformado en una peculiar calma. Sabía que no duraría. Era solo la manera en la que se había acostumbrado a la espera, pero se sentía agradecida por ello.

Masticó muy despacio, manteniendo el interior de su mejilla inmóvil fuera del alcance de sus dientes y sintiéndose feliz de que el daño no le hubiera afectado a la lengua, luego tragó y extendió la mano para coger su cerveza. Sorbió con el mismo cuidado, inclinando la cabeza para minimizar el peligro de tirarla. Acababa de dejar la jarra de vuelta en la mesa cuando el tono musical de un terminal de comunicación resonó a través de la escotilla del camarote comedor.

—¿Blik? —preguntó Nimitz desde su extremo de la mesa.

—Me da la sensación de que es para mí —le dijo, y esperó.

Después de un momento, MacGuiness asomó la cabeza por la escotilla con la expresión de completa desaprobación que reservaba para aquellos momentos en los que alguien interrumpía las comidas de la capitana.

—Discúlpeme, señora, pero el comandante Venizelos está en el intercomunicador. —El asistente de primera clase se puso tenso—. Le dije que estaba comiendo, pero insiste en que es importante.

El ojo sano de Honor brilló y utilizó la servilleta para esconder una sonrisa que se había dibujado en la comisura derecha de su boca. MacGuiness se había encargado de salvaguardar sus escasos momentos de privacidad como un mastín en celo desde que resultara herida, y nunca se lo perdonaría si se echara a reír ahora.

—Estoy segura de que lo es, Mac —lo tranquilizó, y el asistente de primera bufó otra vez y dio un paso atrás para dejarla pasar, luego caminó hasta la mesa y puso sobre su plato una tapa que conservaba el calor de los alimentos. Nimitz levantó la mirada para mirarlo, MacGuiness se encogió de hombros, el ramafelino saltó al suelo y trotó detrás de su ama.

Honor apretó la tecla de admisión para interrumpir el aviso de «espere» y un Venizelos con aspecto preocupado apareció en la pantalla.

—¿Qué pasa, Andy?

—El ZR Nueve-Tres acaba de recoger una hiperhuella a gran distancia, señora, justo en la marca de cincuenta minutos luz.

Honor sintió que el lado derecho de su rostro se quedaba tan inmóvil como el izquierdo. Una grieta se abrió en su serenidad, pero se obligó a tranquilizarse. A esa distancia todavía tenían tiempo.

—¿Qué detalles tienes?

—Todo lo que tenemos por el momento es la secuencia de alerta. El Trovador está esperando para recibir el resto de la transmisión, pero… —calló cuando alguien le dijo algo que Honor no pudo escuchar, luego miró de nuevo a su capitana—. Olvide eso, patrona. El comandante McKeon dice que está recibiendo informes del Nueve-Dos. Ha avistado una cuña de baja potencia moviéndose por su radio. Nueve-Tres ha identificado la misma nave y la sitúa justo en el ecuador. Al parecer están evitando el rumbo principal para acercarse a Grayson desde atrás.

Honor asintió mientras sopesaba sus opciones con rapidez. Ese curso solo podía significar que eran masadianos. Pero sabían que Masada todavía tenía una nave con hipercapacidad, así que no tenía por qué ser el crucero de batalla. Y con los sensores gravitatorios del Intrépido fuera de juego, no podría leer directamente la información hiperluz de los zánganos, lo que significaba que no podía mandar al Trovador a comprobar de qué se trataba sin perder el enlace en tiempo real con sus sensores tácticos principales.

—Muy bien, Andy. Avisa al almirante Matthews y activa nuestra cuña. Diles a Rafe y a Stephen que preparen una pantalla. Hasta que obtengamos las lecturas de masa de uno de los zánganos, eso es todo lo que podremos hacer.

—Sí, señora.

—Subiré en seguida y… —Honor calló al sentir una presencia tras ella. Se giró para mirar por encima del hombro y vio a MacGuiness con los brazos cruzados. Se enfrentó a su mirada durante un instante y luego se volvió para continuar hablando con Venizelos—. Subiré en cuanto termine de comer —se corrigió, sumisa, y, a pesar de su nerviosismo, el segundo sonrió.

—Sí, señora, lo entiendo.

