17

17

El comandante Manning se quedó de pie un momento, en el exterior de la sala de reuniones, y aspiró profundamente.

A Manning le gustaba el capitán Yu. En un servicio donde demasiados oficiales al mando provenían de las familias legisladoras, Yu era una excepción: era un hombre que se había hecho a sí mismo. No podía haberle resultado fácil, pero, de alguna manera, el capitán se había abierto camino hasta el mando sin olvidar lo que había pasado en su ascensión. Trataba a sus oficiales con firmeza y respeto, incluso con calidez, y nunca olvidaba a aquellos que le habían servido bien. Thomas Theisman capitaneaba el Principado porque había servido antes a las órdenes del capitán Yu, y este lo había patrocinado para ocupar el cargo; a Manning lo habían escogido como segundo oficial del Trueno por las mismas razones. Esa actitud le había granjeado al capitán una importante lealtad y devoción personal, pero era sencillamente un ser humano. Tenía sus días malos y cuando un oficial al mando, cualquiera de ellos, estaba en esa situación, sus subordinados debían andar con cautela.

Y si el capitán tenía alguna razón para sentirse así, desde luego aquel era el momento, pensó Manning al accionar el botón del intercomunicador.

—¿Sí? —La voz era tan cortés como siempre, pero conllevaba un tono oculto peligroso para los oídos que la conocían bien.

—Soy el comandante Manning, señor.

La escotilla se abrió. Manning cruzó el umbral y su instinto le advirtió de que saludara a su superior al estilo havenita.

—¿Quería verme, señor?

—Sí. Siéntate, George.

Yu señaló una silla y el comandante se relajó ligeramente cuando el capitán lo llamó por su nombre de pila.

—¿Cuál es el estado del Tractor Cinco?

—Ingeniería dice que tardará otras diez o doce horas, señor. —El rostro de Yu se tensó y Manning trató de que su voz permaneciera neutral—. Los componentes no fueron fabricados para mantener este nivel de potencia continuo, capitán. Tendrán que llegar hasta el núcleo del flujo para realizar los cambios.

—¡Maldita sea! —Yu se pasó una mano por el pelo con un gesto agobiado que nunca demostraría a un masadiano y luego, con la mano libre, golpeó la superficie de la mesa.

Manning consiguió no encogerse. Estaba claro que los masadianos eran capaces de agotar la paciencia de un santo. El que el capitán estuviera utilizando un lenguaje al que no había recurrido desde que llegaran allí, era una señal bastante acertada de lo mucho que había tenido que aguantar.

Yu volvió a golpear la mesa con fuerza y se volvió a sentar en su silla con un gruñido.

—Son idiotas, George. ¡Unos putos idiotas! Podríamos destruir todo lo que le queda a Grayson en una hora, pero qué digo, ¡en quince minutos! ¡Y no nos lo permiten!

—Sí, señor —respondió Manning con suavidad y Yu se puso en pie para caminar de un extremo al otro de la sala de reuniones como un león enjaulado.

—Si alguien en casa me hubiera dicho que existían personas así en algún lugar de la galaxia, le hubiera llamado mentiroso —gruñó Yu—. Tenemos a los graysonitas agarrados por las pelotas ¡y lo único en lo que se fijan es en lo dañados que han resultado! Y todo porque el Madrigal hizo pedazos su armada de juguete. ¡Joder, se cagan en los pantalones como si tuvieran que enfrentarse contra toda la jodida flota manticoriana!

Esta vez Manning Optó por guardar un respetuoso silencio. En aquel punto, todo lo que dijera solo empeoraría las cosas.

Nadie, ni siquiera el capitán Yu, estaba preparado para lo buenos que eran los sistemas antimisiles manticorianos. Sabían que la capacidad de combate electrónico de la RAM era mejor que la suya y habían tenido en cuenta un cierto margen de superioridad en sus demás sistemas, pero la velocidad y la precisión de la defensa puntual del Madrigal los había dejado atónitos a todos. Había transformado lo que se esperaba que fuera una aniquilación total en algo mucho menor, y si las defensas del destructor no se hubieran visto desbordadas por la necesidad de proteger a sus confortes, posiblemente hubiera salido intacto del enfrentamiento.

