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Alfredo Yu sabía que debería estar estudiando el informe de ingeniería acerca de los tractores del Trueno de Dios, pero frunció el ceño ligeramente hacia los datos, sintiéndose incapaz de concentrarse. La reacción de los masadianos no le cuadraba. Algo estaba mal, y el hecho de que no supiera exactamente de qué se trataba lo hacía sentirse incluso más inquieto.

Se apartó del terminal para pasear con nerviosismo y trató de convencerse de que estaba siendo un tonto. ¡Desde luego que algo iba «mal» en Masada! Había fallado. Aunque quizá no fuera culpa suya, había fracasado, y las consecuencias tenían que estar haciéndose eco en todas las mentes y corazones de los masadianos.

Y, sin embargó se paró, con la mirada absorta al intentar descubrir lo que quería decir ese «sin embargo». ¿Acaso era el silencio del Consejo de los Ancianos? ¿Las protestas no muy interesadas con las que el Espada Simonds había respondido a sus excusas para mantener al Trueno en Endicott? ¿O quizá la sensación de que algo malo se cernía sobre todos ellos?

Mostró los dientes en una sonrisa sin humor ante su propia terquedad. Había esperado que el Consejo se pusiera histérico, que lo acosara con una lista interminable de órdenes contradictorias, y el hecho de que no lo hubieran hecho tendría que ser un alivio inmenso. Aquella asombrosa y silenciosa falta de reacciones le vendrían muy bien a los propósitos del embajador Lacy; ¿tal vez era eso por lo que estaba preocupado? ¿Porque había sido demasiado fácil?

¿Y por qué se sentía incómodo por la tolerancia de Simonds? El Espada tendría que sentirse asombrado de seguir con vida. Sin duda tenía que estar preguntándose cuándo se desvanecería su inmunidad, y un hombre que podía sentir el aliento de la muerte en la nuca, sin estar seguro nunca de cuándo se lo iba a llevar consigo, no continuaría siendo el viejo, malhumorado y entrometido de siempre, ¿verdad?

En cuanto a la sensación de que algo malo se cernía sobre ellos, ¿qué otra cosa podía esperar? A pesar de la fachada que conservaba de cara al círculo interno de oficiales havenitas, no tenía ninguna esperanza de que Mantícora fuera a retirarse solo porque un crucero de batalla, especialmente aquel que empezó a disparar, se interpusiera en su camino. Y si él no lo creía, ¿cómo podía esperar que lo hiciera su tripulación? La atmósfera era tensa a bordo del Trueno de Dios; los hombres hacían su trabajo sin hablar e intentaban mantener la esperanza de que formarían parte del grupo de supervivientes cuando todo hubiera acabado.

Todas estas explicaciones de su malestar eran ciertas. Por desgracia, ninguna de ellas había llegado justo al núcleo de lo que le preocupaba.

Se giró, casi en contra de su voluntad, para mirar un calendario que había en la mampara. Habían transcurrido tres días desde la destrucción de Pájaro Negro. No sabía con exactitud cuándo se habían marchado los cargueros de Harrington, pero si no lo habían hecho antes, con toda seguridad habrían partido en cuanto descubrieron qué era exactamente el Trueno, y eso le brindaba la oportunidad de hacer un cálculo a grandes rasgos. Podía disponer entre ocho y diez días antes de que llegaran los refuerzos manticorianos y, a cada rato, sus nervios se tensaban más y más.

Por lo menos los Fieles parecían haber asumido que habían perdido. El que los Ancianos hubieran aceptado con tanta rapidez su argumento de que otros ataques serían inútiles le había supuesto una sorpresa agradable y, aunque la decisión de Simonds de reforzar las fortificaciones dispersas por el sistema de Endicott era inútil, eso también servía para distraerlos de su intención de lanzar un ataque suicida contra Grayson.

Estaban haciendo exactamente lo que él embajador Lacy y él querían que hicieran, así que, ¿por qué no lograba sentirse satisfecho?

