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La alférez Wolcott jugaba con una de sus uñas mientras meditaba sobre los oficiales sentados en la mesa. El teniente (RI[1]) Tremaine, que había llegado a bordo del Intrépido para servir como piloto al comandante McKeon, ahora estaba sentado y hablando con el teniente Cardones y el capitán de corbeta Venizelos, y Wolcott envidiaba la soltura que tenía al tratar con personas tan importantes.

Tremaine también había estado con la capitana en Basilisco. Tanto ella como su segundo no permitían que eso afectara a las relaciones oficiales que tenían con los demás, pero todos sabían que formaban un círculo exclusivo.

El problema estribaba en que Wolcott necesitaba hablar con alguien de ese círculo, y no con Venizelos o Cardones. Ambos eran accesibles para sus subordinados pero ella tenía miedo de cómo reaccionaría el primero si pensaba que estaba criticando a la capitana. Y la reacción de Cardones probablemente sería peor… sin mencionar el hecho de que cualquiera que llevara la Medalla a la Valentía y las rayas rojo sangre en la manga, que expresaban el agradecimiento de la monarca, eran algo más que inalcanzables para alguien recién salido de la isla Saganami, aunque ella fuera el oficial táctico. Pero el teniente Tremaine era lo bastante joven, y no de tan alto rango, como para no resultarle tan amenazador. Conocía también a la capitana y lo habían destinado a una nave diferente de modo que si quedaba en ridículo o lo cabreaba, no tendría que verlo todos los días.

Se mordisqueó el dedo con mayor intensidad, meció su taza de café y luego suspiró aliviada al ver cómo Venizelos y Cardones se ponían de pie.

Cardones le dijo algo a Tremaine y todos se rieron. Después, el segundo y el oficial táctico desaparecieron en el interior del ascensor de los oficiales y la alférez recogió su taza de café, intentó controlar sus nervios y caminó, tan casualmente como pudo, hasta la mesa donde estaba sentado Tremaine. Él estaba preparándose para recoger su bandeja cuando ella se aclaró la garganta. La miró con una sonrisa, una preciosa sonrisa, y Wolcott no pudo evitar preguntarse si tendría otras razones para querer conocerlo. Después de todo, él estaba destinado en el Trovador, así que la prohibición de involucrarse sentimentalmente con alguien en la misma cadena de mando no se aplicaría.

Sintió cómo se ruborizaba por sus pensamientos, en especial a la luz de lo que quería hablar con él, y se reprendió mentalmente.

—Discúlpeme, señor —empezó—. Me preguntaba si podría disponer de un momento de su tiempo.

—Desde luego, Srta… —Levantó las cejas y ella se sentó cuando se lo indicó.

—Wolcott, señor. Carolyn Wolcott. Clase del ’81.

—Ah, ¿es esta su primera misión? —le preguntó con cortesía.

—Sí, señor.

—¿Qué puedo hacer por usted, Srta. Wolcott?

—Bueno, es solo que… —Tragó saliva. Esto iba a resultarle tan difícil como se temía, a pesar de su encanto, y respiró profundamente—. Señor, usted estuvo con la capitana Harrington en Basilisco y yo, bueno, me gustaría hablar con alguien que la conozca.

—¿Eh? —Frunció el ceño y su tono se volvió frío de pronto.

—Sí, señor —se apresuró a añadir con desesperación—. Es solo que, bueno, algo ocurrió en Yeltsin y no sé si… —Ella volvió a tragar y algo se suavizó en los ojos de él.

—¿Tuvo algún problema con los graysonitas, no es cierto? —Su voz era mucho más suave, y el rostro de ella le ardió de rubor—. ¿Por qué no se lo dijo al comandante Venizelos? —indagó.

—Yo… —Se meneó en la silla, sintiéndose más joven y torpe que nunca—. No sabía cómo reaccionaría o cómo lo haría la capitana. Quiero decir, que ellos la trataron de una manera horrible y nunca les dijo nada… Quizá pensara que estaba siendo una tonta o… algo así —concluyó, sin convicción.

