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* * *

—Gracias por venir, almirante Courvosier.

El contraalmirante Yanakov se levantó para recibir a su invitado y Courvosier enarcó las cejas al ver a las dos mujeres sentadas a la mesa, porque la riqueza de sus vestimentas y de sus joyas parecía indicar que debían ser dos de las esposas de Yanakov. Era casi impensable que una esposa graysonita estuviera presente en una cena privada a menos que los invitados fueran amigos íntimos del esposo, y Yanakov sabía que Courvosier conocía ese detalle… lo que hacía que su presencia allí se convirtiera en un mensaje.

—Gracias por invitarme —respondió Courvosier, ignorando, como requería el protocolo, la presencia de las mujeres, porque nadie se las había presentado todavía. Pero entonces…

—Permítame que le presente a mis esposas —continuó Yanakov—. Mi primera mujer, Rachel. —La mujer a su derecha sonrió, encontrándose con la mirada de Courvosier. La franqueza que se escondía tras aquellos ojos sorprendió al manticoriano—. Rachel, este es el almirante Raoul Courvosier.

—Bienvenido a nuestro hogar, almirante. —La voz de Rachel era como su sonrisa, suave pero segura, y extendió una mano. A Courvosier no le habían informado sobre cómo debía saludar a la mujer de un alto rango graysonita, pero no había pasado toda su vida al servicio de su reina para nada. Se inclinó sobre la mano extendida y la acarició con sus labios.

—Gracias, señora Yanakov. Me siento honrado de estar aquí.

Sus ojos se agrandaron cuando le besó la mano, pero no la retiró ni demostró sentirse incómoda. De hecho, volvió a sonreír cuando él soltó su mano y luego la apoyó en el hombro de la segunda mujer.

—Permítame que le presente a Anna, la tercera esposa de Bernard. —Anna levantó la mirada con una sonrisa singular y extendió la mano para que se la besara—. Mi hermana Esther me pidió que le enviara sus disculpas, almirante —continuó Rachel, y Courvosier parpadeó sorprendido antes de recordar que las esposas graysonitas se referían las unas a las otras como hermanas—. Por desgracia se ha contagiado de un microbio y el doctor Howard le ha aconsejado que guarde reposo. —La simpática sonrisa de Rachel se transformó en algo similar a una risilla—. Le puedo asegurar que, si no hubiera sido por eso, estaría aquí. Como nosotras, estaba impaciente por conocerlo.

Courvosier se preguntó si sería oportuno expresar su deseo de conocer a Esther en algún otro momento. Le parecía bastante inocente, pero sabía que los hombres de Grayson eran muy celosos con sus esposas. Lo mejor sería responder con algo que no diera lugar a malas interpretaciones.

—Dígale por favor que lamento mucho que su enfermedad la mantuviera apartada de esta reunión.

—Así lo haré —respondió Rachel, que hizo un grácil gesto hacia la cuarta silla.

Hizo sonar una campanilla cuando Courvosier tomó asiento y aparecieron unas silenciosas y eficientes sirvientas (que realmente debían de ser unas niñas, al recordar que aquella gente no tenía acceso al tratamiento de prolongación) llevando bandejas con comida.

—Por favor, almirante, le ruego que se sienta libre de comer cuanto le apetezca —le pidió Yanakov, cuando situaron frente a su invitado un plato—. Toda esta comida procede de las granjas orbitales. Los niveles de metal son tan bajos como cualquier alimento de Mantícora o Esfinge.

Courvosier asintió, pero sabía que eso no era completamente cierto. Esperó a que los sirvientes se hubieran retirado y luego inclinó respetuosamente la cabeza cuando Yanakov recitó una breve plegaria antes de comer.

La cocina de Grayson le recordó a una mezcla entre la comida oriental de la Vieja Tierra y algo que podría haber encontrado en Nueva Toscana en Mantícora, y lo cierto es que era excelente. Cualquiera hubiera calificado al cocinero de Yanakov con cuatro tenedores, y la conversación que mantuvieron no era ni remotamente parecida a la que se había imaginado que tendrían. Yanakov y sus oficiales, todos ellos graysonitas, habían sido tan inflexibles, malintencionados o básicamente desdeñosos en presencia de las mujeres oficiales que había llegado a imaginar que su vida familiar sería triste y falta de humor, un ambiente en el que las mujeres rara vez eran vistas u oídas, pero Rachel y Anna eran alegres y elocuentes. Era evidente el amor que profesaban a su marido, y el mismo Yanakov parecía un hombre totalmente diferente. Por lo menos alejado de las barreras que le imponía su formalidad, se encontraba cómodo y seguro en su propio ambiente. Courvosier no tenía duda de que la velada pretendía mostrarle el lado más humano de Grayson, y advirtió cómo se relajaba por el genuino aire de bienvenida. Sonaba una música suave mientras comían. No era del tipo al que Courvosier estaba acostumbrado; la música clásica de Grayson tenía su base en algo llamado «country», pero era curiosamente animada, a pesar del tono tristón. El comedor era grande, incluso para los estándares planetarios manticorianos, con un altísimo techo abovedado y abundantes tapices que colgaban de las paredes y viejas pinturas. Predominaban los temas religiosos, pero no eran exclusivos, y los paisajes que había entre ellos tenían una belleza agridulce que hechizaba. Contagiaban la sensación de pérdida, como si fueran ventanas al país de las hadas y como si la hermosura que mostraban nunca pudiera llegar a ser completamente el hogar de los humanos que habitaban aquel mundo y, sin embargo, tampoco podría ser otra cosa más que su hogar.