Decidió que era inútil. Tenía la sensación de que se estaban desarrollando ciertos acontecimientos que ocurrían en un plano cuyo rumbo nadie podía alterar. La seguridad de que nada importaba ya, de que el fin sería el mismo, sin importar lo que hiciera o les obligara a ellos a hacer, transformaba la inactividad en un veneno muy seductor.

Quizá esa era la razón de que hubiera protestado ante las últimas órdenes del Espada. El Trueno de Dios no se había construido con la idea de servir como transporte, pero era mucho más rápido que cualquier otra cosa con la que contara Masada, y si la idea de atestar su nave con más masadianos le parecía poco atractiva, por lo menos mientras jugara a ser una nave de pasajeros no tendría que regresar a Yeltsin. Y le daría la sensación de estar haciendo algo.

Bufó. Tal vez Simonds y él eran más parecidos de lo que quería reconocer, porque creía que esa sensación la querían tener los dos.

Volvió a mirar el calendario. Las primeras naves llegarían dentro de nueve horas. Enderezó los hombros y se dirigió hacia la escotilla del camarote. Manning y él tendrían que averiguar dónde meterlos, y eso era bueno. Le daría la oportunidad de pensar en algo provechoso durante un momento.

* * *

El almirante de los verdes Hamish Alexander, décimo tercer conde de Haven Albo, esperaba junto al tubo de acceso, mientras la pinaza atracaba en la dársena de botes del NSM Confiado. Su nave insignia se dirigía ya hacia el hiperlímite a la máxima velocidad militar y su rostro arrugado era sereno, aunque la piel que rodeaba a sus ojos azul hielo estaba tensa.

Entrelazó las manos detrás de la espalda y supo que todavía no había recibido el golpe completo. El tratamiento de prolongación favorecía las largas amistades y el compañerismo, y él conocía a Raoul Courvosier de toda la vida. Era diez años-T más joven que Raoul y había escalado más aprisa la jerarquía de rangos; su cuna no lo había ayudado en poco, pero siempre había existido una cercanía personal, no solo profesional, entre ambos. El teniente Courvosier le había enseñado astronavegación durante su crucero como guardiamarina, y había seguido sus pasos como instructor táctico de rango superior en la isla de Saganami. Habían discutido y planeado las estrategias y la política de despliegue durante varios años. Y ahora, sin más, había desaparecido.

Se sentía como si se hubiera despertado una mañana habiendo perdido un brazo o una pierna mientras dormía, pero Hamish Alexander estaba muy familiarizado con el dolor. Y, a pesar de lo terrible que era, no era este el que lo embargaba de miedo. Más allá de su pena personal, pese a saber que un líder inmejorable de la Armada se había perdido, estaba la certeza de que otros cuatrocientos miembros del personal militar habían muerto con él, y de que otros mil se enfrentaban posiblemente a la muerte en Yeltsin en ese momento, si es que todavía no habían muerto. Eso era lo que lo asustaba.

La presión del tubo se igualó y la baja y fuerte comandante, con el cabello rubio sujeto en una trenza bajo la gorra blanca, salió de él. El contramaestre hizo sonar sus silbatos, los que la aguardaban la saludaron y ella también lo hizo, aunque de forma tajante.

—Bienvenida a bordo, comandante Truman —le dijo, respondiendo a su saludo.

—Gracias, señor. —Truman tenía ojeras y en su rostro se evidenciaba el cansancio. No podía haber sido un viaje fácil para ella, pensó Alexander, aunque vio en sus ojos verdes y exhaustos un pesar nuevo y conmovedor que comprendía demasiado bien.

—Lamento haberla obligado a abandonar el Apolo, comandante —se disculpó con suavidad mientras caminaban hacia el ascensor del Confiado—, pero quería ponerme en marcha inmediatamente y necesito saber todo lo que alguien que estuvo allí pudiera decirme. En estas circunstancias… —Él se encogió de hombros y ella asintió.

