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Honor Harrington estaba sentada, mirando a través de la mampara, con el alma tan fría como el espacio que se extendía más allá del armoplast, y el almirante Matthews, Alice Truman y Alistair McKeon estaban sentados en silencio detrás de ella.

Diecinueve. Diecinueve tripulantes del Madrigal quedaban con vida, y esa cifra había bastado al final para romper el silencio del comandante Theisman. No había datos de ningún superviviente en la base de datos de Pájaro Negro. Al parecer, Williams los había borrado, pero había sido Theisman quien recogiera a los supervivientes del Madrigal, y entonces la cifra ascendía a cincuenta y tres. Veintiséis de ellos eran mujeres. De ese número, solo quedaban con vida la alférez Jackson y Mercedes Brigham, y la expresión de Fritz Montoya era terrible cuando describió los daños internos y los huesos fracturados que tenía Brigham.

Honor se aseguró de que Theisman estuviera presente para escuchar el informe de Montoya, y el comandante había quedado completamente pálido cuando se había vuelto para mirarla, horrorizado.

—Capitana Harrington, le juro que no sabía lo mal que los estaban tratando. —Tragó con dificultad—. Por favor, tiene que creerme. Sa… sabía que no demasiado bien, pero yo no podía hacer nada… y… y yo no sabía que los estuvieran tratando así.

Su agonía había sido tan genuina como su vergüenza. El contramaestre del Madrigal confirmó que fueron los misiles de Theisman los que mataron al almirante. Honor había querido odiarlo por eso, quería odiarlo tanto que pudiera llegar a saborearlo, pero su angustia le había arrebatado incluso eso.

—Le creo, comandante —dijo con cansancio, luego respiró profundamente—. ¿Está preparado para testificar ante una corte graysonita acerca de los asuntos que conozca personalmente? Nadie le preguntará por qué «emigró» a Masada. El almirante Matthews me lo ha prometido. Pero muy pocos masadianos se presentarán voluntarios para testificar contra Williams y sus animales.

—Sí, señora. —La voz de Theisman había sido fría—. Sí, señora, testificaré. Y… yo… lo siento, capitana. Mucho más de lo que jamás podré expresarle.

* * *

Ahora estaba sentada mirando las estrellas y su corazón se había transformado en hielo en su interior, porque aunque la base de Pájaro Negro no mencionaba a los prisioneros, sí escondía otra información. Supo por fin a lo que se enfrentaría, y no era a un crucero pesado. Ni parecido.

—Bueno —dijo al fin—, por lo menos ahora lo sabemos.

—Sí, señora —respondió Alice Truman en voz baja. Calló durante un momento y luego formuló la pregunta que todos tenían en mente—. ¿Qué haremos ahora, señora?

La comisura derecha de la boca de Honor sonrió sin alegría, porque en lo más profundo de su ser temía saber la respuesta. Tenía un crucero pesado dañado, un destructor dañado y un crucero ligero completamente lisiado, y se enfrentaba con un crucero de batalla de ochocientas cincuenta mil toneladas. Lo que quedaba de la Armada Graysonita ni siquiera lo contaba. Más le valdría disparar a todos los miembros de sus tripulaciones que sacrificarlos contra un crucero de batalla de la clase Sultán… y su propia nave tampoco serviría de nada contra él. A pesar de que los sistemas electrónicos del Intrépido eran mejores, quedarían pocos supervivientes si el Trovador y ella se enfrentaban mano a mano contra el Trueno de Dios.

—Haremos lo que podamos, Alice —le respondió con suavidad. Enderezó los hombros y apartó la mirada de la mampara. Su voz era más tensa—. Cabe la posibilidad de que decidan no utilizarlo. Han perdido casi todas sus unidades masadianas. Eso deja a Haven al descubierto. El patrón del Trueno de Dios tiene que saberlo tan bien como nosotros, y tampoco estará seguro de para cuándo esperamos los refuerzos.

—Pero nosotros sí lo sabemos, señora. —La voz de McKeon era tímida—. Los cargueros no llegarán a Mantícora hasta dentro de otros nueve días. Añádale otros cuatro días para que la Flota responda, y…

Se encogió de hombros.

