18
El frío hedor del pánico inundó las fosas nasales de Honor cuando bajó de su pinaza y vio centinelas armados por todas partes. Ya había visto en otra ocasión al capitán de la Armada que, con rostro enjuto, la vino a recibir; y esta vez, como la anterior, la situación tampoco la había complacido. Pero ahora tenía otras preocupaciones distintas que habían dejado en un segundo plano su actitud intolerante.
Eso, pensó con amargura mientras la escoltaba tenso hacia un automóvil, era una de las cosas buenas que ocurrían después de un desastre militar de primer orden. Ante la perspectiva de morir, uno concentraba sus pensamientos en lo importante.
Nimitz se removió sobre su hombro, tenía las orejas gachas y jugueteaba nervioso con la gorra blanca porque la tensión del ambiente era evidente para su sentido empático. Ella levantó la mano para acariciarlo. Su intención inicial fue dejarlo a bordo, pero su reacción ante esa idea había sido muy franca y, la verdad, ella se alegraba de que se hubiera opuesto. Aún nadie entendía bien cómo funcionaba el vínculo empático de un ramafelino con su humano, pero Honor, al igual que todos los demás humanos que habían sido adoptados, estaba convencida de que la ayudaba a mantener su equilibrio emocional.
Y, en aquel momento, necesitaba toda la ayuda que pudiera reunir para ello.
El automóvil la llevó volando a la embajada por calles desérticas. Las pocas personas que andaban por ellas iban a toda prisa, mirando casi de forma furtiva hacia el cielo. El sistema cerrado de oxígeno del coche olía a limpio y a fresco, pero aun así podía percibir el aroma del pánico.
Lo sabía debido a que la respuesta de la plantilla de Langtry había sido más rápida de lo que esperaba. Le habían enviado el informe que había pedido una hora antes de alcanzar la órbita de Grayson, y su contenido desesperanzador le había señalado a qué se enfrentaban exactamente los graysonitas. Durante seis siglos, los enemigos mortales de aquella gente habían prometido destruirlos; ahora contaban con la capacidad de hacerlo, y la única esperanza de Grayson era un escuadrón de naves de guerra extranjeras que quizá se interpusieran entre Masada y ellos. Un escuadrón liderado por una mujer. Oh, sí. Comprendía su temor, y ese entendimiento despertó su simpatía, a pesar del trato que había recibido.
Cuando el coche llegó a la embajada, tuvo que volver a tragarse su angustia al ver a Sir Anthony Langtry esperando solo. Otra figura tendría que haber estado junto al alto y fornido embajador. Una pequeña, con el rostro de un duendecillo y una sonrisa especial dedicada a ella.
Ascendió por los escalones, pasando junto al marine que guardaba la entrada, dándose cuenta de que vestía su armadura corporal y un arma de pulsos cargada, y el embajador recorrió la mitad del camino para recibirla.
—Sir Anthony. —Ella estrechó su mano, sin permitir que su dolor se trasluciera en su tono de voz o en su expresión.
—Capitana, me alegro de que esté aquí. —Langtry había sido coronel de los marines. Entendía lo arriesgado de su situación, y ella creyó advertir un poco de ese respeto tradicional que siente un marine hacia un capitán de una nave de la reina en sus ojos profundos, al tiempo que él la invitaba a entrar y respirar el aire puro que había dentro de la embajada. Era un hombre alto, pero la mayor parte de su volumen se concentraba en su torso, y tuvo que medio trotar para igualar sus grandes zancadas mientras caminaban por el pasillo central.
—¿Ha llegado ya el oficial al mando graysonita?
—Eh, no. Todavía no. —Ella lo miró con reproché y él empezó a decir algo, luego cerró la boca, tecleó una contraseña y la invitó a entraren la sala de conferencias. Allí esperaban otras dos personas. Uno era un comandante vestido con el uniforme azul de la Armada Graysonita y el otro era el honorable Reginald Houseman.
—Capitana Harrington, este es el comandante Brentworth —dijo Langtry, a modo de presentación—. Al Señor Houseman ya lo conoce.