Lo más probable es que, en un combate sostenido, hubiera sido diferente porque sus ordenadores habrían obtenido una lectura de la capacidad de respuesta del Madrigal y podrían haber cambiado los patrones de ataque y la posición de las naves hasta penetrar en sus defensas. Pero solo habían contado con un disparo cada uno y el destructor había derribado demasiados misiles.

Eso había logrado molestar lo suficiente a los «inmigrantes» de la tripulación del Trueno. Habían aceptado, sin embargo, que su equipamiento fue insuficiente en esa ocasión. No obstante, «molestos» no era una palabra acertada para describir el estado anímico de los masadianos. El Espada Simonds se había quedado blanco al ver cómo el Madrigal y los graysonitas supervivientes se precipitaban a toda prisa fuera de su alcance de tiro. Manning todavía estaba asombrado de que el capitán Yu hubiera logrado controlar su genio cuando el Espada anduvo desvariando y criticando, y, a pesar de su aparente serenidad exterior, Manning sabía que, cuando Simonds se negó a ordenar a Franks que evitara al Madrigal y persiguiera a los graysonitas supervivientes, había estado más cerca de cometer un asesinato que nunca antes en su vida.

Simonds casi había sido presa de la ira cuando desdeñó la sugerencia de Yu. El punto hasta el que el Madrigal había perjudicado la emboscada no solo lo había puesto furioso sino que además lo había asustado, y sabía perfectamente que algunas de las naves de Franks habría estado expuestas a sus disparos, sin importar lo mucho que se dispersaran al tratar de sobrevolarlo.

Y desde luego que lo hubieran estado, pero la respuesta del Espada a la amenaza había demostrado claramente que no era un buen táctico. Si las naves se hubieran dispersado, quizá hubiera tenido que sacrificar a uno o dos cruceros ante los misiles del Madrigal, pero los demás hubieran estado fuera del alcance de tiro del destructor. Lo cierto es que no habría tenido la capacidad de derribar a tantos objetivos. Pero había insistido en apoyar la decisión de Franks e ir todos juntos para afirmarse mutuamente y, claro, por ello había pagado el precio que solían pagar los tácticos inseguros. Las naves masadianas habían aminorado la marcha para encontrarse con el Madrigal y de tal manera que sus armas estuvieran a distancia de tiro.

Había sido como si una multitud cargara armada con porras contra un hombre con una pistola de pulsos. Los misiles del Madrigal habían volado los cruceros Sansón y Noé y el destructor Trono mientras se acercaban, y luego los masadianos entraron dentro del alcance de sus armas de energía y la situación empeoró. El crucero David sobrevivió, pero de él quedaba poco más que el casco, y los destructores Querubín y Serafín quedaron lisiados incluso antes de entrar dentro del alcance de sus armas de energía.

Por supuesto, después de eso, las porras habían tenido la ocasión de golpear. Y, a pesar de lo obsoletas que eran las armas de energía masadianas, eran tan numerosas que sencillamente habían hecho pedazos la nave. Pero incluso después de haber resultado muy malherido, el Madrigal había hundido los dientes en los destructores Arcángel y Ángel. Los había atacado hasta que ya no le quedaron más armas y se había llevado al Arcángel consigo. De todo el escuadrón que se había cerrado en torno a él, solo el crucero Salomón y el destructor Dominio quedaron capacitados para continuar combatiendo. Y claro, la decisión de Franks de aminorar la velocidad para acometer aquel enfrentamiento suicida implicaba que los graysonitas supervivientes habían escapado…

No debería haber importado. Si acaso, lo que había conseguido el Madrigal debería haber hecho sentirse más seguro a Simonds. Si un destructor había logrado engendrar tal destrucción, ¿qué podría hacer entonces el Trueno?

