7
La sargento mayor Babcock sonrió cuando Honor pisó la lona.
Babcock era de Grifo, Mantícora B. La gravedad del planeta era solo un cinco por ciento más alta que la estándar de la Tierra, es decir, un ochenta por ciento inferior que la del hogar de Honor, y Babcock era unos veinte centímetros más baja. Le doblaba además la edad a Honor y, al igual que al almirante Courvosier, se le había aplicado el proceso de prolongación en sus primeras fases de desarrollo. En sus inicios el tratamiento había detenido el envejecimiento en un punto más tardío que las técnicas modernas, y por ello tenía canas en su cabello rojizo y patas de gallo alrededor de los ojos.
No obstante, nada de ello había servido para impedir que arrojara a Honor al otro extremo de la lona con una vergonzosa sencillez.
La capitana era más alta y más fuerte, con una mayor velocidad de reacción y coordinación, pero eso, como había averiguado la Señora guardiamarina Harrington hacía mucho en la isla de Saganami, no tenía por qué significar gran cosa. Babcock estaba en tan buena forma como ella y había estado haciendo aquello durante cuarenta años-T más. Conocía maniobras en las que su oficial al mando ni siquiera había pensado todavía, y Honor tenía la sospecha de que su sargento mayor estaba encantada con la oportunidad (uno no podía llamarla exactamente una excusa) de patearle el culo a un oficial al mando de la Armada.
Por otro lado, Honor intentaba ponerse al día rápidamente y no estaba por la labor de dejarse humillar.
Se encontraron en el centro de la lona y se dispusieron a adoptar la posición de «en guardia». Una sonrisa se dibujó en los labios de Honor. Su rostro era sereno, el fondo de ira y frustración (que no estaba dirigido hacia Babcock, pero que no por ello dejaba de ser real). Se liberó y canalizó, y nadie que no la conociera muy bien podría haberse dado cuenta de la dureza que había en sus ojos.
Se movieron en círculo, las manos ondeando con suavidad en el aire, adaptando formas elegantes. Las dos eran cinturón negro en coup de vitesse, el arte marcial desarrollado para combinar las maniobras orientales y occidentales en Nouveau Dijon ocho siglos antes, y el silencio reinó en el gimnasio cuando otros deportistas se giraron para mirarlas. Honor percibió la presencia de su público, pero solo en la distancia, mientras sus sentidos se centraban en Babcock imitando la sublime concentración de los felinos. Coup de vitesse era un estilo «duro» y básicamente ofensivo, una combinación del autocontrol más frío y la ferocidad más descarnada, y estaba diseñado para aprovechar el mayor tamaño de los «occidentales» y, por tanto, también su mayor alcance. No era demasiado original al tener que pedir prestadas las maniobras de disciplinas como el savate o el t’ai chi, pero estaba menos preocupado por la forma y más por la violencia. No cuidaba tanto el utilizar la fuerza del oponente en su contra, como ocurría con la mayoría de las disciplinas orientales, y daba mayor énfasis al ataque, aunque esto significara dejar un poco de lado la concentración y la defensa.
Un compañero del curso de combate sin armas de la Academia, que prefería la elegancia del judo al coup, lo había comparado a luchar con espadas a dos manos. Pero a Honor le gustaba. Y, al igual que las demás artes marciales, no era algo en lo que uno se detuviera a pensar en medio del combate. Sencillamente reaccionaba, respondiendo con ataques y paradas que estaban tan arraigadas en su interior que ni siquiera prestaba atención consciente a lo que hacía hasta que ya había terminado. Así que trató de no pensar, intentó no anticipar los movimientos de su rival. Babcock era demasiado rápida para eso y este sería un combate de contacto pleno. La que se permitiera una distracción pagaría un alto precio.
