26
El cúter aterrizó entre las ruinas de los hangares de la base de Pájaro Negro y una figura alta y esbelta, vestida con el traje de vacío de capitán, descendió por la rampa mientras un pelotón de marines enfundados en sus armaduras de batalla, situado al pie de la misma, la saludaba oficialmente.
—Sargento Talon, segunda compañía, tercer pelotón de la compañía hábil, señora —le anunció la sargento.
—Sargento. —Honor le devolvió el saludo, luego miró por encima del hombro a su piloto.
Ninguna de las pequeñas naves del Intrépido había regresado todavía, así que había tomado prestado el cúter número dos del Trovador. El comandante McKeon, que todavía estaba intentando arreglar los daños de su nave, hubiera preferido que no volara hasta el planeta. Por desgracia, ella estaba por encima de él, y puesto que no había logrado convencerla de permanecer en un lugar seguro, había asignado al teniente Tremaine como su piloto. Ahora, el teniente trotó por la rampa tras ella, y Honor arrugó el labio cuando vio la pesada carabina de plasma colgando de su hombro.
Todavía había focos de masadianos que resistían en la base y la posibilidad de encontrarse con problemas no podía descartarse por completo, esa era la razón de que Ramírez hubiera asignado a todo un pelotón para que la cuidara y de que llevara consigo una pistola, pero la elección de Tremaine le parecía un tanto exagerada.
—Realmente no necesito más niñeras, Scotty.
—No señora, claro que no —afirmó Tremaine, comprobando por segunda vez el indicador de carga de su carabina.
—¡Por lo menos deja aquí el rifle! —Él la miró con expresión dolida—. Teniente, usted no es un marine. Podría herir a alguien con esa cosa.
—Esa es la idea, señora. No se preocupe. Sé lo que estoy haciendo —le aseguró y ella suspiró.
—Scotty… —empezó ella de nuevo, pero él sonrió de repente.
—Señora, el patrón me despellejará vivo si le ocurre algo. —Miró por encima del hombro de Honor a la sargento Talon y su sonrisa se ensanchó cuando la marine lo miró con enojo—. No se ofenda, sargento, pero el comandante McKeon puede llegar a ser muy poco comprensivo en algunas ocasiones.
La sargento Talon miró con ferocidad su carabina, bufó sonoramente en el intercomunicador y luego volvió la vista hacia Honor.
—¿Está preparada, señora?
—Lo estoy, sargento —respondió Honor, abandonando su intención de convencer a su guardaespaldas sobreprotector.
Talon asintió y gesticuló hacia la primera sección para que encabezara la comitiva, mientras la sección del cabo Liggit se quedaba en la retaguardia. Talon se puso junto a la capitana Harrington, ignorando completamente al teniente que trotaba junto a su superiora patilarga, y el cabo Liggit se rió tras ella.
—¿Qué tiene tanta gracia, cabo? —le preguntó una soldado raso por el circuito de comunicación.
—Él —respondió Liggit, señalando hacia Tremaine y riéndose a carcajadas cuando lo vio pegar unos saltitos, medio corriendo, para alcanzar a su capitana.
—¿Por qué? ¿Qué pasa con él?
—Oh, no mucho… Salvo que yo era instructor de armas en la isla Saganami y sé que es un experto en el manejo de la carabina de plasma.
La soldado raso miró a Liggit estupefacta durante un momento y luego se echó a reír.
* * *
—Todavía creo que habría sido más aconsejable que retrasáramos su aterrizaje —la saludó el mayor Ramírez en el comedor que se había convertido en un improvisada cárcel para los prisioneros de guerra—. Aún continúan los disparos, señora, y estos idiotas están pirados. He sufrido tres bajas por impacto de granada de manos de unos masadianos que supuestamente se habían «rendido».
