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La estrella K4, conocida con el nombre de Endicott, brilló tras la mampara y el planeta de Masada se bañó en su calidez. Endicott era mucho más frío que el horno F6 en el corazón del sistema de Yeltsin pero, claro, el radio orbital de Masada era apenas un cuarto del de Grayson.

El capitán Yu estaba sentado, con los brazos cruzados y la barbilla apoyada en el pecho, contemplando el planeta y la estrella. Hubiera deseado que el gobierno encargara esa misión a otro. Para empezar odiaba las operaciones clandestinas, y los superiores que le habían explicado lo que se suponía que debía hacer, o bien habían subestimado la estrecha mente de los masadianos o le habían mentido al informarle. Creía que podría tratarse de la última opción, aunque nunca estaría completamente seguro de ello. Por lo menos no en lo que concernía a la República Popular.

La galaxia exterior veía solo la inmensa esfera que Haven había conquistado, pero no se daba cuenta de lo frágil que era la economía de la República y de lo perentoria que era por ello la necesidad de Haven por continuar expandiéndose. O cuán calculadores, cínicos y manipuladores eran sus líderes, incluso con sus propios subordinados, bajo la presión de esa premura.

Yu lo sabía. Tenía más conocimientos históricos que la mayoría de los oficiales de la Armada Popular, más de los que a sus superiores les hubiera gustado. Casi lo habían expulsado de la Academia cuando uno de sus instructores descubrió el alijo secreto de textos históricos prohibidos escritos cuando la República Popular era solo la República de Haven. Había logrado sembrar una duda lo bastante importante sobre a quién pertenecían esas ofensivas cintas como para evitar que lo expulsaran, sin embargo ese había sido uno de los episodios más aterradores de su vida y había tenido mucho cuidado de ocultar sus opiniones personales desde entonces. Aquellos subterfugios lo inquietaban de cuando en cuando, pero no lo bastante como para cambiar su forma de actuar, porque tenía demasiado que perder. La familia de Yu había sido pensionista durante más de un siglo. El capitán había dejado atrás un barrio de proletarios y el Subsidio Básico de Manutención gracias a su fuerza de voluntad y a unas habilidades que para la sociedad eran ya irrelevantes, y, aunque no sentía ninguna ilusión por la República Popular, no tenía ninguna intención de regresar a la vida de la que había escapado.

Suspiró y miró su crono. Simonds llegaba tarde, otra vez. Aquella era otra de las razones por las que Yu odiaba la misión. Él era un hombre puntual y minucioso, y le fastidiaba inmensamente que su comandante nominal procediera de una cultura donde los oficiales al mando hicieran esperar a los demás solo para subrayar su superioridad.

No es que Haven no contara con sus propios granos en el culo, pensó, volviendo a un ensueño desapasionado cuyos Indicadores de Disfunción Social hubieran horrorizado a la policía de Higiene Mental. Dos siglos de gasto deficitario para favorecer a la multitud había hundido no solo la economía de la República Popular, sino todo vestigio de responsabilidad entre las familias que la gobernaban. Yu despreciaba a la multitud como solo podía hacerlo alguien que había luchado para abrirse camino a través de ella, pero al menos sus miembros eran honestos. Los legisladores que se llenaban la boca con todos los temas políticamente correctos para el beneficio del resto de la galaxia, y los que se encargaban de las pensiones que controlaban los bloques de proletarios votantes, estaban mejor educados y eran más deshonestos, y eso, desde el punto de vista del capitán Alfredo Yu, era lo único que los diferenciaba de la multitud.

Bufó y cambió de posición en su silla, mirando a través de la mampara, y deseó poder sentir respeto por su gobierno. Un hombre debía poder sentirse orgulloso de luchar por su país, pero Haven no merecía ese sacrificio, ni lo merecería nunca. Por lo menos no en esta vida. Aun así, a pesar de lo corrupto y cínico, seguía siendo su país. No había pedido nacer allí, pero así había sido, y cumpliría con su servicio con toda su capacidad porque era lo único a lo que podía agarrarse. Y porque servir como su brazo armado y tener éxito a pesar de sus defectos era la forma más adecuada de demostrar que era mejor que el sistema en el que se había criado.

Gruñó y se levantó para dar un paseo por la sala de reuniones. Maldita sea, el sentarse a esperar conseguía hacerlo recorrer mentalmente aquellas sendas oscuras e intrincadas, y eso era lo que menos le convenía en un momento como…

La escotilla de la sala de reuniones se abrió y él se giró para ver cómo entraba por ella la Espada de los Fieles Simonds. Estaba solo y Yu se animó un poco. Si Simonds tuviera pensado comportarse como una pared inaccesible, se hubiera traído consigo a unos cuantos oficiales masadianos para tratar con él a través de los canales formales habituales en la cortesía militar, y que le impedirían ejercer cualquier tipo de presión.

