19
—¿¡Cómo se atreven!? —Jared Mayhew miró con furia alrededor de la sala del consejo como si estuviera buscando a un manticoriano que atacar con sus manos desnudas—. ¿¡Quiénes se creen que son!?
—Con todos mis respetos, consejero Mayhew, creen que son los únicos que pueden evitar que los fanáticos masadianos conquisten este sistema estelar —respondió el canciller Prestwick con más serenidad.
—Dios no querría que nos salváramos al precio de ese… ¡ese sacrilegio!
—Calma, Jared, calma. —El Protector Benjamin le dio unas palmaditas en el brazo a su primo—. Recuerda que ellos no lo ven como una petición sacrílega.
—Quizá no, pero tienen que saber que es insultante, degradante y arrogante —gruñó Howard Clinkscales, el ministro graysonita de Seguridad. Tanto él como Jared Mayhew eran de los miembros más conservadores del Consejo y sus palabras eran amargas—. ¡Es un ultraje para todas nuestras instituciones y creencias, Benjamín!
—¡Escuchad, escuchad! —murmuró el consejero Phillips y el consejero Adams, el ministro de Agricultura, lo miró como si quisiera decir algo mucho peor. Casi una tercera parte de los rostros presentes mostraban disensión, y Prestwick miró a lo largo de la extensa mesa con desesperación.
Mayhew y él habían sido rivales durante cinco años después de que Benjamín fuera nombrado Protector y se habían enfrentado, siempre con buenos modales, por la autoridad que los últimos seis protectores habían ido perdiendo frente a la influencia de los predecesores de Prestwick. Y, sin embargo, Prestwick seguía siendo devoto de la dinastía Mayhew, de tal forma que habían trabajado codo con codo para asegurarse una alianza con Mantícora. Pero esa esperanza estaba desapareciendo. Sus ojos reflejaron su angustia cuando se aclaró la garganta antes de hablar.
—De momento, nuestras preocupaciones… —empezó, pero una señal del Protector lo obligó a callar.
—Sé lo que opinas, Howard —dijo el Protector Benjamín, centrando su atención en Clinkscales, como para excluir a todos los demás—, pero debemos tener en cuenta tres preguntas. ¿Saben de verdad lo insultante que es su petición? ¿Sacarán realmente sus naves de guerra del sistema si nos negamos? ¿Y podremos proteger Grayson y preservar esas instituciones y esas creencias si lo hacen?
—¡Por supuesto que saben lo insultante que es! —espetó Jared Mayhew—. ¡Nadie podría haber puesto tantos insultos en el mismo paquete por accidente!
El Protector se echó hacia atrás en su silla y miró a su primo con una mezcla de cansancio, paciencia, desacuerdo y afecto desesperado. A diferencia de su padre, su tío Oliver había decidido con firmeza que no quería que ninguno de sus hijos resultara contaminado con una educación extranjera y Jared Mayhew era brillante, tenía talento y representaba además la quintaesencia de las enseñanzas conservadoras graysonitas. Era, asimismo, el siguiente en la línea sucesoria al Protectorado después del hermano de Benjamín, y tenía diez años menos que él.
—No estoy seguro de que «insulto» sea la palabra adecuada, Jared. E incluso aunque así fuera, estoy convencido de que nosotros les hemos «insultado» tanto como ellos.
Jared se lo quedó mirando con asombro y Benjamín suspiró mentalmente. Su primo era un director industrial con mucho talento, pero estaba tan seguro de la rectitud de sus creencias que el que cualquier otro pudiera pensar que sus principios o su conducta fueran insultantes le resultaba irrelevante. Si insistían en contaminar su planeta con su presencia, los trataría exactamente como Dios quería, y si se sentían insultados era problema suyo.
—Si me disculpa, Protector —dijo una voz resonante—, el que se den cuenta de que es o no un insulto es bastante menos importante que las últimas dos preguntas que ha formulado. —El reverendo Julius Hanks, líder espiritual de la Iglesia de la Humanidad Libre, rara vez hablaba en las reuniones del Consejo, pero ahora miró con suma dureza a Prestwick—. ¿De verdad cree que se retirarían y que nos dejarían a merced de Masada, canciller?
