25
El capitán de los Fieles Williams paseaba de un lado a otro de la sala de mando, mordisqueándose el labio inferior. Lo habían escogido para ocupar ese puesto en gran parte debido a su inmensa piedad; ahora, esa misma piedad atizaba el fuego de su furia por el desastre engendrado por una mujer. Y, a pesar de lo mucho que intentaba negarlo, había miedo en esa cólera. Miedo por él y por los planes de Dios. El almirante renegado que le besaba el culo a esa puta manticoriana había dejado de exigirles que se rindieran; eso solo podía significar que estaban preparados para intentar algo más directo.
¿Pero el qué? Williams no lo sabía, y la ignorancia se estremecía en su sangre formando otra capa más de ira. ¡Esa puta! Si no hubiera vuelto… regresado a un sistema estelar en el que ni ella, ni la zorra de su reina, tenían que ocuparse de nada… En fin, Masada podría haber completado los planes de Dios. Pero había vuelto, ella y sus malditas naves, y habían logrado destruir el resto de la flota, excepto al Virtud y al Trueno, en solo dos días. Se había atrevido a enfrentarse a los planes y la voluntad divina, del mismo modo que solían hacer las mujeres, y Williams la maldijo con una silenciosa ferocidad mientras caminaba de un lado a otro.
Se suponía que los acontecimientos se desarrollarían de otra manera. Siendo el oficial al mando en Pájaro Negro, se había enterado de los quehaceres de Macabeo y sabía que todas las maniobras militares no eran más que una mascarada que ocultaba la operación real, y se preguntó, en lo más profundo de su ser, si los Ancianos no se estaban pasando de listos. Y, sin embargo, habían dedicado varias décadas a crear a los macabeos y la seguridad de los Renegados nunca había sospechado nada. ¡Sin duda, eso tenía que ser señal de buen augurio! Y entonces los havenitas paganos les habían proporcionado el último ingrediente para engendrar la crisis que Macabeo necesitaba. ¿Qué mejor prueba de los planes y la voluntad de Dios podría existir que el utilizar a los infieles en contra de los Renegados?
Y, sin embargo, Williams tenía dudas; y en las pesadillas que lo atormentaban desde que comenzara Jericó, y especialmente desde el regreso de la puta, una nueva duda lo acosaba: ¿acaso su propia falta de fe había vuelto el corazón de Dios en su contra? ¿Había sido él el culpable de que la zorra de Satán y sus naves frustraran los planes divinos? No se podía permitir pensar en eso, pero tampoco podía evitarlo. Incluso la plegaria y la penitencia le habían fallado, pero sus noches de vigilia le habían revelado otra verdad: los siervos de Satán merecían ser castigados, y así lo hizo, esperando que así pudiera alejar la ira de Dios de los Fieles al demostrar su fe renovada.
Pero había fracasado. Dios todavía negaba su corazón a los Fieles, ¿por qué otro motivo entonces el Trueno de Dios aún no había destruido a la puta? ¿Por qué si no habían fallado los misiles de Pájaro Negro en la tarea de hacer desaparecer a una sola NLA? No podía existir otra razón y caminó, se preocupó y sintió aquel nudo en el estómago, y volvió a rezar desesperadamente para atraer a Dios de nuevo hacia su gente y salvarla.
* * *
—El Covington informa de que ya está preparado, mayor.
—Gracias. —Tomas Ramírez se dio por enterado y alzó la mirada. La sargento mayor Babcock estaba junto a él en el atestado muelle de pinazas; sus ojos grises eran muy fríos y estaban quietos bajo el visor abierto de su armadura de batalla. Un arma de pulsos, de triple cañón, asomaba detrás de su hombrera derecha—. ¿Estamos listos, Gunny?
—Sí, señor. Hemos comprobado todas las armas y la compañía de la capitana Hibson y todos los demás están armados. Nos faltaba un juego de armadura, pero el Apolo tenía una de sobra. La capitana dice que está preparada.
—Muy bien, Gunny —murmuró Ramírez y dio gracias a Dios en silencio de que el último destino de Susan Hibson fuera uno de los batallones de asalto. Tenía práctica justo en lo que su gente tendría que enfrentarse hoy, lo que explicaba por qué la había nombrado comandante de asalto del Intrépido desde el mismo día que subió a bordo—. Comunícame directamente con él Covington.
—Sí, señor —respondió el técnico de comunicaciones y oyeron un pitido cuando el intercomunicador de la armadura de Ramírez entró en el circuito.