Simonds lo saludó con una inclinación de cabeza y eligió una silla donde sentarse con mucha mayor rapidez de lo habitual, entonces apretó un botón que hacía ascender la terminal de datos que había sobre la mesa y tecleó para que se activara. No hacía mucho, pensó Yu, no hubiera tenido ni idea de cómo llevar a cabo una tarea tan sencilla, pero había aprendido mucho de Haven, y no solo de cómo funcionaban los sistemas de información del Trueno de Dios.

Yu tomó asiento enfrente del Espada y esperó mientras Simonds releía rápidamente el informe del Bres…

El capitán se quedó sorprendido. Había dejado de pensar en el Trueno de Dios como el Saladino y, por tanto, debía dejar de llamar al Principado Breslau. Aquel detalle formaba parte de la farsa que Masada había «comprado» a Haven. Cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta de que las dos naves de guerra representaban el ochenta por ciento del PIB anual en el sistema de Endicott, pero su transferencia formal a la Armada Masadiana situaba a Haven en una posición segura en el plano legal (o, por lo menos, así era técnicamente) y la protegía de cualquier acción que Masada llevara a cabo con esas naves. Por ello era importante que Yu hiciera cuanto estuviera en su mano para evitar que los oficiales masadianos sospecharan que tanto él como sus compañeros «inmigrantes» pensaban que no eran más que un hatajo de tontos del culo, fanáticos y supersticiosos incompetentes. Especialmente porque lo creía de verdad e, independientemente de lo mucho que lo intentara, no podía dejar de pensar de aquella forma.

—He hecho llegar al Consejo de los Ancianos sus propuestas, capitán —dijo Simonds, por fin, recostándose en su silla—. Pero, antes de tomar una decisión, el Anciano Jefe Simonds desea escuchar sus razonamientos tal y como me los comunicó a mí. Por ese motivo, y con su permiso, tengo la intención de grabar esta conversación.

Miró a Yu y el capitán tuvo que reprimir una mueca antes de que llegara a sus labios. ¿De modo que era su propuesta? Bueno, tampoco le resultaba demasiado sorprendente. El Espada deseaba convertirse en Anciano Jefe cuando su hermano mayor dejara libre el puesto y, sin embargo, parecía incapaz de reunir la determinación necesaria que le aseguraría ese ansiado puesto en el Consejo.

Por otro lado, si la responsabilidad recaía en Yu, entonces por qué no compartir parte del mérito. Y tampoco le perjudicaría aumentar su influencia.

—Por supuesto que no tengo objeción, señor —dijo, con educación.

—Gracias. —Simonds encendió la grabadora—. En tal caso, capitán, supongo que puede empezar por el principio.

—Desde luego, señor. —Yu echó su silla hacia atrás y volvió a cruzar los brazos—. Básicamente, Espada Simonds, mi teoría es que la partida de tres cuartas partes de la escolta manticoriana nos brinda la oportunidad de activar Jericó con muchas posibilidades de tener éxito. Es posible que se hayan marchado de forma permanente, no obstante estoy casi seguro de que regresarán dentro de no mucho. En cualquier caso creo que, si actuamos rápidamente, su gobierno podrá aniquilar el actual régimen que hay en Grayson y conquistarlo de nuevo.

Aunque, pensó el capitán, solo una panda de tarados crónicos podría estar interesada en Grayson teniendo ya un planeta mucho mejor.

»En este momento —continuó en el mismo tono de voz— solo hay una nave manticoriana en el espacio de Yeltsin, posiblemente un destructor. Estoy convencido de que la prioridad de la nave es la de proteger a los ciudadanos manticorianos y que su objetivo secundario será el de salvaguardar las naves mercantes que aún no han descargado. En estas circunstancias, sospecho que su comandante adoptaría una actitud de espera si atacamos Grayson. Por lo menos al principio. Obviamente no lo puedo garantizar, pero lo lógico es que los graysonitas crean que pueden derrotar por sí solos a nuestros «asaltantes»; y si el comandante de la nave manticoriana comparte esa opinión, lo más probable es que permanezca en la órbita de Grayson hasta que ya sea demasiado tarde. Guando hayamos destruido el grueso de la Armada Graysonita, se enfrentará con una situación desesperada y podría verse en la obligación de retirarse, llevándose a los diplomáticos consigo.

—¿Y si no se retira? O lo que es peor, ¿y si no se queda quieto mientras nosotros atacamos? —le preguntó Simonds, impasible.

—Ninguna de esas posibilidades cambiará la situación militar, señor. Su fuego no supondrá una gran diferencia en las operaciones subsiguientes, y si participa de forma activa en las acciones defensivas iniciales de los graysonitas, no dispondrá de la posibilidad de retirarse más tarde.