Honor saludó con un movimiento de la cabeza a Houseman y extendió la mano hacia el comandante. Podía poner a prueba su reacción en aquel momento, pensó, y se sintió ligeramente sorprendida cuando él la estrechó sin vacilar. Había cierta incomodidad en su mirada pero, para variar, no parecía estar dirigida a ella. O, por lo menos, no directamente.
—El comandante Brentworth será su enlace con la Armada Graysonita —continuó Langtry, y había algo extraño en su voz.
—Bienvenido a bordo, comandante. —Brentworth asintió, pero su incomodidad se hizo más palpable—. Pensé que su oficial al mando ya habría llegado —continuó Honor—, porque creo que no podremos avanzar mucho hasta que no haya hablado con él y podamos coordinar nuestra actuación.
Brentworth empezó a responder, pero Langtry lo interrumpió con un gesto curiosamente compasivo.
—Me temo que el almirante Garret no va a venir, capitana. —El embajador respondió por Brentworth en un tono neutro—. Cree que aprovechará más el tiempo si monitoriza la situación desde el mando central. Ha encargado al comandante Brentworth que le comunique cuáles son sus planes.
Honor lo miró intensamente, luego a Brentworth. El graysonita se había ruborizado, y se dio cuenta entonces de que la incomodidad que veía en sus ojos era vergüenza.
—Me temo que eso no es aceptable, Sir Anthony. —Se sorprendió por la dureza que había en su propia voz—. El almirante Garret puede ser un magnífico oficial, pero no creo que entienda cuáles son las capacidades totales de mis naves. Siendo ese el caso, tampoco sabrá cómo sacar lo mejor de ellas. —Miró a Brentworth—. Con todos mis respetos, comandante, creo que en esta situación su Armada no tiene la capacidad necesaria para enfrentarse a la amenaza.
—Capitana, yo… —empezó Brentworth, luego calló, su rostro enrojeció aún más y Honor sintió lástima de él.
—Entiendo su posición, comandante Brentworth —dijo, en un tono más sereno—. Por favor, no crea que lo que he dicho es una crítica hacia usted.
La humillación del oficial graysonita aumentó debido a su tono de entendimiento, pero en su expresión también se reflejaba la gratitud.
—Muy bien, Sir Anthony. —Honor volvió a centrar su atención en Langtry—. Vamos a tener que cambiar la opinión del almirante Garret. Debo tener un acceso completo y cooperación para defender este planeta y…
—¡Un momento, capitana! —interrumpió Houseman con una voz forzada, casi estridente, muy diferente a aquella cuidadosa pronunciación cuyo tono de superioridad recordaba Honor tan bien. Él se inclinó por encima de la mesa de conferencias—. Creo que no entiende la situación, capitana Harrington. Su primera responsabilidad es para con el reino de Mantícora, no este planeta, y, por tanto, para con los representantes de Su Majestad. Me veo en la obligación de recordarle que la protección de esos sujetos tiene prioridad sobre cualquier otro tema.
—Tengo intención de proteger a los súbditos de Su Majestad, Señor Houseman. —Honor sabía que el disgusto que sentía hacia él se traslucía en su voz, pero no podía evitarlo—. La mejor manera de hacerlo, sin embargo, será protegiendo a todo el planeta, ¡y no solo la parte en la que están los manticorianos!
—¡No se atreva a hablarme así, capitana! Con el fallecimiento del almirante Courvosier, yo soy el miembro al mando de la delegación en Grayson. ¡Le agradeceré que lo tenga en cuenta y que siga mis instrucciones!
—Entiendo. —Los ojos de Honor eran duros como el acero—. ¿Y cuáles son esas «instrucciones», Señor Houseman?
—¿Cuáles? ¡Evacuar, por supuesto! —Houseman la miró como si fuera la alumna más retrasada de la universidad de Manheim—. Quiero que empiece inmediatamente a planear una evacuación ordenada y rápida de todos los súbditos manticorianos a bordo de sus naves y de los mercantes que todavía están en órbita.
—¿Y el resto de la población graysonita, Señor Houseman? —preguntó Honor con suavidad—. ¿También deberemos evacuarlos a todos?
—¡Desde luego que no! —Las quijadas de Houseman enrojecieron—. ¡Y no volveré a advertirle acerca de su impertinencia, capitana Harrington! ¡La población graysonita no es su responsabilidad, pero sí nuestros súbditos!