—No lo sé, reverendo —respondió Prestwick con franqueza—. Si el almirante Courvosier siguiera vivo, le diría que no. Pero no siendo esta la situación… —Se encogió de hombros—. Esta mujer, Harrington, tiene ahora un control total sobre la presencia militar, y eso significa que su política es la que conduce la posición diplomática. Dudo que el embajador Langtry apoyara la decisión de retirarse, pero no sé si podría evitar que lo hiciera. Y… —vaciló un momento, mirando a Clinkscales y a Jared Mayhew— debo decir que las experiencias que la capitana Harrington y las demás mujeres de su tripulación han tenido en Grayson podrían inclinarla a hacerlo…
—¡Desde luego que se siente inclinada a hacerlo! —Bufó Clinkscales—. ¿Y qué otra cosa se podría esperar de una mujer que viste el Uniforme? ¡Malditas sean, no tienen ni el autocontrol ni la estabilidad necesaria para llevarlo! Se sintió herida cuando vino la última vez, ¿no es así? ¡Bueno, al menos eso explica por qué nos está azuzando con él látigo ahora mismo! ¡Es por venganza, maldita sea!
Prestwick arrugó los labios y estuvo a punto de lanzar una respuesta rápida, y el Protector ocultó otro suspiro. De hecho, este se parecía más a un gruñido. La suya era la tercera generación de Mayhew a la que Clinkscales había servido, y no solo como ministro de Seguridad. Era el comandante personal del Departamento de Seguridad del Protectorado, los guardaespaldas que protegían a Benjamin y a toda su familia cada hora de sus vidas.
Era, además, un fósil viviente. El anciano era un tío postizo, un tío iracundo, colérico y a menudo exasperante, pero un tío, y Benjamin sabía que trataba a sus esposas con muchísima ternura. Y, sin embargo, a pesar de lo bien que le caía, también sabía que Clinkscales las trataba así por ser sus esposas. Las reconocía como personas, apartadas del concepto generalizado de «esposa» o «mujer», pero nunca las trataría como a iguales. El que una mujer, cualquiera de ellas, creyera ser igual a un hombre, a cualquiera de ellos, era algo impensable. Le resultaba totalmente incomprensible, y siendo la personificación de esa realidad, la capitana Honor Harrington representaba, por tanto, una amenaza fundamental a toda su forma de vida.
—Muy bien, Howard —dijo Benjamin, después de un momento—, supongamos que tienes razón, que es muy probable que saque sus naves de aquí para vengarse y porque es mujer. A pesar de lo desagradable que nos resulta a todos la idea de someternos a su ultimátum, ¿acaso su inestabilidad no nos obliga a mantener una mente abierta y tener en cuenta su proposición?
Clinkscales lo miró encolerizado. A pesar de su conservadurismo, aquel hombre no era un idiota, y el intento de Su Protector por darle la vuelta a su argumento y volverlo en su contra era algo que el inteligentísimo retoño llevaba haciendo durante varios años, desde que regresó de aquella moderna universidad. Su rostro se enrojeció, pero apretó los dientes y se negó a llegar a la conclusión obvia.
—Está bien —intervino el consejero Tompkins—, si existe una posibilidad real de que esta mujer nos abandone, ¿tenemos alguna oportunidad de derrotar a los Fieles sin ella?
—¡Por supuesto que sí! —Exclamó Jared Mayhew—. ¡Mis trabajadores están fabricando armas y los astilleros están convirtiendo cada nave de mercancías en un portamisiles! No necesitamos a ningún extranjero para defendernos de una mierda como los masadianos, ¡solo a Dios y a nosotros mismos!
Nadie más dijo nada e incluso Clinkscales apartó la mirada incómodo. El fiero odio y el desprecio que sentía Jared hacia Masada era de dominio público, pero, en este caso, ninguna retórica podría disimular la vulnerabilidad de Grayson. No obstante, aunque todos sabían que las estridentes afirmaciones de Jared no eran más que divagaciones, ninguno de ellos contaba con la fuerza de voluntad o el coraje necesario para decírselo, y Benjamin Mayhew examinó la sala con cierta desesperación.