—¿Sabes lo que ese gilipollas insufrible me dijo? —Yu se giró para mirar a su segundo, lo señaló con un dedo y sus ojos llamearon—. Me dijo, ¡maldita sea, me dijo que si no le hubiera mentido acerca de las capacidades de mi nave, se sentiría quizá más inclinado a escucharme ahora! —Un bufido reverberó en la garganta del capitán—. ¿¡Y qué cojones pensará que va a pasar cuando los maricones de sus «almirantes» tengan las cabezas tan metidas en el culo que tengan que respirar a través del ombligo!?

Manning continuó guardando silencio y procuró mantener una actitud comprensiva. Yu frunció los labios como si quisiera escupir. Luego bajó los hombros y volvió a arrebujarse en su silla.

—Dios, ¡cómo desearía que le hubieran encargado esta misión a otro! —suspiró, pero la furia había abandonado su voz y Manning comprendió que el capitán había tenido tanta necesidad de marcharse de su sistema que solo podía recriminarse a sí mismo.

—Bueno —dijo Yu, finalmente—, supongo que si insisten en ser estúpidos lo único que podemos hacer es tratar de minimizar las consecuencias. Hay veces que me dan ganas de matar a Valentine, pero entiendo que eso sería una inutilidad, así que debo reconocer que casi admiro su ingenio. Con toda seguridad, a nadie antes se le hubiera ocurrido remolcar a las NLA a través del hiperespacio.

—Sí, señor. Pero, por otro lado, no lo hubieran conseguido con sus propios tractores o hipergeneradores. Supongo que para cuando has obtenido la capacidad técnica apropiada, ya sabes cómo construir naves lo bastante buenas como para no tener que utilizar ese recurso.

—Hum. —Yu aspiró profundamente y cerró los ojos durante un momento. A pesar de lo estúpida que le parecía la idea, sabía también que solo la sugerencia de su jefe de ingenieros había conseguido que los masadianos se pusieran en movimiento.

Se habían negado a atacar Grayson con lo que les restaba de fuerza de ataque en Yeltsin. Yu se figuraba que tenían miedo de que Mantícora les hubiera dado a los graysonitas algún tipo de arma muy poderosa. Y esa era, con diferencia, la idea más absurda que se les había ocurrido, pero no podía culparlos por ello. Nunca antes habían visto de qué era capaz una nave moderna, y lo que el Madrigal le había hecho a su anticuada flota les había dejado aterrorizados. Su lógica les decía que el Trueno y el Principado eran mucho más poderosos que el Madrigal, pero nunca habían visto «sus» dos naves modernas en acción. Sus capacidades, por tanto, no terminaban de ser tan reales y, de todos modos, la credibilidad de Yu había quedado muy perjudicada después de que el Madrigal escapara de la emboscada.

Durante un día, Simonds había sido inflexible en cuanto a la necesidad de suspender todas las operaciones y negociar una tregua. Yu estaba seguro de que no tendrían posibilidad de conseguirla después de que Masada hubiera atacado tan repentinamente y hubiera destruido al Madrigal, pero el Espada se había empeñado y había insistido en que no disponía del tonelaje necesario para continuar en Yeltsin.

Ese fue el instante en el que el comandante Valentine hizo su sugerencia, y Yu no estaba seguro de si quería estrangular a su ingeniero o darle un beso. Les había llevado ya tres días y la avería en el Tractor Cinco los retrasaría aún más, pero Simonds había estado de acuerdo con la idea y, aunque solo de forma vacilante, también decidió continuar.

Valentine les había recordado que tanto el Trueno como el Principado tenían hipergeneradores mucho más potentes que cualquier nave estelar masadiana. De hecho, sus generadores eran lo bastante potentes como para prolongar sus campos de traslación más de seis kilómetros detrás de sus cascos si los llevaban a toda potencia. Eso implicaba que si se trasladaban desde un punto muerto, podrían arrastrar consigo cualquier cosa que estuviera dentro de esos seis kilómetros. Y eso significaba que si las NLA masadianas se agrupaban muy cerca de ellos, podrían empujar a las naves más ligeras al hiperespacio.