—¿Covington? Aquí Ramrod, ¿me oyen?
—Aquí el Covington, le oímos Ramrod. Adelante.
—Empiecen a bajar, Covington. Repito, empiecen a bajar.
—Entendido —dijo la voz en sus auriculares—. Empezaremos a bajar ahora. Que Dios los ayude, Ramrod.
—Gracias, Covington. Corto. —El mayor apretó un interruptor en su barbilla para enchufarse a la red manticoriana—. Ramrod a Señuelo. Inicie la operación.
—Sí, Ramrod. Entendido. Iniciando operación.
* * *
—¡Capitán Williams!
Williams se giró al oír el grito. Su oficial táctico señaló con premura la pantalla principal y el capitán tragó con súbito temor. Decenas de pequeñas naves caían a plomo desde las naves de guerra que estaban en la órbita y, encabezando la comitiva, había dos pinazas con unas huellas energéticas impensables. Cobraban velocidad delante de sus ojos, abriéndose camino por la atmósfera de volutas hidrogenadas de Pájaro Negro, y unas señales rojizas mostraron cuáles eran sus objetivos.
—¡Se dirigen hacía la entrada de vehículos! —espetó Williams—, ¡alerte a los equipos y consiga que los hombres del coronel Harris se pongan en movimiento!
* * *
La tripulación de vuelo manticoriana tenía el rostro en tensión, con los nervios a flor de piel y a la expectativa de los disparos desde tierra que esperaban encontrarse. Pero no hubo ninguno y los pilotos ascendieron desde su aproximación en picado, aumentando el contador gravitatorio un veinte por ciento y transformando la velocidad en proyectiles que se dirigían directos a sus objetivos.
—Aproximándonos al objetivo. Ármense, ármense, ármense —ordenó el oficial al cargo de las armas del Intrépido a través del intercomunicador. Las luces amarillas de disponibilidad parpadearon hasta convertirse en rojas en cada pinaza, y las manos de los artilleros se cerraron en torno a los gatillos de sus palancas de control.
—¡Disparen sus pájaros! ¡Disparen sus pájaros! —canturreó el oficial de armas, y los dos dedos expectantes accionaron los gatillos.
Unos cohetes cuádruplos, de cincuenta centímetros de longitud, se abrieron paso como meteoros de corta vida y estela ígnea. Doce de ellos surgieron y cobraron velocidad adelantando a las pinazas; veinticuatro mil kilos de cabezas armadas con un escudo que solo un arma atómica hubiera sido capaz de perforar. Y las pinazas continuaron con su carga, siguiendo las estelas de sus proyectiles.
* * *
El capitán Williams se quedó pálido cuando un trueno ensordecedor sacudió toda la base de Pájaro Negro. Toda la estructura se estremeció, las luces vacilaron y las miradas se alzaron con ansiedad cuando la piedra se quejó. Una polvareda manchó el equipo de la sala de mando, y al primer aviso de daños lo siguió inmediatamente un segundo. Y un tercero. ¡Y, después, un cuarto!
Los últimos cohetes impactaron en sus objetivos y las armas de pulsos montadas en las pinazas abrieron fuego. Treinta mil proyectiles por segundo de treinta milímetros rasgaron las nubes de humo y de polvo que había en la delgada atmósfera de Pájaro Negro, y entonces pasaron como un rayo por encima de sus objetivos y dejaron caer sus bombas de plasma.
La mayoría de los hombres que salvaguardaban esos portales ya estaban muertos; el resto murió inmediatamente cuando el núcleo solar los consumió.
—¡Dios piadoso, ayúdanos! —murmuró Williams, horrorizado. Había perdido la mayoría de los orticones en las zonas afectadas directamente por el fuego enemigo, pero las cámaras remotas mostraban el humo y el polvo, y las gruesas volutas de atmósfera que se abrían paso a través de ellas. Buscó rápidamente con la mirada el esquema de la base. ¡Habían penetrado más de cien metros dentro de las instalaciones! Las puertas blindadas de emergencia se cerraron y el capitán se lamió los labios aterrorizado cuando las lanzaderas de las tropas aterrizaron a dos kilómetros de las brechas que los disparos habían abierto y empezaron a verter cientos de figuras.
—¡Dígale a Harris que se apresure! —gritó con ronquera.
* * *
—Bueno —murmuró Ramírez—, ha sido impresionante, ¿no te parece, Gunny?
—Como dice el mayor —la sonrisa de la sargento mayor Babcock era como la de un depredador—, ¿cree que habrán captado la indirecta, patrón?