Y entre dos de aquellos melancólicos paisajes había un enorme mirador con doble acristalamiento y sellado herméticamente en su marco, con una rejilla para filtrar el aire debajo de él.

Courvosier tembló en su interior. El escenario que se veía a través de la ventana robaba el aliento, una serie de montañas dentadas y cubiertas de nieve en sus picos y revestidas de un exuberante follaje verde que casi le invitaba a descalzarse y correr por la hierba verde azulada hasta su encuentro. Y, sin embargo, la ventana estaría sellada para siempre y la máscara de filtración que le habían dado en la embajada estaba guardada en el discreto estuche que pendía de su cadera. El embajador le dijo que no la necesitaría, siempre y cuando se limitara a pasear por los caminos trazados y a menos que el contador de polvo atmosférico aumentara. Y la familia de su anfitrión había vivido allí durante nueve siglos, en un ambiente que, en muchos aspectos, era mucho más peligroso que cualquier otro hábitat del espacio.

Se obligó a apartar la mirada de la ventana y dar un sorbo a su vino. Cuando volvió a mirar, los ojos de Yanakov estaban oscurecidos y pensativos cuando se encontraron con los suyos.

Al terminar la cena, Rachel y Anna se despidieron alegremente y otro sirviente, en esta ocasión un hombre, vertió brandy importado en unas copas delicadas.

—Espero que haya disfrutado de la cena, almirante —le preguntó Yanakov, moviendo el brandy de un lado al otro bajo su nariz.

—Ha sido exquisita, almirante Yanakov, como también lo ha sido la compañía —sonrió Courvosier—. Como, estoy seguro, pretendía serlo —añadió con tranquilidad.

—Touché —murmuró Yanakov con una sonrisa, luego dejó a un lado la copa y suspiró—. De hecho, almirante, lo he invitado con la esperanza de poder disculparme —admitió—. Les hemos tratado muy mal, especialmente a sus mujeres oficiales. —Courvosier se dio cuenta de que consiguió pronunciar la palabra «mujeres» con una mínima vacilación—. Quería que se diera cuenta de que no somos tan bárbaros y de que no tenemos a nuestras mujeres enjauladas.

Los labios de Courvosier se tensaron al advertir la frialdad en el tono de su interlocutor, pero paladeó el brandy antes de responder y su voz era serena cuando lo hizo.

—Aprecio la intención, almirante Yanakov. Pero, con toda franqueza, no es a mí a quien le debe esa disculpa.

Yanakov se ruborizó y asintió.

—Me doy cuenta de ello, pero usted debe entender que todavía estamos intentando asimilar sus costumbres. Según la tradición graysonita, resultaría muy inapropiado invitar a cualquier mujer a mi hogar sin la presencia de su protector. —Su rubor se hizo más intenso al ver cómo Courvosier enarcaba una ceja—. Desde luego, me doy cuenta de que sus mujeres no cuentan con un «protector», tal y como sucede con las nuestras. Por otro lado, tengo que ser consciente de cómo mi gente, mis subordinados y los delegados de la Cámara reaccionarían si violara esa tradición de una manera tan radical. Y no solo la forma en la que reaccionarían contra mí, sino qué pensarían de su gente por aceptar la invitación. Así que lo he invitado a usted porque mi gente, en muchas formas, lo ve como el protector de su personal femenino.

—Entiendo. —Courvosier bebió otro sorbo de su brandy—. Lo entiendo de veras y aprecio el gesto. Me encargaré además de hacerle llegar sus disculpas, con suma discreción, desde luego, a mis oficiales.

