14
El traje de vacío del almirante parecía fuera de lugar en el puente atestado del NSM Madrigal, porque el destructor no había sido diseñado para ser una nave insignia. El teniente Macomb había echado de un codazo al asistente astronavegador para proporcionar una silla y una pantalla de maniobras a Courvosier, y aunque el comandante Álvarez parecía completamente impasible, casi todos los demás estaban algo inquietos ante su augusta presencia.
Pero la capitana de corbeta Mercedes Brigham no lo estaba. La oficial del Madrigal tenía otras cosas en mente mientras se mantenía de pie, detrás del oficial táctico, y miraba por encima del hombro su visualización. Y precisamente esas visualizaciones eran la razón de que el almirante Courvosier estuviera allí y no en otro lugar, porque el Madrigal tenía acceso a una información mucho más detallada que las demás naves de la pequeña flota que aceleraba alejándose de Grayson.
El almirante se recostó en el respaldo, dejando descansar una mano en el armazón anti-impactos de la silla mientras estudiaba sus lecturas. Su estrecha pantalla no era tan detallada como las que estudiaban tan atentamente Brigham o la teniente Yountz, pero mostraba las naves graysonitas desplegadas de tal forma que protegían al Madrigal. Habían perdido media hora del tiempo que habían anticipado como «libre» porque un solo destructor masadiano se había retrasado en la retirada detrás de sus consortes por alguna razón inesperada. Salvo por ese detalle, todo iba según lo planeado y los dos destructores graysonitas guiaban al Madrigal a un segundo y medio luz, envueltos por unos sensores que se interponían entre la nave y cualquier posible amenaza. No era probable que, contando con ella, fueran a encontrarse con alguien en el camino, pero los graysonitas insistían en escoltarla como si de una reina se tratase.
Era extraño, pensó Courvosier. Los destructores manticorianos tenían un conjunto excelente de sensores de desplazamiento pero no se los podía considerar tan buenos como los superacorazados. Y, sin embargo, en las presentes circunstancias, el Madrigal ejercía como si fuera uno de ellos. Era un pigmeo en comparación con el Intrépido de Honor, y mucho más junto a un crucero de batalla o una nave escudo, pero pesaba casi doce mil toneladas menos que la nave insignia de Yanakov y los instrumentos de mando y de control, así como las armas, estaban a segundos luz de lo mejor que tenía Grayson.
Teniendo en cuenta la forma en la que se habían marginado los colonos de Grayson, era poco más que milagroso que sus descendientes hubieran logrado redescubrir tantas cosas y sobrevivir por sí solos. En cualquier caso, sus conocimientos tecnológicos sufrían alguna que otra laguna. Estaban a mil quinientos años por detrás del resto de la galaxia cuando por fin se los encontró, y sin embargo la progenie de Austin Grayson, sus seguidores antitecnología, habían demostrado tener talento para desarrollar nuevos conocimientos siguiendo los antiguos métodos.
Ni Endicott, ni tampoco Yeltsin, habían podido atraer una ayuda exterior significativa hasta que el problema entre Haven y Mantícora los salpicó. Ambos estaban muy necesitados; nadie en su sano juicio emigraría voluntariamente a un entorno como el de Grayson; y los dictadores teocráticos masadianos ni siquiera aceptaban a los extranjeros. En esas circunstancias, los graysonitas habían hecho grandes avances en los dos siglos que habían transcurrido desde que se los encontrara, pero todavía tenían lagunas, algunas de ellas muy profundas.
Las plantas de fusión graysonitas eran cuatro veces más grandes que los modernos reactores de rendimiento similar (lo que explicaba por qué utilizaban tantas plantas de fisión) y su equipamiento militar también estaba obsoleto (todavía manipulaban circuitos impresos, de enorme masa y consecuencias catastróficas para sus períodos de vida); aunque también existían unas cuantas sorpresas inesperadas en su ecléctica tecnología. Por ejemplo, la Armada Graysonita había inventado literalmente su propio compensador inercial hacía treinta años-T porque no habían conseguido que nadie les explicara cómo funcionaba. Era una cosa grande y torpe debido a los componentes que habían utilizado para construirlo, pero por lo que había visto, podía llegar a ser incluso más eficiente que los de Mantícora.
Con todo ello, sus armas de energía daban lástima en comparación con las modernas, y sus misiles eran casi peores. ¡Sus misiles de defensa puntual utilizaban reactores de impulsión, por Dios Santo! Eso había sorprendido a Courvosier hasta que descubrió que el más pequeño de los misiles de impulsión pesaba más de ciento veinte toneladas. Eso superaba en un cincuenta por ciento a un aniquilador manticoriano y, de hecho, el misil de defensa puntual era muchísimo menor, lo que explicaba por qué sus contramisiles eran menos certeros y por qué debían lanzarlos desde una distancia más próxima. Por lo menos eran lo bastante pequeños para transportar un buen número, y podría no haber sido tan grave, si no fuera porque tenían una cantidad limitada. Los misiles graysonitas eran lentos, paticortos y miopes. Y, lo que era peor, tenían que dirigirlos contra objetivos en línea recta y ni siquiera contaban con ayudas de penetración. No estarían siquiera dentro del alcance de alarma de los sistemas del Madrigal y el destructor podría encargarse por sí solo de los tres cruceros ligeros graysonitas o masadianos en una batalla. Lo que, pensó sombrío, podría servirle de gran ayuda en las siguientes horas, porque algo de aquella operación masadiana seguía inquietándolo. Era demasiado predecible, demasiado absurda. Claro que acercarse a tres millones de kilómetros antes de empezar a disparar a la Órbita Cuatro tampoco había sido una maniobra genial, pero los graysonitas y los masadianos habían librado su última guerra con combustible químico y sin los compensadores inerciales. Sus capacidades habían dado un salto de ocho siglos en los últimos treinta y cinco años, así que, quizá, acercarse tanto fuera consecuencia de una simple inexperiencia con la nueva combinación de armas.