—Gracias. —Honor cortó el circuito, se puso de pie y regresó directamente al comedor bajo la atenta mirada del asistente de primera clase.

* * *

La alférez Wolcott sintió reflejado su temor en aquellos que la rodeaban, mientras actualizaba unos trazos generales en la pantalla táctica. El comandante Venizelos paseaba entre los puestos de control, pero Wolcott era más consciente de la ausencia de la capitana que de la presencia de su segundo. Tenía la sospecha de que no era la única que se sentía así, porque había visto a más de uno mirar de soslayo la silla vacía en el centro del puente.

Terminó y se recostó en el respaldo, y una voz baja le habló en el oído izquierdo.

—No se preocupe, alférez. Si fuera la mierda a la que tenemos miedo de enfrentarnos, la patrona no se hubiera tomado el tiempo necesario para terminar su comida.

Giró la cabeza y se sonrojó al encontrarse con la mirada de complicidad del teniente Cardones.

—¿Era tan evidente, señor?

—Pues sí. —Cardones la sonrió de oreja a oreja—. También podría ser porque yo desearía que estuviera aquí. Por otro lado, esto… —señaló a la pantalla— me dice que no va a pasar mucho por ahora. Y prefiero que la buena mujer esté descansada cuando ocurra a que malgaste sus energías cogiéndome de la mano entre tanto.

—Sí, señor. —Wolcott volvió la mirada a la pantalla.

Ahora estaban recibiendo valores aproximados de masa de tres zánganos, y el CIC consideraba que había más de un noventa por ciento de posibilidades de que se tratara del crucero de batalla repo. Y, la verdad, no era algo qué les sirviera de consuelo.

Miró fijamente las líneas luminosas inocentes y poco amenazadoras y sintió cómo se le aceleraba el pulso. Tenía el cabello color avellana empapado en sudor y un agujero vacío allí donde se suponía que estaba su estómago. Se había sentido aterrada cuando el Intrépido había cargado contra los misiles en Pájaro Negro, pero esto era mucho peor. Muchísimo peor. Esta vez sabía lo que podría pasar, porque había visto las naves hechas pedazos, había sido testigo de las consecuencias de la crueldad infringida en su compañera Mai-ling Jackson, había perdido además a dos amigos íntimos que estaban entre la tripulación del Apolo, y podía percibir que su miedo se había arraigado en el tuétano de sus huesos. La consciencia de su propia mortalidad la embargaba, y la aproximación lenta y arrastrada del enemigo le daba demasiado tiempo para reflexionar sobre ella.

—Señor —dijo, en voz baja y sin levantar la mirada—, usted ha visto más acción que yo y conoce mejor a la capitana. ¿Cree que…? —Se mordió el labio, luego lo miró casi de forma suplicante—. ¿Cuántas posibilidades reales tenemos, señor?

—Bueno… —Cardones se obligó a hablar y jugueteó con uno de los lóbulos de sus orejas—. Déjame qué lo ponga de esta manera, Carol. La primera vez que la patrona me hizo partícipe de la acción, pensé que iba a morir. Estaba seguro de que sería así, sabía que conseguiría que me mataran, y realmente casi me cago en los pantalones.

Volvió a sonreír y, a pesar de lo aterrada que estaba, los labios de Wolcott dibujaron una trémula sonrisa propia…

—Pero, como es evidente, me equivoqué —continuó Cardones—, y ahora me resulta incluso gracioso. A veces consigues olvidar el miedo cuando tienes a la buena mujer sentada detrás de ti. Tienes la sensación de que nadie podrá nunca con ella y eso significa que tampoco podrán contigo. O sencillamente todo se reduce a que sientes vergüenza de tener miedo cuando ella no demuestra tenerlo. Ocurre algo parecido a eso. —Se encogió de hombros, casi con sumisión—. De cualquier forma, destruyó una nave de camuflaje de siete millones y medio de toneladas con un crucero ligero. Supongo que eso significa que puede derrotar a un crucero de batalla con uno pesado. Y, si estuviera preocupada, supongo que estaría aquí, inquietándose como el resto de nosotros, en lugar de estar terminando su almuerzo.

—Sí, señor. —Wolcott sonrió con más naturalidad y se giró de nuevo hacia su panel cuando el pinganillo de su oído la avisó de que estaba recibiendo más datos del Trocador.