—Lo sé. —Honor miró a Truman—. Los nodos del Apolo y sus velas de Warshawski están bien, Alice. Podrás reducir ese tiempo de respuesta en cinco días.

—Sí, señora. —El rostro de Truman reflejaba su absoluta infelicidad, pero no había nada que pudiera hacer allí.

—Alistair, tú y yo tendremos que reunimos durante nuestro viaje de vuelta a Grayson para planear lo que vamos a hacer. Tendremos que ser listos durante el combate… si este llega a producirse.

—Sí, señora —accedió McKeon tan en voz baja como había hablado Truman, y Honor miró al almirante Matthews cuando este se aclaró la garganta.

—Capitana, ninguno de nosotros sospechaba la dureza de las desventajas contra las que se han enfrentado, pero su gente ya ha hecho, y sufrido, más de lo que nosotros teníamos derecho a esperar. Ojalá que el capitán del Trueno de Dios tenga el sentido común y la cordura necesaria para darse cuenta de que ha perdido la batalla, y saque a su nave del sistema. Sin embargo, si no lo hace, estoy seguro de que Grayson podrá sobrevivir a lo que sea que planeen hacer los Fieles, hasta que lleguen aquí sus refuerzos.

Se quedó en silencio y Honor supo lo que pretendía decirle y por qué no podía concluirlo. Él sabía lo improbable que era que las naves de Honor sobrevivieran a un enfrentamiento con un Sultán, y el hombre que había en él quería darle la oportunidad de echarse atrás, de que encontrara una razón para retirarse y poder sobrevivir. Pero el almirante también sabía lo desesperados que se sentirían los masadianos en cuanto supieran lo que había ocurrido en Pájaro Negro, a su Armada y al Principado. Las personas desesperadas hacían cosas irracionales… y Masada había expresado su intención de bombardear Grayson cuando aún no estaba en esa situación.

Y, pese a lo escasas que eran sus posibilidades contra el Sultán, el Intrépido y el Trovador eran todo cuanto le quedaba a Grayson, y si ella se los llevaba…

—Quizá tenga razón, almirante —afirmó Honor, en voz baja—, pero si están lo bastante locos para continuar, no tendremos manera de predecir lo que harán a continuación. E incluso aunque pudiéramos, mi deber es proteger el planeta.

—Pero ustedes no son graysonitas, capitana. —La voz de Matthews era tan suave como la suya. Ella se encogió de hombros.

—No, no lo somos. Pero hemos vivido muchas experiencias juntos y se lo debemos a Masada. —McKeon emitió un tenue gruñido de asentimiento—. El almirante Courvosier hubiera esperado que lo apoyara de la misma forma que lo hizo él, señor —continuó ella, sintiendo una oleada reminiscente de pena y culpa—. Y, lo que es más importante, es lo que mi reina y yo esperaríamos de mí. —Negó con un gesto—. No nos iremos a ninguna parte, almirante Matthews. Si Masada todavía quiere Grayson, tendrá que pasar primero por encima de nosotros.

* * *

—Sí, señor, me temo que está confirmado.

El capitán Yu estaba sentado en el despacho del honorable Jacob Lacy y el embajador de Haven en Masada parecía tan sombrío como él. A diferencia de la mayoría de sus colegas diplomáticos, Lacy era un oficial de la Armada retirado, un detalle por el cual Yu se sentía terriblemente agradecido.

—Mierda —murmuró el embajador—, ¿también el Principado?

—Todos ellos, señor embajador —respondió Yu con seriedad—. Tom Theisman consiguió enviar una descarga de socorro al Virtud antes de que Harrington arremetiera de nuevo contra él, y la base en Pájaro Negro confirmó la completa destrucción de la flota masadiana antes de caer en sus manos. En cualquier caso, el Trueno es lo único que queda.