—Eh, yo diría que sí —respondió Ramírez juicioso—. Por lo menos, hemos llamado a la puerta con la suficiente fuerza como para que nos presten atención. —Miró su crono y activó el micrófono—. Jefe Hurón, aquí Ramrod. Preparados para entrar en uno-cero minutos.
Las naves de Señuelo volaron en contrapicado, luego giraron y regresaron tomando el mismo rumbo. Los equipos restantes de superficie masadianos los vieron venir, pero mientras el coronel Harris les gritaba una advertencia a sus tropas, los misiles antirradiación se desprendieron de sus monturas. Seis segundos después habían cegado todas las cámaras de Pájaro Negro y las pinazas volvieron a sus objetivos iniciales y volaron hacia el interior de la base.
Los defensores masadianos se tiraron boca abajo, corrieron a esconderse en los pasillos colindantes siempre que les fue posible, y entonces toda la base volvió a saltar y a estremecerse de nuevo. En esta ocasión cada pinaza disparó un solo misil, pero estos pájaros, con sus radares a bordo, se dirigieron hacia los agujeros que sus predecesores habían abierto y por los pasillos que continuaban a partir de los mismos, a ocho mil km/s. No llevaban explosivos, pero sus cabezas súper densas impactaron en la primera serie de puertas blindadas con una potencia equivalente a veintitrés toneladas y media de la vieja TNT; otros doscientos masadianos murieron cuando las puertas se desintegraron, convirtiéndose en un gas níveo y ardiente, en metralla letal.
Aterrizaron otras lanzaderas de tropas y el coronel Harris obligó a los supervivientes a ponerse de pie y les ordenó que se abrieran paso por la nube de polvo pétreo y por el silbido de la atmósfera liberada, para encontrar buenas posiciones desde las que disparar. Al mismo tiempo, las puertas blindadas que conducían al núcleo de la base, se cerraron tras ellos.
—Ramrod, el Hurón ha entrado. Repito, el Hurón ha entrado.
—Roger, Hurón. Entendido. —Ramírez miró a su piloto—. Síguelos dentro, Max.
* * *
El capitán Williams trató de no impacientarse mientras sus dañados sensores se esforzaban por averiguar lo que estaba pasando. Parecía que la mayoría de los hombres de Harris habían sobrevivido y escuchó fragmentos de conversaciones, mientras sus oficiales los apresuraban a desplegarse en posiciones defensivas entre los escombros. No obstante, sus equipos de superficie habían desaparecido por completo. No sabía dónde se encontraban los atacantes, cuánto tardarían en desarmar a Harris o con qué estaban armados.
Y tampoco pudo ver la nueva luz de una pequeña nave que se acercaba a los hangares en el extremo más alejado de la base de Pájaro Negro.
* * *
—¡Disparen sus pájaros!
Otros cohetes nuevos volaron como un rayo hacia abajo, pero estos eran mucho más ligeros que los que habían hecho estallar las entradas de vehículos. Sus cabezas blindadas pesaban apenas trescientos kilos cada una y las puertas de los hangares se abrieron de golpe; las cúpulas que daban a la superficie se desmoronaron como huesos fragmentados. Ciento veinte hombres y mujeres, vestidos con armaduras de batalla, cayeron de las escotillas, situadas en la panza de las pinazas, como copos de nieve letales, montados sobre sus antigrav, hacia los agujeros abiertos, y otros cuatrocientos marines de la Armada Manticoriana desembarcaron de sus cúteres y lanzaderas para seguir su estela.
Nuevas alarmas aullaron y el capitán Williams se giró cuando otras señales rojas se encendieron en el esquema de la base.
La velocidad lo era todo, y un puñado de técnicos masadianos, vestidos con sus trajes de vacío, murieron mucho antes de que nadie pudiera saber si se habían arrimado a los equipos de combate con la intención de luchar o de rendirse. Los marines se acercaron a las puertas blindadas cerradas y los ingenieros pegaron en ellas cargas planas, mientras otros compañeros sellaban las burbujas de plástico transportables detrás de ellos.
La armadura de batalla no estaba pensada para que alguien moviera los pies de forma impaciente, así que la capitana Hibson tuvo que conformarse con mascar su chicle mientras veía trabajar a su equipo. De todos modos, tampoco podría echarles en cara su velocidad y precisión. En este caso no importaba lo buenos que fueran, porque todo llevaba su tiempo.
—¡Sellado! —La voz del teniente Hughes resonó en su auricular.
—¡Háganlo! —gruñó como respuesta.