—Lo entiendo, señor. Odié tener que dejar la nave, pero necesita un astillero y la comandante Prevost podrá encargarse de todo lo que surja.

—Me alegro de que lo entienda. —La puerta se cerró tras ellos y Alexander estudió a su visitante, mientras el ascensor subía hacia el puente. Sus naves habían partido de la órbita manticoriana a los quince minutos de recibir la precipitada transmisión del Apolo, y cuando el crucero se reunió con el Confiado para recibir a bordo a Truman, había podido ver con sus ojos el daño que había sufrido el crucero. De momento no contaba con detalles de lo ocurrido en Yeltsin, pero un solo vistazo al casco destrozado bastaba para saber que los acontecimientos habían sido bastante malos. Era un milagro que el Apolo hubiera conservado su hipercapacidad, y se había preguntado entonces qué aspecto tendría Truman. Ahora ya lo sabía.

—He notado —escogió con cuidado las palabras— que ha tardado muy poco tiempo desde la Estrella de Yeltsin, comandante.

—Sí, señor. —La voz de Truman carecía de toda inflexión y Alexander sonrió.

—No era una trampa, comandante. Por otro lado, soy perfectamente consciente de que es imposible que llegara treinta horas antes sin hacer algunos arreglos en su hipergenerador.

Alice Truman lo miró durante varios segundos silenciosos. A Lord Alexander (que desde la muerte de su padre se había convertido en el Conde de Haven Albo) se lo conocía por su tendencia a ignorar el Libro cuando este obstaculizaba su camino, y había un destello casi conspirador debajo de la preocupación en su mirada.

—La verdad es que sí, sí señor —admitió.

—¿A cuánto la llevó, comandante?

—A muchísimo. Rebotamos contra la banda iota a las veinticuatro horas de salir de Yeltsin.

A pesar de sí mismo, Alexander se encogió. Dios Santo, debía de haber desactivado todos los seguros internos. Ninguna nave había cruzado las bandas iota y sobrevivido para contarlo, nadie sabía siquiera si una nave podría resistir allí.

—Entiendo. —Se aclaró la garganta—. Ha tenido muchísima suerte, comandante Truman. Supongo que se da cuenta de ello, ¿verdad?

—Sí, señor, desde luego.

—Además, debe de ser usted extremadamente buena en su trabajo —continuó en el mismo tono—, teniendo en cuenta que, de algún modo, consiguió mantenerla entera.

—Como usted ha dicho, mi señor, tuve muchísima suerte. Además tengo un ingeniero fantástico, que quizá quiera volver a hablarme algún día.

El rostro de Alexander se iluminó con una sonrisa súbita y casi infantil, y Truman también le sonrió cómo respuesta. Pero su expresión era frágil, fugaz y murió rápidamente, y sacudió los hombros.

»Me doy cuenta de que he violado cada uno de los procedimientos de seguridad, señor, pero sabiendo a lo que la capitana Harrington puede estar enfrentándose en Yeltsin, me pareció un riesgo justificado.

—Estoy completamente de acuerdo y así se lo he comunicado al Primer Lord del Espacio Webster.

—Gracias, señor —le agradeció Truman con suavidad, y él asintió.

—De hecho, comandante, vamos a descubrir en breve cómo de buenos son mis ingenieros. Me temo que yo no podré justificar el llevar a dos escuadrones completos de cruceros de batalla tan alto como usted, pero creo que podremos adelantar unas cuantas horas de nuestro pasaje de regreso, y el tiempo es claramente lo que no nos sobra.

Fue el turno de Truman de asentir, pero la preocupación regresó a sus ojos, porque el tiempo no era sencillamente algo que no les sobraba… era algo con lo que ya no podían contar Grayson y la capitana Harrington.