—Lo sé, mayor. —Honor sostuvo su casco en el pliegue del brazo y se percató de que las armas con triple cañón del pelotón de la sargento Talon tenían el seguro desactivado. Incluso el teniente Tremaine había abandonado su gesto alegre y su dedo índice descansaba junto al gatillo de la carabina. Miró de nuevo a Ramírez y la comisura sana de su boca se contrajo en una fugaz sonrisa de medio disculpa—. Por desgracia, no sé de cuánto tiempo disponemos —continuó, en voz baja—. Necesito información y rápido. Y… —su voz, mal articulada, se transformó en algo lúgubre— quiero que encuentren al personal del Madrigal. ¡No quiero dejarlos aquí si nos vemos obligados a marcharnos de pronto!
—Sí, señora. —Ramírez respiró profundamente y señaló a un oficial masadiano, vestido con el uniforme de capitán—. Ese es el capitán Williams, señora. El oficial al mando de la base.
Honor estudió al masadiano con curiosidad. El lado derecho de su rostro estaba casi tan lacerado e hinchado como el izquierdo suyo; el otro estaba tenso y malhumorado, y se tensó más aún cuando la miró iracundo.
—Capitán Williams —dijo ella, cortés—, lamento…
Él la escupió a la cara.
El escupitajo impactó en la piel muerta de su mejilla izquierda. No podía sentirlo y, durante algo más de un minuto, no pudo ni siquiera creer que se hubiera atrevido a hacerlo, pero el mayor Ramírez extendió de pronto el brazo izquierdo. Sus dedos, protegidos por la armadura, se cerraron en torno al cuello del uniforme del masadiano y los músculos exoesqueléticos crujieron cuando levantó a Williams del suelo. Lo lanzó contra la pared como si se tratara de una marioneta e hizo el ademán de golpearlo con el puño derecho.
—¡Mayor! —La voz de Honor restalló como un látigo y Ramírez desvió el golpe en esa fracción de segundo. Su guantelete impactó como un mazo en la pared de piedra que había justo al lado de la cabeza de Williams; el golpe fue tan fuerte que los fragmentos de piedra desprendidos le causaron heridas en la mejilla al masadiano, y el capitán, con el rostro enrojecido y medio ahogado, se encogió hacia un lado aterrorizado.
—Lo siento, señora. —El mayor estaba pálido por la rabia cuando farfulló su disculpa a Honor, y no a Williams, y dejó caer al masadiano al suelo. Se frotó la mano izquierda en los arreos de su equipo como para limpiarse la suciedad y la sargento Talon tendió un pañuelo a Honor de uno de los dispensadores que había encima de una mesa. Se limpió la cara con cuidado, con la mirada todavía centrada en el mayor, y se preguntó si Williams sabía cuán cerca de la muerte había estado.
—Entiendo sus sentimientos, mayor —lo disculpó con voz serena—, pero estas personas son nuestros prisioneros.
—Sí, señora, lo entiendo. —Ramírez respiró profundamente y le volvió la espalda a Williams, mientras el capitán jadeaba para recuperar el aliento—. Son basura y uno de ellos intentó asesinar a un médico cuando este lo estaba curando, pero son nuestros prisioneros. Lo tendré en cuenta, señora.
—Sé que será así —le dijo Honor, y le estrechó con la mano el hombro mientras hablaba. Él logró sonreír fugazmente.
—Sí, señora —respondió él con más naturalidad, luego señaló a un gran mapa que estaba desplegado sobre una de las mesas—. Déjeme mostrarle dónde nos encontramos, señora.
Honor lo siguió hasta la mesa y él recorrió con su dedo el mapa que le habían arrebatado al enemigo.
—Ahora tenemos el control de los tres niveles superiores —explicó y he enviado a uno de los pelotones de la capitana Hibson al quinto nivel para asegurar la planta de energía, pero los masadianos todavía se resisten en el cuarto y en algunas zonas del quinto. Al parecer, la mayoría de los fanáticos de la guarnición se dirigieron hacia esa zona cuando entramos en la sala de control, y algunos de ellos saben cómo hacer un cortocircuito para abrir las puertas blindadas, así que no pudimos impedir que se reunieran en algunos puntos complicados.