No obstante, su voz interior le seguía diciendo que los graysonitas no lo hubieran hecho así, porque Yanakov se había asegurado de que su gente supiera exactamente lo que los nuevos sistemas podían hacer. Pero claro, Yanakov era un hombre brillante en muchos aspectos, no solo como oficial, y Courvosier lamentó que su esperanza de vida fuera tan corta, pues estaba casi acercándose a su fin después de menos de sesenta años de vida. Lo lamentaba casi tanto como la ausencia del Intrépido.
Se reprendió mentalmente. Quizá no debería comparar a Yanakov con sus oponentes, pero nunca había conocido a ningún masadiano. Y tal vez ese fuera el problema. Era muy posible que les estuviera dando tanta importancia, a pesar de su equipamiento obsoleto, porque los graysonitas eran muy buenos en lo que hacían. Y quizá sus rivales fueran tan torpes como hacían suponer sus operaciones.
Se encogió de hombros. Pronto descubriría la verdad y…
—Señora, tengo…
—Lo veo, Mai-ling. —Brigham tocó ligeramente el hombro del alférez que estaba en el puesto del asistente del oficial táctico y miró a Álvaro.
—Los tenemos en los gravitatorios, Patrón, a tres-cinco-dos por cero-cero-ocho. Distancia diecinueve-punto-un minutos luz, velocidad tres-cero ocho-ocho-nueve km/s, acelerando a cuatro-punto-nueve-cero km/s2. —Se inclinó hacia la pantalla, examinando los códigos y las cifras, y luego asintió—. Están todos, señor. Van rumbo a la Órbita Siete.
—¿Tiempo hasta la intercepción? —preguntó Álvarez.
—Cruzarán nuestra trayectoria por estribor y empezarán a disminuir la distancia en dos-tres-punto-dos-dos-nueve minutos, señor —respondió la teniente Yountz—. Con nuestra actual aceleración, alcanzaremos el punto de encuentro en nueve-siete-punto-seis minutos.
—Gracias, Janice. —Álvarez miró a la alférez que estaba junto a su oficial táctico. Mai-ling Jackson era una joven chiquita que a Courvosier le recordaba muchísimo a la Dra. Allison Harrington, y ya se había dado cuenta de cuánto confiaban en su juicio los oficiales de mayor graduación, especialmente en lo referente a las capacidades de los sistemas graysonitas—. ¿Cuánto falta para que sus sensores adviertan nuestra presencia, Mai-ling?
—Si todos mantenemos nuestra aceleración actual, podría ser en dos-cero-punto-nueve minutos, señor.
—Gracias. —Álvarez se giró hacia Courvosier—. ¿Almirante?
—El almirante Yanakov recibirá los datos del CIC —respondió Courvosier—, pero asegúrese de ello, por si acaso.
—Sí, señor —se mostró dispuesto Álvarez y el teniente Cummings se puso manos a la obra en su panel de comunicaciones.
—La bandera confirma copia de nuestros datos, patrón —dijo, después de un momento—. Grayson nos informa de que hay un cambio de rumbo para la flota.
—Entendido, ¿lo tiene, astro?
—Sí, señor. Está apareciendo ahora en los ordenadores. —El teniente Macomb estudió su panel—. El rumbo ha cambiado a uno-cinco-uno con apagado de impulsores en uno-nueve minutos, señor.
—Hágalo —respondió Álvarez y Yountz apretó los botones.
—Eso hará que los interceptemos en el rumbo que han escogido en uno-uno-dos minutos —informó—. Suponiendo que mantengan la aceleración, la distancia hasta el punto de cruce será de cuatro-punto-uno-uno-seis minutos luz, pero si continúan en línea recta y acelerando, llegarán al punto de no retorno para su vector de recuperación en poco más de nueve minutos desde nuestro cierre, señor.
Álvarez asintió y Courvosier imitó su gesto mentalmente y con silenciosa satisfacción. Quizá Yanakov tuviera que apagar sus impulsores un poco antes que él, pero tal vez lo mejor fuera ser conservadores.
Hizo unos cálculos rápidos en su bloc numérico y su sonrisa se hizo todavía más ancha cuando el resultado parpadeó. Si la fuerza se mantenía en punto muerto durante trece minutos y luego alcanzaba la máxima aceleración para interceptar el vector, los masadianos tendrían que enfrentarse a ellos o huir hacia el hiperlímite en el mismo instante en el que vieran sus huellas de impulsión. Si huían, Yanakov nunca podría darles alcance, pero si él estaba en lo cierto acerca de que tenían naves de suministro allí, esa acción equivaldría a dejarlas a su merced. Y eso significaría la derrota de sus actuales operaciones, por lo menos hasta el regreso de Honor.
Y su sonrisa se ensanchó cuando supuso que el comandante masadiano se negaría a huir. Tal vez hubiera perdido un crucero ligero, pero todavía tenía nueve naves contra las siete de Yanakov, y además este había dejado el Gloria en la órbita de Grayson. Era la nave más antigua y el crucero menos capaz, y todavía estaba completando un ciclo de mantenimiento después de que todos sus componentes hubieran fallado. Necesitaría otras veinticuatro horas para estar a punto, pero su ausencia había dejado un hueco en el orden de batalla de Yanakov, que el Madrigal había podido rellenar. Con un poco de suerte los masadianos aceptarían entablar batalla con sus enemigos inferiores en número y sin darse cuenta de que el tercer «crucero» era, en realidad, un destructor manticoriano; y eso no les beneficiaría mucho, ¿verdad?