El ascensor se detuvo y la puerta se abrió al barullo del puente de la nave insignia. La fuerza de operaciones de Alexander todavía estaba ordenándose, le habían asignado tres cruceros de batalla para sustituir a las naves que no estaban preparadas para una partida inmediata. El capitán Hunter, su jefe de ingenieros, advirtió su presencia. Hunter le dijo algo al oficial de operaciones del almirante y cruzó la sala rápidamente hacia el ascensor, extendiéndole la mano a Truman.

—Alice, he oído que los daños que ha sufrido el Apolo son muy malos, pero me alegra ver que estás bien. Solo desearía que fuera en otras circunstancias.

—Gracias, señor. Yo también.

—Acompáñanos a la sala de reuniones, Byron —le pidió Alexander—. Creo que a ambos nos conviene escuchar los detalles de la historia de la comandante Truman.

—Por supuesto, señor.

Alexander encabezó la procesión hasta la sala de reuniones e invitó a sentarse a sus subordinados.

—Me temo que todavía no he tenido la oportunidad de conocer personalmente a la capitana Harrington, comandante —dijo—. He leído su expediente, pero no la conozco y tampoco sé nada de su situación actual, así que quiero que empiece desde el principio y nos cuente todo lo que aconteció desde el momento en que entraron en el espacio de Yeltsin.

—Sí, señor. —Truman respiró profundamente y se enderezó en la silla—. Llegamos según los planes, mi señor, y…

Alexander permitió que su voz lo embargase, analizando tanto su manera de hablar, como lo que decía. Su mente trabajaba clara y fríamente, aislando algunos datos, anotando las preguntas que luego formularía, acordándose de ciertas respuestas y, debajo de su concentración, sentía todavía un gélido temor personal.

Porque, a pesar de todos los riesgos que había asumido Truman, cabía la posibilidad de que Honor Harrington y toda su gente estuvieran ya muertos, y si lo estaban, Hamish tendría que empezar la guerra que Mantícora llevaba temiendo durante casi cuarenta años.

* * *

—¿Patrona?

Honor levantó la mirada de sus informes cuando Venizelos asomó la cabeza por la escotilla abierta.

—¿Sí, Andy?

—Pensé que le gustaría saber que hemos reparado, más o menos, el Láser Cuatro. Todavía tenemos un problema técnico menor en el control de disparos y la tripulación tendrá que actualizar los ordenadores internos manualmente, pero la dársena está bien sellada y todos los circuitos están en verde.

—¡Muy bien, Andy! —Honor sonrió con el costado derecho de la boca—. Si ahora James y tú pudierais volver a poner los gravitatorios…

Dejó la frase sin concluir y con un tono burlón, y él hizo una mueca.

—Patrona, lo difícil lo estamos intentando arreglar inmediatamente; lo imposible tendríamos que hacerlo en un astillero.

—Eso es lo que me temía. —Honor lo invitó a sentarse en una silla y el oficial la miró furtivamente antes de acomodarse en ella.

Tenía mejor aspecto ahora que los emplastes de rápida curación empezaban a disimular la horrible contusión que le había desfigurado la cara. El lado izquierdo todavía estaba inmóvil y muerto, pero Venizelos estaba logrando acostumbrarse a eso. Y, aunque la visión de su ojo izquierdo había resultado tan perjudicada como Montoya temía, el parche negro que se había colocado en lugar del voluminoso vendaje le otorgaba una apariencia de dureza.

Pero, pensó, no era su aspecto lo que importaba. Se había sentido furiosa cuando despertó de su primera cabezada después de cincuenta y tres horas de vigilia y descubrió que Montoya y MacGuiness le habían metido un somnífero en el cacao. Durante un instante, Venizelos había creído que ni siquiera las promesas continuadas del doctor explicándole que podría haberla tenido en pie en treinta minutos si el Trueno de Dios hubiera regresado, impediría que los asesinara a ambos. En cualquier caso, la droga había logrado que durmiera más de quince horas, y en lo más profundo de su ser tenía que darse cuenta de lo desesperadamente que necesitaba ese descanso.