Honor estudió el mapa y asintió.
—Los especialistas que el almirante Matthews nos procuró están investigando en los ordenadores —continuó Ramírez— y, con todos los respetos, los he dejado allí mientras nosotros encontrábamos lo que hemos venido a buscar. Por desgracia —su voz cobró cierta dureza—, hemos estado recogiendo señales que indican que los supervivientes del Madrigal están retenidos en algún lugar del… —señaló con el dedo cuarto nivel.
—¿Señales? —Inquirió Honor—. ¿No están seguros?
—No, señora. Eso es precisamente lo que me preocupa. Ninguno de estos —gesticuló hacia los masadianos congregados contra las paredes del comedor— está dispuesto a decirnos algo sobre ellos, pero parecen bastante inquietos cuando les preguntamos. No hemos tenido tiempo para llevar a cabo interrogatorios sistemáticos y, como usted ha dicho, son nuestros prisioneros, así que estamos limitados a utilizar ciertos métodos, pero después de lo que nos dijo el comandante Theisman, señora, no me gusta nada el cariz que está tomando la situación. No me gusta en absoluto.
—A mí tampoco —murmuró Honor, mirando intensamente el mapa con su ojo bueno—. ¿Sabemos…?
Calló cuando vio entrar a un teniente de los marines escoltando a un nuevo prisionero masadiano. Saludó a sus superiores; el masadiano no, pero parecía menos enojado que la mayoría de sus compañeros.
—Capitana, mayor —empezó el teniente—, este es el coronel Harris, el comandante de la fuerza de defensa de tierra.
—Ya veo. —Ramírez examinó al masadiano—. Coronel, soy el mayor Ramírez, de los Reales Marines Manticorianos. Ella es la capitana Harrington, de la Armada de Su Majestad.
La mirada de Harris se detuvo inmediatamente en Honor cuando la oyó nombrar, y entrecerró los ojos. Vio un destello de repugnancia en ellos, pero no estaba segura de si estaba provocada por quién y qué era, es decir, la mujer cuyas fuerzas habían derrotado a los Fieles, o por las heridas de su rostro. La miró durante un momento, luego la saludó con una repentina y tensa inclinación de cabeza.
—Permítame que lo felicite por pedirle a su gente que se rindiera —continuó Ramírez, y Honor se sintió satisfecha de que su voz masculina y menos amenazadora se encargara de llevar la conversación—. Sin duda, eso les salvó la vida.
Harris volvió a asentir, todavía sin decir nada.
—Sin embargo, coronel —prosiguió Ramírez—, al parecer, nos ha surgido un problema aquí. —Señaló en el mapa de la base—. Algunos de sus hombres siguen resistiéndose en estos sectores. No tienen munición para detenernos y muchos de ellos morirán si entramos. Le agradecería que les dijera que dejaran las armas mientras aún están a tiempo.
—No puedo hacer eso —habló Harris, por primera vez. Lo hizo en voz baja, pero firme, aunque con un deje amargo—. Los que estaban dispuestos a rendirse, mayor, ya lo han hecho. Aunque les hable, no podré hacerles cambiar de idea.
—Entonces, me temo que tendremos que recurrir a las armas más pesadas —se lamentó Ramírez, observando de cerca la expresión del coronel. Los ojos de Harris parecieron quedarse muy quietos, y entonces respiró profundamente.
—Yo no haría eso, mayor. —Puso el dedo sobre el mapa, a cinco centímetros del mayor—. Hay prisioneros manticorianos en esta zona.
—¡Harris, jodido traidor!
Honor giró la cabeza con violencia y su ojo sano relampagueó iracundo cuando el capitán Williams se retorció en las manos de un marine manticoriano. Echaba espuma por la boca, aullaba imprecaciones al coronel y, en esta ocasión, decidió no intervenir cuando el soldado lo golpeó nuevamente contra la pared. Su torrente de blasfemias murió con una tos ronca y angustiada porque el golpe lo dejó sin aliento; ella volvió a mirar a Harris.