—Gracias. —El alivio y la gratitud de Yanakov eran evidentes—. Hay personas en este planeta que se oponen a cualquier tipo de alianza con Mantícora. Algunos temen la contaminación exterior, otros tienen miedo a que un tratado pudiera atraer la hostilidad de Haven y no protegernos contra ella. El Protector Benjamín y yo no estamos entre ellos. Somos plenamente conscientes de lo que una alianza podría suponer para nosotros, y no solo en el aspecto militar. Y, sin embargo, parece que todo lo que hemos hecho desde su llegada ha estado mal. Ha abierto una brecha entre nosotros, y el embajador Masterman no ha perdido el tiempo y ha conseguido que sea aún más profunda. Lo lamento muchísimo, almirante Courvosier, y también el Protector Benjamín. De hecho, me encargó expresamente que le hiciera llegar sus disculpas, tanto personales como oficiales.

—Entiendo —repitió Courvosier mucho más despacio, y un hormigueo le recorrió el cuerpo.

Aquella era la muestra de interés más franca hasta el momento, una puerta que se abría y por la que sabía que debía entrar, pero que no por ello le disimulaba el sabor amargo a furia que todavía paladeaba en su boca. Era su deber perseguir ese tratado y quería hacerlo. Le gustaba la mayoría de los graysonitas que había conocido, no todos, desde luego, pero sí la mayoría, a pesar de sus naturalezas reservadas y sus espinosos códigos sociales. Y, pese a lo agradecido que se sentía por la nueva oportunidad, no podía olvidar que Honor llevaba menos de un día fuera cuando se había planteado.

—Almirante Yanakov —dijo finalmente—, por favor, dígale al Protector Benjamín que aprecio profundamente su mensaje y que, en nombre de mi reina, espero poder asegurar esa alianza que todos deseamos pactar. Pero debo decirle también, señor, que el tratamiento que sus subordinados le han dado a la capitana Harrington es inexcusable para los manticorianos.

Yanakov volvió a sonrojarse, esta vez de una manera mucho más intensa, pero se quedó sentado y quieto, claramente invitando a su contertuliano a continuar, y Courvosier se inclinó sobre la mesa para acercarse más a él.

—No soy de ninguna forma el «protector» de la capitana Harrington, almirante. No lo necesita y, francamente, sería un insulto insinuar lo contrario. Es, en realidad, una de las oficiales con mayor dedicación y coraje que he tenido el placer de conocer, y su rango, a pesar de ser tan joven para una persona de nuestro reino, es una muestra de la muy alta estima que se le tiene por sus servicios. Pero, aunque no necesita que nadie la proteja, también es mi amiga. Una amiga muy querida, una estudiante a la que quiero como a la hija que nunca tuve, y la forma en que se le ha tratado es un insulto para toda la Armada. No ha querido responder a esa ofensa solo porque es una persona profesional y disciplinada, pero puedo asegurarle, señor, que a menos que su gente, sobre todo el personal militar, la trate como la oficial de la reina que es, en lugar de un trofeo de exhibición en alguna clase de espectáculo raro, las posibilidades de una cooperación genuina entre Grayson y Mantícora serán muy, muy escasas. La capitana Harrington es una de las mejores, pero no es la única oficial femenina que tenemos.

—Lo sé —la respuesta de Yanakov era casi un susurro y sostuvo su copa de brandy en tensión—. Me di cuenta de ello antes de que llegaran y creí que estaríamos preparados para asumirlo. Pensé que yo estaría dispuesto. Pero no fue así, y la partida de la capitana Harrington me avergüenza profundamente. Me doy cuenta de que nuestro comportamiento ha sido el causante, con independencia de la versión oficial. Eso es lo que me animó a invitarlo esta noche.

Aspiró profundamente y sus ojos se encontraron con los de Courvosier.

»No es mi intención rebatir lo que ha dicho, almirante. Lo acepto y le doy mi palabra de que intentaré resolverlo con todos mis esfuerzos. Pero también tengo que decirle que no será fácil.

—Sé que no lo será.

—Sí, pero quizá no entienda por qué. —Yanakov señaló a las montañas que cada vez estaban más oscuras. El sol del anochecer teñía de luz los picos nevados con el color de la sangre y los árboles verde azulados estaban negros—. Este mundo no es amable con las mujeres —dijo en tono quedo—. Cuando llegamos aquí, había cuatro mujeres por cada varón adulto porque la Iglesia de la Humanidad siempre había practicado la poligamia…, y nosotros continuamos con la costumbre.

Se detuvo y bebió de su brandy, luego suspiró.