La rabia se adivinaba en su voz y ardía como la lava en el fondo de su garganta, mientras asimilaba lo que acababa de decir. Si no hubiera sido porque el Tractor Cinco había fallado… Si la espiral de flujo no hubiera estallado… ¡Las doce primeras horas de reparaciones se habían transformado en veinticinco, y luego el inútil, gilipollas y jodido incompetente de Simonds les había hecho perder otro día y medio con sus idas y venidas! Si no le pareciera una locura, ¡Yu podría haber jurado que el muy idiota estaba intentando retrasar su regreso a la Estrella de Yeltsin!

Y las consecuencias habían sido catastróficas.

—¿Cuáles son las oportunidades de Masada ahora, capitán? —le preguntó Lacy, después de un momento.

—Tendrían más suerte si intentaran apagar la Estrella de Yeltsin meándose en ella, señor. Oh, yo podría deshacerme de Harrington. Me haría daño, los Caballeros Estelares son duros de pelar, pero al final lo conseguiría. Aunque eso no nos haría ningún bien. Debe de haber enviado a alguien en busca de ayuda. Todas sus naves de guerra estuvieron presentes en Pájaro Negro, pero si envió primero a sus cargueros, todavía podrá contar con los refuerzos dentro de diez o doce días. Y puede estar seguro de que los mandarán. Vendrán preparados para machacar cabezas y apuntar nombres, señor. Hemos destruido al menos a una nave manticoriana; por los informes de Pájaro Negro, hemos asesinado a unos cuantos manticorianos más allí y estoy seguro de que Harrington tendrá pruebas de que el Principado fue construido en Haven. No sé lo que pensarán el alto mando o el consejo de ministros, lo que sí sé es que la RAM no lo dejará pasar.

—¿Y si Masada ya estuviera en posesión de Grayson cuando llegaran? —Estaba claro por su tono que ya sabía la respuesta y Yu bufó.

—No importaría una mierda, señor embajador. Además, dudo que los graysonitas se rindan si saben que la ayuda está de camino y, con toda seguridad, ese idiota de Simonds ordenará que les demostremos lo eficaces que son nuestros bombardeos nucleares. —Apretó la mandíbula—, si lo hace, señor, me negaré a llevarlos a cabo.

—¡Desde luego! —Yu se relajó un poco ante la respuesta del embajador—. No existe ninguna justificación moral que explique el asesinato de miles de civiles, y las repercusiones diplomáticas serían catastróficas.

—Entonces, ¿qué quiere que haga, señor? —le preguntó el capitán, en voz baja.

—No lo sé. —Lacy se pasó las manos por la cara y miró al techo, con el ceño fruncido, durante un largo y silencioso momento. Luego suspiró—. Esta operación está condenada al fracaso, capitán, y no es culpa suya. —Yu asintió y deseó, sin demasiada convicción, que el alto mando estuviera de acuerdo con la opinión de Lacy—. Grayson hará lo que pueda para firmar ese tratado ahora. Porque todo esto no solo ha subrayado la amenaza que Masada supone para ellos, sino que además los hemos arrojado literalmente en los brazos de Mantícora. La gratitud, así como el interés, los va a unir mucho más, y no veo de qué manera podríamos cambiar eso. Si los masadianos hubieran llevado a cabo sus operaciones con más precisión o nos hubieran permitido situar uno o dos escuadrones en Endicott para apoyarlos, la situación actual podría no ser así, pero ahora…

El embajador se pellizco el puente de la nariz, luego continuó despacio.

—En muchos aspectos me encantaría que nos pudiéramos lavar las manos de toda la situación, pero cuando Grayson firme con Mantícora, necesitaremos mantener nuestra presencia en Endicott más que nunca. Y, a pesar de lo muy rápidamente que estoy llegando a odiar a los «Fieles», ellos nos necesitarán también cuando Mantícora y Grayson empiecen a sentir la necesidad de quitarlos de en medio. El truco consiste en mantenerlos vivos el tiempo suficiente como para que se den cuenta de eso.

—Estoy de acuerdo, señor. ¿Pero cómo lo hacemos?