—Por favor, coronel, continúe —le pidió, en voz baja. Él se encogió ante el sonido de su voz, pero volvió a señalar el mapa.
—Ahí es donde se encuentran, mayor —continuó, como si Honor no hubiera hablado—. Y si yo fuera usted, los sacaría rápidamente de ahí —añadió—. Con la mayor brevedad.
* * *
—Capitana, por favor, ¿le importaría echarse hacia atrás? —se quejó la sargento Talon. El humo inundaba el pasillo y las explosiones de granadas y el salvaje estallido de las pequeñas armas de fuego tronaba más adelante.
—No, sargento. No lo haré —casi le espetó Honor. Sabía perfectamente que no tenía nada que hacer en un combate en tierra. Que aquella no era su área de conocimiento. Pero cogió la pistola en cuanto los soldados de la capitana Hibson se abrieron camino por el pasillo.
—¡Si le ocurre algo, el mayor me pateará el culo! —Gruñó Talon y luego añadió, como un segundo pensamiento—. Con perdón por la expresión, capitana.
—No me va a ocurrir nada —la tranquilizó Honor, y Scotty Tremaine miró al cielo tras ella.
—Señora, yo… —Los disparos de delante se elevaron en un crescendo y se apagaron de golpe, y Talon escuchó su red de comunicaciones.
—Ya está. Han abierto camino hasta el pasillo siete-diecisiete. —Miró a Honor otra vez—. En esta ocasión, capitana, ¡permanezca detrás de mí!
—De acuerdo, sargento —accedió Honor dócilmente, y Talon volvió a bufar.
Avanzaron entre el humo y los escombros, pasando junto a los cadáveres, los pedazos de cuerpos mutilados y las paredes manchadas de regueros de sangre. Habían caído unos cuantos marines porque, aunque ninguna de las armas de la infantería masadiana podía igualarse a las que ellos tenían, los defensores sí habían contado con el tiempo suficiente como para prepararse y los más fanáticos habían cargado contra el enemigo desde sus escondites, armados con cargas explosivas suicidas. Muy pocos habían logrado alcanzar su objetivo y, a la mayoría de los que habían conseguido herir, solo había sido de forma superficial gracias a su armadura. Pero un fanatismo tan rabioso daba miedo.
Honor estaba pasando por encima de un montón de cadáveres masadianos enredados cuando un teniente marine, vestido con su armadura de batalla, apareció corriendo por el pasillo y se detuvo a su lado de pronto.
—Capitana Harrington, saludos del mayor Ramírez. ¿Le importaría acompañarme? Hemos… encontrado a los prisioneros, señora.
Su voz era franca y dura, y a Honor se le hizo un nudo en el estómago. Empezó a preguntarle, luego calló y lo miró directamente a los ojos. En lugar de hacerlo, asintió y lo siguió a la carrera.
Esta vez, la sargento Talon no puso objeciones; se limitó a enviar parte de su pelotón, dando saltos por delante de ellos, para que limpiaran el camino. Cuando Honor se tropezó con un cadáver, la sargento impidió que cayera y no dijo nada, luego la cogió entre sus brazos blindados y continuó saltando a un ritmo que ella no hubiera podido igualar corriendo. El cabo Liggit hizo lo mismo con Tremaine y las paredes del pasillo perdieron definición con la velocidad de su paso.
Emergieron a una zona más amplia, atestada de marines que parecían embrujados por una insólita inmovilidad, y Talon la puso en el suelo. Se abrió paso con dificultad entre las voluminosas y destacadas armaduras de batalla. Podía oír a Scotty esquivando a los soldados detrás de ella. Se detuvo de pronto cuando vio a Ramírez delante de ella.