—¡Fuego en el agujero! —gritó Hughes, y varias figuras con armaduras dieron la espalda a las burbujas por si acaso.
Hubo un momento de silencio tenso y luego la piedra de Pájaro Negro les transmitió un ¡ka-chunk! amortiguado. Una de las burbujas cedió con la onda expansiva de una de las cargas y la pared de plástico se quebró, pero los ingenieros se encargaron inmediatamente de arreglarlo antes de que escaparan más metros cúbicos de aire, e incluso mientras trabajaban, otra docena de burbujas trasladaban a seis marines por vez hacia el interior de la base.
* * *
El coronel Harris miró alrededor con ojos frenéticos. El humo y el polvo se congregaban en torno a sus rodillas con la lentitud onírica provocada por la baja gravedad y la atmósfera tenue de Pájaro Negro, pero no había señal del ataque por tierra. Tendría que haber sido así. Los atacantes deberían estar desplegándose por donde habían iniciado el asalto, en lugar de permitir que sus hombres se preparasen para recibirlos. Así que, ¿dónde estaban?
—¡Los hangares! —gritó una voz en sus auriculares—. ¡Están entrando también por los hangares!
¿También? Harris volvió a mirar alrededor, luego apretó el costado de su casco. ¡No venían hacia ellos! ¡Les habían tendido una trampa y sus hombres y él estaban en el lado equivocado de las puertas blindadas de la base!
* * *
La gente de la capitana Hibson recorrió los pasillos a la velocidad que les permitía su armadura de batalla. No tenían espacio para utilizar los motores y sus «músculos» exoesqueléticos consumían toda su energía, pero en aquella gravedad les permitían avanzar con saltos y planeos de treinta metros, que provocaban el terror allí por donde pasaban.
Aquí y allí ladraban las armas de fuego y los proyectiles de metal silbaban, impactaban, pero no penetraban en las armaduras de los marines. Las tropas de Hibson llevaban consigo rifles de triple cañón y de plasma, y avanzaban con la exquisita precisión en la que se habían entrenado durante varios meses.
Vio a un pelotón avanzar por el pasillo delante de ella. Llegaron a una intersección y apuntaron sus armas de plasma en cada dirección. Una luz blanquecina destelló de sus armaduras mientras se desplegaban y abrían camino por los pasillos perpendiculares. El siguiente pelotón saltó por encima de ellos, al mismo tiempo que los equipos de demolición acoplaban cargas en forma de colmena en los ya perjudicados techos de los túneles. Se echaron hacia atrás, las cargas detonaron, los pasillos que se cruzaban se derrumbaron más de diez metros y el pelotón continuó con su avance.
Según su crono, toda la operación les había llevado dieciséis segundos.
* * *
Harris empezó a mover a su gente por las burbujas de personal que conducían a las puertas blindadas principales, pero cada burbuja admitía solo a tres personas por vez, y lo único que alcanzaba a oír del capitán Williams era un farfullo medio histérico acerca de demonios.
* * *
—Ramrod, aquí Hurón Uno —dijo la voz de la capitana Hibson en el auricular de Ramírez—. Hurón Uno ha penetrado dos kilómetros. Tengo señales en el pasillo que indican la ruta hacia la sala de control y la sección de energía. ¿A dónde debo dirigirme?
—Hurón Uno, aquí Ramrod —respondió Ramírez, sin vacilar—. Diríjase a la sala de control. Repito, vaya a la sala de control.
—Entendido, Ramrod. Vamos a la sala de control.
* * *
La reserva central del coronel Harris era pequeña, carecía además de las armas havenitas que estos habían suministrado a sus unidades principales de maniobras, pero estaba estacionada justo en el centro de la base, con lo cual, se moviera hacia donde se moviera, se adentraría en un sector amenazado. El coronel sabía perfectamente lo que le ocurriría a sus hombres si les ordenaba pelear contra las armaduras de batalla y, sin embargo, no tenían elección. De modo que corrieron por los túneles para enfrentarse con los intrusos.
Algunos de ellos desembocaron en pasillos cortados por los escombros y se ahogaron a causa del polvo. Otros fueron menos afortunados; estos se encontraron con el enemigo.
Las armas de triple cañón, alimentadas desde sus cinturones, disparaban cuatrocientos dardos explosivos por segundo a una velocidad de dos mil m/s. Esa clase de potencia de fuego podía hacer pedazos mamparas blindadas como una sierra de hipervelocidad; lo que hacía con los trajes de vacío sin blindaje era indescriptible.