—Lo dudo. —Tremaine vertió café caliente en su taza y situó la cafetera encima de la taza de Wolcott, mirándola de forma interrogante. Ella asintió agradecida, él vertió más café y luego se sentó, meciendo la suya—. ¿Por qué tengo la sensación de que lo que le preocupa es ese «algo así», Srta. Wolcott?

Ella se ruborizó más aún y bajó la mirada hacia su café.

—Señor, yo no conozco a la capitana de la misma manera… que usted.

—¿De la misma manera que yo? —Tremaine sonrió con ironía—. Srta. Wolcott, yo también era alférez la última vez que serví bajo las órdenes de la capitana Harrington, y eso no fue hace tanto tiempo. No me atrevería a afirmar que la «conozco» bien. La respeto y la admiro muchísimo, pero no la conozco.

—Pero usted estuvo en Basilisco con ella.

—Como también lo estuvieron otros cientos de personas, y yo estaba al mismo nivel que los demás. Si quiere hablar con alguien que realmente la conoce —añadió Tremaine, frunciendo el ceño mientras recorría mentalmente la lista de oficiales del Intrépido—, su mejor opción será probablemente Rafe Cardones.

—¡No podría preguntarle a él! —exclamó Wolcott y Tremaine se echó a reír.

—Srta. Wolcott, el teniente Cardones era un RI entonces y, entre usted, yo y la mampara, era también bastante patoso. Desde luego, consiguió superar todos sus temores gracias a la patrona. —Le sonrió y luego adoptó una expresión más seria—. Por otro lado, ya ha conseguido llegar bastante lejos, de modo que puede preguntarme lo que sea que no se atreva a preguntarle a Rafe o al comandante Venizelos. —Ella giró la taza y él volvió a sonreír—. ¡Adelante, escúpalo! Todos esperan que un alférez meta la pata en algún momento, ya lo sabe.

—Bueno, yo… Quisiera saber si la capitana está huyendo de Grayson. —Inquirió de forma precipitada y su corazón empezó a latir apresuradamente al ver cómo el rostro de Tremaine perdía toda expresión.

—Quizá le gustaría aclarar esa pregunta, alférez. —Su voz era gélida.

—Señor, es solo que… El comandante Venizelos me envió a Grayson para dejar el equipaje del almirante Courvosier —explicó con tristeza. No había planeado que la conversación fuera así, y sabía que estaba siendo una idiota al preguntarle a cualquiera algo que podría entenderse como una crítica hacia su oficial al mando—. Se suponía que allí me encontraría con alguien de la embajada, pero en su lugar estaba aquel… oficial graysonita. —Su rostro volvió a ruborizarse, pero esta vez fue por causa del recuerdo de aquella humillación—. Me dijo que no podía aterrizar allí. Era la plataforma a la que me habían enviado, señor, pero me dijo que yo no podía aterrizar allí. Que… que no tenía sentido qué pretendiera ser una oficial y que debería… regresar a casa a jugar con mis muñecas, señor.

—¿Y no se lo dijo al segundo? —El tono frío y amenazador de Tremaine no estaba, se dio cuenta aliviada, dirigido a ella.

—No, señor —respondió, casi en un susurro.

—¿Qué más le dijo? —inquirió el teniente.

—Él. —Wolcott respiró profundamente—. Casi sería mejor que no se lo dijera, señor. Pero le mostré mi permiso y mis órdenes y se limitó a echarse a reír. Dijo que no valían de nada. Que eran solo de la capitana y no de un auténtico oficial, y la llamó… —Se detuvo y cerró los dedos con fuerza en torno a la taza—. Dijo que ya era hora de que las «putas» nos marcháramos de Yeltsin y… —Apartó la mirada de la mesa y se mordió el labio—. Y trató de meter las manos dentro de mi guerrera, señor.

—¿¡Que hizo qué!?

Tremaine se medio puso en pie y todos los presentes en el comedor se volvieron para mirarlos. Wolcott miró desesperada a su alrededor y él volvió a sentarse, observándola con intensidad. Se obligó a asentir y los ojos de él se entrecerraron.

