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* * *
—¿Cómo de graves son los daños, Alistair?
—Bastante malos, señora. —El rostro de Alistair McKeon era sombrío—. Hemos perdido el Misil Dos y el Radar Tres. Eso deja abierta la defensa puntual en el costado de estribor. El mismo impacto dañó los impulsores delanteros; Alfa Cuatro ha desaparecido y también Beta Ocho. El segundo disparó acertó directamente en el Sector Veinte y se extendió hacia atrás por la enfermería. Afectó a los controles principales del Láser Tres y el Misil Cuatro y abrió una brecha en la Recámara Dos. De hecho, los cargadores son casi pura chatarra; el Láser Tres y el Misil Cuatro están activos en el control local y estamos presurizando e improvisando nuevos controles para ellos. En cualquier caso, hemos perdido a treinta y una personas, incluyendo al Dr. McFee y a dos enfermeros, y tenemos varios heridos.
Su voz estaba enronquecida por el dolor y los ojos de Honor se oscurecieron al asentir, pero, a pesar de todo, ambos sabían que el Trovador había tenido mucha suerte. La pérdida de uno de los tubos de misiles delanteros y de una recámara entera había afectado seriamente su capacidad ofensiva, y la destrucción del Radar Tres dejaba una grieta peligrosa en sus defensas antimisiles. Pero su poder de combate, al fin y al cabo, no había resultado tan perjudicado y el número de víctimas podría haber sido mucho, mucho mayor. Habían dejado lisiada a la nave y hasta que no reemplazaran el nodo alfa, no podrían generar una vela de Warshawski delantera, pero aun así podría maniobrar y luchar.
—Entré con despreocupación y torpeza —continuó McKeon con amargura—. Si hubiera tenido activas las pantallas, quizá…
—No es culpa tuya —le interrumpió Honor—. No teníamos razones para creer que los graysonitas abrirían fuego sobre nosotros, e incluso aunque así fuera, era mi responsabilidad que viajáramos en un estado de mayor alerta.
Los labios de McKeon se tensaron, pero no dijo más y Honor se quedó satisfecha. Independientemente de lo que estuviera ocurriendo, lo único que no necesitaban era que ambos se culparan de lo que había pasado.
—Tendrás a Fritz Montoya allí en cinco minutos —continuó Honor, una vez se hubo asegurado de que él no volvería sobre el mismo tema—. Trasladaremos a vuestros heridos a nuestra enfermería en cuanto estén estabilizados.
—Gracias, señora. —Había menos culpa en el tono de McKeon, pero sí mucha furia.
—Pero, en el nombre de Dios, ¿por qué abrieron fuego? —inquirió Alice Truman desde su cuadrante en la pantalla dividida. Sus ojos verdes estaban confusos cuando dio voz a la pregunta que todos Se formulaban—. ¡Es una locura!
—Estoy de acuerdo. —Honor se recostó en su silla. Al comprender que Alice tenía razón, su mirada se endureció. Incluso aunque las negociaciones hubieran fracasado, los graysonitas debían haber perdido la cabeza si se atrevían a dispararles. Sabía que ya estaban preocupados por los masadianos, ¡pero tenían que saber lo que la Flota les haría por esto!
—A mí también me parece una locura —prosiguió, después de un momento. Su voz era sombría—. En cualquier caso, este escuadrón está metido de lleno en una guerra. Mi intención es aproximarme a Grayson hasta llegar al alcance de ataque, exigir una explicación y la retirada de su flota. Además, pediré hablar con aquellos de los nuestros que estén en el planeta. Si se niegan a cumplir con cualquiera de mis peticiones, o si nuestra delegación ha sufrido algún tipo de daño, atacaremos y destruiremos la Armada de Grayson. ¿Está todo claro?
Sus subordinados asintieron.
—Comandante Truman, quiero que su nave encabece el escuadrón. Comandante McKeon, lo quiero a popa. Manténgase cerca de nosotros y vincúlese al radar del Intrépido para equilibrar los daños en su cobertura. ¿Ha quedado todo claro?
—Sí, señora —respondieron sus capitanes al unísono.
—Muy bien, chicos. Entonces pongámonos en marcha.