Generalmente, eso se hubiera quedado en una idea que discutir en el comedor, pero Valentine había ido un paso más allá. Ninguna tripulación de una NLA podría sobrevivir a ese tipo de aceleración por la sencilla razón de que su compensador inercial se saturaría en el mismo instante en el que lo intentaran. Pero si trasladaba a toda la tripulación y sacaban o aseguraban todo el equipo que anduviera suelto por la nave, sugirió Valentine, no había razón por la que las naves no pudieran acelerar estando sujetas por un tractor.

Yu había pensado que estaba loco, pero el ingeniero les había enseñado los datos en su terminal y les había demostrado la posibilidad teóricamente. Y lo que le resultaba aún más sorprendente, Simonds se había sentido animado a ponerla en práctica.

De momento solo habían perdido dos de esas diminutas naves. Las NLA eran lo bastante grandes como para que tres tractores tuvieran que ocuparse de mantenerlas sujetas, y uno de ellos se había abierto durante la aceleración. Esa NLA se había partido en dos; la segunda había sobrevivido al viaje solo para que su tripulación se la encontrara con un agujero dentado de unos tres metros de diámetro en mitad de la nave, donde un tanque de presión de doce toneladas se había soltado y chocado contra el casco como una bala de cañón perdida.

Por supuesto, las naves de arrastre estaban abarrotadas casi hasta el límite de su capacidad debido a que las tripulaciones no podrían sobrevivir a bordo de sus propias naves y, como había predicho Manning, la presión en los tractores era enorme. Pero había funcionado y Yu se había encontrado con que el Trueno y el Principado jugaban a ser remolcadores, yendo y viniendo, entre Endicott y la Estrella de Yeltsin.

Era un salto corto, apenas doce horas entre los dos destinos para una nave moderna, incluso remolcando a las NLA, pero solo dos embarcaciones eran capaces de hacerlo y solo podían arrastrar a tres NLA cada vez; dos detrás del Trueno y una detrás del Principado. Sencillamente no tenían los suficientes tractores como para remolcar a más. En tres días habían trasladado a dieciocho de las veinte NLA masadianas, bueno, dieciséis si descontaban las dos que habían perdido. Este último viaje del Trueno serviría para remolcar a las últimas y, aunque él no creyera que su armamento les supusiera una gran ventaja táctica, por lo menos parecía haber reforzado la confianza de los masadianos, así que quizá no había sido una completa pérdida de tiempo.

—Tengo que hablar con el embajador —dijo de pronto, y Manning enarcó las cejas porque no comprendía a qué venía eso—, para salir de debajo de la bota de Simonds —explicó Yu—. Sé que tenemos que mantener la ficción de que esto es solo una operación masadiana, pero si por una vez lograra presionarlos al máximo, podríamos tenerlo todo arreglado dentro de un par de horas.

—Sí, señor. —Manning se sintió extrañamente conmovido por la extroversión de su capitán. No era algo muy habitual en la Armada Popular.

—Quizá pueda conseguir el tiempo suficiente mientras arreglamos el Tractor Cinco —meditó Yu—. Y tendría que ser cara a cara porque no me fío de los enlaces de comunicación.

Manning sabía que el capitán no confiaba en su oficial de comunicaciones, porque este era uno de los puestos ocupados por un masadiano.

—Lo entiendo, señor.

—Bien. —Yu se frotó la cara y luego se enderezó—. Siento haberte gritado, George. Es que eres el único que tenía al lado.

—Para eso estamos, señor —sonrió Manning, sin olvidarse de que muy pocos capitanes se disculparían por llevar a la práctica una de esas funciones para las que servían los segundos.

—Tal vez tengas razón. —Yu logró esbozar una sonrisa—. Por lo menos este será el último viaje de remolque.

—Sí, señor. Y el comandante Theisman se ocupará de vigilar Yeltsin hasta que nosotros regresemos.