Volvió a actualizar los trazos y Rafael Cardones miró al comandante Venizelos por encima de la cabeza inclinada de la joven. Sus miradas se encontraron con cierta simpatía apesadumbrada hacia la alférez Wolcott. Entendían perfectamente la necesidad que tenía ella de sentir cierta seguridad… y también sabían que había mucha diferencia entre enfrentarse a una nave de camuflaje que pretendía huir y un crucero de batalla que venía para matarlos.

* * *

Honor abrió el módulo de soporte vital y Nimitz saltó al interior con aire de resignación. Por lo menos esta vez no era una emergencia, y se tomó su tiempo para comprobar el suministro de agua y comida y arreglar su camita a su gusto. Luego se enroscó y la miró, emitiendo un ligero sonido de advertencia.

—Sí, ten cuidado tú también —le respondió ella con suavidad, acariciándole las orejas. El animal cerró los ojos para regocijarse con su tacto. Ella dio un paso atrás y selló la puerta.

—CIC ha confirmado las lecturas de masa de los zánganos, señora —le informó Venizelos al ir a su encuentro en el ascensor—. Está rodeando la trayectoria principal.

—¿Por la eta?

—Todavía está aproximadamente a unos dos mil millones de kilómetros, señora, y se mantiene a unas cincuentas ges, probablemente para evitar que lo detectemos. Su velocidad base es cinco-nueve-punto-cinco mil km/s.

Honor asintió, luego giró la cabeza cuando alguien más salió del ascensor. Almacenes había encontrado un traje de vacío manticoriano para el comandante Brentworth, y solo la insignia graysonita cosida en sus hombros lo diferenciaba del resto de la tripulación. Le dedicó una sonrisa tensa.

—Todavía tenemos tiempo para dejarlo en el planeta, Mark —le sugirió, con un tono tan bajo que nadie más pudo oírla.

—Este es el puesto que me han asignado, señora. —Su sonrisa podía ser tensa, pero su voz era increíblemente tranquila. El ojo sano de Honor lo miró con aprobación, pero eso no impidió que continuara presionándolo.

—Puede que sea el puesto que le han asignado, pero no vamos a colaborar mucho los unos con los otros en las próximas horas.

—Capitana, si me quiere fuera de la nave, puede ordenármelo. En caso contrario, me quedaré. Tiene que haber al menos un oficial graysonita a bordo, si pretende luchar contra esos fanáticos por nosotros.

Honor empezó a hablar, luego cerró la boca y asintió ligeramente. Le tocó con suavidad el hombro y luego caminó hasta el puesto de astronavegación de DuMorne para mirar su pantalla.

El Trueno de Dios o Saladino, o como quisiera llamarse aquel crucero de batalla, mantenía baja la aceleración, probablemente como precaución. Estaba a más de cien minutos luz de Grayson en su rumbo actual y todavía estaba a cuarenta minutos luz de Yeltsin, lo que lo situaba a bastante distancia del alcance de cualquiera de los sensores graysonitas.

Por supuesto, su capitán debía de saber ya que se enfrentaría con naves modernas de guerra, pero seguramente no veía al Intrépido o al Trovador en sus monitores, y tampoco a los zánganos, ocultados en extremo. Así que, asumiendo que no supiera que los habían desplegado (y realmente no podía saberlo), y por el alcance al que lo habían detectado, además de por su capacidad de transmisión hiperluz, tenía que creer que no habían advertido su presencia todavía.

Se frotó la punta de la nariz. Ella no hubiera procedido de aquella manera teniendo en cuenta la diferencia de tonelaje, pero estaba claro que él había optado por una aproximación cautelosa. Cuando hubiera cruzado el límite externo del alcance de los sensores graysonitas, estaría en el extremo más apartado de Yeltsin, y lo más probable es que entonces decidiera apagar sus motores. Eso prolongaría su vuelo, pero lo llevaría a la trayectoria balística principal y, por ende, no tendría que mostrar abiertamente la huella gravitatoria de sus impulsores. Todo aquello significaba que tendría a Grayson al alcance de sus misiles y podría empezar a disparar antes de que los sensores activos del planeta se dieran cuenta de que venía.