* * *
El contraalmirante Yanakov estaba sentado en su puente y suspiraba en silencio por el conjunto de visores que rodeaban la silla del capitán en una nave de guerra manticoriana. Tenía acceso a todas las lecturas importantes pero no contaba con la capacidad que tenían los oficiales manticorianos para manipular los datos.
De todos modos, y gracias a la mirada penetrante del Madrigal, la situación estaba bastante clara. Sentía una extraña sensación de divina imparcialidad, porque podía ver cada movimiento que realizaban los masadianos, pero ellos ni siquiera se figuraban que los estaba observando. Sus naves se deslizaban hacia delante, profundizando más en la trampa, al tiempo que su vector se movía en ángulo hacia el suyo, y sonrió.
* * *
—¿Dónde están sus NLA? —La Espada de los Fieles Simonds volvió a inquietarse al mirar la holoesfera del Trueno de Dios, y el capitán Yu tuvo que dominar sus deseos de arrancarle la cabeza de un mordisco.
¡Maldita sea, se suponía que aquel hombre era un oficial de la Armada! Debería saber que ningún plan, especialmente uno tan complejo, sobreviviría intacto cuando entrara en juego el enemigo. Nadie podía tener en cuenta todas las variables, lo que explicaba por qué Jericó se había planeado con tanta redundancia. Solo un idiota confiaría en un plan en lo que todo tenía que salir bien, y aniquilar sus NLA era completamente innecesario.
De hecho, la trampa misma también era innecesaria. Si se lo hubieran permitido, Yu hubiera optado por un ataque directo y frontal, y hubiera confiado en las baterías de misiles del Trueno para aniquilar a todos los defensores antes de que alcanzaran su distancia de combate. Pero, a pesar de lo perfectos que se creían por ser los Elegidos de Dios, lo que en general les ocurría a los masadianos es que sentían un terror casi supersticioso por los militares graysonitas. Parecían no darse cuenta de la ventaja que suponía contar con el Trueno, pero, claro, la mayoría de ellos eran oficiales muy jóvenes cuando Masada volvió a intentar conquistar la Estrella de Yeltsin. Esa era la clase de desastre que la mayoría de los militares tiende a recordar como una pesadilla, y la mayoría de los oficiales de mayor rango que habían logrado escapar a la muerte en manos de los graysonitas la habían encontrado, sin embargo, a manos de la Iglesia que consideraba que se habían convertido en «traidores» por fracasar. Las consecuencias morales y físicas para la flota habían sido completamente predecibles, y Yu tenía que reconocer que la Armada Graysonita actual era, al menos, la mitad de eficiente que sus aliados.
Los masadianos se negaban a admitirlo, pero claro, también insistían en que debían aniquilar a la Armada Graysonita o dejarla lisiada antes de que el enemigo supiera de la existencia del Trueno. La posible intervención de una nave de guerra manticoriana los había hecho aún más insistentes y, pese a lo que el Trueno de Dios podía hacer por ellos, eran los graysonitas y sus armas primitivas lo que realmente les preocupaba. Lo que era bastante estúpido, pero decírselo no sería lo más diplomático, ¿no es verdad?
—Está claro que las han dejado en casa, señor —dijo, con tanta paciencia como pudo—. Teniendo en cuenta lo que saben, esa es la mejor decisión que podían haber tomado. Las NLA hubieran reducido la aceleración de la flota en un veinticinco por ciento, y además son mucho más vulnerables que las naves espaciales.
—Sí, y no las necesitan, ¿verdad? —La ansiedad otorgó un filo venenoso a la pregunta de Simonds y señaló un único código luminoso—. ¡Y quizá se deba a que usted pensó que la nave de guerra manticoriana no se involucraría en esta operación, capitán!
—Como dije en su momento, señor, su intervención estaba dentro de lo posible. —Yu sonrió y, teniendo cuidado de no decirlo, contrariamente a lo que le había dicho al Consejo de los Ancianos, había presupuesto desde el principio que los manticorianos intervendrían. Si se lo hubiera dicho, la Armada Masadiana se hubiera sentado en su esquina y se hubiera cagado en sus trajes de vacío en lugar de llevar a cabo Jericó—. Y, señor —continuó—, por favor dese cuenta de que esa… ese es solo un destructor. Fastidioso para su gente, sí, pero no será rival para el Trueno o el Principado.
—Pero no llegan en el vector que teníamos previsto —se enfurruñó Simonds.
Una o dos personas se giraron para mirar al Espada, pero se volvieron rápidamente al advertir la mirada glacial del capitán. Sin embargo, Simonds ni siquiera se había dado cuenta. Estaba demasiado ocupado mirando enfurecido a Yu, desafiando al capitán a rebatir sus argumentos, pero Yu no dijo nada. Realmente no hacía falta.
No habían tenido nunca la garantía del rumbo exacto que tomaría el enemigo una vez avistara sus fuerzas. De hecho, Yu estaba bastante contento de lo próximas a la realidad que habían sido sus predicciones. El Trueno de Dios tenía el suficiente alcance de rastreo como para situar a las naves regulares masadianas en el adecuado vector de incursión incluso con las comunicaciones a velocidad luz, y el comandante graysonita había optado por seguir casi el mismo cambio de rumbo que Yu había pensado. Cualquiera, salvo un idiota o alguien tan nervioso como el Espada Simonds, se daría cuenta de lo vasto que era el espacio de maniobras. Yu se hubiera conformado con conseguir que una de sus naves entrara dentro del alcance de tiro. En este momento, ambas podrían conseguirlo, aunque fuera solo por poco.
—¡Cruzarán su alcance a más de seiscientos mil kilómetros y casi punto-cinco ce! —continuó Simonds—. ¡Y mire ese vector! ¡No habrá forma de que consigamos impactar en sus cuñas, y eso convierte las armas de energía del Trueno en inútiles!