—Mejor él que el idiota de Franks —gruñó Yu.

* * *

La Espada de los Fieles Matthew Simonds llamó a la puerta y entró en la habitación decorada con suntuosidad. Su hermano, el Anciano Jefe Thomas Simonds de los Fieles de la Iglesia de la Humanidad Libre, levantó la mirada y su rostro marchito era de todo menos alentador. El Anciano Superior Huggins estaba sentado junto a Thomas y su expresión era incluso peor que la del primero.

El diácono Ronald Sands estaba en el extremo opuesto a Huggins. Sands era uno de los hombres más jóvenes que había ocupado el puesto de diácono y su rostro era menos amenazador que el de sus mayores. En parte se debía a la diferencia de edad, claro, pero el Espada Simonds tenía la sospecha de que el maestro del espionaje masadiano era más listo que los otros dos, y que además lo sabía.

Escuchó el crujir de las prendas y giró la cabeza para descubrir a la más joven de las esposas de su hermano. No podía recordar su nombre, llevaba la típica túnica holgada con que se vestían las mujeres masadianas, pero su rostro no estaba cubierto por un velo y el Espada tuvo que dominar la necesidad de sonreír al darse cuenta de que parte del enojo de Huggins era consecuencia de la falta de respeto al pudor de la joven. Thomas se había enorgullecido siempre de su virilidad y complacía a su amour propre desposarse con una mujer que apenas tenía recién cumplidos los dieciocho años-T. Ya tenía a otras seis y Matthew dudaba de que todavía tuviera el aguante necesario para follarse a cualquiera de ellas, pero a Thomas le encantaba presumir de la belleza de su nuevo trofeo siempre que sus socios se reunían en su casa.

Aquella ostentación hacía que Huggins perdiera los estribos y, precisamente por eso, a Thomas le encantaba hacerlo. Si la joven hubiera pertenecido a cualquier otro, el intransigente Anciano la hubiera atado a un poste para que fuera azotada públicamente, y hubiera castigado al hombre que permitía que su mujer se comportara de una forma tan impía. De hecho, si el hombre en cuestión hubiera sido un don nadie, podría haber sugerido incluso que lo lapidaran. Pero siendo esta la situación, tendría que conformarse con fingir que ni siquiera se había dado cuenta.

El Espada avanzó por la alfombra, ignorando su presencia, y se sentó al pie de la larga mesa. El que todo aquello pareciera un tribunal, ocupando él el puesto de acusado, estaba seguro de que no era una coincidencia.

—Así que has venido. —La voz de Thomas estaba ronca por causa de la edad, porque era el hijo mayor de la primera mujer de Tobías Simonds, mientras que Matthew era el segundo de la cuarta esposa.

—Desde luego. —Matthew era plenamente consciente del peligro en el que se encontraba, pero si demostraba cualquier indicio de su vulnerabilidad, sus enemigos se echarían sobre él como una manada de ratasabuesos sobre un antílope masadiano.

—Me alegra saber que al menos puedes obedecer alguna orden —le espetó Huggins. El rencoroso Anciano se consideraba el principal rival del Espada para ocupar el puesto de Anciano Jefe y Matthew se giró hacia él, preparado para defenderse, pero la mano levantada de Thomas reprimió el sarcasmo del Anciano. Así que, de momento, su hermano no estaba por la labor de cortarle la cabeza.

—Paz, Hermano —pidió el Anciano Jefe a Huggins—. Todos los presentes aquí desempeñamos el trabajo de Dios. No nos rebajemos con recriminaciones.

Su esposa deambuló silenciosamente alrededor, rellenando sus vasos, y se desvaneció en cuanto él giró la cabeza y la ordenó que regresara a las dependencias de las mujeres. Huggins pareció relajarse un poco cuando ella se marchó, y se obligó a sonreír.

—Me reprimiré, Anciano Jefe. Discúlpame, Espada Simonds. Nuestra situación actual se basta para poner a prueba incluso la fe de San Austin.