—Así que mis instrucciones consisten en abandonarlos.
La voz de Honor era neutral, sin ninguna inflexión.
—Lamento mucho la situación contra la que se enfrentan. —Houseman apartó los ojos de la mirada intimidante de Honor, pero continuó con testarudez—. Lo siento mucho —repitió—, pero esta situación no nos incumbe. En esta circunstancia, nuestra principal preocupación debe ser poner a salvo y proteger a los nuestros.
—Incluido usted.
Houseman levantó la cabeza al escuchar el desprecio gélido e infinito que había en su voz de soprano. Se quedó callado un instante, luego golpeó con un puño la mesa de conferencias y se levantó como accionado por un resorte.
—¡Se lo advierto por última vez, capitana! ¡O vigila su modo de hablarme o conseguiré que la despidan! ¡Me preocupo solo de mis responsabilidades, compromisos con los que cumplo! ¡Incluso aunque usted no lo entienda, soy un guardián de los intereses de Su Majestad en Yeltsin!
—Creía que teníamos un embajador para velar por los intereses de Su Majestad —le espetó Honor como respuesta, y Langtry se acercó más a ella.
—Así es, capitana. —Su voz era fría y no parecía tanto un embajador como un coronel cuando miró con ira a Houseman—. Señor Houseman, quizá no represente al gobierno de Su Majestad en lo concerniente a la misión del almirante Courvosier, pero desde luego sí represento la prolongación de otros intereses.
—¿Cree que debería utilizar mi escuadrón para evacuar a los súbditos manticorianos de la línea de fuego, señor? —inquirió Honor, sin apartar la mirada de los ojos de Houseman. El rostro del economista enrojeció por la ira cuando Langtry respondió.
—No, capitana. Obviamente creo que sería mejor evacuar a tantos no combatientes como nos fuera posible a bordo de los cargueros que aún estén disponibles, pero, en mi opinión, su escuadrón sería de más ayuda si protegiera Grayson. Si lo desea, puedo darle las órdenes por escrito.
—¡Malditos sean! —Gritó Houseman—. ¡No se atreva a usar trucos legales conmigo! ¡Si me veo en la obligación, haré que lo expulsen del servicio en el Ministerio de Asuntos Exteriores, al mismo tiempo que consigo que a ella le hagan una corte marcial!
—Inténtelo —bufó Langtry con desdén.
Houseman tragó saliva con furia y a Honor le tembló la comisura del labio cuando su propia rabia se precipitó para encontrarse con la de él. ¡Después de todo aquel desdén prepotente hacia los militares, su arrogante presunción sobre el lugar superior que ocupaba en el esquema de las cosas, todo en lo que podía pensar ahora era ordenar a esos militares a los que antes había insultado que protegieran su pellejo! La superficie elegante y sofisticada se había agrietado y detrás de ella estaba una desagradable cobardía personal que Honor era incapaz de comprender y mucho menos aceptar.
Reunió el coraje necesario para responder a Langtry y ella percibió la presencia callada del oficial graysonita echándose a un lado. Se avergonzaba de lo que estaba viendo y oyendo y, bajo toda aquella vergüenza e ira, estaba la agónica e hiriente muerte del almirante y la responsabilidad que ella había tenido en esa pérdida. ¡Aquel hombre, ese gusano, no tiraría a la basura todo aquello por lo que el almirante había trabajado, por lo que había muerto!
Se inclinó sobre la mesa hacia él, encontrándose con sus ojos a menos de un metro, y sus palabras cortaron su arranque como lo haría un escalpelo.
—Cierre el pico, cobarde. —Las frías palabras eran precisas, pronunciadas casi con serenidad, y él se echó hacia atrás. Su rostro se tiñó de un matiz escarlata, luego blanco y se retorció por causa de la ira. Ella, sin embargo, continuó en el mismo tono gélido, con esa fría precisión que hacía que cada palabra se convirtiera en un cuchillo—. Me repugna. Sir Anthony tiene razón y lo sabe, pero no lo admite porque no tiene los cojones para hacerlo.