—Buscaremos evasivas. Es todo lo que podemos hacer. Enviaré mi bote correo para pedirles que envíen de «visita» uno o dos escuadrones de batalla, pero tardarán al menos un mes-T en llegar hasta aquí. De alguna manera tendremos que impedir que Masada haga algo estúpido, quiero decir, otra estupidez más, mientras repelemos cualquier ataque manticoriano contra Endicott.

—Si me disculpa por la expresión, señor embajador, si pudiera hacerlo, eso sería cojonudo.

—No sé si podré —admitió Lacy—, pero es lo único con lo que contamos ahora. —Meció la silla lentamente de adelante hacia atrás y luego asintió—. Si consigue que los masadianos no se embarquen en más ofensivas aventuradas contra Yeltsin, entonces su nave estará intacta y en Endicott cuando lleguen los refuerzos manticorianos, ¿verdad? —Yu asintió y el embajador se inclinó sobre su mesa—. Entonces necesito que sea completamente sincero conmigo, capitán. Sé lo unido que está al comandante Theisman, pero tengo que formularle esta pregunta. Si su gente y él sobrevivieron, ¿cree que serán fieles a la historia que temamos montada?

—Sí, señor —afirmó Yu sin vacilar—. Nadie los creerá, pero obedecerán las órdenes y disponen de la documentación oficial masadiana.

—Muy bien. Esto es lo que haremos. Buscará evasivas para el Espada Simonds, mientras yo me ocupo de su hermano y del Consejo de los Ancianos. Si conseguimos evitar otra ofensiva contra Grayson y mantener el Trueno intacto, trataré de tirarme un farol si Mantícora se moviliza para castigar a Masada. Cuando aparezcan, el Trueno volverá a ser el NAP Saladino, es decir, una unidad de la República defendiendo un territorio que pertenece a uno de sus aliados.

—Por Dios, señor, ¡Mantícora nunca creerá una historia semejante!

—Posiblemente no —coincidió Lacy, sombrío—, pero si logro que titubeen, aunque sea solo brevemente, antes de cometer un acto que entenderíamos como una guerra abierta contra nosotros, tendríamos ya un pie cruzando el umbral. Y si consigo convencerlos y Masada accede a hacer todas las reparaciones posibles, quizá podamos impedir la invasión de Endicott hasta que nuestros refuerzos lleguen aquí.

—Señor embajador, Masada no dispone de la solvencia para pagar esas reparaciones. Están en la bancarrota por los presupuestos militares.

—Lo sé. Tendremos que financiarlos, lo que, si funciona, será otro punto a nuestro favor.

Yu negó con la cabeza.

—Sé que no tiene muchas alternativas, señor, pero me parece que esto está cogido por los pelos. Y le garantizo que los masadianos no se prestarán a ello…, por lo menos, no de forma voluntaria. Estoy empezando a pensar que están más locos de lo que creíamos al principio, y si tengo una cosa clara es que Simonds, los dos hermanos, están decididos a impedir que Masada se convierta en un cliente habitual de la República.

—¿Incluso cuando su alternativa es la destrucción?

—No pondría la mano en el fuego, la verdad. Pero quizá no están preparados para admitir que su única opción es la destrucción. Ya sabe lo maravillosa que es su religión.

—Sí, es verdad. —Lacy suspiró—. Esa es la razón de que no vayamos a decirles lo que pretendemos hacer hasta que sea demasiado tarde para que le pongan remedio. Vamos a tener que limitarnos a mantenerlos desinformados y esperar que más tarde se den cuenta de que teníamos razón.

—Jesús —murmuró Yu, relajándose en su silla—, no pide mucho, ¿verdad, embajador?

—Capitán —sonrió Lacy con ironía—, nadie sabe mejor que yo lo que va a tener que soportar. Por desgracia, es la única solución. ¿Cree que podrá conseguirlo?

—No, señor, no lo creo —le respondió Yu con franqueza—. Pero creo que no tengo más remedio que intentarlo.

* * *

—… más remedio que intentarlo —dijo la voz del capitán Yu.

Un clic reverberó en la sala del consejo cuando el diácono Sands apagó la grabadora. Miró al Anciano Jefe Simonds, pero la fiera mirada de este estaba fija en el rostro inexpresivo de su hermano.

