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El sonido zumbante del terminal de comunicaciones despertó a Raoul Courvosier. Se sentó rápidamente en la cama, frotándose los ojos para liberarlos del sueño, y golpeó la tecla de aceptación, luego se enderezó al reconocer a Yanakov. El almirante graysonita estaba desnudo bajo una bata y sus ojos adormilados brillaban.

—Lamento despertarte, Raoul. —Su suave acento graysonita estaba enronquecido—. Rastreo acaba de advertir la presencia de una hiperhuella a treinta minutos luz de Yeltsin. Y es una de gran tamaño.

—¿Masada? —inquirió Courvosier.

—Todavía no lo sabemos, pero proceden de cero-cero-tres cero-nueve-dos. Es decir, en línea recta desde Endicott.

—¿Qué dicen las huellas de impulsión?

—Eso nos va demasiado grande —respondió Yanakov algo azorado—. Estamos intentando detallar los datos, pero…

—Pásale la ubicación al comandante Álvarez —le interrumpió Courvosier—. El conjunto de sensores del Madrigal es mejor que lo que tenéis. Quizá ellos lo puedan detallar más.

—Gracias, tenía la esperanza de que dijeras eso. —Yanakov parecía tan agradecido que Courvosier no pudo evitar fruncir el ceño por la sorpresa.

—¿Acaso el muy gilipollas de Houseman te hizo pensar lo contrario?

—Bueno, no. Pero como todavía no estamos aliados oficialmente…

—Solo porque no exista entre nosotros un pedazo de papel eso no significa que los dos no sepamos con seguridad qué es lo que quieren las cabezas de nuestro estado, y una de las ventajas de ser un almirante en lugar de un diplomático —Courvosier hizo que la palabra sonara casi obscena— es que podemos ahorrarnos la mierda del papeleo cuando tenemos que pasar a la acción. Ahora, transmítele esa información al Madrigal. —Calló, pensando si debía cortar ya la comunicación—. ¿Y puedo presuponer que me invitas al centro de mando?

—Nos sentiríamos orgullosos de tenerte aquí —respondió Yanakov, con rapidez y sinceridad.

—Muchas gracias. Oh, y cuando contactes con Álvarez, pregúntale en qué punto está del trabajo que le asigné el lunes. —Courvosier sonrió misteriosamente—. Hemos estado monitorizando vuestros sistemas C3 y creo que podrá vincular los sensores del Madrigal directamente a vuestro centro de mando.

—¡Esas son muy buenas noticias! —Contestó Yanakov con entusiasmo—. Me ocuparé de ello ahora mismo. Te recogeré con el coche en quince minutos.

* * *

Las impresoras trabajaban a gran velocidad cuando los almirantes llegaron al centro de mando y los dos se dieron la vuelta, como uno solo, para mirar la pantalla principal. Un punto de luz se deslizaba por ella con una velocidad infinitesimal. Ese era el truco de la escala, cualquier visualización capaz de mostrar algo en media hora luz de radio tenía que comprimir las cosas, pero al menos los controles gravitatorios eran MRL, así que podían verlo en tiempo real. Con toda seguridad, esa era una de sus mejores ventajas.

El Madrigal había vinculado su CIC a la red. La visualización no podía mostrar las fuentes de impulsión individuales a tan largo alcance, pero los códigos de datos que había junto a la única mancha de luz eran demasiado detallados para formar parte de los instrumentos de los graysonitas. Ese fue el primer pensamiento de Courvosier; el segundo fue una punzada de consternación y frunció los labios en silencio. Había diez naves ahí afuera, acelerando a partir de la baja velocidad que imponía el cambio desde la traslación al espacio normal. Ni siquiera el Madrigal podía «verlas» lo bastante bien como para identificar cada una de las naves, pero la fuerza de sus impulsores permitía hacer hipótesis sobre su clase. Y si los sensores de tripulación del comandante Álvarez estaban en lo cierto, había cuatro cruceros ligeros y seis destructores, mucho más tonelaje que toda la flota graysonita con hipercapacidad.