—¡La expulsarán! —Farfulló Houseman—. Tengo amigos importantes y yo…
Honor lo abofeteó.
No debería haberlo hecho. Lo supo incluso mientras lo hacía. Había traspasado la línea, pero concentró toda la fuerza en sus músculos esfinginos al lanzar esa bofetada con el dorso de la mano. El bufido de Nimitz estaba teñido por la furia compartida. El sonoro ¡crack!, fue como si se rompiera la rama de un árbol, y Houseman resultó catapultado hacia atrás, al mismo tiempo que la sangre manaba de su nariz y de los labios heridos.
Una neblina rojiza nubló la visión de Honor y oyó a Langtry diciéndole algo en tono de urgencia, pero no le importó. Apartó a un lado el extremo de la pesada mesa de conferencias y avanzó hacia Houseman. El diplomático, con la boca ensangrentada, arañó el suelo con las manos para escapar de la silla en la que estaba sentado.
Ignoraba lo que habría hecho si él hubiera demostrado un ápice de coraje físico. Pero ya nunca lo sabría, porque cuando por fin se había quedado de pie sobre él, lo había oído sollozar aterrorizado y eso la había detenido en seco.
Su furia volvió a hundirse en las profundidades de su mente, todavía tenía las garras dispuestas para atacar y bufaba, pero todo estaba bajo control y su voz era distante… y cruel.
—Su propósito aquí era el de establecer una alianza con la Estrella de Yeltsin —se oyó decir a sí misma— para demostrar a esta gente que una alianza con Mantícora les ayudaría. Ese era el compromiso que había asumido nuestro reino y el que el almirante Courvosier aceptó llevar a cabo. Sabía que aquí el honor de la reina estaba en juego, Señor Houseman. El honor de todo el reino de Mantícora. Si huimos ahora, si abandonamos Grayson cuando sabemos que Haven está ayudando a los masadianos, y sabiendo que vinimos por nuestras disputas con los havenitas, esto acabará por convertirse en una mancha en el honor de Su Majestad que nunca podremos limpiar. ¡Si no puede verlo de ninguna otra forma, considere entonces él impacto que esto supondría para cualquier otra alianza que quisiéramos pactar! Si cree que puede conseguir que sus amigos en las altas esferas me castiguen por hacer mi trabajo, puede intentarlo. ¡Entre tanto, aquellos de nosotros que no seamos unos cobardes tendremos que salir del paso como mejor podamos sin usted!
Tembló, la ira se había enfriado. Miró hacia abajo, al lloroso diplomático, y él se encogió ante su mirada. Había determinación en sus ojos, pero todo lo que él podía ver era a la asesina que había detrás, y el terror lo obligaba a permanecer inmóvil.
Ella siguió mirándolo con intensidad durante un momento más, luego se giró hacia Langtry. El embajador estaba algo pálido, pero su expresión era de aprobación y enderezó los hombros.
—Muy bien, Sir Anthony —dijo, con más calma—, la comandante Truman está trabajando ya en los planes para evacuar a toda su plantilla. Por ende, necesitaremos los nombres y direcciones de todos los demás súbditos manticorianos que están en Grayson. Estoy casi segura de que todos entrarán en los cargueros, aunque estos nunca fueron concebidos para servir como transporte. Las comodidades serán escasas y primitivas, y la comandante Truman necesitará el número total de evacuados tan pronto como sea posible.
—Mi personal ya tiene esas listas, capitana —informó Langtry, sin siquiera echar un vistazo al hombre que gimoteaba en el suelo detrás de ella—. Se las enviaré a la comandante Truman tan pronto como hayamos terminado aquí.
—Gracias. —Honor aspiró profundamente y se giró hacia Brentworth.
—Lamento lo que acaba de ocurrir, comandante —dijo en voz baja—. Le ruego que crea que el embajador Langtry representa la auténtica política de mi reina para con los graysonitas.
—Desde luego, capitana. —Los ojos del comandante brillaron cuando volvió la vista hacia ella, y se dio cuenta de que ya no estaba viendo solo a una mujer. Veía a una oficial de la reina y quizá fuera el primer graysonita que la miraba más allá de su sexo y se quedaba solo con el uniforme que vestía.
