28
* * *
—Regresa a casa, alférez —dijo Honor, en voz baja.
Apretó el hombro de la joven tumbada en la camilla de la enfermería, mientras Nimitz ronroneaba sobre su hombro, y Mai-ling Jackson consiguió esbozar una sonrisa tenue y frágil. No era mucho, pero Honor se obligó a sonreírle también, a pesar de sus labios lisiados, y miró aquellos ojos nublados por las drogas, al tiempo que rezaba para que los psiquiatras consiguieran devolverle a la alférez una parte de sí misma. Dio un paso atrás y observó el equipo de soporte vital que envolvía la camilla que había a su lado. Mercedes Brigham seguía inconsciente, pero Fritz Montoya había hecho un buen trabajo y su respiración era ahora más fuerte. Por lo menos Honor quería creerlo así.
Se giró para marcharse y casi se dio de bruces con la teniente cirujana Wendy Gwynn. La enfermería del Apolo era pequeña y estaba atestada en comparación con la del Intrépido, y parte de los heridos habían sido trasladados al comedor, también al de oficiales y a todas aquellas estancias desocupadas y compartimentos presurizados del tremendamente magullado crucero ligero. Honor sabía que Gwynn tendría las manos muy ocupadas en su viaje de regreso a Mantícora, pero los heridos saldrían de aquel sistema estelar. Por lo menos conseguiría enviarlos de vuelta a casa con vida.
—Cuídelas, doctora —le pidió, sabiendo mientras lo decía que no era necesario.
—Lo haremos, señora. Se lo prometo.
—Gracias —le respondió Honor con suavidad, y salió al pasillo antes de que Gwynn pudiera ver las lágrimas en su ojo. Aspiró profundamente y enderezó su dolorida columna, y Nimitz la regañó ligeramente. No había dormido desde que ella misma se despertara en la enfermería, y al ramafelino no le gustaban sus emociones cuando estaba cansada y deprimida. Honor tampoco les tenía mucho aprecio, pero había otros que estaban tan exhaustos como ella. Además, lo único que la aguardaba en la cama eran las pesadillas. Las intuía susurrándole en las profundidades de su mente y se preguntó si solo había sido su deber el que la había mantenido en pie durante tanto tiempo. Nimitz volvió a gruñir, esta vez con más fuerza, y ella le acarició la suave piel a modo de disculpa silenciosa, luego se dirigió hacia el ascensor que la subiría al puente.
La capitana de corbeta Prevost llevaba un cabestrillo de plástico moldeado y caminaba con una dolorosa cojera, pero su voz era seca mientras hablaba al timonel. La ejecutiva del Apolo no era, ni mucho menos, el único miembro herido de la tripulación de la nave. Más de la mitad de la gente de Truman estaba muerta o herida; de sus oficiales de rango superior, solo Prevost y el capitán de corbeta Hackmore, el jefe de ingenieros del Apolo, podían caminar.
—¿Estás preparada para marcharte, Alice?
—Sí, señora, desearía… —Truman calló, encogiéndose de hombros y miró la ruina hecha añicos a la que habían quedado reducidos los puestos de táctica y astronavegación y los parches en la parte posterior de la mampara del puente. Honor sabía que ese no había sido un disparo directo, solo la explosión secundaria que había matado al capitán de corbeta Anderson, al teniente Androunaskis y a toda la gente de astronavegación.
Tendió la mano hacia ella.
—Lo sé, yo también desearía que te pudieras quedar. Pero no puede ser. Ojalá hubiera podido proporcionarte más ayuda médica, Dios sabe cuánto la necesitará la teniente Gwynn, pero…
Fue el turno de Honor de encogerse de hombros y Truman asintió, mientras le estrechaba la mano con firmeza. Si el Intrépido y el Trovador tenían que enfrentarse al Trueno de Dios, necesitarían a todos los doctores y enfermeros que tuvieran disponibles.
—Buena suerte, patrona —le deseó en un murmullo.
—A ti también, Alice. —Honor estrechó su mano por última vez, luego dio un paso atrás y se colocó la gorra blanca—. Te llevas toda la documentación. Solo… —Calló y negó con un gesto—. Solo diles que lo hemos intentado, Alice.
—Así lo haré.
—Lo sé —repitió Honor, asintió y se despidió de ella ondeando la mano, después se giró y se marchó sin decir nada más.
Diez minutos después estaba en su puente, observando en la pantalla cómo el Apolo salía de la órbita de Pájaro Negro. Los daños que había sufrido el crucero ligero eran terriblemente evidentes en sus flancos destrozados, pero volaba a doscientas dos gravedades, y Honor se obligó a apartar la mirada. Había hecho cuanto había podido para pedir ayuda, pero sabía, en lo más profundo de su corazón, que si llegaran a necesitarla de verdad esta llegaría demasiado tarde.