La sargento mayor se movió de pronto, haciendo una finta con la mano izquierda, y Honor se inclinó hacia atrás, golpeando el tobillo derecho de Babcock con la mano derecha para bloquear una rápida patada lateral. Con la mano izquierda interceptó el golpe con el codo que siguió a la patada y Babcock giró sobre su pie izquierdo, utilizando la fuerza del bloqueo de Honor para ganar velocidad. Se apoyó en el pie derecho para levantar el izquierdo y ejecutar una rapidísima patada hacia atrás, pero Honor ya no estaba allí. Se agachó justo por debajo del pie que pretendía golpearla y Babcock gruñó cuando un puño, duro como una piedra, la golpeó justo encima de los riñones. La segunda mano de Honor se apresuró hacia delante para agarrar a la oficial fuera de servicio y lanzarla por los aires, pero Babcock se dejó caer como un títere al que hubieran cortado los hilos, se giró para escapar al agarre de Honor y lanzó las piernas hacia arriba mientras daba una voltereta hacia atrás en el aire. Sus pies se cerraron en torno a los hombros de Honor, haciéndola retroceder, y Babcock rebotó hacia arriba como una pelota de goma solo para verse arrojada por los aires cuando unas manos como el acero la cogieron y la lanzaron. Se golpeó contra la lona, rodó por ella, saltó hasta ponerse de pie y recuperó la posición antes de que Honor llegara hasta ella. Fue el turno de la capitana de gruñir cuando unos dedos tensos chocaron contra su diafragma. Se dobló ante el golpe, pero levantó el brazo izquierdo instintivamente para repeler la segunda parte del ataque, y lanzó el codo hacia delante hasta clavárselo a Babcock entre las costillas y hacer que esta se doblara y meciera sobre los talones. Un fiero regocijo la inundó. Continuó con el ataque, sirviéndose de su largo alcance y su mayor fuerza, pero la sargento mayor tenía algunos trucos propios.
Honor nunca pudo recordar cómo había llegado a encontrarse volando por los aires, pero entonces se chocó contra la lona y paladeó el sabor de la sangre. Rodó por el suelo y rebotó para alejarse del siguiente golpe de Babcock. Se balanceó sobre las rodillas para parar una patada con las muñecas cruzadas la una sobre la otra y lanzar verticalmente a su rival. Ambas saltaron hacia arriba y, en esta ocasión, las dos sonrieron mientras trataban de vengarse la una de la otra.
* * *
—Confío en que ya te encuentres mejor.
Honor sonrió con los labios un poco hinchados, al mismo tiempo que exploraba con la lengua el corte que tenía dentro de la boca. Se colgó del cuello la toalla y se encontró con la mirada confusa de Courvosier. Debería haberse puesto un protector bucal, pero a pesar de que todo indicaba que pronto le aparecería una interesantísima serie de moratones, se sentía bien. Se sentía muy bien, porque había vencido a Babcock en tres de los cuatro asaltos.
—Lo cierto es que sí, señor.
Se apoyó contra los casilleros, jugueteando con los extremos de su toalla, y Nimitz saltó a un banco cercano a ella y restregó la cabeza contra su muslo, ronroneando más intensamente de lo que lo había hecho en días. El ramafelino empático era siempre sensible a sus estados de ánimo, ella sonrió y soltó una de las manos de la toalla para acariciarle el lomo.
—Me alegro. —Courvosier vestía un viejo chándal y unos guantes de balonmano, y se sentó en un banco, enfrente de ella, con una expresión irónica en el rostro—. Y me pregunto si la sargento mayor sabía cuántas frustraciones estabas liberando con ella.
Honor lo miró de cerca y suspiró.
—Nunca podré engañarlo, ¿verdad, señor?
—Yo no diría tanto. Digamos solo que te conozco lo bastante para saber qué opinas de nuestros anfitriones.
Honor arrugó la nariz y tomó asiento junto a Nimitz, mientras pellizcaba ensimismada las pequeñas gotas de sangre fresca que habían manchado su gi.
La situación había empeorado desde que la embajada Havenita extendiera aquel rumor. No había forma de abreviar las llamadas de cortesía entre sus naves y las de sus anfitriones, y sabía que el rechazo que sentían los graysonitas hacia ella se estaba contagiando también al resto del personal femenino.