Pero ella ya lo había visto. La pregunta era qué debía hacer a continuación. Se inclinó sobre el panel de DuMorne y trazó una línea con un rumbo más corto y apretado que empezaba en Grayson, y que describía una curva por el interior de la supuesta parábola principal que ejecutaría el Saladino.

—Apunta esto y retínamelo, Steve. Asume que vamos con una aceleración máxima siguiendo este rumbo. ¿Cuándo entraríamos dentro del alcance de sus sensores?

DuMorne empezó a hacer números y ella vio cómo se construía un vector hipotético alrededor de Yeltsin, cuando él transformó y concluyó el rumbo que ella había iniciado.

—Nos detectaría más o menos por aquí, señora. A unos uno-tres-cinco millones de kilómetros de Yeltsin, en unos uno-nueve-cero minutos. Nuestra velocidad base sería de cinco-seis-seis-seis-siete km/s. Él estaría por aquí, a unos cuatro-nueve-cinco miles de millones de kilómetros de Yeltsin y a uno-punto-tres miles de millones de kilómetros de Grayson en su curso actual. Nuestros vectores convergerían a dos-punto-tres millones de kilómetros de Grayson y a unas cinco-punto-dos-cinco horas después. Siempre y cuando la aceleración sea la misma.

Honor asintió al ver finalizada la demostración. Si había algo seguro en ese universo, es que la aceleración del Saladino no permanecería tal cual cuando viera al Intrépido y al Trovador.

—¿Y si rodeamos Yeltsin en un curso lineal y recíproco al suyo?

—Un segundo, señora. —DuMorne hizo más números y apareció un segundo posible vector en su pantalla—. Si fuéramos hasta él así, nos detectaría a uno-punto-cinco miles de millones de kilómetros de la órbita de Grayson en dos-cinco-cero minutos. La velocidad de aproximación sería de uno-cuatro-uno-cuatro-nueve-siete km/s y los vectores se interceptarían a cuatro-ocho minutos después de la detección.

—Gracias. —Honor cruzó las manos y caminó hasta la silla de mando, mientras tenía en cuenta las opciones.

Lo que no podía hacer de ningún modo era esperar a que el enemigo viniera a por ella. Con tanto tiempo para aumentar la velocidad, el Saladino dispondría de todas las ventajas en un enfrentamiento con lanzamiento de misiles, y podría sobrevolar Grayson y las naves de Honor con relativa impunidad.

Para evitarlo, Honor podría encontrarse con él, sencillamente revirtiendo el rumbo del crucero de batalla. Él Saladino no podría evadirse si lo hacía así, pero su velocidad de aproximación sería muy alta, lo que limitaría muy seriamente el tiempo de ataque. Cruzarían el radio de los misiles impulsados en cuatro minutos y el alcance de energía en apenas siete segundos. El Saladino no tendría más remedio que aceptar la acción, pero su capitán podía estar seguro de que sería muy breve.

Por otro lado, Honor podía configurar una parábola propia y más forzada que describiría una curva por el interior de la del Saladino. El crucero de batalla tendría todavía una velocidad de crucero mayor cuando detectara al Intrépido y al Trovador, pero se encontrarían en cursos convergentes y las naves de Honor estarían en el interior. Sus naves tendrían que viajar una distancia menor y el crucero de batalla sería incapaz de cortar hacia el interior si ella dejaba de comportarse como un blanco fácil y alcanzaba la máxima potencia de su cuña. La desventaja era que el vector convergente desembocaría inevitablemente en un ataque, en un duelo entre los flancos de ambas naves en el que las baterías de misiles más pesados, los cargadores mayores y las pantallas protectoras más resistentes del crucero de batalla serían una importante ventaja para él. La prolongación del enfrentamiento le brindaría más oportunidades de destruir al Intrépido y al Trovador… pero eso también les daría a ellos más tiempo para causarle daños.

En resumen, sus opciones eran recurrir a un enfrentamiento breve y cercano, y rezar para tener la suerte de su lado, o dedicarse a apalearlo hasta que ya no le quedara con qué hacerlo.

Por supuesto, tenía una gran ventaja y sonrió perversamente ante el pensamiento, porque era la misma que había permitido a Masada matar al almirante: sabía dónde se encontraba el enemigo y lo que estaba haciendo, pero él no tenía idea de lo que ella pretendía.