Sintió cómo sus músculos se doblaban bajo el peso de Nimitz y se enderezó, mientras orientaba el dispositivo óptico hacia la superficie de Pájaro Negro. El cronómetro temporal se desplegó por abajo con metódica precisión y la visualización se oscureció de pronto cuando llegó a cero. Una inmensa esfera de ardiente luz nívea estalló desde la fría superficie, hinchándose y extendiéndose en un parpadeo, y escuchó el apenas audible gruñido de la tripulación del puente cuando esta borró toda huella de la base masadiana. Honor continuó mirando durante un momento, luego levantó la mano para rascarle las orejas a Nimitz y habló sin apartar la mirada de la explosión moribunda.
—Muy bien, Steve. Sácanos de aquí.
La luna se alejó de ellos y dio la espalda finalmente a la visualización cuando el Trovador se alineó a su lado. Estaban juntos otra vez; todo lo que quedaba de su escuadrón, pensó, y trató de dejar a un lado la amargura que le provocaba ese pensamiento. Estaba cansada. Eso era todo.
—¿Qué tal es nuestro enlace de comunicación con el Trovador, Joyce? —preguntó.
—Es sólido, señora. Siempre y cuando no nos alejemos mucho de él.
—Bien. —Honor miró a su oficial de comunicaciones, meditando si su pregunta la hacía parecer ansiosa. Y luego se preguntó si no sonaría así porque realmente lo estaba. Metzinger era una buena oficial. La informaría si había problemas. Pero con los Sensores gravitatorios inactivos, el Intrépido ya no podía recibir transmisiones hiperluz de los zánganos de reconocimiento que vigilaban el regreso del Trueno de Dios. Su nave tenía, como ella, un solo ojo, y sin los sistemas gravitatorios del Trovador, que hacían la labor de avistamiento por ella…
Volvió a mirar el crono y tomó una decisión. Con o sin pesadillas, no podría hacer su trabajo si la fatiga dominaba su mente, y entrelazó los dedos de las manos detrás de su espalda mientras caminaba hacia el ascensor.
Andreas Venizelos estaba al mando, pero se levantó de la silla y la siguió hasta la puerta del ascensor. Ella lo sintió detrás y lo miró por encima del hombro.
—¿Está bien, patrona? —le preguntó con una voz suave—. Parece muy cansada, señora. —Su mirada se centró en el rostro de la mujer y ella percibió su preocupación.
—Bueno, para alguien que ha perdido la mitad de su primer escuadrón, estoy bien —respondió con la misma suavidad, y sonrió con la comisura derecha de su labio.
—Supongo que esa es una forma de verlo, señora, pero, entretanto, hemos pateado unos cuantos traseros. Si nos vemos obligados, creo que podremos patear unos cuantos más.
Honor se sorprendió echándose a reír, cansada, y le golpeó ligeramente en el hombro.
—Claro que sí, Andy. —Él sonrió y ella volvió a pegarle, luego respiró profundamente con un aliento cansado—. Voy a dormir un poco. Avísame si pasa algo.
—Sí, señora.
Entró en el ascensor y la puerta se cerró tras ella.
* * *
Alice Truman miró su pantalla mientras el Intrépido y el Trovador se dirigían hacia Grayson, y se mordió el labio ante la idea de a qué podrían enfrentarse en los próximos días. Se odiaba a sí misma por tener que dejarlos, pero el comandante Theisman había hecho un trabajo demasiado bueno en el Apolo, y eso era todo lo que podía hacer.
Apretó una de las teclas del intercomunicador.
—Ingeniería, el comandante Hackmore al habla —respondió una voz exhausta.
—Charlie, soy la capitana. ¿Estáis preparados para la traslación?
—Sí, señora. Las únicas partes de esta nave por las que puedo responder son los sistemas de propulsión, patrona.
—Bien. —Truman apartó la mirada de los puntos en movimiento que representaban a las demás naves de Honor—. Me alegra saber eso, Charlie, porque quiero que desconectes los seguros internos del hipergenerador.
Hubo un momento de silencio, luego Hackmore se aclaró la garganta.
—¿Está segura de eso, capitana?
—Nunca he estado más segura.
—Señora, sé que he dicho que los sistemas de propulsión están bien, pero hemos recibido muchos impactos. No puedo garantizarle que no haya daños que todavía no he encontrado.
—Lo sé, Charlie.
—Pero si nos lleva a esa velocidad y luego lo perdemos o nos encontramos con…
—Lo sé, Charlie —respondió Truman con mayor firmeza—. Y también sé que llevamos con nosotros a todos los heridos del escuadrón. Pero si desactivas los seguros podremos adelantar entre veinticinco y treinta horas, quizá incluso más.
—Lo ha pensado usted sola, ¿no es verdad?
—Antes era una astronavegadora bastante buena, y todavía puedo hacer números cuando me veo en la necesidad. Así que abre tu caja de herramientas y ponte con ello.