Un vector proyectado describió un repentino arco a lo largo de la visualización y Yanakov maldijo junto a él.

—¿Qué? —preguntó Courvosier casi en un susurro.

—Van derechos a la Órbita Cuatro; uno de nuestros nodos de procesamiento minero del cinturón. ¡Malditos sean!

—¿Qué tenéis para detenerlos?

—No lo bastante —respondió Yanakov, sombrío. Levantó la mirada—. ¡Walt! ¿Cuánto falta para que entren en la Órbita Cuatro?

—Aproximadamente sesenta y ocho minutos —respondió el comodoro Brentworth.

—¿Tenemos algo con que interceptarlo?

—Judea podría alcanzarlos a poca distancia de los procesadores —la voz de Brentworth era clara—. Pero nada más, ni siquiera una NLA.

—Eso es lo que pensaba. —Los hombros de Yanakov se hundieron y Courvosier entendió perfectamente por qué. Enviar a un único destructor para encontrarse con tanto fuego abierto sería peor que inútil—. Advierta al Judea que se aleje de ellos. —El almirante graysonita suspiró—. Por favor, búscame un micro. La Órbita Cuatro está sola. —Sus labios se fruncieron con amargura—. Lo menos que puedo hacer es decírselo yo mismo.

* * *

La esfera holográfica parpadeó por las luces individuales y los patrones cambiantes de información, mientras Matthew Simonds observaba cuanto ocurría a su alrededor en el CIC del Trueno de Dios. El capitán Yu estaba a su lado, con el rostro sereno y relajado, y Simonds tuvo que disimular una mirada de decepción. Tendría que estar en el puente del Abraham y no allí, ¡mirando cómo uno de sus subordinados lideraba el ataque más poderoso de Masada sobre la Estrella de Yeltsin!

Pero no podía ser. Y, a pesar de lo poderoso del ataque, no era más que una parte de todo el plan; una estrategia que no conocía por completo el capitán Yu.

* * *

El oficial al mando de la Órbita Cuatro observó su intercomunicador y una gota de sudor se deslizó por su cara. La transmisión había tardado casi media hora en llegar hasta él, pero durante los últimos veinte minutos sabía de qué iba a informarle.

—Lo lamento, capitán Hill, pero se queda solo. —La voz del almirante Yanakov era normal y su rostro pétreo—. No tenemos otra cosa que el Judea para interceptarlos, y enviar una sola nave sería un suicidio.

Hill asintió con callada conformidad. Su falta de amargura lo sorprendió, pero no tenía sentido condenar al Judea a compartir su muerte. Y, por lo menos, había logrado alejar a las naves de recolección; quedaban tres que debían ser reparadas, pero las demás estaban lejos y transportaban a los habitantes de la Órbita Cuatro, y sus sensores gravitatorios habían detectado a un escuadrón que se dirigía hacia ellos desde Grayson. A menos que los masadianos se desviaran de la Órbita Cuatro para perseguir a los fugitivos en los siguientes cinco minutos, nunca podrían interceptarlos antes de que llegara junto a ellos la escolta. Así que, con toda probabilidad, sus mujeres e hijos sobrevivirían.

—Haga todo lo que pueda, capitán —le pidió Yanakov, casi en un susurro—, y que Dios lo bendiga.

—Grábeme —le pidió Hill a su oficial de comunicaciones, que tenía el rostro pálido, y el teniente asintió con seguridad.

—Grabando, señor.

—Mensaje recibido y comprendido, almirante Yanakov —dijo Hill con tanta calma como pudo—. Haremos lo que podamos. Para que conste, estoy completamente de acuerdo con su decisión de no enviar al Judea. —Vaciló un momento, preguntándose si debía añadir alguna sentencia dramática y final, luego se encogió de hombros—. Que Dios te bendiga a ti también, Bernie —concluyó con suavidad.