—Señor —dijo Yu, aún con más paciencia—, nadie puede contar con que un enemigo cruce voluntariamente su intersección. Y la razón de que nuestros misiles tengan cabezas láser es por si tenemos que disparar a sus pantallas.
—Pero…
—Señor, quizá no estén en el vector exacto en el que queríamos, pero nuestro tiempo de retirada estará por debajo de los cuarenta segundos cuando estén en el punto más cercano. Es cierto que el Principado tardará algo más, pero no sabrán que estamos aquí hasta que abramos fuego, y no tendrán forma de averiguar dónde estamos para dispararnos.
Yu se hubiera sentido más feliz si los objetivos hubieran venido derechos hacia él, aunque no tenía intención de decírselo a Simonds. Si lo hubieran hecho así, hubiera lanzado sus misiles justo por la garganta ancha y abierta que quedaba entre las cuñas. Aún mejor, hubiera utilizado los láseres y gráseres de a bordo contra esos mismos objetivos desprotegidos.
Pero, en la situación actual, las armas de energía del Trueno de Dios no penetrarían nunca las pantallas protectoras de esas naves, ni siquiera en el punto más cercano, y tendría que lanzar sus misiles a unos tres millones de kilómetros si quería acertarlos cuando pasaran junto a ellos. Además, el Principado estaba incluso peor situado. Tendría que desplegar las naves para cubrir el espacio por el que los graysonitas podrían pasar, lo que significaba que la aproximación más cercana del destructor sería de más de cien millones de kilómetros y que ella tendría que disparar a unos ocho millones. No obstante, el tiempo de retirada actual del Principado estaría por debajo de un minuto, y las dos salvas de las naves estarían separadas la una de la otra por solo veinte segundos.
Desde luego, el Trueno tendría una sola ocasión de disparar de costado, aunque lo más probable es que el Principado pudiera hacerlo en dos. Incluso con fuego rápido, su mejor marca de recarga estaría un poco por encima de los quince segundos, y la velocidad de cruce de los graysonitas era casi el doble que la velocidad máxima de sus misiles. Eso convertía en físicamente imposible disparar más de una salva antes de que la flota graysonita cruzara el alcance de tiro a una velocidad que sus pájaros nunca podrían sobrepasar. Pero este era un escenario clásico de emboscada, y el comandante Theisman ya estaba preparado para que su nave virara sobre su eje central. El Trueno era muy lento en el timón y estaba demasiado cerca, pero Theisman podría poner al pairo ambos costados para disparar. Lanzaría primero los misiles con impulsores programados de activación retardada, luego dispararía una segunda vez cuando el otro costado girara hacia el objetivo, lo que permitiría que las salvas llegaran juntas y pudiera disparar casi el mismo número de pájaros que el Trueno.
Y, de alguna forma, Yu estaba contento de no poder usar sus armas de energía. Sus interferencias y otras precauciones tenían que conseguir que a los manticorianos les resultara casi imposible localizarlos cuando hiciera uso de los misiles, pero el fuego energético se podía rastrear con demasiada precisión y ocultar las naves le había obligado a apagar los impulsores, lo que le privaba del uso de las pantallas. Además, el Principado era uno de los nuevos destructores clase Ciudad. No disponía de muchas armas de energía, pero estaba equipado con una cantidad de misiles que la mayoría de los cruceros ligeros envidiaría.
—No me gusta que la distancia sea tan larga —murmuró Simonds después de un momento, más silenciosamente, pero todavía con testarudez—. Dispondrán de demasiado tiempo para avistar nuestros misiles después de que los hayamos disparado y de hacer una maniobra evasiva. Pueden rodar e interponer las bandas de la panza si reaccionan lo bastante deprisa.
—Es una distancia mayor de la que me hubiera gustado, señor —confesó Yu, tratando de parecerle encantador—, pero tendrán que detectar nuestros pájaros, darse cuenta de lo que son y reaccionar. Eso les llevará tiempo, y aunque consigan interponer sus cuñas, nuestros pájaros tendrán la potencia necesaria para penetrar en sus pantallas. Y, a diferencia de sus proyectiles, estos tienen alcance de vuelo. Los sistemas defensivos graysonitas tendrán pocas oportunidades de detenerlos lo bastante lejos, y si separamos al manticoriano y a los dos cruceros, los demás no tendrán la posibilidad de escapar al almirante Franks.
—Si… —Simonds continuó inquieto un momento, se apartó de la esfera y Yu suspiró aliviado. Había temido durante un instante que el masadiano anulara toda la operación por un absurdo destructor.
—¿Puedo sugerir que vayamos al puente, señor? —invitó—. Todo está a punto de empezar.
* * *
Los impulsores del NAG Austin Grayson habían estado apagados durante doce minutos mientras los enemigos continuaban avanzando por su rumbo, y el almirante Yanakov volvió a echar un vistazo a su visualización. La flota masadiana había pasado hacía un buen rato el punto de no retorno; no tendrían la oportunidad de regresar a lo que quiera que fuera tan importante para ellos sin que los interceptaran, lo que solo les permitiría huir de forma vergonzosa o enzarzarse en la batalla.
Acarició con una mano el brazo de su silla de mando, preguntándose si el comandante masadiano echaría a correr o contraatacaría. Esperaba lo segundo, pero, en estos momentos se podría conformar con lo primero.
Giró la cabeza y asintió en dirección al comandante Harris.
—Una señal de la insignia, señor —dijo de pronto el teniente Cummings—. Recuperando la máxima aceleración a cero-ocho-cinco por cero-cero-tres en veinte segundos.
—Entendido —respondió Álvarez y, después, veinte segundos más tarde—: ¡Ahora!