—¿Por qué no dio parte de él? —Bajó la voz, pero todavía era fría—. ¡Sabía cuáles eran las órdenes de la capitana al respecto!

—Pero… —Wolcott vaciló y se encontró con su mirada—. Señor, nos estábamos retirando y el graysonita… estaba convencido que era porque la capitana estaba… huyendo por lo mal que la habían tratado. No sabía si tenía o no razón, señor —confesó casi exasperada—. E incluso aunque no fuera así, teníamos programado partir en una hora. Nunca me había ocurrido nada semejante, señor. Si hubiera estado en casa, habría… Pero aquí no sabía lo que hacer y… ¡si le decía a la capitana lo que él había dicho de ella…!

Concluyó, mordiéndose el labio con mucha más fuerza, y Tremaine respiró profundamente.

—Muy bien, Srta. Wolcott. La entiendo. Pero esto es lo que va a hacer. Tan pronto como el segundo termine la guardia, le va a decir todo lo que pasó, palabra por palabra, y haciendo uso de toda su memoria. No le va a contar, sin embargo, que alguna vez pensó que la capitana podría estar «huyendo».

Los ojos de ella estaban confusos e infelices, y él le acarició el brazo con suavidad.

—Escúcheme. Dudo que la capitana Harrington sepa cómo huir. Estoy seguro de que esta retirada es una táctica, pero no ha sido porque los graysonitas la hayan espantado y no importa lo que ellos puedan creer. Si se atreve a sugerirle al comandante Venizelos que eso es lo que pensó que podía estar pasando, lo más probable es que le corte la cabeza y se la sirva en bandeja.

—Eso es lo que temía —admitió—. Pero no sabía qué otra cosa hacer. Y… y si ellos tenían razón, no quería hacerla sentir incluso peor. Las cosas que dijo sobre ella eran tan terribles que yo no…

—Srta. Wolcott —la interrumpió Tremaine con suavidad—, tenga por seguro que la patrona nunca la culpará de las acciones de otra persona y se da perfecta cuenta de cuándo alguien está bajo presión. Creo que tiene que ver con… —se detuvo y sacudió la cabeza—. No importa. Cuénteselo al segundo, y si le pregunta por qué esperó tanto dígale que, puesto que íbamos a partir tan pronto, no habría dado tiempo a que hiciéramos nada al respecto hasta nuestro regreso. Eso se aproxima mucho a la verdad, ¿no le parece?

Ella asintió y él le dio unas palmaditas en el brazo.

—Bien, le prometo que la apoyarán y que no recibirá ninguna reprimenda. —Se echó hacia atrás y sonrió—. De hecho, lo que creo que necesita es poder pedir consejo a alguien cuando no quiera arriesgar el cuello hablando con uno de los oficiales, así que termine su café. Quiero presentarle a alguien.

—¿Quién es, señor? —le preguntó Wolcott con curiosidad.

—Bueno, tenga por seguro que no es alguien que sus padres me agradecerían que le presentase —admitió Tremaine con una sonrisa irónica en los labios—, pero a mí consiguió ponerme derecho en mi primera misión. —Wolcott se bebió el café y el teniente se puso de pie—. Creo que le gustará el jefe Harkness —le dijo—. Y —sus ojos brillaron con malicia— si alguien a bordo del Intrépido sabe cómo tratar a unos sacos de mierda como los graysonitas sin involucrar a nadie más, ¡es él!

* * *

El comandante Alistair McKeon observó a Nimitz comerse otro trozo de conejo. Por alguna razón, desconocida para todos salvo para Dios, el conejo terrestre se había adaptado perfectamente al planeta Esfinge. El año del planeta equivalía a más de cinco años-T, lo que, sumado a la gravedad local y la inclinación axial de catorce grados, daba lugar a una flora y a una fauna impresionantes y a un clima que la mayoría de los extranjeros adoraba durante la primavera y el otoño; el principio de este, más bien. En esas circunstancias, uno podría haber esperado que algo tan idiota como un conejo pereciera miserablemente pero, en su lugar, habían prosperado. Probablemente, meditó McKeon, gracias a su tasa de natalidad.