Phillips y Adams se habían opuesto a la firma del tratado con Mantícora desde el principio, como también había ocurrido con Jared y Clinkscales, aunque Phillips pareció ir cambiando de opinión bajo la influencia de Courvosier, una vez que Harrington desapareció de la ecuación. La mayoría del resto del Consejo había estado más o menos de acuerdo con Prestwick, Tompkins y otros que creían que la alianza era vital para la supervivencia de Grayson. Pero eso había sido así mientras el ataque de los masadianos era solo una posibilidad. Ahora se había convertido en un hecho, y la destrucción de su Armada había aterrorizado a demasiados consejeros. Y el saber que los despreciados y retrasados masadianos habían conseguido tecnología militar punta solo hacía que su estado de pánico fuera aún mayor, y los hombres que eran presa del pánico pensaban con sus emociones y no con su intelecto.
Y, a pesar de lo desesperado de su situación, si Prestwick sondeaba al Consejo en aquel momento, la mayoría sin dudarlo se negaría a cumplir con la petición de la capitana Harrington. El Protector sintió cómo el corazón se le encogía al darse cuenta de ello, pero, de pronto, una voz inesperada habló a favor de la cordura.
—Perdóname, hermano Jared —dijo el reverendo Hanks con suavidad—. Sabes cuál es mi postura con respecto a la alianza. La Iglesia ha aprendido del ejemplo de Masada a no involucrarse voluntariamente en decisiones políticas, y sin embargo yo, como tantos otros fieles, hemos tenido serias dudas acerca de lo saludable que sería mantener una relación íntima con un poder cuyos valores difieren tan radicalmente de los nuestros. Pero entonces nuestras capacidades eran muy similares a las del ejército masadiano.
Jared buscó el rostro del reverendo con una mirada que lo acusaba de traidor, pero Hanks continuó con el mismo tono sereno.
»No tengo dudas de que tú y tus hombres lucharíais con valía, de que todos vosotros moriríais por vuestra gente y vuestra fe. Pero, como he dicho, moriríais. Y le ocurriría lo mismo a vuestras esposas e hijos. Masada siempre ha proclamado su intención de destruir toda la vida que hay en Grayson, si esa es la única manera de limpiar el planeta de nuestra «herejía». Me temo que no nos queda más remedio que asumir lo que pretenden y, si eso es cierto, hermano Jared, solo nos deja tres opciones: asegurarnos el apoyo de las naves de esta mujer extranjera sea como sea, rendir todo cuanto amamos y apreciamos ante los masadianos, o morir.
El silencio retumbó en la sala del Consejo cuando el líder espiritual de Grayson planteó los hechos. Muchos de los consejeros parecían estar más conmocionados por lo que acababa de decir Hanks que cuando supieron que la Flota había sido destruida. El pulso de Benjamín Mayhew palpitó con fuerza cuando sintió que habían alcanzado un punto de equilibrio.
El Consejo había ido restándole autoridad al protectorado durante un siglo, acorralando a los sucesores con más y más restricciones. En realidad, Benjamín era algo simbólico, pero un símbolo que sabía que el Protector tenía más autoridad sobre los ciudadanos de lo que el Consejo imaginaba. Y ahora los hombres de aquella habitación se enfrentaban con una decisión que habían querido evitar desesperadamente. Se habían quedado inmóviles, su supremacía sobre el protectorado empezaba a ser tan quebradiza como el hielo, y de pronto se dio cuenta de que la historia y la capitana Honor Harrington le habían otorgado el martillo que necesitaba para romperla.
Respiró profundamente y se preparó para dar un golpe con ese martillo.
—Caballeros —dijo, adoptando una postura dominante que ninguno de ellos había visto antes—, esta decisión es demasiado seria, y el tiempo es demasiado breve, como para que nosotros estemos debatiendo infinitamente. Me reuniré con la capitana Harrington.