—Hemos tenido casi mil años para adaptarnos a nuestro entorno y mi tolerancia a los metales pesados, como el arsénico y el cadmio, es mucho mayor que la suya, pero mírenos. Somos bajos y enjutos, nuestra dentadura es pésima, nuestra estructura ósea es frágil, y nuestras expectativas de vida no superan los setenta años. Monitorizamos la toxicidad de nuestras granjas a diario, destilamos cada gota de agua que bebemos y aun así sufrimos daños neuronales masivos, retraso mental y defectos de nacimiento. Incluso el aire que respiramos es nuestro enemigo; la tercera causa común de fallecimiento es cáncer de pulmón; ¡cáncer de pulmón, diecisiete siglos después de que Lao Than perfeccionara su vacuna! Y nos enfrentamos a todo eso, almirante, a todos esos problemas de salud y sus consecuencias, a pesar de haber pasado novecientos años, casi un milenio, adaptándonos. ¿Puede imaginarse lo que supuso para la primera generación? ¿O para la segunda?

Miró su brandy y negó con un gesto de tristeza.

»En la primera generación nació un bebé vivo por cada tres muertos. De los que nacieron con vida, la mitad estaban demasiado perjudicados para sobrevivir a la infancia y la supervivencia era tan precaria que no tenían manera de desviar los recursos necesarios para mantenerlos con vida. Así que practicaron la eutanasia y los «enviaron a casa, con Dios».

Levantó la mirada y en su rostro se reflejaba el dolor.

»El remordimiento todavía nos persigue y no han pasado tantas generaciones desde que cesaran de practicar la eutanasia a los subnormales, incluso a aquellos que tenían defectos menores y corregibles. Puedo enseñarle los cementerios, las filas y filas de nombres infantiles, las placas sin ningún nombre en absoluto, solo fechas, pero no hay tumbas. Incluso hoy en día no hay ninguna. Nuestras tradiciones están demasiado arraigadas para eso, y las primeras generaciones estaban desesperadas por conseguir tierra en la que poder plantar sus cosechas. —Sonrió y parte del dolor que se reflejaba en su rostro desapareció—. Nuestras costumbres difieren de las suyas, claro, pero hoy en día nuestros muertos dan vida a los jardines del recuerdo, no a las patatas, a las judías y al maíz. Algún día le enseñaré el Jardín Yanakov. Es un lugar muy… tranquilo. Pero no fue así para los fundadores, y el precio emocional que tuvieron que pagar las mujeres que perdieron un bebé tras otro, que vieron a sus hijos enfermar y morir, y que, sin embargo, no tenían otra opción más que aguantar, fue muy alto. Tuvieron que dar sus vidas por que la colonia sobreviviera. —Volvió a sacudir la cabeza—. Podría haber sido distinto si nuestra sociedad no fuera tan patriarcal, pero nuestra religión nos decía que debíamos cuidar y guiar a las mujeres, que ellas eran más débiles y no tendrían posibilidad de sobrevivir si no las protegíamos. Ni siquiera podíamos protegernos a nosotros mismos, pero lo que ellas sufrieron fue mucho peor, y fuimos nosotros las que las trajimos aquí.

El graysonita se recostó y ondeó una mano perezosa frente a él. No habían encendido aún las luces pero Courvosier podía percibir el dolor en su voz a través de la creciente oscuridad.

»Éramos fanáticos religiosos, almirante Courvosier, por eso vinimos aquí. Algunos de nosotros todavía lo son, aunque creo que el fuego ha menguado o desaparecido en la mayoría. Pero entonces lo éramos, y algunos de los Padres Fundadores culparon a sus mujeres de lo que estaba pasando porque, creo, eso era más fácil que llorar por ellas. Y, claro, ellos también sufrieron al ver morir a sus hijos e hijas. No era un dolor que pudieran admitir, de hacerlo se hubieran dado por vencidos y habrían muerto, así que lo encerraron en su interior y se convirtió en furia, una ira que no podían dirigir contra Dios, lo que solo dejaba otro lugar al que derivarlo.

—A sus mujeres —murmuró Courvosier.

—Eso es —suspiró Yanakov—. Entiéndame, almirante. Los Padres Fundadores no eran monstruos y tampoco estoy intentando disculpar a mi gente por lo que son. Somos, al igual que ustedes, producto de nuestro pasado. Esta es la única cultura, la única sociedad que hemos conocido, y rara vez la juzgamos. Me enorgullezco de mis conocimientos de historia y, sin embargo, debo decir que nunca antes había pensado tan profundamente en ella hasta que me vi enfrentado a las diferencias entre ustedes y yo. Tengo la sospecha de que muy pocos graysonitas ahondan lo suficiente como para entender cómo llegamos a ser lo que somos. ¿Es acaso distinto para los manticorianos?

—No, la verdad es que no.