Nimitz arrancó carne del hueso con la precisión de un cirujano, lo depositó cuidadosamente sobre su plato y cogió otro con sus, en apariencia, delicadas manos. McKeon sonrió. Los conejos podían haber prosperado en Esfinge, pero no habían aumentado su inteligencia y, de la misma forma que los humanos se podían alimentar de casi toda la fauna esfingina, los depredadores de Esfinge se podían comer a los conejitos. Y lo hacían… con mucho gusto.

—¿Le gustan mucho los conejos, verdad? —señaló McKeon y Honor sonrió.

—No a todos los gatos, pero, desde luego, a él sí. No es como el apio, que les encanta a todos, pero Nimitz es un sibarita. Le gusta la variedad y los ramafelinos son arbóreos, así que no había probado el conejo hasta que me adoptó. —Se rió—. Deberías haberlo visto la primera vez que le di a probar un poco.

—¿Qué ocurrió? ¿Acaso los culturizados modales de nuestro amigo lo abandonaron?

—No tenía ningún modal en aquel tiempo y prácticamente se revolcó en su plato.

Nimitz levantó la mirada y fue el turno de que McKeon riera ante su desdeñosa expresión. Muy pocos ramafelinos se marchaban de Esfinge, y los extraplanetarios solían subestimar continuamente a los que lo hacían, pero McKeon lo conocía lo bastante como para no hacerlo. Los gatos superaban a los delfines de la Vieja Tierra en la escala de los sintientes, y la comandante tenía la sospecha de que eran más inteligentes de lo que mostraban a la gente.

Nimitz sostuvo la mirada de Honor durante un instante, luego bufó y regresó a su comida.

—Tome eso, capitana Harrington —murmuró McKeon, y sonrió al escuchar la carcajada de Honor, pues hacía tiempo que no la había oído reírse desde que estaban en Yeltsin. Desde luego, él era su oficial al mando de rango inferior y, a diferencia de la mayoría de los oficiales de la RAM, que veían el patrocinio y la influencia familiar como parte inherente de una carrera militar, ella detestaba cualquier muestra de favoritismo, así que no había recibido ninguna invitación a cenas privadas desde que se uniera a su mando. De hecho, había invitado a la comandante Truman a unírseles esa noche, pero ella había preparado una instrucción inesperada para entretener a su tripulación.

McKeon se alegraba de ello. Le caía bien Alice Truman. Y, aunque sabía que los demás comandantes le profesaban un gran respeto, también estaba claro que ninguno de ellos hablaría de un tema que Honor no sacara a relucir de forma espontánea. Además, gracias a su experiencia personal, estaba seguro de que nunca compartiría sus sufrimientos con nadie de a bordo y de que era menos insensible a la presión y la inseguridad de lo que ella creía.

Terminó su postre de melocotón y se recostó, suspirando satisfecho al mismo tiempo que MacGuiness vertía café recién hecho en su taza.

—Muchas gracias, Mac —le agradeció, e hizo una mueca cuando el asistente de primera clase llenó la taza de Honor con cacao.

—¡No entiendo cómo puede tomar eso! —se quejó, mientras MacGuiness se retiraba—. ¡Especialmente después de tomar algo tan dulce y pegajoso como este postre!

—Lógico —respondió Honor, dando un sorbo con una sonrisa en los labios—. Yo tampoco he podido comprender nunca por qué vosotros engullís café, ¡está asqueroso! —Se estremeció—. Huele bien, pero no lo utilizaría ni como combustible.

—No está tan mal —protestó McKeon.

—Todo lo que puedo decir es que debe ser un gusto adquirido que yo, por mi parte, no tengo el menor interés en adquirir.

—Por lo menos no es empalagoso y pegajoso.

—Lo que, aparte del olor, será posiblemente su única virtud. —Los ojos oscuros de Honor brillaron—. Desde luego no te mantendría con vida durante el invierno en Esfinge. ¡Tendría que tomar una bebida realmente caliente!

—No estoy seguro de si estaría interesado en sobrevivir a un invierno en Esfinge.