—¿Capitana? He recibido una transmisión desde Grayson —dijo la teniente Metzinger y la tensión en el puente del Intrépido se intensificó. Apenas habían transcurrido cinco minutos desde la emboscada y, a menos que los graysonitas fueran estúpidos además de estar locos, ¡no podían esperar arreglar la situación con un mensaje enviado antes de que sus naves abrieran fuego!
Pero Metzinger no había terminado.
—Es del embajador Langtry —añadió. Honor enarcó las cejas.
—¿De Sir Anthony?
—Sí, señora.
—Páselo a mi pantalla.
Honor sintió alivio al ver el rostro de Sir Anthony ante ella, porque la pared de su despacho en la embajada era perfectamente visible detrás de él y Reginald Houseman estaba de pie junto a la silla del embajador. Había estado temiendo que toda la delegación diplomática estuviera bajo la custodia de los graysonitas; pero si todavía estaban a salvo en su propia embajada, quizá, después de todo, la situación no había escapado completamente al control. Pero entonces advirtió la expresión sombría, casi aterrada, del embajador. ¿Y dónde estaba el almirante Courvosier?
—Capitana Harrington —la voz del embajador era tensa—, el mando central acaba de identificar una hiperhuella que espero sea la de su escuadrón. Sepa que naves masadianas están patrullando el sistema de Yeltsin. —Honor se puso rígida. ¿Acaso era posible que las NLA no fueran naves graysonitas? Solo que, si no lo eran, ¿entonces cómo habían llegado hasta allí y por qué habían…?
Pero el mensaje grabado continuó y las siguientes palabras del embajador quebraron su línea de pensamiento como un martillo que golpeara el cristal.
»Todas las naves que se encuentre serán hostiles, capitana, y tenga en cuenta que hay dos, repito, al menos dos, naves de guerra masadianas modernas. Creemos que podrían tratarse de una pareja de cruceros, probablemente fabricados por los havenitas. —El embajador tragó pero, como había sido un oficial de la Armada muy condecorado, continuó con mucha seriedad—. Nadie sabía que los masadianos las tuvieran y los almirantes Yanakov y Courvosier se llevaron a la flota graysonita para atacar al enemigo hace cuatro días. Yo… me temo que el Madrigal y el Austin Grayson fueron destruidos y, con ellos, el almirante Courvosier y Yanakov.
El rostro de Honor palideció. ¡No, el almirante no podía estar muerto! ¡El almirante no!
—Tenemos serios problemas aquí abajo, capitana —continuó la voz grabada de Langtry—. No me explico por qué siguen conteniéndose, pero a Grayson ya no le queda nada que pueda pararlos. Le ruego que me comunique sus intenciones tan pronto como le sea posible. Cambio y corto.
La pantalla se quedó en blanco y ella la miró, rígida en su silla de mando. Tenía que ser una mentira. ¡Un vil y cruel embuste! El almirante estaba vivo. ¡Maldita sea, tenía que estar vivo! No podía morir… ¡no podía hacerle eso a ella!
Pero el embajador Langtry no tenía motivos para engañarla.
Cerró los ojos, sintiendo la presencia de Nimitz sobre su hombro, y recordó la última vez que vio a Courvosier. Se acordó de su rostro travieso y del brillo en sus ojos azules. Y, detrás de esos recuerdos más cercanos, había otros; veintisiete años de recuerdos, cada uno arraigado más profunda y cruelmente que el anterior y, de pronto, aunque ya demasiado tarde, se dio cuenta de que nunca le había dicho que lo quería.
Y más allá de la pérdida, afilando su agonía, estaba la culpa por haber huido de allí. Él quería que se quedara y la dejó marchar solo porque ella insistió, y debido a que el Intrépido no había estado allí, debido a que ella no había estado allí, había llevado a un solo destructor a la batalla y había perecido.
Era culpa suya. Él la necesitaba y ella no había estado allí… y eso lo había matado. Ella lo había matado, casi como si le hubiera disparado con su propia mano un dardo de pulsos al cerebro.
El silencio se cernió sobre el puente del Intrépido cuando los ojos de todos los miembros de la tripulación se giraron para mirar a la mujer que estaba sentada en la silla del capitán. La perplejidad que reflejaba su rostro era aún mayor que la que le causó el ataque de las NLA, y la luz de la mirada de su ramafelino había desaparecido. Estaba agazapado en el respaldo de la silla, con la cola enroscada y tensa, las puntiagudas orejas chatas y el suave, constante e hiriente lamento era el único sonido que se oía, mientras las lágrimas surcaban las mejillas de Honor.