Courvosier sintió cómo sus nervios se tensaban cuando el armazón anti-impactos encajó en su lugar y se cerró en torno a él. Hacía treinta años-T que no era testigo de un combate, y la descarga de adrenalina era casi insoportable después de tanto tiempo.
Las naves masadianas podrían verlos ahora, pero ya no estarían a tiempo de hacer nada al respecto. La Armada Graysonita y el NSM Madrigal gruñeron al darse la vuelta, doblando su vector hacia otro que se arqueaba para cortar la retirada de sus enemigos.
* * *
—Siguiendo el programa, señor —informó el capitán Yu despacio cuando las naves del escuadrón del almirante Frank cambiaron el rumbo de manera repentina. Se dieron la vuelta para huir de los graysonitas y el comandante hizo exactamente lo que un almirante de su valía haría: los persiguió acelerando al máximo en el vector exacto que Yu había imaginado.
Observó su monitor y sintió algo parecido a la lástima. Teniendo en cuenta lo que sabía, el hombre lo había hecho todo bien. Pero como no conocía la existencia del Trueno de Dios, conducía a toda su armada a una trampa mortal.
* * *
El almirante Courvosier volvió a comprobar las cifras y frunció el ceño porque las maniobras de los masadianos lo desconcertaban. Estaba claro que intentaban eludir el combate, pero en su rumbo actual la fuerza graysonita los rebasaría mucho antes de que alcanzaran el 0,8 c de velocidad límite impuesto por su escudo de partículas. Eso implicaba que no podrían huir de Yanakov en el espacio normal y, sin embargo, ya estaban a algo próximo a 0,46 c, demasiado alto para que pudieran sobrevivir a una traslación alfa; si continuaban mucho más con aquel sinsentido, quedarían en una posición donde los atropellarían en cuanto trataran de aminorar para conseguir una velocidad de traslación segura. Lo que implicaba, claro, que a pesar de todos sus esfuerzos por evitar la acción, acabarían quedándose entre la espada y la pared y sin más opción que luchar.
—Capitán, estoy recogiendo algo un tanto espinoso en mis sistemas activos —informó la alférez Jackson.
—¿A qué se refiere?
—No sabría decirlo, señor. —La alférez hizo unos cuantos y cuidadosos ajustes—. Es algo parecido a la nieve o una interferencia en el cinturón de asteroides que hay delante de nosotros.
—Páselo a mi pantalla —le pidió Álvarez.
Jackson hizo más que eso y descargó los mismos datos en el panel de Courvosier. El almirante frunció el ceño. No estaba familiarizado con las condiciones del sistema de Yeltsin, pero le resultaban sospechosos aquellos dos grupos que desprendían constantemente frecuencias de radar. Estaban relativamente alejados el uno del otro y ninguno de ellos era demasiado grande, sin embargo las frecuencias eran tan densas que el Madrigal no podía ver a través de ellas y su ceño se hizo aún más intenso. ¿Grupos de micrometeoros? No parecía probable. No vio señal alguna de huellas energéticas o algo artificial y, si tenía en cuenta las limitaciones del armamento masadiano, estaban lo suficientemente lejos del vector del contingente como para no suponer una amenaza. No obstante, aquella situación ilógica le martilleaba en la mente y tecleó para ponerse en contacto con Yanakov por su línea privada.
—¿Bernie?
—¿Sí, Raoul?
—Nuestros sistemas activos están recogiendo algo extra…
—¡Rastro de misil! —espetó de pronto la teniente Yountz, y la mirada de Courvosier se vio atraída hacia ella. ¿Misiles? ¡Estaban a millones de kilómetros fuera del alcance efectivo de los misiles masadianos! ¡Ni siquiera un comandante presa del pánico malgastaría su munición disparando a esa distancia!
—Rastros múltiples de misiles a cero-cuatro-dos cero-uno-nueve. —La voz de Yountz adoptó el tono neutro del oficial táctico—, aceleración a ocho-tres-tres km/s2. Posible intercepción en tres-uno segundos. ¡Preparados!
Courvosier palideció. ¡Ochocientos treinta km/s2 eran 85.000 ges!
Durante un instante, la sensación de que aquello no podía ser posible arraigó en su mente, pero entonces se registró el origen de los misiles. ¡Venían de esos jodidos «grupos de interferencias»!
—¡Nos han engañado, Bernie! —gritó a su intercomunicador—. ¡Haz girar tus naves! ¡Son misiles modernos!
—Se ha detectado un segundo lanzamiento de misiles —entonó Yountz. Luces brillantes llamearon en los paneles de Álvarez y Courvosier—. Intercepción del segundo lanzamiento en cuatro-siete segundos. ¡Preparados!
Álvarez hizo girar la nave sobre el costado contra el que impactaría el fuego enemigo y las órdenes de Yanakov al resto de sus naves llegaron cuando Courvosier todavía estaba hablando. Pero los destructores que guiaban el escuadrón estaban a dos segundos luz de la nave insignia, y todo llevaba su tiempo. Tiempo para avisar a las naves. Tiempo para que los sorprendidos capitanes dejaran de mirar a las naves de guerra masadianas que estaban frente a sus ojos. Tiempo para transmitir las órdenes y para que sus timoneles las llevaran a cabo.
Tiempo del que demasiados graysonitas ya no disponían.
Los destructores Ararat y Judea se desvanecieron en conflagraciones salvajes. Eran los flancos y estaban más próximos al fuego entrante. Les alcanzó trece segundos antes de llegar al Madrigal y no tuvieron posibilidad de sobrevivir. Acababan de empezar a girar las cuñas para interponerlas cuando detonaron los misiles, que transportaban cabezas láser, atestadas de bombas de láseres de rayos X que no requerían los tiros certeros de los misiles graysonitas. Tenían un alcance de duelo de más de veinte mil kilómetros, y todos los sistemas de defensa primitivos a bordo de los destructores se habían orientado en la dirección equivocada.