—Eso pensé. Pero esos días fueron terribles para nosotros. Incluso antes de la muerte del reverendo Grayson, las mujeres habían dejado de ser esposas para convertirse en bienes. La mortalidad entre los hombres también era muy elevada y ya había menos desde el principio. Además, la biología nos gastó otra broma. Los nacimientos de hembras superaban al de los varones por tres a uno; si teníamos que crear una sociedad viable, todos los padres potenciales tenían que engendrar niños cuanto antes y esparcir sus genes tan ampliamente como les fuera posible antes de que el planeta los eliminara. Así empezaron a aumentar nuestras familias. Y, al mismo tiempo que crecían, la familia se convirtió en lo principal y la autoridad del patriarca se hizo absoluta. Era una característica de nuestra supervivencia que tenía mucho que ver con nuestras creencias religiosas. Después de un siglo, las mujeres ni siquiera eran personas, la verdad. Eran una propiedad. Las portadoras de los niños. La promesa de la continuidad física del hombre en un mundo que le ofrecía unas expectativas de vida de menos de cuarenta años de vida durísima, y nuestros esfuerzos por crear una sociedad de acuerdo con los designios de Dios, institucionalizó esa forma de actuar.

Yanakov volvió a guardar silencio y Courvosier estudió sus facciones en la luz sangrienta y mortecina de la puesta de sol. Aquella era una faceta de Grayson que nunca hubiera imaginado y se sintió avergonzado, Condenaba su parroquianismo y se enorgullecía de su tolerancia cosmopolita y, sin embargo, su punto de vista había sido tan estrecho como el que ellos tenían de él. No hacía falta que nadie le dijera que Bernard Yanakov era un representante extraordinario de su sociedad y que la mayoría de los graysonitas no se atreverían siquiera a cuestionar su predominancia divina sobre las sencillas hembras. Pero Yanakov era tan real como esos otros, y Courvosier tenía la sospecha de que Yanakov personificaba el alma de Grayson.

Dios sabía que había muchos manticorianos que no se merecían ni un solo sacrificio de su gente, pero esos no representaban a la auténtica Mantícora. Las personas como Honor Harrington sí lo eran. La gente que hacía que el reino fuera mejor de lo jamás soñado, que vivían según sus principios los compartieran o no, porque creían en esos ideales y conseguían que otros también creyeran en ellos. Y quizá, pensó, las personas como Bernard Yanakov representaban al Grayson real.

Yanakov se enderezó finalmente y luego ondeó una mano encima de un reóstato. Las luces se encendieron, haciendo que la oscuridad cediera su dominio, y se giró hacia su invitado.

—Las cosas cambiaron después de los primeros tres siglos. Perdimos, por supuesto, gran parte de nuestra tecnología. El reverendo Grayson y los primeros Ancianos habían planeado que sucediera, ese era precisamente el propósito del viaje, y habían dejado atrás a los profesores, los libros de texto y la maquinaria esencial que podrían habernos ayudado a descubrir la ciencia física. Tuvimos suerte de que la Iglesia no fuera tan escéptica con la ciencia de vida, pero contábamos con pocos especialistas en cada campo. A diferencia de Mantícora, nadie sabía siquiera dónde estábamos y ni siquiera les importaba, y por ello no llegó aquí ninguna nave con velas de Warshawski hasta hace unos doscientos años. Nuestra colonia abandonó la Vieja Tierra quinientos años antes de que se fundara Mantícora, así que nuestro punto de partida fue cinco siglos peor que el suyo, y nadie vino a enseñarnos cómo construir nuevas tecnologías que podrían habernos salvado. El hecho de que sobreviviéramos es la más clara evidencia de que realmente existe un Dios, almirante Courvosier, pero nos hemos visto obligados a retroceder a la Edad de Piedra. Solo contábamos con algunos pedazos del pasado, y cuando empezamos a construir sobre ellos nos enfrentamos al peor de los peligros: él cisma.

—Los Fieles y los Moderados —intervino Courvosier en un susurro.

—Exactamente. Los Fieles que se sumaron a las doctrinas originales de la Iglesia y que creían que la tecnología era un pecado. —Yanakov se rió sin alegría—. Me cuesta creer que nadie pudiera pensar de esa manera, ¡no lo creo posible incluso en un extranjero! Crecí hasta convertirme en un adulto y durante todo ese tiempo dependimos de la tecnología, bastante rudimentaria comparada con la suya, pero necesaria para nuestra supervivencia. ¿Cómo, en el nombre de Dios, podrían personas tan cerca de la extinción creer que Él espera que sobrevivan sin ella?

»Pero así era, por lo menos al principio. Los Moderados, por otro lado, creyeron que nuestra situación derivaba del Diluvio de nuestra fe, un desastre que esclarecía la voluntad auténtica de Dios. Lo que Él quería era que desarrolláramos una forma de vida en la que la tecnología se empleara como Él pretendía; no como dominadora del hombre, sino como sierva.