—Desde luego, mayor Huggins —dijo el Espada con tanta falsa amabilidad como Huggins—, y me doy cuenta de que, siendo el comandante de nuestro ejército, la responsabilidad de enderezar la situación recae en mí.

—En parte —añadió su hermano, de forma impaciente—, pero también nosotros tenemos nuestra parte de culpa. Aunque, claro, no debemos olvidar que tú apoyaste los planes del infiel —acusó el Anciano Jefe, y su cabeza pareció hundirse entre los hombros.

—Para ser justos con el Espada Simonds —dijo Sands en el tono tímido que solía adoptar cuando hablaba con sus superiores—, los argumentos de Yu eran bastante convincentes. Y, de acuerdo con mis fuentes, eran además sinceros. Sus motivos estaban dirigidos a satisfacer sus intereses, por supuesto, pero realmente creía que tenía la capacidad que defendía.

Huggins bufó, pero nadie discutió el comentario de Sands. La teocracia masadiana había llegado muy lejos para negar a su «aliado» cualquier participación en sus actividades encubiertas, y todos en aquella habitación sabían lo intrincada que era la red de maniobras de Sands.

—En cualquier caso, estamos en graves aprietos por habernos decidido a escucharlo. —El Anciano Jefe miró con reproche a su hermano—. ¿Crees que tiene razón cuando dice que puede destruir lo que queda de la flota de los Renegados?

—Desde luego —dijo el Espada—. Sobreestimó la efectividad inicial de Jericó, pero aquellos de los míos que están en su sección táctica me han asegurado que sus juicios son correctos. Si un solo destructor pudo causar tantos daños a nuestra flota, el Trueno y el Principado harán picadillo a los Renegados.

Matthew estaba al tanto de que Huggins ya no confiaba en Yu o en cualquier otro que estuviera de acuerdo con el capitán. Y, sin embargo, lo que acababa de decir era innegable. De todos modos, había decidido obviar lo que esa misma gente que trabajaba en el sector táctico de Yu habían dicho sobre su decisión de apoyar la táctica de Franks en Yeltsin. Él no se había sentido demasiado complacido al saberlo, pero si los castigaba por ello, con toda seguridad acabarían diciéndole solo lo que él quería oír, y no lo que realmente pensaban.

—¿Está de acuerdo, diácono Sands?

—No soy militar, Anciano Jefe, pero sí. Nuestras fuentes nos han informado de que los sistemas manticorianos son mejores que los havenitas, pero su margen de superioridad es muchísimo menor que la supremacía del Trueno sobre cualquier cosa que tengan los Renegados.

—¿Debemos entonces consentir en su proceder? —continuó el Anciano Jefe.

—No veo otra alternativa si Macabeo fracasa —respondió Sands, sin inmutarse—. En ese punto, solo una solución de carácter militar podría salvarnos. Y, con todo el respeto, nos estamos quedando sin tiempo. Macabeo no pudo informarnos de si la escolta manticoriana venía de regreso, pero debemos asumir que lo hará dentro de unos días. En cualquier caso, deberemos controlar los dos planetas para cuando eso ocurra.

—Pero Macabeo es nuestra mejor apuesta. —Huggins miró con odio al Espada—. Sus operaciones estaban pensadas para apoyarlo, Espada Simonds. Se suponía que serían un pretexto, ¡no un intento serio de conquista!

—Con todos mis respetos, Anciano Huggins —intervino Matthew, cada vez más ofuscado—, eso…

—¡Paz, hermanos! —El Anciano Jefe golpeó con un nudillo huesudo la superficie de la mesa y los miró intensamente hasta que ambos se volvieron a sentar en sus sillas, luego volvió su mirada de basilisco hacia Huggins—. Todos somos conscientes de lo que se supone que debería de haber pasado, hermano. Por desgracia, no podíamos informar de ello a los havenitas y tampoco podríamos continuar sin su ayuda si Macabeo falla. Dios todavía no ha decidido que nuestros esfuerzos merezcan su bendición, pero tampoco nos ha condenado al fracaso. Nuestro arco lleva dos cuerdas y ninguna de ellas se ha roto todavía.