—Menudos aliados, Matthew. ¡Y tus hombres tampoco lo han hecho mucho mejor!

El Espada Simonds se mordió el labio. La hostilidad aterrada del consejo era palpable; todo lo que dijera sería inútil, así que cerró la boca, sintiendo cómo el sudor le perlaba la frente, y miró estupefacto cuando otra persona habló.

—Con todos mis respetos, Anciano Jefe, no creo que todo esto sea culpa del Espada Simonds —afirmó el Anciano Huggins con franqueza—. Le ordenamos que retrasara las operaciones.

El Anciano Jefe miró a Huggins con la boca abierta, porque su odio y envidia hacia Matthew Simonds eran legendarios, pero Huggins continuó en tono sereno.

—Las órdenes que le dimos al Espada eran las más adecuadas, pero hemos hecho demasiadas concesiones a las fuerzas de Satán, hermanos. —Miró alrededor de la mesa del consejo—. Esta mujer, esta prostituta de Satán, Harrington, fue la que destruyó nuestras naves en Yeltsin. —Su tono calmado, casi neutral, otorgaba a su odio un poder mucho más terrible—. Es ella la que ha profanado todo lo que consideramos sagrado. Se ha inmiscuido en los planes de Dios y no podemos culpar al Espada porque somos nosotros los que lo hemos expuesto al veneno del demonio.

Un murmullo recorrió la mesa y Huggins sonrió fugazmente.

—Por otro lado están nuestros «aliados». Ellos también son infieles. Pero ¿acaso no sabíamos desde el principio que sus intereses diferían de los nuestros? ¿No es cierto que nuestro mayor temor era que nos engulleran y que por eso preferimos a Macabeo antes que iniciar una invasión? —Se encogió de hombros—. También en eso nos equivocamos. Macabeo nos ha fallado, si es que realmente fue parte de nosotros en algún momento.

»O bien hizo un intento y fracasó o quizá ni siquiera se propuso conseguirlo en serio. Y, después de estas batallas, los Renegados y la chusma que gobierna Mantícora tendrán una relación más íntima que fraternal. Será inevitable… siempre que dejemos que el demonio triunfe.

Calló y Thomas Simonds se chupó los labios en el frío silencio.

—¿Debemos suponer por tu último comentario, hermano Huggins, que tienes una propuesta? —Huggins asintió y el Anciano Jefe entrecerró los ojos—. ¿Podemos oírla?

—Está claro que los infieles havenitas no saben que hemos escuchado sus planes de traición —explicó Huggins, locuaz. El Espada Simonds se sacudió en su silla, controlando la tentación de diferir de la interpretación que Huggins tenía de los propósitos de los havenitas, y el Anciano continuó en el mismo tono informal—. Creen que los hombres como nosotros, que tenemos la intención de cumplir los planes de Dios, somos idiotas. No les importan esos planes en absoluto; su única preocupación es la de asegurarse nuestra «alianza» contra sus enemigos. Todo lo que nos digan a partir de ahora perseguirá el fin de obtener esa alianza y, siendo ese el caso, sus palabras serán igualmente malignas. ¿No es así?

Volvió a mirar alrededor y vio cómo los demás asentían. Los rostros de los Ancianos congregados eran los de esos hombres que han visto el desastre mirándolos desde el reflejo de su espejo. La catástrofe que había dado al traste con sus planes, la trampa en la que se habían metido ellos y su planeta… Todo ello los aterrorizaba y la única certidumbre que todavía les quedaba en ese universo que se había transformado en arenas movedizas era su fe.

—Muy bien. Si no podemos confiar en ellos, entonces deberemos hacer nuestros planes y llevarlos a cabo en el nombre de Dios, incluso mientras mantenemos nuestra mascarada frente a los traidores. Creen que nuestra causa es inútil, pero nosotros, hermanos, sabemos que Dios está con nosotros. Nos ha convocado para llevar a cabo sus designios y no podemos permitirnos el lujo de fallarle y fracasar otra vez. No debe existir una Tercera Caída.