Los ojos del mayor eran implacables, tenía las ventanas de la nariz hinchadas e irradiaba una furia pura y asesina. Una puerta, antaño atrancada, estaba abierta a su espalda y un par de médicos estaban arrodillados en un charco de sangre, mientras intentaban desesperadamente salvar a un hombre vestido con el uniforme de los contramaestres manticorianos. El cadáver de un oficial masadiano yacía apoyado contra la pared opuesta de la celda, y no había muerto como consecuencia de los disparos de un arma de pulsos. Le habían arrancado la cabeza como si se tratara del tapón de una botella, y el brazo derecho del soldado raso marine, vestido con su armadura de batalla, estaba empapado de sangre hasta el codo.
—Hemos encontrado a seis muertos por ahora, señora —le informó Ramírez, sin más preámbulos—. Al parecer, este bastardo… —señaló con un gesto salvaje al masadiano decapitado— caminó por el pasillo disparando a los prisioneros cuando nuestra gente consiguió entrar en la celda. Yo…
Calló cuando el médico se levantó junto al contramaestre. Se encontró con la mirada del mayor y sacudió la cabeza, Ramírez se tragó una terrible maldición.
El ojo sano de Honor ardía mientras miraba el cadáver, y el recuerdo de cómo había evitado que Ramírez asesinara a Williams le hacía sentirse enferma. Entretanto, el mayor procuró recuperar cierto control de sí mismo.
—Me temo que esto no es todo, señora —continuó con una voz ronca y tajante—. Por favor, acompáñeme. —Ella asintió y lo siguió, pero detuvo a Tremaine cuando este hizo el ademán de seguirlos—. Usted no, teniente.
Tremaine miró interrogante hacia Honor, pero había una advertencia en la voz de Ramírez y ella negó rápidamente con la cabeza. Su expresión se volvió rebelde durante una fracción de segundo, luego se suavizó y volvió al lado de la sargento Talon.
Ramírez caminó otros cuarenta metros, dobló un recodo en el pasillo, luego paró y tragó.
—Capitana, será mejor que me quede aquí.
Ella empezó a preguntarle el motivo, pero la expresión de su rostro bastaba para responder. Así que, en lugar de hacerlo, asintió una sola vez y continuó andando.
La docena de marines que estaban allí presentes tenía algo raro. Durante un momento no supo de qué se trataba, luego se dio cuenta: todos se habían quitado los cascos y entre ellos no había un solo hombre. Al percatarse de ello, se despertó un temor primitivo en su interior y aceleró el paso, pero se detuvo ante la puerta abierta de la celda.
—Cariño, tienes que dejar que nos la llevemos —decía alguien en voz baja y pausada—. Por favor. Nosotros nos haremos cargo de ella.
Era la capitana Hibson y su voz, habitualmente cargada de fuerza y motivación, controlaba ahora a duras penas las ganas de llorar mientras se inclinaba sobre una joven desnuda y apaleada en la apestosa litera. El rostro de la prisionera era casi irreconocible entre tanto corte y moretón, pero Honor la conocía. Al igual que ocurría con la mujer, también desnuda, pero mucho más apaleada que tenía la primera entre los brazos.
La joven mecía a su compañera con desesperación, tratando de protegerla con su cuerpo, y Honor dio un paso al frente sintiendo cómo las piernas le temblaban. Se arrodilló junto a la litera y la joven, la niña, que estaba encima, la miró con los ojos de un animal herido y moribundo, y lloró aterrorizada.
—Alférez Jackson —dijo Honor, y un destello de algo parecido a la humanidad brilló en la mirada de esos ojos embrutecidos—, ¿sabe quién soy, alférez?
Mai-ling Jackson la miró durante otro prolongado momento y luego asintió de forma espasmódica y desordenada.
—Estamos aquí para ayudarla, alférez. —Honor nunca sabría cómo había logrado mantener la voz suave y serena, pero lo consiguió. Acarició con calma el cabello enredado y sucio, y la alférez desnuda se encogió como si la hubieran golpeado—. Estamos aquí para ayudarla —repitió Honor, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas—, pero tiene que dejarnos que nos encarguemos de la comandante Brigham. Los médicos la ayudarán, si usted nos deja.