Jugó un rato con las posibilidades de rumbo, variando los números de DuMorne en el repetidor de maniobras de su silla de mando, luego suspiró. Si el Saladino hubiera llegado algo más despacio o con un radio más amplio, quizá ella hubiera tenido el tiempo suficiente para acelerar en un curso convergente, después entrar en el alcance balístico con los impulsores inactivos. Pero el Saladino no lo había hecho así y no disponía de esa opción.

Y luego se paró a pensar que sencillamente no podía arriesgarse demasiado en la intercepción. Si esa nave era lo bastante irracional como para lanzar un ataque en la situación actual, entonces debía asumir que su capitán estaba lo suficientemente loco para bombardear Grayson. Eso significaba que no podría enfrentarse a él con la esperanza de conseguir un golpe certero porque, si fracasaba, el Saladino lograría pasar por encima de ella y llegar hasta el planeta. Tendría que conformarse con una aproximación convergente.

Se recostó, frotándose durante un momento la parte insensible de su cara, y reflexionó sobre la forma en la que el Saladino había decidido acercarse. Desde luego, el capitán era cauteloso. De hecho, estaba sorprendida de su timidez, especialmente al tener en cuenta que cualquier ataque sobre Grayson tenía que ser un acto desesperado. Si la Armada Popular había obtenido algo en sus cincuenta años-T de conquistas era experiencia, pero aquel hombre no mostraba señales de ella. No se parecía ni remotamente a Theisman, aunque claro, ¡tampoco le molestaba que fuera así!

Pero el caso es que teñía ante ella a un capitán cauto, involucrado en una situación cuyas opciones eran luchar hasta morir cerca del planeta o darse por vencido y marcharse, especialmente si ella le hacía saber que había estado observándolo cuando él pensaba que era imposible que eso ocurriera, y en ese momento empezaría a sentir miedo. Y si conseguía que se marchara para recapacitar, eso le haría malgastar unas cuantas horas… y cada minuto que vacilara acercaría a los refuerzos manticorianos un poco más.

Cabía la posibilidad, sin embargo, de que renegara del sigilo e hiciera lo que ella habría hecho desde el principio, ir derecho a por el Intrépido, retarlo a hacer cuanto pudiera y volarlo en mil pedazos.

Cerró su ojo sano, el lado móvil de su cara sereno e inexpresivo, y tomó una decisión.

—Radio, póngame con el almirante Matthews.

—Sí, señora.

Matthews parecía ansioso en la pantalla de Honor porque los sensores gravitatorios del Trovador habían estado descargando los datos de los zánganos en las pantallas a bordo del Covington, pero la miró con una calma fingida.

—Buenas tardes, señor. —Honor articuló las palabras con cuidado, intentando parecer serena y confiada, como requerían las reglas del juego.

—Capitana —saludó Matthews.

—Me llevaré al Intrépido y al Trovador para encontrarnos con el Saladino en un curso convergente —le dijo, sin preámbulos—. La manera cautelosa en la que se está acercando parece indicar que está sondeando el camino. Si es así, puede que se marche cuando descubra que podemos interceptarlo.

Calló y Matthews asintió, pero vio que su mente continuaba trabajando detrás de sus ojos y supo que, al igual que ella, tampoco él creía que el crucero de batalla estuviera sondeando el camino.

—Entretanto —continuó después de un momento—, cabe la posibilidad de que Masada tenga más naves con hipercapacidad de las que pensamos, así que el Covington, el Gloria y sus NLA van a tener que vigilar la retaguardia.

—Entendido, capitana —respondió Matthews en voz baja, y Honor supo que había entendido el añadido que no había pronunciado: si el Saladino conseguía pasar a través del Intrépido y del Trovador, quizá lo hubieran dañado lo suficiente como para que las naves graysonitas tuvieran algo que hacer contra él.

Tal vez.

—Entonces nos marcharemos ya, señor. Buena suerte.

—A usted también, capitana Harrington. Vaya con Dios. Rezaremos por usted.

Honor asintió y cortó la comunicación, luego miró a DuMorne.

—Actualice el primer rumbo para el timón y pongámonos en marcha, Steve —dijo con suavidad.