—Eso es porque eres un manticoriano decadente. ¿Llamáis clima a lo que tenéis allí? —bufó—. ¡Estáis todos tan mimados que creéis que un miserable metro de nieve es una ventisca!

—¿Cómo? No veo que usted se haya trasladado a Grifo.

—El que me guste la variabilidad del clima no me convierte en una masoquista.

—No creo que al comandante DuMorne le gustara esa difamación del clima de su planeta —se rió McKeon.

—Dudo de que Steve haya vuelto a Grifo más de dos veces desde que entró en la Academia, y si crees que lo que he dicho de su clima es malo, tendrías que escucharlo a él. La isla de Saganami lo convirtió en un auténtico creyente y consiguió que toda su familia se trasladara en torno a la Bahía de Jason hace unos cuantos años.

—Ya veo. —McKeon jugó con su taza durante un momento, luego la miró con una expresión medio ceñuda, medio sonriente—. Y, hablando de auténticos creyentes, ¿qué opina de Grayson?

Parte de la alegría se desvaneció de los ojos de Honor. Bebió otro sorbo de cacao, como si estuviera intentando posponer la conversación, pero McKeon esperó pacientemente. Había estado intentando hablar de ello toda la noche y no estaba dispuesto a perder la oportunidad ahora. Desde luego era su oficial subordinado, pero también era su amigo.

—Intento no pensar en ellos —dijo, finalmente. En su tono se traslucía que aceptaba de forma tácita su insistencia—. Son provincianos, testarudos y fanáticos, y si el almirante no me hubiera dejado alejarme de allí, hubiera empezado a cortar unas cuantas cabezas.

—No es el método más diplomático de comunicación, señora —murmuró McKeon y los labios de ella se estremecieron con una sonrisa inesperada.

—No me sentía particularmente diplomática. Y, la verdad, tampoco estaba interesada en comunicarme con ellos.

—Entonces su punto de vista es erróneo —dijo McKeon en voz muy baja. La boca de ella se cerró con una testarudez que conocía muy bien, pero continuó hablando en el mismo tono quedo—. Hace algún tiempo conoció a un oficial cuyos sentimientos entorpecían su labor. —Vio cómo sus ojos brillaban cuando sus palabras acariciaron su punto débil—. No permitas qué nada te lleve a la misma situación, Honor.

El silencio se cernió entre ellos y Nimitz bajó, con un golpe sordo, de su silla y saltó hasta situarse en el regazo de Honor. Se apoyó sobre las patas traseras y situó las otras cuatro en la mesa. Los miró alternativamente a los dos.

—¿Has estado intentando sacar el tema toda la noche, no es cierto? —le preguntó finalmente.

—Más o menos. Podrías haber tirado mi carrera a la basura, y Dios sabe que tenías una razón bastante buena para hacerlo. Y no quiero que cometas los mismos errores que yo.

—¿Errores? —Había algo afilado en su voz, pero él se limitó a asentir.

—Errores. —Ondeó una mano por encima de la mesa—. Sé que nunca decepcionarías al almirante Courvosier como yo te decepcioné a ti, pero algún día vas a tener que aprender a tratar a las personas en un contexto diplomático. Esta no es la Estación Basilisco y no estamos hablando de hacer cumplir las regulaciones mercantiles o de perseguir a los contrabandistas. Estamos hablando de lidiar con los oficiales de un sistema estelar soberano con una cultura radicalmente diferente, y las reglas son distintas.

—Me parece recordar que también pusiste alguna que otra objeción a mi decisión de hacer cumplir las regulaciones mercantiles —le medio espetó Honor, y McKeon se encogió. Abrió la boca para responder, pero ella levantó la mano antes de que pudiera continuar—. No debería haber dicho eso y sé que estás intentando ayudarme, pero sencillamente no estoy hecha para ser diplomática, Alistair. ¡No si eso significa aguantar a personas como los graysonitas!