* * *

La expresión del capitán Yu reflejaba un leve disgusto. Se había inclinado hacia un lado, comprobando una de las lecturas, y luego se había enderezado y encogido de hombros. La expresión de disgusto desapareció, pero había algo nuevo en su mirada. Era casi decepción, pensó Simonds, o quizá desaprobación.

Empezó a preguntarse cuál sería el problema de Yu, pero la distancia al objetivo era de tres millones y medio de kilómetros y no logró apartar la mirada de la esfera.

—Se retrasan. —El comentario del almirante Courvosier era casi un susurro, pero Yanakov lo oyó y asintió con firmeza. El comandante masadiano había perdido la posibilidad de destruir la Órbita Cuatro fuera del alcance de esta… De todos modos, eso tampoco significaría una gran diferencia para los hombres del capitán Hill.

La velocidad de las naves masadianas aumentó a un ritmo constante. El curso que estaban tomando se arqueaba ya en una línea que los adentraría en la Órbita Cuatro y que los haría regresar por donde habían venido. La tripulación de armamento se inclinó sobre sus consolas cuando la distancia se acortó. Había tensión en sus rostros pero no miedo. Contaban con la protección de sus cuñas de impulsión y de las pantallas; las estaciones de armamento que salvaguardaban la Órbita Cuatro estaban desnudas ante su fuego, protegidas solo por una defensa puntual.

—Tenemos el objetivo en la mira, señor.

El almirante Jansen levantó la mirada a bordo del crucero ligero Abraham, nave insignia de la Armada Masadiana, al oír hablar al jefe de su tripulación.

—¿Distancia?

—Descendiendo a tres millones de kilómetros.

Jansen asintió. Sus misiles eran más lentos que los del Trueno de Dios. Sus impulsores se apagarían en menos de un minuto y su máxima aceleración era de apenas treinta mil gravedades, pero la velocidad a la que se aproximaba la flota era de más de 27 000 km/s. Sus misiles tardarían setenta y ocho segundos en alcanzar los objetivos con esa velocidad inicial; los proyectiles de la Órbita Cuatro tardarían un minuto y medio en alcanzarlo a él. Solo existirían doce segundos de diferencia pero, al contrario que los asteroides, sus naves podrían esquivar el ataque.

—Abra fuego —dijo, con severidad.

* * *

El rostro del capitán Hill se tensó cuando sus gravitatorios advirtieron el rumbo de los misiles. A esa distancia, aunque aumentarían la velocidad a medida que avanzaran, el impulsor se apagaría y sus misiles se quedarían cortos e impactarían a más de 800 000 kilómetros del objetivo. Esa era la razón de que todavía no hubiera disparado, deseando contra toda esperanza que continuaran acercándose hasta que los tuviera a tiro. No es que esperara que lo hicieran, pero al menos merecía la pena rezar por ello. Resultaba bastante inútil lanzar unos pájaros que no podrían maniobrar al alcanzar al enemigo; los misiles balísticos eran fáciles de esquivar o destruir por las naves con cuñas de impulsión. Pero, en cualquier caso, ya se habían acercado lo bastante, e incluso un pájaro balístico era mejor que nada cuando sus hombres y él disponían de la oportunidad de lanzar tres salvas antes de que impactaran los misiles masadianos.

—¡Abran fuego! —ladró y luego, en una voz más suave—. Manténganse en posición de defensa.

* * *

La distancia era demasiado grande para que los sistemas del Madrigal advirtieran la impulsión de cada misil individual, pero la visualización brilló cuando los sensores del destructor percibieron una súbita cascada de fuentes de impulsión. Courvosier permaneció callado junto a Yanakov, observando su rostro sombrío y tenso, y supo que no podía decir nada.