»Incluso los Fieles acabaron aceptándolo, pero la hostilidad continuó y la brecha entre las facciones se hizo aún más profunda. El problema ya no solo era por la tecnología, sino que se extendió además a lo que se consideraba o no divino, y los principios de los Fieles eran mucho más que conservadores. Acabaron convirtiéndose en radicales reaccionarios, cortando y arreglando la doctrina de la Iglesia según convenía a sus prejuicios. Si usted cree que la manera en la que tratamos a nuestras mujeres es atrasada, ¿ha oído alguna vez hablar de la Doctrina de la Segunda Caída?

Courvosier negó con la cabeza y Yanakov suspiró.

»Nació como consecuencia de la búsqueda que hicieron los Fieles de la voluntad de Dios, almirante. Debe saber que creen que todo el Nuevo Testamento es una herejía porque la predominancia de la tecnología en la Vieja Tierra «demuestra» que Cristo no podía ser el auténtico Mesías.

En esta ocasión, Courvosier asintió y el rostro de Yanakov se ensombreció.

»Bueno, no se quedaron ahí. De acuerdo con su teología, la primera Caída, la del Edén a la Tierra, fue por culpa del pecado que cometió Eva, por eso creamos una sociedad en la que las mujeres pasaron a ser una propiedad. Los Moderados interpretaron lo que nos había pasado como un Diluvio, creían, como lo creemos los graysonitas de la actualidad, que todo formaba parte de la prueba de Dios, pero los Fieles creen que Dios nunca quiso que nos enfrentáramos al entorno de Grayson. Están seguros de que Él lo hubiera transformado en un Nuevo Edén si no hubiéramos pecado después de nuestra llegada. Y como el primer pecado lo cometió Eva, este otro pecado, el causante de la Segunda Caída, lo cometieron las hijas de Eva. Eso justificaba la manera en la que trataban a sus esposas e hijas y nos exigieron que lo aceptáramos, de la misma forma que nos quisieron obligar a aceptar sus leyes y lapidaciones.

»Los Moderados, por supuesto, se negaron, y el odio entre las facciones aumentó hasta que, como sabe, terminó en una guerra civil.

»Esa guerra fue terrible, almirante Courvosier. Los Fieles eran una minoría y los fanáticos más conservadores eran solo un pequeño porcentaje del número total, pero eran completamente despiadados. Sabían que «Dios estaba de su lado». Todo lo que hicieron lo llevaron a cabo en su nombre, y cualquiera que se opusiera a ellos era vil y demoníaco, y por tanto no merecía vivir. Estábamos lejos todavía de tener construida una base tecnológica avanzada, pero podíamos fabricar armas, tanques y napalm y, claro, los Fieles fabricaron el arma del juicio como último recurso. No sabíamos siquiera que existía hasta que Bárbara Bancroft, la esposa del líder más fanático, decidió que los Moderados debían saberlo. Escapó hasta nosotros, traicionó a todos los Fieles para advertirnos, pero también tuvo que pagar un alto precio por su coraje.

Yanakov miró el brandy que había en su copa.

—Bárbara Bancroft es, bueno, supongo que nuestra «heroína». Nuestro planeta le debe la vida. Es nuestra Juana de Arco, nuestra Dama del Lago, con todas las virtudes que apreciamos en las mujeres: amor, abnegación y el deseo de arriesgar su vida para salvar la de sus hijos. Pero también es un ideal, una figura mítica cuya valentía y fuerza son demasiado para una mujer «corriente». La juzgamos, sin embargo, a través de nuestros prejuicios, la mujer a la que nosotros conocemos como la Madre de Grayson, para los Fieles es el símbolo de la Segunda Caída, la evidencia de la naturaleza corrupta de toda mujer. Puede que rechacen el Nuevo Testamento, pero conservan una versión propia del Anticristo y la llaman la Puta de Satán.

»Pero gracias a Bárbara Bancroft estábamos preparados cuando los Fieles nos amenazaron con destruirnos a todos. Sabíamos que la única salida era echar a los pirados, y ese, almirante, ese fue el momento en el que el universo nos gastó la peor de sus bromas, porque solo existía una forma de hacerlo.

Suspiró y volvió a hundirse en su silla.

»Mi antepasado, Hugh Yanakov, asumió el mando de la nave colonizadora y trató de sacar de allí a unos cuantos. Pero los primeros Ancianos habían destruido las instalaciones criogénicas inmediatamente después de aterrizar. Era el equivalente a quemar las naves tras ellos y comprometerse (ellos y sus descendientes) con su nuevo hogar. Dudo que lo hubieran hecho si hubieran recibido una educación científica más completa, pero no fue así. Y como la nave no podía sacarnos del planeta, nuestra difícil situación nos obligó a despedazarla.