—No tienes mucho donde elegir —respondió McKeon, tan suave como pudo—. Eres la oficial de más alto rango del almirante Courvosier. Te gusten o detestes a los graysonitas, y te aprecien ellos o no, no vas a poder cambiarlo. Este tratado es tan importante para el reino como cualquier otra misión de la armada. No solo eres Honor Harrington para esta gente. Eres una oficial de la reina, la oficial al mando de la reina en su sistema y…

—Y crees que hice mal en marcharme —le interrumpió Honor.

—Sí, lo creo. —McKeon se encontró con su mirada y sus ojos no vacilaron—. Me doy cuenta de que, siendo un hombre, mis relaciones con sus oficiales han sido menos estresantes que las tuyas, y algunos de ellos son auténticos bastardos, sean o no nuestros aliados potenciales. Pero unos cuantos de los que no lo son bajaron la guardia conmigo en una o dos ocasiones. Sentían curiosidad, mucha curiosidad, y lo que realmente querían saber es cómo podía digerir yo tener a una mujer como oficial al mando. —Se encogió de hombros—. No vinieron a indagar directamente, pero la pregunta estaba latente.

—¿Y qué les respondiste?

—No lo hice de forma extensa, pero sospecho que dije lo que Jason Álvarez o cualquiera del personal masculino habrían dicho. Que no nos preocupamos de los genitales de la gente, solo de lo bien que hacen su trabajo, y que tú lo haces mejor que todos los que yo conozco.

Honor se ruborizó pero McKeon continuó sin darle importancia a su galantería.

»Eso les impactó y algunos de ellos se fueron a meditarlo. Así que los que me preocupan ahora son los que sabían que no había necesidad de que el Intrépido escoltara a los cargueros a Casca, cuando podríamos haber enviado al Apolo o al Trovador. Porque los hay muy idiotas, y no es que ellos vayan a marcar la diferencia, ¿pero qué pasa con los que no lo son tanto? Van a imaginar que la verdadera razón era quitaros a ti y a la comandante Truman de en medio, y no importará si fue idea tuya o del almirante. Excepto que, si fue idea tuya, van a preguntarse por qué te has marchado. ¿Quizá porque tu presencia allí estorbaba las negociaciones? ¿O tal vez porque eres una mujer e, independientemente de lo que digamos nosotros, no pudiste soportar la presión?

—Quieres decir que pensarán que me di por vencida y salí huyendo —concluyó Honor con franqueza.

—Quiero decir que podrían pensarlo.

—No, quieres decir que lo pensarán. —Se echó hacia atrás y estudió su rostro—. ¿Y tú lo crees así, Alistair?

—No. O quizá un poco. No porque temieras que hubiera un enfrentamiento, sino porque no querías tener que librarlo. Tal vez porque, en esta ocasión, no sabías cómo contraatacar.

—Quizá es verdad que me di por vencida y huí. —Dejó la taza de cacao en su platillo y Nimitz se arrimó a su codo—. Pero me parecía, y todavía es así, que estaba entorpeciendo la labor del almirante y… —calló un momento y luego suspiró—. ¡Maldita sea, Alistair, no sé cómo enfrentarme a eso!

McKeon hizo una mueca al oír la maldición porque, a pesar de lo ligera que era, nunca antes la había oído lanzar alguna, ni siquiera cuando intentaban volar su nave en mil pedazos.

—Entonces tendrás que averiguar cómo hacerlo. —Ella volvió a mirarlo y él se encogió de hombros—. Sé que para mí resulta fácil decirlo. Después de todo, yo tengo gónadas. Pero todavía van a seguir allí cuando regresemos de Casca y entonces no te quedará más remedio que tratar con ellos. Vas a tener que hacerlo, independientemente de lo que el almirante haya conseguido entre tanto, y no solo lo tendrás que hacer por ti. Eres nuestra oficial al mando. Lo que hagas y digas, lo que permitas que ellos te hagan o te digan, se reflejará en el honor de la reina, no solo en el tuyo, y hay otras mujeres que sirven bajo tus órdenes. Incluso aunque ahora no las hubiera, tarde o temprano llegarían otras a Yeltsin, y el patrón que tú establezcas será con el que tengan que lidiar ellas después. Pero eso ya lo sabes.