Tal y como le ocurría al Madrigal.
Las asombradas mentes manticorianas se aceleraban para mantenerse al día con sus ordenadores, al tiempo que sus armas entraban en acción sin siquiera esperar su permiso. La tripulación del Madrigal era solo humana, pero sus reflejos cibernéticos, y una suerte extraordinaria, salvaron a la nave de la destrucción en la primera descarga. Nueve misiles se dirigieron hacia ella, pero los contramisiles despegaron a casi mil km/s2 y los láseres de defensa puntual los rastrearon y los eliminaron con una precisa rapidez tecnológica. Una docena de rayos X la azotó en la impenetrable banda de la panza sin causarle daño alguno, y las dos cabezas láser que podrían haber traspasado Sus pantallas laterales quedaron fuera de juego justo antes de la detonación. Pero sobrevivir no bastaba, y Courvosier maldijo con una rabia silenciosa. Sus atacantes tenían que estar en esos «grupos de interferencias» y para poder esconderse tenían que haber apagado sus impulsores y pantallas. Eso significaba que no solo eran objetivos inmóviles, sino que estarían desprotegidos ante cualquier contraataque. Y, sin embargo, a pesar de lo pequeños que eran esos grupos en la escala del sistema solar, eran demasiado grandes para cubrirlos con disparos locales. El Madrigal necesitaba un objetivo y no tenía ninguno.
—¡Defensa puntual para cubrir al grupo de operaciones! —le espetó a Álvarez.
—¡Hágalo, Táctica! —El comandante escuchó la confirmación de Yountz y observó cómo tecleaba en su ordenador las órdenes—. Eso nos dejará muy expuestos, señor —informó él, casi de forma casual.
—No podemos hacer nada al respecto. —Courvosier no levantó la mirada de su pantalla—. Quienquiera que nos esté disparando no tendrá tiempo de lanzar más de uno o dos ataques a esta velocidad. Si conseguimos que los graysonitas atraviesen el fuego…
—Entendido, señor —comprendió Álvarez, luego hizo rodar la silla de vuelta hacia Yountz—. ¿Puede conseguirme algún objetivo? —le inquirió con aspereza.
—¡Ni siquiera podemos encontrarlos, patrón! —La oficial táctica parecía más frustrada que asustada. Pero, pensó Courvosier, el miedo llegaría antes o después—. Deben de estar dentro de esa mierda, pero el radar me rebota justo en las narices. Tienen que tener algún tipo de reflectores y… —Calló durante un momento y, de pronto, su voz se hizo neutra—. Ahora están interfiriéndonos a nosotros también, patrón. No tengo forma de localizar nada.
Álvarez perjuró, pero Courvosier se obligó a ignorar al comandante y a su oficial táctico y miró su pantalla. El destructor graysonita David dejaba tras de sí un reguero sangriento de atmósfera enredada, pero todavía estaba allí, sobre su costado, mostrando solo las cuñas impulsoras de su barriga impenetrable a la segunda ráfaga que ya se apresuraba hacia la nave.
Su hermana, la nave Saúl, situada en el extremo más alejado de la formación, parecía no haber sufrido daños, pero los misiles habían impactado en los dos cruceros ligeros. La nave Covington continuaba con su rumbo, perdiendo aire pero sin otros daños aparentes, mientras su defensa puntual continuaba disparando para destruir unos misiles que ya habían pasado. No tendría posibilidad de impactar en ellos, y tampoco habría importado si hubiera podido, pero el volumen de sus descargas indicaba que no podía estar muy dañada.
El Austin Grayson era otra historia. Pedazos de la nave y un reguero de atmósfera flotaban en su estela, y no estaba bajo control. Había completado el giro pero continuaba con él, como si hubiera perdido el timón, y Courvosier se dio cuenta de que sus cuñas de impulsión vacilaban.
—¿Bernie? —No hubo respuesta—. ¡Bernie! —Nada.
—La segunda salva impactará en el David en diecisiete segundos —habló Yountz con brusquedad, pero el almirante apenas pudo oírla.
—¿Cuál es el estado de la nave insignia, Táctica? —inquirió con sequedad.
—Ha recibido varios impactos, señor. —La alférez Jackson se estremeció, pero respondió con rapidez—. Ignoro cuál será la gravedad de los daños, pero el último le acertó en los impulsores posteriores. Su aceleración ha disminuido a cuatro-dos-una ges y bajando.
Courvosier asintió y pensó con premura, al mismo tiempo que los contramisiles del Madrigal volvían a dispararse. En esta ocasión, tanto el personal humano como los ordenadores sabían lo que estaba ocurriendo; eso debería haber conseguido que sus disparos fueran más eficaces, pero no fue así porque procuraba proteger a sus consortes además de a sí misma. Esta salva llevaba consigo tantos misiles como la primera, pero había menos objetivos entre los que repartirse, y quienquiera que hubiera planeado dispararlos sabía exactamente lo que era el Madrigal. El esquema de los misiles era evidentemente la clásica doble ráfaga que partía desde algo bastante poderoso, con toda seguridad un crucero ligero, y había asignado seis pájaros de la segunda salva al Madrigal. El que se tratara de un esfuerzo por aniquilar a la nave definitivamente o un intento por conseguir que su sistema antimisiles se limitara a la autodefensa, era lo de menos.
Todo ello rondaba las profundidades de la mente de Courvosier y, sin embargo, no era capaz de apartar la mirada del silencioso código de luz del Austin Grayson. Entonces…
—¿Raoul? —La voz de Yanakov era débil y le faltaba el aliento. Courvosier se mordió el labio. No podía verlo, pero esa falta de aliento le decía que su amigo estaba herido, malherido, y no había nada que pudiera hacer por él.