La alférez Jackson lloró, asiendo con mayor fuerza el cuerpo inerte que tenía entre los brazos, y Honor volvió a acariciarle el cabello.
—Por favor, Mai-ling, déjenos ayudarla.
La alférez miró el rostro manchado de sangre de Mercedes Brigham y sus lloros se transformaron en un terrible sollozo. Durante un momento, Honor pensó que se negaría y que tendrían que arrebatarle a Brigham a la fuerza, pero entonces relajó el desesperado abrazo. Hibson se precipitó hacia delante, levantando a la comandante, que apenas respiraba, y cogiéndola entre los brazos blindados. Mai-ling Jackson gritó como un alma presa en el infierno cuando Honor la abrazó de manera protectora.
Tardaron diez minutos, y todo cuanto pudieron hacer los médicos para apaciguar la histeria que sufría la alférez Jackson e, incluso entonces, Honor sabía que solo era la calma que precedía a la tormenta. Había demasiado dolor en esos ojos almendrados y heridos como para olvidar tan pronto, pero al fin yació quieta en la camilla, salvo en los momentos en los que su cuerpo se sacudía por tremendos escalofríos bajo la manta. Agarraba la mano de su oficial al mando como lo haría una niña pequeña, suplicándole con la mirada que convirtiera todo aquello en una pesadilla y no en una realidad. Honor se arrodilló a su lado.
—¿Puede decirnos lo que ocurrió? —preguntó con suavidad, y la alférez se sacudió como si la hubieran abofeteado. Pero, en esta ocasión, se chupó los labios plagados de costras y asintió tímida y asustada.
—Sí, señora —susurró, pero entonces articuló palabras sin voz y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tómese su tiempo —murmuró Honor con la misma voz suave y serena, y Jackson pareció reunir un coraje frágil desde sil aliento.
—No… Nos recogieron —susurró en una voz apenas audible—. El capitán, la segundo y yo éramos los únicos oficiales supervivientes, señora. Creo que había otros veinte… o treinta más. No estoy segura.
Volvió a tragar y uno de los médicos puso un vaso de agua en la mano libre de Honor. Lo levantó y lo apoyó en los labios de la alférez, que dio unos sorbos. Luego volvió a tumbarse en la camilla, con los ojos cerrados. Cuando volvió a hablar su voz carecía de entonación, era mecánica y estaba desprovista de sentimientos humanos.
—Nos trajeron aquí. Durante un tiempo, quizá un par de días, no fue tan malo, pero nos encerraron a todos los oficiales en la misma celda. Dijeron… —su fría y breve calma volvió a quebrarse—, dijeron que, puesto que nos permitían vestir el uniforme a las mujeres, el capitán podría tener consigo a sus pu… putas.
El lado sano del rostro de Honor estaba tan inexpresivo como el muerto, pero apretó la mano de la alférez.
—Después… después se volvieron locos —susurró Jackson—. Vinieron y nos cogieron… a la comandante y a mí. Pen… pensamos que sería solo para interrogarnos, pero entonces nos… Nos arrojaron en esta gran habitación y estaban todos esos hombres, y ellos… ellos…
Su voz se quebró y Honor le acarició el rostro mientras lloraba.
—Dijeron que lo hacían porque éramos mujeres —jadeó—. ¡Se… se rieron de nosotras y nos lastimaron, y dijeron… dijeron que e… era la voluntad de Di… Dios… castigar a las p… putas de Satán!
Abrió los ojos y se incorporó penosamente/mirando fijamente el rostro de Honor, mientras que su apretón de manos se convertía en una tenaza.
—Luchamos contra ellos, señora. ¡Lo hicimos! Pe… pero teníamos las manos esposadas y… ¡había tantos! Por favor, señora… ¡Lo intentamos! ¡Lo intentamos!
—Lo sé, Mai-ling. Sé que lo hicisteis —le aseguró Honor a través de sus propias lágrimas, abrazando el joven cuerpo brutalmente apaleado y la alférez se relajó entre convulsiones. Apoyó la cabeza sobre el hombro de Honor y su voz estaba quebrada y mortecina.