—Sí. —Honor levantó a Nimitz y lo apretó contra sus pechos—. Pero ¿qué debo hacer, Alistair? ¿Cómo les convenzo de que me traten como a una oficial de la reina cuando todo lo que ven es a una mujer que no debería ser una oficial?

—¡Eh, yo solo soy un comandante! —exclamó y sonrió al ver una sonrisa fugaz cruzar sus labios—. Por otro lado, quizá acabes de dar en el blanco en cuanto al error que has estado cometiendo desde que la tripulación del almirante Yanakov se cagó en los pantalones al descubrir que eres una oficial al mando. Estás hablando de lo que ellos ven y no de lo que tú ves o eres.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que has estado jugando según sus reglas y no las tuyas.

—¿Pero no me acabas de decir que tengo que ser diplomática?

—No, he dicho que tenías que entender la diplomacia. Es diferente. Si realmente te marchaste de Yeltsin por su reacción, entonces permitiste que sus prejuicios te arrinconaran. Dejaste que te echaran de la ciudad cuándo deberías haberles escupido en el ojo y desafiarles para que demostraran que existe una buena razón por la que tú no deberías ser una oficial.

—Quieres decir que escogí la vía rápida.

—Supongo que sí, y posiblemente esa sea la razón de que pienses que has huido. Existen siempre dos lados en un diálogo, pero si aceptas los términos del contrario sin imponer que se tomen el mismo tiempo para estudiar los tuyos, entonces controlarán la discusión y su resultado.

—Hum. —Honor hundió la nariz en el pelaje de Nimitz durante un momento y percibió el retumbar de su ronroneo subsónico. Estaba claro que se mostraba de acuerdo con el argumento de McKeon, o al menos con las emociones que llevaban consigo. Y, pensó, Alistair tenía razón. El embajador havenita había jugado bien sus cartas en su propósito de desacreditarla, pero ella se lo había permitido. De hecho, lo había ayudado al tratar de esconder su dolor y enojo, en lugar de exigir el respeto que merecía por su rango y por sus logros, y que los graysonitas le habían negado solo por ser mujer.

Escondió el rostro más aún en la cálida piel de Nimitz y se dio cuenta de que el almirante también tenía razón. Quizá no por completo, porque todavía pensaba que su ausencia lo ayudaría a alcanzar sus objetivos, pero sí en su mayor parte. Había huido de una pelea y lo había dejado solo para enfrentarse a los graysonitas y a sus prejuicios, robándole un apoyo que tenía derecho a esperar de su subordinada uniformada.

—Tienes razón, Alistair. —Suspiró y levantó la cara para mirarlo—. La he fastidiado.

—Oh, yo no diría tanto. Solo tendrás que dedicar el resto del viaje a poner en orden tus pensamientos y decidir qué harás con el próximo idiota sexista. —Ella sonrió y él se echó a reír—. Usted y el almirante pueden golpearles en la cabeza y los demás los apalearemos en los tobillos, señora. Si realmente quieren firmar un tratado con Mantícora, entonces será mejor que empiecen a comprender que una oficial de la reina es eso precisamente, con independencia de qué tenga bajo la ropa interior. Si no pueden asimilarlo, entonces ese pacto nunca llegará a buen término.

—Tal vez. —Su ancha sonrisa se suavizó—. Y muchas gracias. Necesitaba a alguien que me pateara el trasero.

—¿Y para qué están los amigos? Además, recuerdo que alguien me pateó el mío cuando yo lo necesitaba. —Él también sonrió, apuró el café y se puso en pie—. Y ahora, capitana Harrington, si me disculpa, creo que debería regresar a mi nave. Muchas gracias por esta fantástica cena.

—De nada. —Honor escoltó a McKeon a la escotilla, luego se detuvo y extendió la mano—. Dejaré que encuentre el camino a la dársena por sí solo, comandante McKeon. Yo tengo algunas cosas en qué pensar antes de regresar a mi puesto.

—Sí, señora. —Le dio un fuerte apretón de manos—. Buenas noches, señora.

—Buenas noches, comandante. —La escotilla se cerró tras él y ella sonrió—. Muy buenas noches —murmuró con suavidad.