—¿Sí, Bernie?
Mientras respondía, otros dos misiles impactaron en el ya muy perjudicado David. Las defensas obsoletas del destructor destruyeron uno de ellos; el otro ascendió para cruzar por las dependencias de estribor a menos de quinientos kilómetros del objetivo. Los costados de sus cuñas de impulsión estaban protegidos por los campos de gravedad enfocados en sus pantallas laterales. Eran bastante más vulnerables que el «techo» y el «suelo» de la cuña, pero lo suficientemente poderosas como para contrarrestar el efecto del arma de energía más pesada, siempre que fuera disparada desde cierta distancia y no a quemarropa. Pero eso era a quemarropa para la cabeza láser, y las pantallas graysonitas eran débiles según los baremos modernos.
Media docena de rayos se desató junto a la pantalla del David. Los dobló y degradó mientras batallaba contra sus fotones, y el escudo antirradiación que estaba en el interior de la cuña aminoró su reacción un poquito más, pero no lo suficiente.
Tres de ellos consiguieron penetrar y el destructor perdió aire. La cuña de impulsión brilló y murió cuando la nave se partió casi perfectamente por la mitad. La parte delantera se desvaneció en un fulgor que hería la mirada cuando estalló la sección que contenía la energía de fusión y sus hermanas, que aceleraban a la desesperada, dejaron tras de sí la parte posterior y abandonada del casco, y a los supervivientes que pudieran quedar dentro del mismo, mientras se precipitaban hacia su salvación.
No menos de cuatro misiles volvieron a atacar al Saúl y, sin embargo, la nave hermana del David, volvió a emerger aparente y milagrosamente intacta. Sus antiguos contramisiles eran inútiles pero, en esta ocasión, tenía a los artilleros preparados. Y, a pesar de lo primitiva que era esa defensa, consiguieron acertar a dos de los pájaros; el Madrigal logró destruir al tercero y la única cabeza láser restante impactó inocua contra la parte superior de la banda de impulsión.
El siguiente en el recorrido de los misiles y de lo que quedaba de la flota era el Covington. Tres fueron detrás de la nave, pero el Madrigal consiguió destruir dos de ellos poco antes de que detonaran. El tercero pudo penetrar y el crucero soportó este nuevo impacto, se sacudió después y continuó con la carga.
El Grayson no pudo.
Un solo misil lo tenía como objetivo, pero llegó describiendo un complejo y enrevesado rumbo de vuelo y las maniobras evasivas del Madrigal lo habían alejado del crucero. Sus contramisiles erraron el tiro, ninguno de sus láseres acertó, y los impulsores tocados convirtieron a la nave en un blanco fácil para una maniobra de ataque definitiva. Al menos cuatro láseres, posiblemente más, atravesaron su debilitada pantalla. La cuña de impulsión de la nave insignia graysonita se apagó y Courvosier pudo oír el sonido ensordecedor de las alarmas de daños por el intercomunicador de enlace que tenía con el puente de la nave.
—Ahora depende de ti, Raoul. —La voz de Yanakov era aún más débil y tosía—. Saca a mi gente de aquí, si puedes.
—Lo intentaré —prometió Courvosier en un susurro cuando los racimos láser del Madrigal se desplegaron contra un cuarteto de misiles que andaba tras él.
—Buen chico. —Yanakov volvió a toser. El ruido ensordecedor amortiguaba su voz y el parloteo electrónico de la defensa puntual del Madrigal—. Me alegro de haberte conocido —dijo, casi desmayado—. Dile a mis esposas que las quie…
El crucero Austin Grayson estalló con la furia silenciosa de la muerte en las profundidades del espacio. Menos de un segundo después, un solo misil penetró en las defensas excesivamente desplegadas del Madrigal.
* * *
El almirante de los Fieles Ernst Franks se recreó al recordar otra batalla, una en la que los graysonitas habían obligado al obsoleto destructor del entonces suboficial Franks a rendirse con una humillante facilidad. Pero no en esta ocasión. Esta vez sería diferente, y sus dientes brillaron en una sonrisa feroz.
La Armada Graysonita estaba herida de gravedad. Estaban todavía demasiado lejos como para que supiera los detalles, pero solo restaban con vida tres huellas de impulsión y asintió mientras las observaba girar hacia un nuevo destino. Debían haber logrado superar el despliegue de misiles que había hecho el Trueno mientras se ocultaba entre los asteroides; ahora trataban desesperadamente de huir de sus naves. Pero, a diferencia de ellas, él conocía la emboscada y configuró su vector de acuerdo con ello. Tenía la misma aceleración y su rumbo, en apariencia suicida, lo haría encontrarse con ellas. Sus nueve naves las interceptarían en casi dos horas, mientras hacían un último intento por llegar a casa.
No, pensó, en menos de dos horas porque los supervivientes debían de haber sufrido daños en los impulsores. Su aceleración era menor a 4,6 km/s2, a menos de cuatrocientas setenta gravedades.
* * *
—Recibo una señal del Madrigal, comodoro.
El comodoro Matthews levantó la mirada de los informes de control de daños. El Covington estaba malherido, todavía podría luchar, pero tenía una cuarta parte de sus armas fuera de juego. Y, lo que era peor, un tercio de la parte delantera de la pantalla de estribor se había venido abajo, dejando al descubierto una hendidura mortal en su armadura. Sin embargo, algo en el tono de su oficial de comunicaciones logró superar la barrera de su conmoción y casi completa desesperación.
—Pásela a la pantalla principal —pidió.
La gran pantalla de comunicaciones parpadeó hasta cobrar vida, pero al otro lado no encontró el rostro que esperaba ver. Reconoció, en su lugar, al comandante Álvarez. El casco del comandante estaba sellado y un agujero en la mampara que había a su espalda explicaba el por qué. De hecho, Matthews podía ver las estrellas titilando a través de él.