—Ramrod, aquí Hurón Uno. Hemos topado con una resistencia organizada, pero no hemos tenido problemas.
—Entendido, Hurón Uno. Continúe, capitana.
—Sí, señor. Corto.
* * *
El coronel Harris entró a empujones por una de las burbujas que seguía a una puerta blindada y corrió delante de todos aquellos a los que había podido reorganizar. La voz del capitán Williams había dejado atrás la histeria para transformarse en una sarta de plegarias incomprensibles y de promesas de castigar a las putas de Satán. El coronel torció el gesto, disgustado. Nunca le había gustado Williams, y lo que él y otros semejantes habían estado haciendo los dos últimos días lo hacía sentirse enfermo. Pero su trabajo consistía en defender la base o morir en el intento, y alentó a sus hombres a continuar con mayor esfuerzo, a pesar de que sentía el peso del fracaso sobre los hombros.
* * *
—Ramrod, aquí Hurón Uno. Estoy a un pasillo de la sala de control. Repito, estoy a un pasillo de la sala de control.
—Hurón Uno, aquí Ramrod. Buen trabajo, capitana. Consiga que entren, pero recuérdeles que queremos el lugar intacto.
—Sí, señor. Nos haremos con él de una pieza, si podemos. Corto.
* * *
El capitán Williams oyó acercarse el trueno y golpeó el botón que cerraba la escotilla de entrada a la sala de control. La miró con los ojos muy abiertos y luego se giró para maldecir a sus técnicos, mientras estos peleaban entre sí por llegar a la otra escotilla abierta en el extremo contrario de la habitación. Lo ignoraron y él desenfundó el arma desde la sobaquera.
—¡Regresen a sus puestos! —les chilló.
Un teniente aterrorizado se dio la vuelta para correr y Williams le disparó por la espalda. El hombre cayó al suelo y su grito de agonía invitó a los demás a huir. Se precipitaron por la escotilla y Williams los maldijo entre gritos, disparándoles hasta que el cargador quedó vacío. Se giró de nuevo hacia la sala de control, en sus ojos el frenesí, mientras sustituía el cargador vacío por otro nuevo y activaba el gatillo automático. El lloroso teniente se arrastró hacia la escotilla; su sangre dejaba tras él un inmenso reguero denso y carmesí, y Williams se acercó hasta quedar a su lado.
Vació todo el cargador en el hombre moribundo.
* * *
El soldado raso Montgomery pegó la carga en el panel sellado, dio un paso atrás y apretó el botón. La escotilla estalló en pedazos y el sargento Henry atravesó el hueco con un salto picado.
Solo la pistola de un oficial masadiano escupía sus balas a menos de diez metros de distancia, y los proyectiles bañados en acero silbaban inútilmente y rebotaban en la armadura del sargento. Sintió cómo retrocedían y empezó a levantar su arma de pulsos, luego recordó que las órdenes eran dejar el lugar intacto. Arrugó el gesto y avanzó hacia la fuente de los disparos, y con el puño blindado aporreó al masadiano hasta tirarlo al suelo.
* * *
Una de las puertas blindadas del pasillo se cerró sin previo aviso, aplastando al hombre que caminaba delante del coronel Harris y reduciéndolo a una orgía de entrañas sanguinolentas. El coronel dio el alto, conmocionado. Pudo oír un grito a través del intercomunicador de su traje y se dio la vuelta para ver a otro hombre retorciéndose de dolor en el suelo cuando la puerta del extremo contrario redujo su pierna a una pasta informe. Pero entonces, por encima de los gritos, oyó algo incluso más aterrador.
—¡Atención, atención a todo el personal masadiano! —Su rostro palideció, porque la voz que hablaba a través de los auriculares lo hacía con un acento que jamás había oído… y era, además, femenina.
—Aquí la capitana Susan Hibson del cuerpo de marines de la Real Armada Manticoriana —informó la fría voz—. Nos hemos apoderado de la sala de control central. Tenemos, por tanto, el control de las puertas, los sensores y el soporte vital. Dejen inmediatamente las armas o afronten las consecuencias.
—Oh, Dios —lloriqueó alguien, y Harris tragó con dificultad.
—¿Qué… qué hacemos, señor? —Su segundo estaba atrapado en el extremo más alejado de la puerta blindada, detrás del coronel. Harris casi podía sentir cómo aquel hombre luchaba por mantener su miedo bajo control, y suspiró.
—Solo hay una cosa que podamos hacer —dijo, con pesadumbre—. Dejad las armas, chicos. Esto es el fin.