—Amén —murmuró alguien.

El Espada Simonds sintió un aleteo invisible en su estómago. Era un militar, independientemente de lo que el capitán Yu pensara de él. La mayoría de las decisiones que habían enfurecido a los havenitas provenían no de la estupidez, sino de unos planes de los que Haven no sabía nada, y solo él estaba al corriente de la situación desastrosa en la que se encontraba su ejército. No obstante, también era un hombre de fe. Creía, a pesar de toda su ambición, del matiz sofisticado, y mientras escuchaba las serenas palabras de Huggins sintió cómo su fe lo llamaba desde dentro.

—Satán es astuto —continuó Huggins—. En dos ocasiones ha conseguido apartar al hombre de Dios y, en ambas, ha utilizado a la mujer como herramienta. Ahora pretende hacerlo una tercera, sirviéndose de las dos putas de Mantícora. Y, si nos limitamos a analizar la situación a través de nuestra mirada física, es, desde luego, desesperanzadora. Pero existe otra mirada, hermanos. ¿Cuánto más sucumbiremos a los ardides del demonio antes de que nos demos cuenta de la verdad de Dios? Tenemos que confiar en Él y seguirlo como Mesac, Sadrac y Abednego lo siguieron al horno, y Daniel a la guarida del león. Yo os, digo que nuestra situación no es desesperada. Os digo que nunca lo será, siempre que Dios sea nuestro capitán.

—Sin duda eso es cierto, hermano Huggins. —Incluso en la voz del Anciano Jefe se adivinaba el respeto que sentía hacia él—. Pero nosotros, todos, somos mortales. ¿Qué recursos nos quedan ahora que nuestra Armada ha sido vencida y los havenitas nos quieren privar del Trueno de Dios? ¿Cómo podremos enfrentarnos a todo el poder de Mantícora cuando venga a por nosotros?

—Solo tendremos que llevar a cabo nuestro trabajo, Anciano Jefe —afirmó Huggins, con absoluta seguridad—. Los medios para asegurar la caída de los Renegados, antes de que la Armada de la puta intervenga, están en nuestras manos. Solo tenemos que empuñar la espada de Dios y golpearlos con ella para demostrar nuestra lealtad. Él se encargará de confundir a la puta y, sí, también a los infieles de Haven.

—¿A qué se refiere, hermano Huggins? —preguntó el Espada Simonds con suavidad.

—¿Acaso no sabíamos desde el principio que Mantícora es débil y decadente? Si nuestras fuerzas se apoderan de Grayson, y si ninguna de las naves de la puta sobrevive para contradecir nuestra versión de cómo sucedió, ¿entonces qué harán? Retrocederán ante la luz de Dios y su mano nos protegerá como prometió. ¿Y no veis que nos ha proporcionado los medios para alcanzar ese fin?

Los ojos de Huggins ardieron con fuego divino y su mano se precipitó hacia delante para señalar con un dedo largo y huesudo a la grabadora del diácono Sands.

—¡Sabemos cuáles son los planes de los infieles, hermanos! ¡Sabemos que su intención es la de darnos largas y abandonarnos, sabemos que quieren atraparnos en su red, pero ignoran que lo sabemos! —Volvió su ardiente mirada hacia el Espada—. ¡Espada Simonds! Si tuviera el control total del Trueno de Dios, ¿cuánto tardaría en asegurarse el control de Yeltsin antes de que llegaran las naves manticorianas?

—Un día —respondió Simonds—, más o menos. Pero…

—Pero no tiene un control total sobre él. Los infieles se han asegurado de ello, pero si fingimos ser víctimas de sus engaños, si los tranquilizamos aceptando aparentemente sus retrasos, podremos cambiar eso. —Traspasó al Espada con otra mirada furiosa—. ¿Cuántos de la tripulación del Trueno de Dios pertenecen a nuestra fe?

—Poco más de dos tercios, hermano Huggins, pero la mayoría de los oficiales imprescindibles son infieles. Sin ellos, nuestros hombres no podrían conseguir que la nave rindiera al máximo.