—Muy bien. —Honor miró el extremo volcado de la mesa y se encogió de hombros, luego giró una de las sillas para sentarse frente a los dos hombres. Se sentó y cruzó las piernas. Todavía podía sentir los temblores residuales de la furia en sus miembros y el estremecimiento del cuerpo de Nimitz contra su cuello.
—En ese caso, comandante, creo que ha llegado el momento de centrarnos en la cooperación que deberíamos recibir por parte de su ejército.
—Sí, señor… señora —se corrigió Brentworth rápidamente, pero no hubo más vacilación en él. De hecho, sonrió ante el pequeño desliz. Su sonrisa se desvaneció con prontitud—. Con todo el respeto, capitana Harrington, eso no va a resultar sencillo. El almirante Garret es… bueno, es extremadamente conservador y creo… —carraspeó—. Creo que la situación actual es tan mala que no piensa con claridad, capitana.
—Discúlpeme, comandante —se excusó Langtry—, pero lo que quiere decir es que el almirante Garret es una vieja señorona, por favor no se ofenda por la expresión, que está al borde mismo del pánico.
Brentworth se ruborizó y el embajador sacudió la cabeza.
»Lamento mi franqueza, comandante, y estoy seguro de que no estoy siendo justo con el almirante, pero ahora no necesitamos buenas palabras, no nos podemos permitir que exista ningún malentendido. Soy muy consciente de que nadie puede calzarse los zapatos del contraalmirante Yanakov, y Dios sabe que Garret tiene muchos motivos para estar asustado. Con esto no quiero decir que sea un cobarde. Supongo que, sencillamente, no esperaba obtener el trabajo tan repentinamente, y que sabe que esta es una amenaza que no podrá derrotar. Eso basta para que cualquiera deje de «pensar con claridad». Pero el hecho es que no va a ceder voluntariamente el mando a una oficial extranjera que no solo es capitana, sino que además es una mujer, ¿no es así?
—¡Yo no he dicho nada acerca de asumir el mando! —protestó Honor.
—Entonces está siendo bastante ingenua, capitana —le dijo Langtry—, si queremos defender este planeta, su gente va a tener que pelear como leones y Garret tendrá que asumirlo. Y, como usted misma ha dicho, ningún oficial graysonita sabe cómo sacar la mejor ventaja de sus capacidades. Sus planes tendrán que adaptarse a los suyos y no a la inversa, y eso la convierte en la oficial al mando de facto. Y Garret lo sabe, pero es incapaz de admitirlo. Para él, eso no solo sería como abandonar sus responsabilidades, sino que además lo haría por una mujer. —El embajador miró al comandante Brentworth y continuó sin vacilar—. Para el almirante Garret eso significa automáticamente que, por su sexo, usted es inadecuada para asumir el mando. No puede confiarle la defensa de su planeta natal a alguien que sabe que no podrá encargarse de ello.
Honor se mordió el labio, pero no podía refutar los comentarios de Langtry, El viejo caballo de guerra que había detrás de la máscara de embajador sabía demasiado bien cómo el miedo podía determinar las reacciones humanas, y los temores físicos causaban tantos daños o mataban a tantas personas como el terror moral a fracasar, a admitir el fracaso. Y ese era el miedo que obligaba al comandante a agarrarse con uñas y dientes a su autoridad y que lo hacía incapaz de renunciar a él, incluso a sabiendas de que no podría cumplirlo. Además, claro, Langtry tenía razón también en que los prejuicios de Garret azuzarían su temor.
—Comandante Brentworth —su voz era suave y la mirada del oficial graysonita se precipitó sobre ella—, me doy cuenta de que lo estamos situando en una posición odiosa —continuó en voz baja—, pero tengo que preguntarle, y me gustaría que me respondiera con toda sinceridad, si la opinión del embajador Langtry acerca del almirante Garret es cierta.
—Sí, señora —respondió Brentworth con rapidez, aunque evidentemente en contra de su voluntad. Calló y se aclaró la garganta—. Capitana Harrington, no existe otro hombre que vista el uniforme graysonita que sea más devoto de la seguridad de este planeta, pero… pero este no es un trabajo para él.