—¿Cuáles son las órdenes, capitana? —Andreas Venizelos rompió por fin el silencio de la tripulación y más de una persona se encogió al oír cómo la tímida voz interrumpía el pesar de su capitana.
Las ventanas de la nariz de Honor se abrieron a la par. El sonido de su aliento era ronco y con la palma de la mano se limpio con furia, casi de forma brutal, las lágrimas de la cara y cuadró los hombros.
—Grabe una transmisión, teniente Metzinger —dijo con una voz fría como el metal y que ninguno de ellos había oído hasta entonces. La oficial de comunicaciones tragó con dificultad.
—Grabando, señora —respondió con suavidad.
—Embajador Langtry —dijo Honor en ese momento, en un tono mortecino—, hemos recibido su mensaje y lo hemos entendido. Sepa que mi escuadrón ya ha sido atacado y ha destruido a tres NLA que ahora presumo eran de origen masadiano. Hemos sufrido daños y bajas, pero mi potencia de combate está intacta.
Volvió a coger aire, podía sentir las miradas de sus oficiales y subordinados sobre ella.
—Continuaré hacia Grayson a la mayor velocidad. Esperen mi llegada a la órbita del planeta en… —echó un vistazo a la lectura de astronavegación— aproximadamente cuatro horas y veintiocho minutos a partir de este momento.
Miró lo que tenía grabado y la comisura de sus labios tembló. Había acero en sus ojos castaños, forjándose a partir de la ira y templándose con la pena y la culpa. Y su voz era más fría que el espacio.
—Me será imposible trazar unos planes detallados hasta que tenga toda la información, pero puede informar al gobierno graysonita de que mi intención es la de defender este sistema de acuerdo con las intenciones del almirante Courvosier. Le ruego que me tenga preparado un informe a mi llegada. De hecho, me gustaría que analizase qué resta de la capacidad militar graysonita y que se asigne un oficial de enlace a mi escuadrón. Me reuniré con usted y con el oficial al mando graysonita en la embajada, diez minutos después de haber entrado en la órbita de Grayson: Cambio y corto.
Se recostó contra el respaldo. En su rostro, de angulosas y marcadas facciones, había una expresión de seguridad y su determinación se contagió a la tripulación que estaba en el puente. Sabían, tan bien como ella, que toda la Armada Graysonita, aunque no hubiera sufrido pérdida alguna, sería inútil contra el armamento pesado contra el que ella se había enfrentado. Todos ellos tenían amigos en otras naves del escuadrón y, aunque ninguno quería morir, con toda seguridad la mayoría había perdido ya a muchos compañeros, y además ellos mismos habían sido atacados.
Ninguno de los demás oficiales de Honor había sido un protegido de Courvosier, pero algunos habían sido alumnos suyos y siempre fue uno de los oficiales más respetados, incluso por aquellos que nunca lo conocieron personalmente. Si podían llevarse un pedazo de la gente que lo había matado, lo querrían.
—Está en el chip, capitana —informó la teniente Metzinger.
—Envíelo. Luego establezca otra conferencia de enlace con el Apolo y el Trovador. Hágase cargo de que la comandante Truman y el comandante McKeon reciban una copia de la transmisión enviada por Sir Anthony y vincule sus comunicadores al terminal de la sala de reuniones.
—Sí, señora —obedeció Metzinger y Honor se puso en pie. Miró al otro extremo del puente, a Andreas Venizelos, cuando empezó a andar en dirección a la escotilla que conducía a la sala de reuniones.
—Señor DuMorne, se queda de guardia. Andy ven conmigo. —Su voz era todavía ronca y la expresión de su rostro fría. La pena y la culpa la acosaban desde el fondo de su mente, pero hizo oídos sordos a sus reproches. Tendría mucho tiempo para encararse con ellos después de la matanza.
—Sí, señora. Estoy de guardia —respondió en tono quedo el capitán de corbeta DuMorne a su espalda, mientras ella aguardaba a que la escotilla se abriera.
Ella ni siquiera lo oyó.