—Cu… cuando estaban… satisfechos, nos… arrojaron de vuelta. El capitán, el capitán Álvarez, hizo lo que pudo, pe… pero él no lo sabía, capitana. Él no sabía lo que querían hacernos.
—Lo sé —susurró Honor nuevamente y la alférez apretó los dientes.
—Lu… luego volvieron y… y yo no podía luchar más, señora. Yo… yo no podía. Lo intenté, pero… —Tenía el aliento entrecortado—. La comandante Brigham sí. Cre… creo que hirió gravemente a algunos de ellos antes… antes de que pudieran tumbarla. ¡Y la golpearon y la golpearon y la golpearon!
La voz quebrada se hizo estridente y el médico se acercó con una jeringuilla, mientras ella temblaba violentamente en los brazos de Honor.
—El capitán trató de detenerlos, señora. Él… él lo intentó y… y lo tumbaron, golpeándole con las culatas de sus rifles y luego ellos… ellos.
Se retorció por la agonía y Honor le tapó la boca con la mano, ahogando su voz mientras el líquido inyectado le hacía efecto. Ya había visto la inmensa mancha de sangre reseca en el suelo de la celda y los regueros alargados allí donde alguien había sido arrastrado hasta la puerta.
—Y luego nos volvieron a violar —confesó por fin la alférez, con los ojos anegados en lágrimas—. Una y otra vez… y nos dijeron lo amable que era nuestro oficial al mando por… por prestarles a sus putas.
Sus susurros concluyeron en silencio y Honor la ayudó a recostarse y se inclinó para besar la frente sucia y amoratada, luego cubrió la mano de la alférez con la manta y se levantó.
—Cuide de ella —ordenó a la médico marine de mayor rango, y la mujer asintió con el rostro bañado por las lágrimas.
Honor cabeceó como respuesta y se giró hacia la puerta de la celda. Mientras atravesaba el umbral, desenfundó su pistola y comprobó el estado del cargador.
El mayor Ramírez levantó la mirada cuando vio a la capitana Harrington avanzando por el pasillo.
—¿Capitana, qué…?
Pasó a su lado como si no hubiera hablado. Su rostro estaba completamente inexpresivo, pero el lado derecho de su boca se movía con nervio, y llevaba el arma en la mano.
—¿Capitana? ¡Capitana Harrington!
Adelantó la mano para cogerla del brazo y ella lo miró por fin.
—Apártese de mi camino, mayor. —Formó cada palabra con perfecta precisión a pesar de que la mitad de su boca estaba muerta—. Termine de limpiar esta sección. Encuentre a todos los nuestros y sáquelos de aquí.
—Pero…
—Ya tiene sus órdenes, mayor —lo interrumpió con ese mismo tono frío y acerado, y se sacudió, liberándose de la presa. Volvió a avanzar por el pasillo y él la miró sintiéndose impotente.
Ni siquiera levantó la mirada cuando llegó hasta los marines que estaban en el pasillo. Sencillamente continuó andando en línea recta y ellos se apartaron de su camino como niños asustados. El pelotón de la sargento Talon empezó a formarse a su alrededor, pero ella los detuvo con un movimiento seco de la mano y continuó andando.
El teniente Tremaine la miró, mordiéndose el labio. Había oído rumores de lo que los marines habían encontrado. No se lo había creído al principio, mejor dicho, no había querido creérselo, pero entonces los médicos se habían llevado a la comandante Brigham, pasando por su lado. Entonces lo había creído y la furia de los marines era insignificante al lado de la suya, porque conocía bien a Mercedes Brigham. Muy, muy bien.
La capitana les había dicho que quería estar a solas. Les había ordenado que la dejaran en paz. Pero Scotty Tremaine había visto la expresión de su rostro.
La vio doblar el recodo del pasillo y su cara se transformó en pura determinación. Dejó a un lado la carabina de plasma y se apresuró tras de ella.