Yu sonrió ligeramente.

—Me doy cuenta de que su gobierno está inquieto ante la posibilidad de enfrentarse con Mantícora. La República Popular, sin embargo, según los términos del tratado existente, defenderá el sistema Endicott y cualquiera de sus territorios, y ambos sabemos que el interés que Mantícora tiene en esta región es consecuencia de su deseo de evitar o demorar la guerra abierta contra la República. Mi opinión es que el riesgo de una interferencia manticoriana en Jericó es aceptable, porque es poco probable que la reina Elizabeth… —acentuó el título levemente, aunque de forma deliberada, y vio cómo se hinchaban las ventanas de la nariz de Simonds— tenga la voluntad política y militar necesaria para comprometer a su armada en una situación que no tiene marcha atrás. Incluso aunque esa nave fuera destruida, probablemente su gobierno se limitaría a rechinar los dientes y dejarlo pasar, en lugar de empezar una guerra mayor.

El capitán no mencionó que si los masadianos otorgaban a Haven la posibilidad de establecer allí una base, los refuerzos que necesitarían para respaldarlos estarían en su planeta. Desde luego, la posibilidad de que se desencadenara una guerra prematura contra Mantícora sería mucho mayor, así que quizá la xenofobia de aquellos fanáticos equilibraba los demás dolores de cabeza que le estaban dando.

—Parece seguro de sí mismo, capitán, ¿pero qué pasaría si la nave que se ha quedado es el crucero pesado y no el destructor?

—La clase es irrelevante, señor. —Las fosas nasales de Simonds volvieron a hincharse y Yu se reprendió mentalmente. Los hábitos de expresión eran difíciles de cambiar y había usado el género femenino olvidando que ningún masadiano se atrevería a pensar en una nave de guerra como otra cosa que masculino. Pero no permitió que el desliz se trasluciera en su gesto mientras continuó hablando—. Si la nave fuera el Intrépido e interviniera en la operación inicial, puede estar seguro de que el Trueno se bastaría para destruirlo. Si el Intrépido optara por no participar al principio, su poder no sería suficiente para montar por sí solo una defensa eficaz más tarde.

—Ya veo. —Simonds se rascó la barbilla—. Me temo que nosotros no estamos tan seguros de que Mantícora no vaya a participar con esa fuerza ingente, capitán —dijo despacio, y a Yu le supuso un gran esfuerzo ocultar su decepción y transformarla en una expresión de atención—. Pero, al mismo tiempo, tiene usted razón cuando dice que se nos presenta una oportunidad. Psicológicamente hablando, una sola nave de guerra, sobre todo una que ha visto partir a todos sus compañeros, estará más pendiente de las responsabilidades para con su gobierno que de alguien que ni siquiera es su aliado formal.

—Eso es, Espada Simonds —respondió Yu con respeto.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —inquirió Simonds. Yu sabía que la pregunta estaba dirigida a informar al Consejo de los Ancianos porque el Espada y él habían estado repasando las fechas a menudo en las últimas veinte horas.

—Un mínimo de once días desde su partida, señor, o aproximadamente nueve días a partir de hoy. Todo depende de sus órdenes, quizá tengamos algo más de tiempo, pero yo no contaría con eso.

—¿Y cuánto necesitaríamos para completar Jericó?

—Podríamos estar preparados para lanzar el primer ataque en cuarenta y ocho horas. No puedo asegurarle cómo de rápido se desarrollarán las cosas después, porque dependerá de la velocidad de reacción de los graysonitas. Por otro lado, todavía dispondremos de casi siete días antes de que regrese la escolta, lo que les proporcionará tiempo más que suficiente para preparar el contraataque. Y tengo la sospecha de que querrán hacerlo tan pronto como les sea posible, aunque sólo sea para proteger su posición en las negociaciones de alianza y evitar así que los manticorianos puedan pensar que son débiles.

—Sé que no lo puede predecir con precisión, pero el Consejo le estaría muy agradecido si nos dijera cuál es su estimación.

—Entiendo, señor. —Yu achinó los ojos para ocultar el desprecio que había en ellos. Simonds era un oficial de la Armada y debería saber, tan bien como Yu, que cualquier estimación era poco más que una suposición optimista. De hecho, lo más probable es que lo supiera. Solo querría asegurarse de que las culpas recayeran sobre otro en caso de equívoco, y el desprecio de Yu se transformó en ironía al darse cuenta de lo parecidos que eran los teócratas masadianos a los políticos havenitas.