Nimitz dejó de ronronear y la miró con disgusto al advertir el rumbo que estaban tomando sus emociones. En su opinión, Honor pasaba demasiado tiempo preocupándose por las cosas y se enderezó para mordisquearle el lóbulo de la oreja a modo de reproche. Pero ella también lo conocía a la perfección y su mano lo interceptó y lo depositó en su regazo para proteger la oreja.
—Lo siento, señor, ya sé lo importante que es el que todos nosotros controlemos nuestro temperamento. ¡Dios sabe cuánto he intentado que los demás lo recordasen! Pero no he contado con lo ofendida que yo me sentiría. Son tan… tan…
—¿Testarudos? —Sugirió Courvosier—. ¿Intolerantes?
—Ambas cosas —suspiró Honor—. ¡Señor, todo lo que tengo que hacer es entrar en una habitación y todos cierran el pico como si se les hubiera comido la lengua el gato!
—¿Dirías que eso le ocurre también al almirante Yanakov? —le preguntó su viejo mentor con suavidad y ella se encogió de hombros, irritada.
—No, posiblemente no —admitió—, pero a veces es casi peor que los demás. Me miran como a un repugnante microbio y él intenta tanto actuar de forma natural que su incomodidad se hace aún más evidente. ¡Y el que ni siquiera su comandante en jefe sea capaz de imponerse a los demás me hace enfurecer!
Sus hombros se hundieron y volvió a suspirar, esta vez con mayor intensidad.
»Creo que tenía razón al criticar la elección que el Almirantazgo ha hecho de los oficiales, señor. Parece que se han tomado el que yo sea una mujer como una ofensa.
—Quizá. —Courvosier se recostó y cruzó los brazos—. Pero sea así o no, eres una oficial de la reina. Van a tener que tratar con oficiales femeninas en algún momento; forma parte de nuestra misión hacérselo entender, y será mejor que se acostumbren ahora para luego no complicarnos la existencia. Esa era la opinión del Ministerio de Asuntos Exteriores y, aunque yo hubiera hecho las cosas de manera diferente, al fin y al cabo, creo que estoy de acuerdo con sus propósitos.
—Pues yo creo que no lo estoy —respondió Honor, despacio. Acarició las orejas de Nimitz y miró sus manos con el ceño fruncido—. Tal vez hubiera sido mejor no enfrentarlos a ello hasta que hubieran firmado el tratado, señor.
—¡Tonterías! —Bufó Courvosier—. ¿Quieres decir que hubieras preferido que el embajador Langtry nos hubiera permitido informarles de que eras una mujer?
—Podría haber sido mejor así. —Honor negó con un gesto de la cabeza—. Aunque no estoy segura, señor. Creo que es una situación en la que ninguna de las posibilidades era la indicada, pero estoy segura de que el Almirantazgo se equivocó al escogerme a mí. Según Haven, soy la maníaca más sedienta de sangre desde Vlad el Empalador. No puedo pensar en otra persona que fuera más vulnerable a esos ataques después del asunto en Basilisco.
Miró atentamente sus manos mientras acariciaba la suavísima piel de Nimitz y Courvosier, a su vez, le miró la coronilla en silencio. Después se encogió de hombros.
—Fue precisamente por lo de Basilisco que el Almirantazgo te escogió a ti, Honor. —Ella levantó la mirada, sorprendida, y él asintió—. Sabes que yo tenía mis reservas, pero sus Señorías creían, y el Ministerio de Asuntos Exteriores estaba de acuerdo, que Grayson tomaría lo que había pasado allí como una advertencia de lo que podría ocurrir aquí. Y de la misma manera que me eligieron a mí por mi reputación de estratega, te escogieron a ti por tus tácticas y tu valor… y porque eres una mujer. Se esperaba, por una parte, que fueras un símbolo viviente y real de lo despiadado que puede llegar a ser Haven y, por otra, de lo buenas que son nuestras oficiales.