—Por desgracia, es el hombre que lo tiene —añadió Langtry— y no está dispuesto a cooperar con usted, capitana.
—Entonces me temo que no nos queda más remedio que pasar por encima de él. —Honor cuadró los hombros—. ¿Con quién podríamos hablar, Sir Anthony?
—Bueno… —Langtry se frotó el labio—. Está el consejero Long, el ministro de la Armada, pero que no cuenta con ningún antecedente militar propio. No creo que tuviera más influencia que un oficial experimentado en algo tan crítico como esto.
—Estoy convencido de que no, Sir Anthony —intervino Brentworth. El oficial graysonita cogió una silla con una sonrisa de disculpa, pero su gesto fue como una afirmación que lo situaba en el bando de los extranjeros, en contra de su comandante militar—. Como ha dicho, no cuenta con antecedentes en la Flota. Y, salvo en los asuntos administrativos; siempre se sometía al juicio del almirante Yanakov. Dudo de que cambie su política ahora, y si me disculpa capitana, también está del lado de los conservadores.
—Comandante —Honor se sorprendió emitiendo una sonora carcajada—, creo que nunca llegaremos a nada si continúa disculpándose por todos aquellos que tienen problemas a la hora de aceptar que soy una mujer. —Hizo un gesto con la mano cuando él quiso responder—. No es su culpa y realmente tampoco la de ellos, e incluso aunque así fuera, repartir culpas es algo para lo que desde luego no tenemos tiempo. Pero mi piel es lo bastante gruesa como para soportarlo todo, así que continúe y deje que los puñales se claven donde sea.
—Sí, señora. —Brentworth la sonrió y se relajó un poco más. Luego, al meditar, arrugó el ceño—. ¿Y qué hay del almirante Stephens, Sir Anthony? —Miró a Honor—. Es… o más bien era nuestro Jefe del Estado Mayor hasta el último año.
—No nos sirve —decidió Langtry—, como acaba de decir, está retirado. E incluso aunque no lo estuviera, Long y él se odian a muerte. Creo que es por algo personal. —Espantó una mosca inexistente con una mano—. No tiene nada que ver con la política de la Armada, pero el asunto se interpondría en el camino y no tenemos tiempo para eso.
—Entonces no sé a quién podríamos recurrir —suspiró Brentworth—. Como no sea al Protector.
—¿El Protector? —Honor enarcó una ceja y miró a Langtry—. Eso habría que tenerlo en cuenta. ¿Por qué no le pedimos al Protector Benjamín que intervenga?
—Eso no tendría precedente. —Langtry sacudió la cabeza—. El Protector nunca interviene entre los ministros y sus subordinados.
—¿Es que no tiene la autoridad para ello? —preguntó Honor, sorprendida.
—Bueno, técnicamente, y según la constitución escrita, la tiene. Pero la que no está escrita dice lo contrario. El Consejo del Protector tiene derecho a aconsejar y dar su consentimiento a los nombramientos ministeriales. Hace un siglo, más o menos, eso pasó a convertirse en parte del control de los ministerios. De hecho, el canciller, como primer consejero, es quien controla el gobierno hoy en día.
—Espere un momento, Sir Anthony —intervino Brentworth—. Estoy de acuerdo con lo que acaba de decir, pero la Constitución no hace referencia a esta situación y la Armada es más tradicional… —sonrió a Honor— que los civiles. Recuerden que nosotros juramos al Protector y no al Consejo ni a la Cámara. Creo que si hiciera valer sus poderes escritos, la Flota le escucharía.
—¿Incluso para poner a una mujer al mando? —preguntó Langtry con escepticismo.
—Bueno… —vaciló Brentworth. Honor se sentó erguida con tosquedad y puso los dos pies en el suelo.
—Muy bien, caballeros, no vamos a conseguir nada si no decidimos ya con quién debemos hablar, y creo que no tenemos muchas opciones. Por lo que ambos comentan, tendrá que ser el Protector, dado que nuestra intención es pasar por encima de todas las capas institucionales.
—Podría hablar con él —meditó Langtry en voz alta—, pero primero necesitaré el permiso del Canciller Prestwick. Eso significa que la petición tendrá que recorrer el Consejo, y sé que algunos de ellos se mostrarán inflexibles, a pesar de la situación. Llevará tiempo capitana, por lo menos uno o dos días.