Los alientos entrecortados sisearon alrededor de la mesa, pero él continuó con la misma firmeza.
»En estas circunstancias, y siendo el Protector de Grayson, sería terriblemente descuidado si no actuara. Me reuniré con la capitana Harrington y, a menos que sus peticiones sean irracionales, las aceptaré en el nombre de Grayson.
Howard Clinkscales y su primo lo miraron horrorizados y él giró la cabeza para mirar a los ojos a Jared.
—Me doy cuenta de que muchos de vosotros no estaréis de acuerdo con mi decisión, y no ha sido fácil de tomar. Ceder ante un ultimátum nunca lo es. Sin embargo, mi decisión es irrevocable. Creo, sin embargo, que podremos dar voz a las discrepancias si organizamos el encuentro en un entorno familiar. Invitaré a la capitana Harrington a unirse a mi familia y a mí para cenar, y amplío esa invitación también a ti, Jared.
—¡No! —Jared Mayhew se puso en pie, mirando con furia a su primo—. ¡Nunca comeré al lado de una mujer que defeca en todo lo que yo creo!
Benjamín miró a su primo y deseó que el dolor que sentía no fuera evidente. Siempre habían estado unidos, a pesar de sus diferencias filosóficas. La posibilidad de que esas diferencias hubieran terminado abriendo una brecha entre ellos era algo que le oprimía el corazón, pero no tenía más remedio que reunirse con la capitana manticoriana. La supervivencia de su planeta lo requería, y podía sentir cómo la estructura política de Grayson se reconfiguraba en torno a él. Si vacilaba, ni su planeta ni la posibilidad de crear una nueva y más moderna base de poder sobrevivirían…
—Lamento que pienses así, Jared —dijo en voz baja—. Te echaremos de menos.
Jared lo miró con rabia, tenía el rostro retorcido, luego dio media vuelta y salió de la sala del Consejo como un huracán. La agitación se propagó entre los consejeros ante aquella muestra flagrante de falta de protocolo, pero Benjamín se obligó a ignorarlo.
—Muy bien, caballeros. Creo que esto da por terminado nuestro debate.
Giró sobre sus talones y, cruzando el umbral de la puerta, se dirigió hacia las dependencias privadas de su palacio. El Consejo, inmóvil, lo observó marcharse, y cuando la puerta se cerró tras él supieron que su control sobre el gobierno había llegado a su fin.
* * *
No había ninguna imagen en el intercomunicador de la trastienda. Era una medida de seguridad, pero también significaba que el hombre que respondiera nunca podría estar seguro de que la pantalla en blanco no era una trampa. Respiró profundamente.
—¿Hola?
—No sufriremos la abominación de la desolación por segunda vez —dijo una voz familiar.
—Ni temeremos la derrota porque este mundo le pertenece a Dios —respondió el hombre, y sus hombros se relajaron—. ¿En qué puedo ayudarte, Macabeo?
—Ha llegado el momento de reclamar el templo, hermano. El Protector se reunirá en privado con la blasfema que lidera el escuadrón manticoriano.
—¿¡Con una mujer!? —jadeó el tendero.
—Así es. Pero, en esta ocasión, el sacrilegio servirá al plan de Dios. Se comunicará su decisión dentro de una hora. Antes de que eso ocurra, deberás movilizar a tu equipo. ¿Está todo preparado?
—¡Sí, Macabeo! —El horror del tendero se transformó en algo diferente y sus ojos resplandecieron.
—Muy bien. Volveré a comunicarme contigo dentro de cuarenta y cinco minutos para darte las últimas instrucciones, la información y las contraseñas que necesitarás. Después de eso, los planes de Dios quedarán en tus manos, hermano.
—Entiendo —susurró el tendero—. Mi equipo y yo no te fallaremos, Macabeo. Este mundo le pertenece a Dios.
—Este mundo le pertenece a Dios —respondió la voz sin rostro.
Luego se escuchó un clic y el suave murmullo de la línea desocupada.