Venizelos no tenía idea de lo que pretendía Montoya, de ser así, él mismo hubiera metido la droga en el cacao. Se había estado destrozando a sí misma frente a sus ojos y él había temido tanto por ella, como por la gente que la necesitaba muchísimo. Las cosas habían empeorado bastante cuando se enteró de la muerte del almirante Courvosier; pero después de lo ocurrido a la tripulación del Madrigal, le había dado incluso miedo mirarla. No podía culparla por el odio que sentía y podía entender por qué se sentía culpable, incluso aunque no compartía la cruel certeza de que le había fallado al almirante; pero, en cualquier caso, todos necesitaban que se recompusiera. Si hacía falta, necesitarían a Honor Harrington en el puente del Intrépido, llevando a cabo su magia para todos ellos una vez más, y no a una autómata exhausta que estaba cansada hasta el punto de quedar sumida en el estupor.

—Bueno… —se inclinó hacia atrás y su voz sacó al oficial de su ensimismamiento—, supongo que ya estamos todo lo preparados que podemos para cuando regrese.

—¿De verdad cree que lo hará, patrona? Han pasado más de cuatro días. ¿No habrían venido ya si es lo que pretenden?

—Es evidente que tú lo crees así…

—Pero usted no, ¿verdad? —Preguntó Venizelos y sus ojos se achinaron cuando ella negó con la cabeza—. ¿Por qué no, patrona?

—Creo que no podré ofrecerte una respuesta lógica. —Cruzó los brazos bajo los pechos. Su único ojo era oscuro y profundo—. Lo único que hagan en Yeltsin a estas alturas solo empeorará la situación. Si nos destruyen o bombardean Grayson, la Flota los machacará. E, incluso aunque los masadianos no lo sepan, los repos sí. Y si su intención era la de hacer algo, deberían haberlo hecho sin darnos tiempo a realizar nuestras reparaciones y prepararnos. Y mucho menos dar tiempo a los refuerzos manticorianos a que lleguen aquí. Sin embargo…

No concluyó la frase y Venizelos sintió un escalofrío en su interior. El silencio se prolongó hasta que se aclaró la garganta.

—¿Y sin embargo, señora? —indagó, en voz baja.

—Está ahí fuera —dijo Honor—. Está ahí fuera y vendrá. —Su ojo se centró en el rostro de su segundo y el lado derecho de su boca sonrió ante su expresión—. No te preocupes, Andy. ¡No me estoy volviendo una mística a mi edad! Pero piénsalo. Si hubieran sido lógicos, se hubieran marchado en el mismo instante en el que regresamos con el escuadrón. Y no lo hicieron. ¿No te parece lógico que hubieran huido en lugar de luchar cuando fuimos a por ellos en Pájaro Negro? Y, luego… —Su voz se volvió oscura y sombría—, está la manera como trataron a la gente del Madrigal.

Calló durante un momento, dejándose obsesionar por sus sentimientos y mirando a la mesa, luego se sacudió.

—El caso es que no son personas coherentes. Ni siquiera habitan en la misma galaxia que los demás. No puedo hacerte un análisis claro de las intenciones de nuestros enemigos pero, por lo que hemos visto de ellos hasta ahora, creo… no, estoy segura de que no cambiarán de opinión a estas alturas.

—¿Ni siquiera si los repos se llevan el Trueno de Dios consigo?

—Eso —admitió Honor— es algo que podría pararles los pies. Pero la pregunta es si los repos pueden llevarse la nave y, después de lo que ocurrió en Pájaro Negro, no guardo demasiadas esperanzas al respecto. —Volvió a sacudir la cabeza—. No, yo creo que vendrá. Y, si es así, no tardaremos mucho en verlo. De hecho, creo que lo veremos muy pronto.