El Espada Simonds tembló al ver los misiles en las visualizaciones del Trueno de Dios. Surgían tanto de los atacantes como de los defensores; pequeñas gotas de sangre rubí que eran, de alguna manera, hermosas y obscenamente serenas. Deberían haber sido toda furia y trueno. Deberían haber podido percibir las imágenes, sonidos y olores de una batalla. Pero solo oían el murmullo de los sistemas de ventilación y el tranquilo y silencioso rumor de los sensores técnicos.

Los puntos diminutos se movían con una lentitud agónica por la vasta escala de la esfera holográfica, y el tiempo contuvo el aliento. Otra salva siguió a la anterior solo treinta y cinco segundos después, y luego otra, esta vez como respuesta graysonita. Entonces los puntos de la primera salva se desvanecieron cuando sus impulsores se apagaron y el almirante Jansen alteró el rumbo, retorciéndose y alejándose del fuego defensivo que se había convertido en algo inerte y patoso. Simonds imaginó los misiles de Jansen en aquel vacío que pertenecía solo a Dios, invisibles para los sensores pasivos a esa distancia, y comprendió que la situación estaba teñida de cierta inevitabilidad, y que producía una sensación casi onírica.

Nunca habían pretendido que las defensas de la Órbita Cuatro tuvieran que lidiar por sí solas con el ochenta por ciento de la Armada Masadiana. Aquellas fortificaciones eran blancos fáciles en un juego de tiro; cualquier cosa que se les disparara daría en la diana, a menos que no pudiera rebasar la defensa puntual. No obstante, no existía la defensa necesaria para contrarrestar la serie de misiles que se les venía encima.

El radar detectó las cabezas armadas y los contramisiles se precipitaron contra ellas. La posibilidad de interceptarlos era mucho menor que si los sistemas defensivos hubieran sido más modernos, pero los hombres del capitán Hill lo hicieron bien. Pudieron detener casi un tercio de ellos y entonces se dispararon los láseres y los cañones automáticos que pretendían continuar el fuego en contra de los supervivientes.

El almirante Jansen miró la visualización, ignorando las salvas de misiles graysonitas que se dirigían hacia él. De todos modos, la primera no importaba; pasaría a ser balística e inofensiva mucho antes de alcanzarlo. La segunda perduraría un poco más sobre sus impulsores, pero solo lo bastante como para atacar frontalmente y sin poder evitar las maniobras de evasión que se hicieran en el último minuto. Únicamente la tercera suponía una verdadera amenaza. Su sonrisa era la misma que la de un tiburón cuando brillaron las grandes bolas de fuego, que quemaban los ojos y se mostraban salvajes incluso a una distancia de diez minutos luz, a pesar de los filtros a los que estaba sometida la visualización.

El Espada Simonds se inclinó, acercándose más a la esfera holográfica, cuando la visualización realizó la cuenta atrás antes del impacto de la salva graysonita. No se desvanecieron ni una sola de las huellas de impulsión de Jansen y el grupo de operaciones volvió a variar el curso para evitar el impacto de la segunda salva. Su mirada se precipitó de vuelta al monitor secundario que mostraba los impactos en la Órbita Cuatro, y su boca se torció con una sonrisa triunfal.

* * *

Algo parecido a un suave y silencioso lamento, sentido pero no oído, se elevó por encima del ruido de fondo de las impresoras del centro de mando cuando parpadearon los códigos de datos. Había otras proyecciones de misiles abriéndose camino sobre el cristal… y todas ellas se apartaban de los atacantes.

Los hombros de Courvosier se hundieron. Se merecían algo mejor que eso, pensó. Se merecían…

—¡Han dado a uno de los bastardos! —gritó alguien y sus ojos se precipitaron de vuelta a la pantalla.