—Bueno. —Honor se revolvió inquieta ante la idea de que pudiera tener una «reputación» que no tuviera que ver concretamente con su servicio—. Señor, creo que llamaron a la persona equivocada. O, mejor dicho, Haven ha logrado que esa elección se vuelva en nuestra contra. Soy una desventaja para usted. Estas personas no van a olvidar quién soy para concentrarse en lo que soy.
—Creo que eso cambiará —respondió Courvosier en tono quedo—. Puede que les lleve algún tiempo, pero nadie me dijo que hubiera un límite de tiempo antes de que partiéramos.
—Ya sé que no lo hicieron. —Honor giró a Nimitz para rascarle la panza, luego se sentó erguida, puso los dos pies en el suelo y enfrentó su mirada a la del almirante—. De todos modos, señor, creo que debería hacerme a un lado. Por lo menos hasta que las cosas vayan en la dirección correcta.
—¿Eso crees? —Courvosier enarcó las cejas y ella asintió.
—Sí. De hecho, pensé que sería lo más conveniente desde el mismo instante en que Yanakov y su gente subieron a bordo del Intrépido para saludarlo. Esa es la razón de que no enviara a Alice y a Alistair a Casca, como había planeado al principio.
—Pensé que ese podía ser el caso. —El almirante la miró con seriedad—. ¿Estás contemplando la posibilidad de llevar a los mercantes a Casca tú misma? —Ella asintió—. No estoy seguro de que esa sea una buena idea, Honor. Los graysonitas pueden entenderlo como una huida; una prueba de que las «simples mujeres» no pueden soportar la presión.
—Tal vez, pero no veo cómo eso podría empeorar las ya muy negativas reacciones que mi presencia parece estar generando. Si me llevo al Apolo a Casca conmigo, Jason Álvarez se quedará como oficial al mando. No parece estar teniendo problemas al tratar con los otros, salvo por los que creen que es una especie de marica por acatar las órdenes de una mujer. Quizá, para cuando vuelva, haya hecho los suficientes progresos como para que mi presencia no enrarezca el ambiente de las negociaciones.
—No sé… —Courvosier se mordió el labio inferior—. Si te llevas al Intrépido y al Apolo, nuestra fuerza será mucho menor. ¿Lo has tenido en cuenta?
—Sí, señor, pero ellos ya han visto las naves y sabrán que regresaremos. Creo que eso bastará. Y no soy la única mujer cansada de su desprecio. Alice es mi segundo al mando, somos dos mujeres, ambas superiores en rango a los oficiales varones. —Negó con un gesto de la cabeza—. Será mejor que las dos nos perdamos de vista durante un tiempo, señor.
Courvosier no estaba seguro, pero ella lo miró de forma casi suplicante y él pudo advertir la desesperada infelicidad que había detrás de sus ojos castaños. Sabía cuánto le hería la actitud de los graysonitas y lo increíblemente injustos que estaban siendo. Había visto cómo ella se tragaba su furia, controlaba su temperamento, se obligaba a ser cordial con unas personas que pensaban de ella, en el mejor de los casos, que era rara. Y no dudaba de que ella estaba convencida de que su mera presencia socavaba su influencia. Quizá incluso tuviera razón, pero lo que importaba es que ella lo creía, y el creerse responsable, independientemente de su veracidad, de la pérdida de una alianza que su reino necesitaba tantísimo, era algo que la estaba desgarrando por dentro. Estaba furiosa, resentida y mucho más cerca de la desesperación de lo que él hubiera pensado. Cerró los ojos para sopesar su proposición tan cuidadosamente como pudo.
Todavía pensaba que era una reacción errónea. Era un oficial de la armada, no un diplomático entrenado, pero sabía cómo las ideas preconcebidas daban forma a las percepciones, y lo que ella contemplaba como una táctica de retirada razonable podría entenderse como algo completamente diferente desde el punto de vista de los graysonitas. Había demasiadas implicaciones, infinitas posibilidades de malinterpretación, como para estar seguro de quién tenía razón.