»Muy bien, Espada. Teniendo en cuenta las capacidades de Grayson y con la premisa de que una conjetura es solo eso, yo diría que podríamos esperar su contraataque después del segundo o tercer asalto. No puedo imaginar que les llevara más de uno o dos días-T advertir nuestros planes de «incursión» y responder a ellos.

—¿Y está seguro de que podrá detenerlos cuando lo hagan?

—Tanto como puede estarlo cualquiera en una operación militar. Es muy improbable que ellos o incluso los manticorianos, si decidieran intervenir con su nave de guerra, se den cuenta de a lo que se enfrentan a tiempo de salvarse. No es imposible, claro, pero la posibilidad es ínfima, e incluso aunque respondan de forma inmediata, sus pérdidas deberían ser casi totales.

—¿Casi totales?

—Señor, estamos hablando de un combate en el espacio profundo, desarrollado entre naves con cuñas de impulsión, y no podemos predecir cuál será el vector exacto de su aproximación —respondió Yu con paciencia—. A menos que salgan exactamente donde queremos, lo harán por los márgenes y el Trueno llegará enseguida. Sus pérdidas seguirán siendo cuantiosas en ese caso, pero serán nuestras unidades locales las que tendrán que encargarse de darles el golpe de gracia, y es muy probable que algunos logren escapar. No obstante, como ya he dicho antes, no tienen a donde hacerlo. Los supervivientes no tendrán más remedio que regresar a Grayson y deberán plantar cara cuando avancemos sobre el planeta. Negarse a luchar no será una opción en ese caso, y el Trueno podrá eliminar a toda su armada en una tarde si deciden mantener la posición y combatir.

—Hum. —Simonds se rascó la barbilla con más energía y frunció el ceño, luego se encogió de hombros—. Muy bien, capitán Yu. Gracias por su tiempo y por sus claros argumentos. Regresaré al Consejo con la grabación. —Volvió a presionar un botón y la grabación cesó. Habló entonces con una voz más natural—. Supongo que tomarán una decisión dentro de una o dos horas, capitán.

—Me alegro de oír eso, señor. —Yu enarcó una ceja—. ¿Puedo preguntarle si tiene idea de lo que dirán?

—No estoy completamente seguro, pero creó que aceptarán. El Anciano Huggins es el que más apoya la idea y, aunque representa a un grupo minoritario, es uno muy poderoso. El Anciano O’Donnal se muestra más vacilante, pero algunos de sus partidarios se inclinan a favor de Huggins en este caso.

—¿Y el Anciano Jefe Simonds? —preguntó Yu con voz imparcial.

—Mi hermano también está a favor —respondió Simonds con franqueza—. Tendrá que echar mano de los que le deben favores para convencer a los que aún no están seguros. Pero estoy convencido de que lo conseguirá. —El Espada sonrió sin alegría—. Suele hacerlo.

—En ese caso, señor, me gustaría dar las órdenes pertinentes. Siempre podemos mantener la posición si el Consejo decide otra cosa.

—Sí. —Simonds volvió a rascarse la barbilla y asintió—. Hágalo, capitán. Pero tenga esto en cuenta, si el Anciano Jefe compromete su prestigio y la operación fracasa, rodarán cabezas. La mía podría estar entre ellas; la suya, desde luego, al menos en lo que se refiere al servicio que presta a los Fieles.

—Lo entiendo, señor —dijo Yu, sintiendo una súbita e indeseada compasión por la inquietud del Espada. El capitán no se enfrentaba a un futuro mejor; lo mandarían de vuelta a Haven, sumido en la desgracia, si la OIN y el gobierno hacían caso de la insistencia de los masadianos (que sin duda serían muy insistentes) de que cualquier posible desastre había sido enteramente culpa suya. Eso sería humillante y bastante desastroso para su carrera, pero en el caso del Espada Simonds, el que «rodaran cabezas» podría ser literalmente cierto porque el castigo por traicionar la fe era la decapitación… después de otras experiencias mucho peores.

—Estoy seguro de que lo hace, capitán —suspiró Simonds y luego se puso en pie—. Bueno, será mejor que me ponga en camino. —Yu se levantó para escoltarle de vuelta pero Simonds agitó una mano en el vacío—. No se preocupe, podré encontrar el camino, y recogeré el chip de mi grabación en Comunicaciones al salir. Usted tiene cosas que hacer aquí.

La Espada de los Fieles Simonds se giró y salió por la escotilla abierta, dejando a Yu para contemplar el magnífico panorama de Masada y su sol. El capitán sonrió. Simonds parecía caminar como un hombre que espera que, en cualquier momento, le disparen un dardo de pulsos, pero al fin se había comprometido. Finalmente pondrían en marcha Jericó, y cuando las murallas de Grayson hubieran caído, el capitán Alfredo Yu se sacudiría el polvo de aquel asqueroso sistema de sus zapatos y regresaría a casa.