—No tenemos uno o dos días.
—Pero… —empezó Langtry y Honor sacudió la cabeza.
—No, Sir Anthony, lo siento, pero si seguimos ese camino, terminaré defendiendo sola este planeta. Si los masadianos deciden continuar con sus operaciones, a pesar de que mi escuadrón haya regresado, no creo que esperen tanto tiempo. Y, francamente, si han trasladado todas sus NLA a este sistema para apoyar a las hiperunidades y a los dos cruceros repos, necesitaré toda la ayuda disponible para quitármelos de encima mientras me ocupo de los grandes.
—Pero ¿qué más podemos hacer?
—Podemos sacar ventaja de que soy un perro espacial franco, que no teme a nada y que carece de los modales diplomáticos más básicos. En lugar de escribir una propuesta o encauzar un mensaje diplomático a través de los canales habituales, solicite una audiencia entre el Protector Benjamín y yo.
—¡Dios Santo, nunca lo consentirán! —Jadeó Langtry—. ¿Una reunión privada entre el Protector y una mujer? ¿¡Una oficial de la Armada extranjera que además es mujer!? No, ni hablar.
—Va a tener que hablar de ello, Sir Anthony —le respondió Honor con seriedad y ya sin pedir su permiso. Estaba dándole una orden y él lo sabía. Él la miró con atención, meditando cómo podría obedecerla, y entonces ella sonrió.
—Comandante Brentworth, está a punto de no oír esta parte de la conversación. ¿Cree que podrá hacerlo? ¿O prefiere que le pida que abandone la sala?
—Mi oído no es muy bueno, señora —le informó Brentworth con una sonrisa de conspiración. Estaba claro que muy pocas cosas podrían haberlo obligado a abandonar aquella habitación.
—Muy bien, embajador, le va a decir al gobierno graysonita que, a menos que se me permita reunirme con el Protector Benjamín, no tendré otra alternativa que asumir que Grayson cree que no necesita mi servicio, en cuyo caso me veré obligada a evacuar a todos los súbditos manticorianos y retirarme de Yeltsin en las próximas doce horas.
Brentworth se la quedó mirando con la boca abierta, el divertimento del momento anterior se había transformado de pronto en horror, y ella le guiñó un ojo.
—No se preocupe, comandante, no tengo intención de marcharme. Pero si se lo planteamos en esos términos, no tendrán más remedio que escucharnos, ¿no creen?
—Eh, no, señora. Supongo que tiene razón —afirmó Brentworth con nerviosismo, y Langtry asintió con vacilante aprobación.
—Atraviesan ya una crisis militar, supongo que también podríamos plantearles una constitucional. El Ministro de Asuntos Exteriores se sentirá horrorizado cuando sepa que hemos dado un ultimátum a los cabezas de Estado y posibles aliados, pero creo que Su Majestad nos dispensará.
—¿Cuánto tardará en entregar el mensaje?
—Lo haré tan pronto como llegue al terminal de mi despacho, pero si no le importa, me gustaría dedicar unos minutos a pensar un mensaje serio y apropiado. Algo que sea formal y riguroso, con el tono propio de estar trabajando bajo la presión de una militar que ignora que está violando los precedentes diplomáticos. —A pesar de la tensión, Langtry se rió—. ¡Si lo hago bien, quizá incluso consiga que encañonar a un gobierno amigo en la cabeza no me cueste la carrera!
—Puede acusarme de ser la mayor ogro, siempre y cuando su intento por salvar su carrera no nos retrase demasiado —dijo Honor, sonriendo otra vez. Se puso de pie—. De hecho, ¿qué le parece si piensa en el mensaje mientras caminamos hacia su despacho?
Langtry asintió de nuevo, sonriendo a pesar de que parecía algo agobiado por su despiadada petición. Caminó hasta el exterior de la sala de conferencias con Honor pisándole los talones; el comandante Brentworth, que parecía incluso más aturdido, caminaba tras ellos.
Ninguno se molestó en volver la vista hacia el diplomático que todavía lloraba silenciosamente en la sombra de la mesa volcada.