—Sí, señora, si eso es lo que quiere. —Hackmore calló durante un momento y luego preguntó, casi en un murmullo—: ¿Sabe la capitana Harrington algo de esto, señora?
—Creo que olvidé comentárselo.
—Entiendo. —Truman podía percibir la sonrisa que había tras aquella voz cansada—. Supongo que no encontró el momento oportuno para decírselo.
—Algo así. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Por Dios, claro. ¿Acaso no soy el mejor ingeniero de la Flota?
Hackmore volvió a reírse, esta vez con más naturalidad.
—Perfecto. Sabía que te encantaría la idea. Házmelo saber cuando estés preparado.
—Sí, señora. Y solo quiero decirle, capitana, que el que se imaginara que yo me apuntaría a esto me hace sentir muy bien. Eso quiere decir que piensa que debo de estar tan loco como usted.
—Adulador. Venga, vete a jugar con tus llaves inglesas.
Truman cortó la conexión y se recostó, acariciando los brazos de la silla, mientras se preguntaba lo que Honor habría dicho si se lo hubiera comentado. Solo había una cosa que podría haber dicho, porque Truman estaba a punto de romper todas las reglas básicas de seguridad que existían. Pero Honor ya tenía suficientes problemas. Si el Apolo no podía estar presente para ayudarla a derrotar al gran bastardo, lo menos que podía hacer era regresar con los refuerzos tan pronto como fuera posible, y no tenía sentido darle a su compañera otro motivo por el que preocuparse.
La comandante cerró los ojos, intentando olvidar el cansino dolor que había visto en el único ojo sano de Honor. Ese dolor había estado ahí desde el instante en que supo que el almirante Courvosier había muerto, pero después se había hecho mucho más profundo, había empeorado con cada una de las muertes que había sufrido el escuadrón, y posiblemente todavía no había terminado de arraigarse. Pero el cansancio y la angustia eran el precio que se pagaba por el privilegio de gobernar una nave. Los civiles y muchos oficiales de rango inferior veían solo la cortesía y el respeto, el poder divino del que supuestamente disfrutaban los capitanes de una nave de la reina. No conocían la otra cara de la moneda, la responsabilidad de continuar porque tu gente lo necesitaba, y la agonía de saber que un equívoco o la negligencia podían matarlo no solo a uno, sino a muchos otros. O el infinito dolor que derivaba de tener que sentenciar a tu gente a muerte cuando, sencillamente, no había otra opción. Porque su deber era arriesgar sus vidas y el tuyo conducirlos hasta los brazos de la muerte junto a ti… o enviarlos antes.
La comandante Truman no podía imaginar un privilegio mejor que el de gobernar una nave de Su Majestad y, sin embargo, a veces odiaba a las masas sin rostro a las que había jurado proteger porque, al hacerlo, sacrificaba las vidas de los que sí conocía, como las de su tripulación. O la de Honor Harrington. No era el patriotismo o la nobleza lo que mantenía a aquellos hombres y mujeres en pie cuando llegaba la muerte. Esas cosas podrían haberlos incitado a vestir el uniforme, podría incluso conservar su firmeza en el tiempo de entreguerras, cuando sabían lo que estaba a punto de suceder, pero que todavía no había pasado. Pero lo que los mantenía en pie cuando no había ninguna razón coherente para conservar la esperanza eran los lazos que existían entre ellos, la lealtad que se profesaban los unos a los otros y el convencimiento de que había gente que dependía de ellos, tanto como ellos dependían de los demás. Y, en algunas ocasiones, en momentos escasos, todos confiaban en una sola persona a la que no creían capaz de fallar. Alguien que sabían que nunca les daría la espalda, que nunca los abandonaría. Alice Truman sabía que había personas así, pero hasta ese momento nunca había conocido a ninguna, y se sentía como una traidora por no tener más remedio que marcharse cuando Honor más la necesitaba.
Volvió a abrir los ojos. Si los Lores del Almirantazgo escogían recriminarla por no seguir las normas del libro, le abrirían un expediente, quizá incluso tuviera que enfrentarse a una Corte Marcial por haber puesto en peligro a todos los que llevaba a bordo. E, incluso si no lo hicieran, habría capitanes que opinarían que el riesgo era injustificable, porque si perdía al Apolo nadie en Mantícora sabría que Honor necesitaba ayuda.
Pero las horas podían marcar la diferencia en Yeltsin, y eso significaba que nunca podría perdonárselo si no asumía el riesgo.
Su intercomunicador pitó y ella apretó la tecla.
—Puente, aquí la capitana.
—Los seguros internos están desactivados, patrona —le informó la voz de Hackmore—. Esta puta apaleada está preparada para despegar.
—Gracias, Charlie —agradeció la comandante Alice Truman con firmeza. Comprobó la pantalla de maniobras—. Prepárate para la traslación en ocho minutos.