El misil era un huérfano de la tercera y última salva del capitán Hill. De hecho, debería de haber partido junto a la segunda, pero la tripulación de lanzamiento había sufrido una momentánea pérdida de energía. Cuando los técnicos, frenéticos, consiguieron poner el proyectil de vuelta en la línea, el pájaro salió casi cinco segundos después de la tercera salva y todos ellos estaban muertos cuando entró dentro del alcance. El huérfano no lo sabía ni le importaba. Se dirigió hacia delante, todavía bajo control, mientras sus sensores escuchaban la señal del objetivo elegido. Los sistemas defensivos masadianos casi lo obviaron por completó y luego le asignaron un valor de amenaza mucho menor al reunirse con los demás pájaros.

Las naves del almirante Jansen se retorcían y giraban de forma frenética porque, a diferencia de la primera salva, ésta todavía tenía los impulsores activos. Rastreo tenía preparados sus pájaros para el lanzamiento y los contramisiles cargaron para encontrarse con los más peligrosos.

El fuego defensivo aniquiló a algunos de los compañeros del huérfano. Otros se inmolaron inútilmente contra las cuñas de impulsión en las que nunca podrían haber penetrado. Un puñado de ellos impactó de plano en las pantallas más débiles que protegían los costados de esas cuñas y uno de ellos consiguió entrar. Su objetivo se sacudió, las alarmas de daños ulularon, pero el daño que había sufrido el destructor masadiano era leve y solo quedó el huérfano. Solo el huérfano con aquel valor de amenaza relativo.

Los dos contramisiles que lo tenían como objetivo pasaron como un rayo junto a él, perdiéndolo de vista por carecer de cabezas de búsqueda más modernas, y los sensores del objetivo, medio cegados por la onda gravitatoria artificial que producía la presión de la banda que llevaba en la barriga, desactivaron el seguro. No hubo fuego de láser en el último minuto y el misil reapareció de repente, programado para realizar un ataque frontal, y dedicó toda la energía del impulsor a una deceleración de impacto. No había tiempo para aminorar la velocidad, incluso a 30 000 ges, pero bastaría.

La garganta abierta y desprotegida de la cuña de impulsión del crucero ligero Abraham engulló la cabeza armada como un inmenso cucharón. Los indicadores principales de proximidad y de reserva brillaron al unísono y estalló una explosión de cincuenta megatones a unos cien metros de la nave insignia masadiana.

* * *

El rostro del Espada Simonds palideció cuando las huellas del impulsor se desvanecieron. El aire silbaba en las ventanas de su nariz y echó una tímida mirada a la esfera holográfica durante un instante congelado en el tiempo, sintiéndose incapaz de aceptarlo, luego se giró para mirar al capitán Yu.

El havenita se dio la vuelta para mirarlo con seriedad, pero no había ningún horror o conmoción en sus ojos. No había siquiera sorpresa.

—Una pena —dijo Yu, en silencio—. No deberían haberse acercado tanto.

Simonds rechinó los dientes para dominar la necesidad de gritarle a su «consejero». Un veinte por ciento de la flota de guerra masadiana acababa de desaparecer ¿¡y todo lo que podía decir es que no deberían haberse acercado tanto!? Sus ojos llamearon, pero Yu se limitó a mirar a los miembros de la tripulación del Espada. La mayoría continuaba mirando a la esfera, conmocionados por la inesperada pérdida, y el oficial havenita levantó la voz lo suficiente como para que todos ellos pudieran oírlo.

—En cualquier caso, señor, es el objetivo final lo que importa. Siempre hay pérdidas, sin importar cuán bueno sea un plan de batalla, pero Grayson ha perdido mucho más que nosotros y la trampa está preparada, ¿no es así, señor?

Simonds se lo quedó mirando, todavía temblando por la furia, pero percibió la presencia de su tripulación tras él y sabía el durísimo golpe que esto había supuesto para su confianza. Sabía lo que Yu estaba haciendo y el infiel tenía razón, ¡maldito fuera!

—Sí —se obligó a decir en voz clara y serena para provecho de su tripulación, y la palabra le quemó como el ácido en la lengua—. Sí, capitán Yu, la trampa está preparada… exactamente como habíamos planeado.