»Así que nos quedamos allí para vivir o morir y, de alguna manera, conseguimos sobrevivir. No obstante, en la época de la guerra civil habíamos conseguido construir naves sublumínicas, rudimentarias y que llevaban combustibles químicos. Eran mucho menos avanzadas que aquella en la que habíamos venido, sin capacidad criogénica, pero podrían llegar a Endicott en doce o quince años. Incluso habíamos enviado un equipo de exploración que descubrió lo que hoy es Masada.

»El planeta tiene una inclinación axial de más de cuarenta grados y su clima es mucho más severo que el de Grayson, pero los humanos pueden alimentarse de sus plantas y animales. No tienen que preocuparse de envenenarse por respirar el plomo o el mercurio que hay en el polvo del aire. La mayoría de los nuestros hubieran dado todo lo que tenían por trasladarse allí, pero no pudieron hacerlo. No teníamos espacio para mover a tantas personas. Pero cuando la guerra civil terminó con un puñado de fanáticos amenazando con hacer estallar todo el planeta, decidimos trasladarlos a Masada.

Volvió a reír, con una dureza mayor y sin ninguna alegría.

»Piénselo, almirante. ¡Teníamos que expulsarlos y el único lugar al que podíamos desterrarlos era infinitamente mejor que aquel en el que nosotros debíamos permanecer! Había solo quince mil de ellos y, durante el período de paz los equipamos tan generosamente como pudimos y los enviamos allí. Los demás nos pusimos manos a la obra para hacer de Grayson un planeta mejor.

—Creo que, a pesar de todo, lo han hecho bastante bien —interrumpió Courvosier en un tono pausado.

—Oh, desde luego. De hecho, yo adoro mi mundo. Hace todo lo que puede para matarme día a día y en algún momento lo conseguirá, pero aun así lo adoro. Es mi hogar. Y nos convirtió en lo que somos ahora, porque logramos sobrevivir y lo hicimos sin perder nuestra fe. Todavía creemos en Dios, aún pensamos que esto forma parte de un proceso de prueba y de purificación. Supongo que pensará que eso es irracional, ¿no es verdad?

La pregunta podría haber resultado mordaz, pero era más bien amable.

—No —respondió Courvosier después de un momento—, irracional no. No estoy seguro de que hubiera compartido sus creencias después de todo lo que ha tenido que pasar su gente, pero supongo que los graysonitas pensarán que mi fe es incomprensible. Somos lo que nuestras vidas y Dios han hecho de nosotros, almirante Yanakov, y eso es igual para los manticorianos y los graysonitas.

—Ese es un punto de vista muy tolerante —opinó Yanakov en voz baja—, uno con el que estoy seguro de que muchos graysonitas, quizá la mayoría, discreparían. Yo creo, sin embargo, que tiene razón, pero es nuestra fe la que nos dicta cómo debemos tratar a nuestras mujeres. Oh, pero hemos cambiado con el paso de los siglos, ¡nuestros antepasados no se hicieron llamar «Moderados» por ninguna razón! Pero, básicamente, seguimos siendo los mismos. Sin embargo, las mujeres han dejado de ser una propiedad y hemos desarrollado complejos códigos de conducta para protegerlas y cuidar de ellas. Supongo que, en parte, como reacción contra los Fieles. Me consta que muchos hombres abusan de sus privilegios y, por tanto, de sus esposas y de sus hijas, pero el hombre que insulte públicamente a una mujer graysonita será objeto inmediato de un linchamiento, si tiene suerte. Y, de todos modos, las tratamos muchísimo mejor que los masadianos a sus mujeres. No obstante, siguen siendo legal y religiosamente inferiores. A pesar del ejemplo de la Madre de Grayson, nos convencemos de que son más débiles porque llevan sobre sus espaldas demasiadas cargas como para obligarlas a votar, a ser propietarias… a servir en el ejército. —Sus ojos se encontraron con los de Courvosier con una leve y tensa sonrisa—. Y esa es la razón de que su capitana Harrington nos asuste. Nos tiene aterrorizados porque es una mujer y porque, en las profundidades de nuestras almas, la mayoría de nosotros sabe que Haven ha mentido sobre lo ocurrido en Basilisco. ¿Puede imaginar lo que esa amenaza supone para nosotros?

—La verdad es que no del todo. Desde luego, consigo entender algunas de las implicaciones, pero mi cultura es demasiado diferente para comprenderlas todas.