—¿Comodoro Matthews? —La voz de Álvarez era seca y ronca.
—Aquí estoy —respondió—. ¿Dónde está el almirante Courvosier, capitán?
—Muerto, señor. —Su ronquera desapareció y en su lugar quedaron el dolor y el odio.
—¿Muerto? —repitió Matthews casi sin poder creérselo. «Dios Santo, que nos pones a prueba, ayúdanos ahora», murmuró en su mente y solo entonces se dio cuenta de cuánto había confiado en que los manticorianos pudieran salvar a lo que quedaba de la flota graysonita.
—Sí, señor. Usted está al mando ahora. —Matthews no podía ver bien el rostro de Álvarez a través del visor de su traje, pero el hombre pareció torcer el gesto antes de continuar hablando—. ¿Cómo han quedado sus impulsores, comodoro?
—Intactos. —Matthews se encogió de hombros—. Nuestras armas han sufrido muchos daños y la parte delantera de la pantalla de estribor ha dejado de existir, pero nuestros impulsores están bien.
—Y también lo están los del Saúl —informó Álvarez en tono neutro. Luego asintió—. Les estamos retrasando, ¿no es así, señor?
Matthews no quería responder a esa pregunta. La nave manticoriana había recibido al menos dos impactos de la última ráfaga y uno de ellos debía de haber afectado a sus impulsores. Su aceleración bajaba ante la mirada de Matthews, pero todos estarían muertos si no hubiera sido por la advertencia de Courvosier… y si la nave manticoriana no se hubiera expuesto para salvarlos a todos. Además, abandonar al Madrigal solo retrasaría lo inevitable doce minutos más o menos.
—¿No es así, señor? —insistió Álvarez y Matthews tensó la mandíbula y se obligó a asentir.
El comodoro escuchó a Álvarez inspirar profundamente, luego el comandante se enderezó en la silla.
—Eso facilita mucho las cosas, comodoro. Va a tener que dejarnos atrás.
—¡No! —exclamó de forma rápida e instintiva, pero Álvarez negó con la cabeza.
—Sí, señor. No es una sugerencia. He recibido órdenes del almirante Yanakov y del almirante Courvosier y todos las obedeceremos.
—¿Órdenes, qué órdenes?
—El almirante Yanakov le dijo al almirante Courvosier que los lleváramos a casa, señor…, y el almirante Courvosier vivió lo suficiente como para confirmarme esas órdenes.
Matthews miró el agujero que había detrás del comandante y supo que estaba mintiendo. Era imposible que alguien que hubiera recibido ese impacto sobreviviera, aunque solo fuera brevemente, y mucho menos para confirmar ninguna orden. Abrió la boca para decirlo, pero Álvarez se le adelantó.
—Señor, de todas maneras, el Madrigal no podrá acelerar más que el enemigo. Eso significa que estamos muertos. Pero todavía tenemos nuestras armas. Ustedes no, pero aún cuentan con sus impulsores. En cualquier caso, está claro que tendremos que quedarnos en la retaguardia. Por favor, comodoro, no haga que sea en vano.
—¡El Saúl está todavía intacto y no estamos completamente fuera de juego!
—Los dos juntos no van a marcar una mierda de diferencia en lo que a nosotros respecta —respondió Álvarez con brusquedad—, pero si los disparamos más adelante… —Matthews pudo ver su sonrisa feroz incluso a través del visor—. Comodoro, estos cabrones no han visto todavía lo que un destructor manticoriano es capaz de hacer.
—Pero…
—Por favor, comodoro. —Había algo suplicante en su seca voz—. Es lo que el almirante hubiera querido. No nos lo robe.
Matthews cerró los puños tan fuerte que le dolieron, pero no podía apartar la mirada del intercomunicador y, además, Álvarez tenía razón. Al Saúl y al Covington tampoco le quedaban muchas esperanzas… Pero negarse tampoco salvaría al Madrigal.
—Está bien —susurró.
—Gracias, señor —le agradeció Álvarez. Luego carraspeó—. El almirante Yanakov nos envió otro mensaje antes de morir. Él… le pidió al almirante Courvosier si podía comunicarles a sus esposas que las quería. ¿Nos haría el favor de hacérselo saber?
—Sí. —Matthews sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero se obligó a mantener la compostura y Álvarez cuadró los hombros.
—No estoy seguro de qué nos atacó, señor, pero teniendo en cuenta que ambos lanzaron dos ráfagas seguidas, creo que uno de ellos podría ser un crucero ligero. El otro debía de ser mayor, quizá un crucero pesado. Ambas tienen que ser naves modernas. No pudimos obtener una lectura de ellas, pero tienen que ser havenitas. Desearía poder decirle más, pero… —concluyó encogiéndose de hombros y Matthews volvió a asentir.
—Informaré al mando central, capitán Álvarez, y me aseguraré de que Mantícora también lo sepa.
—Bien. —Álvarez respiró profundamente, luego dejó descansar las manos sobre los brazos de la silla—. Entonces, creo que eso es todo —dijo—. Buena suerte, comodoro.
—Que Dios lo reciba en su seno, capitán. Grayson nunca los olvidará.
—Haremos que valga la pena recordarlo, señor. —Álvarez logró sonreír y esbozó un saludo—. Estos bastardos están a punto de descubrir lo bien que patea el culo una nave de la reina.
La señal murió. El NAG Covington recuperó la velocidad, apresurándose desesperadamente hacia la seguridad mientras el único destructor cubría su flanco herido. Un gran silencio reinaba en el puente.
A su popa, el NSM Madrigal se giró para enfrentarse solo al enemigo.