Huggins meditó durante un instante con el ceño fruncido y luego asintió con rigidez. En esta ocasión, ni siquiera se molestó en pedir disculpas al Espada.

—Muy bien. —Thomas se giró hacia su hermano—. ¿Durante cuánto tiempo podrás evitar una acción militar sin despertar las sospechas de Haven?

—No más de treinta o cuarenta horas. El daño en el tractor del Trueno nos da un poco más de tiempo, pero cuando todas nuestras NLA estén en Yeltsin, tendremos que actuar o admitir que no tenemos intención de hacerlo.

—¿Y cuándo contactaste por última vez con Macabeo?

—El Querubín se quedó atrás en nuestro cuarto ataque y no pude hablar con su mensajero. En ese momento, Macabeo pensaba que el régimen actual tenía todavía demasiado apoyo popular a pesar de nuestros ataques. Es evidente que, desde entonces, no hemos podido hablar con él, pero nos hizo saber que estaría preparado para entrar en acción en cuanto advirtiera que la moral pública empezaba a desfallecer, y Jericó debe de haberla debilitado más.

—¿Está de acuerdo con eso, diácono Sands?

—Sí. Desde luego, no podemos saber cuánto más se ha debilitado. Nuestras pérdidas y el hecho de que sus naves lograran escapar podrían tener consecuencias indeseadas. Por otro lado, ahora saben que tenemos algunas naves modernas y los medios de comunicación de los Renegados no tienen censura. De forma que podemos asumir que algunas noticias sobre la batalla y las dificultades contra las que se enfrentan se habrán filtrado a los noticiarios del planeta.

—¿Sabe Macabeo con qué fuerzas contamos?

—No —respondió Sands—. Él y Jericó están completamente separados para asegurar la operación. Pero, teniendo en cuenta el lugar que ocupa en el régimen actual, debe saber que lo que tenemos supera con mucho a cualquier cosa de la Armada Renegada.

—Eso es verdad —meditó el Anciano Simonds. Respiró profundamente—. Muy bien, hermanos, creo que ha llegado el momento de tomar una decisión. Macabeo sigue siendo nuestra mejor oportunidad. Si podemos asegurarnos un control sobre Grayson mediante métodos políticos, tendremos mayores posibilidades de contrarrestar una intervención manticoriana. Sin duda exigirán explicaciones, y estoy dispuesto a dar la cara públicamente para pedir disculpas por nuestro «accidental» ataque a una nave que no pensábamos que era renegada, pero la destrucción de un régimen local que apoye sus pretensiones en la región debería obligarlos a marcharse. Y, teniendo en cuenta su tradicional política exterior, no creo que tengan la fuerza de voluntad y el coraje de conquistamos para obtener la base que anhelan conseguir. De hecho, si Macabeo tiene éxito, podríamos tener un control gradual sobre Grayson sin necesidad de otras acciones militares, lo que significa que ya no necesitaremos a Haven, así que creo que debemos retrasar el regreso del Trueno a Yeltsin durante al menos otro día para darle tiempo. De todos modos, también debemos tener en cuenta la posibilidad de que fracase o tal vez necesitemos demostrar a los Renegados su desventaja para triunfar.

Calló y miró a su hermano.

—Teniéndolo todo en cuenta, Espada Simonds, te ordeno que empieces con las operaciones militares destinadas a reducir la Armada Renegada y, si fuera necesario, que ataques con armas nucleares las ciudades menos importantes para crear las condiciones idóneas para que Macabeo pueda tener éxito. Comenzarás esas operaciones doce horas después de tu regreso a Yeltsin con nuestras últimas NLA.

Miró alrededor de la mesa, con sus viejos ojos reumáticos astutos como los de una serpiente.

—¿Tenéis alguna objeción a mis directrices?