—Entonces entienda esto, por favor, almirante. Si la capitana Harrington es una oficial tan destacada como usted y yo creemos, anula todos los conceptos que tenemos del sexo femenino. Significa que estamos equivocados, que nuestra religión está errada. Significa que hemos pasado nueve siglos equivocados. La idea de que hayamos pasado tanto tiempo sumidos en el error no es tan devastadora como usted podría pensar, después de todo hemos pasado esos mismos nueve siglos asimilando que nuestros Padres Fundadores estaban errados o, al menos, no totalmente acertados, Creo que, con el tiempo, podremos admitir que nos hemos equivocado. No será fácil, no cuando tenemos que lidiar con el equivalente actual de los Fieles, pero creo que lo conseguiremos.

»No obstante, y si lo hacemos, ¿qué será de Grayson? Usted ha conocido a dos de mis esposas y yo quiero a las tres con toda mi alma. Moriría para protegerlas, pero su capitana Harrington, solo por existir, me dice que he hecho de ellas menos de lo que podrían haber sido. Y la verdad es que son inferiores a la capitana Harrington. Menos capaces de ser independientes y de aceptar la responsabilidad y el riesgo que ella asume. Al igual que yo, son producto de una civilización y de una fe que les dice que son menos competentes en esos aspectos. Así que, ¿qué debo hacer, almirante? ¿Debo decirles que no acaten mi juicio? ¿Que deben ponerse a trabajar? ¿Que exijan sus derechos y vistan el mismo uniforme que yo? ¿Cómo sabré si mis dudas sobre su capacidad derivan genuinamente del amor y la preocupación que siento por ellas? ¿Cómo sabré que mi opinión de que deben ser reeducadas para convertirse en mis iguales, superando así las limitaciones que se les han enseñado, no es una artimaña para no afianzar el status quo y proteger mis derechos y privilegios?

Volvió a callar y Courvosier frunció el ceño.

—Yo… no lo sé. Nadie puede, salvo usted o ellas.

—Exactamente. —Yanakov bebió un sorbo de brandy, luego dejó la copa con sumo cuidado sobre la mesa—. Nadie lo sabe, pero la caja de Pandora está abierta. Todavía es solo una grieta, pero si firmamos ese tratado, si nos comprometemos con el aliado militar y económico que trata a las mujeres como iguales de los hombres, tendremos que averiguarlo. Todos nosotros, las mujeres así como los hombres, porque si existe una realidad en esta vida es que nadie puede negar la verdad sencillamente porque duela. Independientemente de lo que ocurra con nosotros, en referencia a Masada o Haven, firmar un tratado con ustedes nos destruirá, almirante Courvosier. No creo siquiera que el Protector se haya dado cuenta de ello. O quizá sí. Se ha educado fuera de este planeta, así que tal vez vea esto como una brecha abierta que nos obligará a aceptar su verdad. No, no su verdad, sino la verdad.

Volvió a reír, con mayor soltura en esta ocasión, y jugó con su copa.

»Creí que me costaría más hablar de esto, ¿sabe? —continuó.

—¿Quiere decir que no le ha resultado difícil? —le preguntó Courvosier con seriedad, y Yanakov se rió entre dientes.

—Oh, almirante, ¡desde luego que lo ha sido! Pero pensé que sería aún peor. —El graysonita tomó aliento y se enderezó en la silla, luego continuó hablando más animado—. En cualquier caso, esa es la razón de qué hayamos actuado así. Le prometí al Protector que trataría de superar mis prejuicios y que intentaría convencer a mi gente y a mis oficiales para que hicieran lo mismo con los suyos, y me tomo mi deber para con el Protector tan seriamente como estoy seguro de que lo hace usted con el de su reina. Prometo hacer el esfuerzo pero, por favor, tenga en cuenta que estoy mejor educado y tengo mucha más experiencia que mis oficiales. Nuestras vidas son más breves que las suyas y quizá su gente obtenga sabiduría mientras todavía es lo bastante joven como para que les sirva de algo.

—La verdad es que no —Courvosier se sorprendió soltando uña risilla—. Conocimientos sí, pero la sabiduría es algo más difícil de conseguir, ¿no le parece?

—Sí, pero acaba por obtenerse, incluso por personas tan estiradas y conservadoras como nosotros. Por favor, le pido que sea tan paciente con nosotros como pueda, y le agradecería que le dijera a la capitana Harrington que me sentiría honrado si aceptara una invitación a cenar cuando regrese.

—¿Con un «protector»? —bromeó Courvosier y Yanakov sonrió.

—Con o sin él, como ella prefiera. Le debo una disculpa, y creo que la mejor manera de enseñar a mis oficiales a tratarla como se merece es aprenderlo yo mismo primero.