* * *
Honor subió por las escaleras repletas de escombros, ignorando el aliento entrecortado de quien quiera que estuviera intentando darle alcance. No importaba. Nada importaba. Subió los escalones de dos en dos, sirviéndose de sus largas piernas y de la ligera gravedad, cruzándose con algún marine ocasional, pisando algún que otro charco de sangre masadiana, y su único ojo refulgió como el acero fundido.
Avanzó por el último pasillo, con la mirada fija en la puerta abierta del comedor, y una voz la llamó desde atrás. Era distante e irreal, casi onírica, y la ignoró mientras cruzaba el umbral de la atestada sala.
Un oficial marine la saludó, luego se apartó conmocionado y ella pasó a su lado como si no existiera. Su ojo analizó las filas de prisioneros, buscando un rostro concreto, y lo encontró.
El capitán Williams levantó la mirada como si hubiera percibido el odio que había en ella y su rostro palideció. Ella caminó hacia él, apartando a la gente de su camino a empujones, y la voz que la llamaba era aún más alta, mientras su propietario se abría camino a empellones entre la multitud, por detrás de ella.
Williams intentó esconderse, pero le agarró por el pelo con la mano izquierda y gritó con agonía cuando ella le golpeó la cabeza contra la pared. Él habló, jadeando palabras que ella ni siquiera se molestó en escuchar, y con la mano derecha cogió la pistola y la apretó contra su frente.
Las manos de otra persona se cerraron en torno a su antebrazo, sacudiéndola con frenesí, y la estridente y malévola explosión del dardo de pulsos abrió un agujero en el techo del comedor, al tiempo que su pistola zumbaba. Tiró de las manos que le sujetaban el brazo, tratando de liberarse de quien quiera que fuera, pero se abrazaban a ella de forma desesperada y alguien la gritaba en el oído. Otra voces gritaron, más manos se unieron a las que ya apresaban su brazo apartándola de Williams, mientras el hombre caía de rodillas, dando arcadas y llorando aterrorizado; ella luchó ferozmente contra todos ellos. Pero no consiguió liberarse y también cayó de rodillas cuando alguien le arrebató la pistola de la mano y otro le cogió la cabeza y la obligó a mirarlo.
—¡Patrona! ¡Patrona, no puede! —exclamó Scotty Tremaine medio sollozando, sosteniendo el rostro entre sus manos, al tiempo que las lágrimas surcaban sus mejillas—. ¡Por favor, patrona! ¡No puede hacer esto, no sin un juicio previo!
Ella lo miró, su mente ensimismada se preguntó qué tenía que ver un juicio en todo aquello, y él la sacudió con suavidad.
—Por favor, patrona. Si ejecuta a un prisionero sin un juicio previo, la Armada… —respiró profundamente—. No puede, señora, y no importa cuánto se lo merezca.
—No, no puede —afirmó una voz como el helio congelado, y algo de cordura regresó a la expresión de Honor cuando vio al almirante Matthews—. Vine tan pronto como lo supe —dijo despacio y pronunciando cada una de las sílabas, como si supiera que tendría que esforzarse para que ella lo entendiera—, pero el teniente tiene razón. Usted no puede matarlo. —Ella lo miró intensamente y algo en su interior se relajó al ver la agonía, la vergüenza y la furia que se adivinaba en el alma de aquel hombre.
—Pero…
No reconocía su propia voz, y la expresión de Matthews adoptó un gesto de odio desdeñoso cuando miró iracundo al lloroso capitán masadiano.
—Pero yo sí. No sin un juicio. Tendrá uno, se lo aseguro, y también todos los animales que lanzó contra su gente. Serán precisos y escrupulosamente justos y, tan pronto como hayan terminado, este pedazo de basura sádica y enfermiza, y todos los demás responsables, serán colgados como la mierda que son. —Se encontró con su mirada y su gélida voz se suavizó—. Se lo juro, capitana, por el honor de la Armada Graysonita.