—Pero son infieles —aclaró Huggins, muy, muy despacio—. Intrusos que temen a la muerte, incluso aunque esta sea en nombre de Dios, porque creen que esta es el fin, no el principio. Si se vieran obligados a combatir en una batalla en la que deben luchar o morir, ¿acaso no preferirían pelear?

—Sí —confirmó Simonds, casi en un susurro. Huggins sonrió.

—Y, Anciano Jefe, si los infieles de Haven se vieran cargados con la responsabilidad de la invasión de Yeltsin ante los ojos de la galaxia, ¿no se verían obligados, por lo menos, a fingir que nos apoyaron a sabiendas? Endicott no es más que un pobre sistema estelar, ¿creería alguien en este universo que fuimos nosotros los que los engañamos para que sirvieran a nuestra causa?

—La tentación de evitar la vergüenza a cualquier precio sería, desde luego, inmensa —meditó despacio Thomas Simonds.

—Y, hermanos —Huggins barrió nuevamente la mesa con su mirada—, si la puta creyera que Haven nos apoya, con la flota dispuesta a reducir su reino a polvo, ¿se atrevería a enfrentarse a la amenaza? ¿O mostrará su auténtica debilidad frente a la luz de Dios y abandonará a los Renegados a su suerte?

Obtuvo un gruñido bajo y tosco por respuesta, y volvió a sonreír.

—Y así, de esta manera, Dios nos muestra el camino —dijo—. Dejaremos que Haven nos «retrase», pero emplearemos ese tiempo para subir a bordo del Trueno de Dios a más de los nuestros, hasta que seamos lo bastante fuertes como para dominar a los infieles de su tripulación. Nos haremos con la nave y la convertiremos en el auténtico Trueno de Dios, al darles a los infieles la posibilidad de enfrentarse a una muerte definitiva o de vivir, siempre y cuando los Renegados y sus aliados sean derrotados. Aplastaremos las naves de la prostituta de Satanás y recuperaremos Grayson de manos de los Renegados, y la puta de Mantícora creerá que Haven nos apoya. Y, hermanos, Haven nos apoyará. Los infieles no tendrán el valor necesario para admitir que los hemos engañado como a un hatajo de estúpidos y, lo que es mejor, ¡habremos cumplido su deseo de privar a Mantícora de un aliado en Yeltsin! La República Popular es decadente y ambiciosa. ¡Si logramos su propósito, a pesar de su cobardía, adoptarán nuestro triunfo como suyo!

Hubo un silencio asombrado hasta que alguien empezó a aplaudir. Al principio eran solo un par de manos, pero luego se unieron un segundo y un tercer par. Después un cuarto. Al cabo de unos segundos, los aplausos reverberaban desde el techo y el Espada Simonds se encontró aplaudiendo con más fervor que nadie. Se puso en pie, todavía aplaudiendo, y ni siquiera la seguridad de que Huggins lo había apartado para siempre de la posibilidad de suceder a su hermano podía sofocar la llama de la esperanza que ardía en su corazón. Había entrado en aquella habitación sabiendo que Masada estaba condenada; ahora sabía que estaba equivocado. Había titubeado en su fe, se había olvidado de que formaba parte de los Fieles de Dios y que no solo dependía de sus poderes de mortal. Había llegado la hora de que su gente pusiera a prueba su fe y solo Huggins se había dado cuenta de cuál era la situación. ¡Esta era la ocasión de redimirse por la Segunda Caída, por fin!

Se encontró con la mirada del Anciano y se inclinó respetuosamente, reconociendo así el traspaso de poder, y si en alguna parte de su mente sabía que todo el plan de Huggins era una apuesta arriesgada, un reto que podía ser glorioso o letal y que debía finalizar con una victoria o una destrucción totales, la ignoró. La desesperación le había ganado el pulso a la razón, porque no tenía otra opción. El solo pensamiento de que las acciones de los masadianos, que las suyas, se hubieran ganado el desdén de Dios y hubieran condenado la fe, era inaceptable.

Era tan simple como eso.