Pero luego volvió a mirarla y de pronto se dio cuenta de que tener o no la razón no le importaba. Podría rebatir sus argumentos, pero ella creía estar en lo cierto, y si se quedaba y las negociaciones fracasaban, se culparía siempre por ello. Fuera o no la culpable.
—¿Todavía tienes pensado llevarte al Trovador? —le preguntó, al final.
—No lo sé… —Honor se frotó la nariz—. Estaba pensando que al menos debería dejar las dos latas como insignia, si me llevo los cruceros.
—No creo que dejar un solo destructor suponga una gran diferencia. Y, además, tenías razón al principio: vas a necesitar que alguien haga de explorador, si los informes de piratería son ciertos.
—Para eso podría, utilizar al Apolo… —empezó Honor, pero él negó con la cabeza.
—Podrías, pero sería demasiado evidente que se marchan las dos naves con patronas y se quedan las gobernadas por hombres, ¿no te parece?
Honor ladeó la cabeza al reflexionar sobre la pregunta, luego asintió.
—Puede que tenga razón. —Aspiró profundamente, sus manos se quedaron quietas sobre la piel de Nimitz cuando sus miradas se encontraron de nuevo—. ¿Tengo entonces su permiso, señor?
—Está bien, Honor —suspiró y le sonrió con tristeza—. Adelante. Márchate de aquí, ¡pero no quiero que andes haciendo el tonto para retrasar tu regreso, jovencita! Estarás de vuelta en once días y ni un minuto más. Si no puedo resolver los problemas con estos bárbaros intolerantes durante ese tiempo, ¡entonces que se vayan al infierno!
—¡Sí, señor! —Honor le sonrió, su alivio era evidente, luego bajó la mirada hacia Nimitz—. Y… muchas gracias —dijo en voz muy baja.
* * *
—Eche un vistazo a esto, señor.
El comandante Theisman dejó la memocarpeta sobre su regazo y giró la silla de mando para mirar a su segundo. Arqueó una ceja al ver la fuente de la cuña de impulsión brillando en la pantalla táctica principal.
—Fascinante, Allen. —Se levantó de su silla y cruzó la sala para quedarse junto a su segundo—. ¿Sabemos ya de quién se trata?
—Todavía no, pero los hemos estado rastreando durante tres horas y han tomado el giro hacia el cinturón. A esa distancia de Grayson y a esa velocidad, en Rastreo están bastante seguros de que no se dirigen a ningún lugar de este sistema, así que debe de ser el convoy. Y si lo es, estos… cinco códigos de luz brillaron en color verde serán con toda seguridad los cargueros, lo que significa que estas… —otros tres puntos brillaron carmesíes, formando un triángulo por encima de los primeros cinco— son las escoltas. Y si hay tres de ellas, dos posiblemente sean los cruceros y la tercera una de las latas.
—Huna. —Theisman se frotó la barbilla—. Todo lo qué tienes es la fuente de sus cuñas, pero ninguna indicación de la masa. Eso podrían ser dos latas y un crucero ligero —afirmó, con su mejor voz de abogado del diablo—. Harrington podría mantener su nave estacionada y enviar a las demás.
—No creo que eso sea muy probable, señor. Ya sabe cuánto daño han hecho los piratas por aquí. —Sus miradas se encontraron, divertidas. Pero Theisman sacudió la cabeza.
—Los manticorianos son buenos protegiendo a las naves mercantes, Al. Uno de sus cruceros ligeros, con el apoyo de un par de destructores, haría picadillo a cualquiera de los «invasores fuera de la ley» que hay por aquí.
—Aun así, creó que este —una de las luces carmesíes brilló— es el Intrépido, señor. Están demasiado lejos para obtener una lectura decente de su masa, pero el rastro de impulsión parece mayor que el de las otras naves de guerra. Creo que tiene una lata en el frente y los cruceros cubriendo los flancos de los mercantes. —El segundo calló y jugueteó con uno de los lóbulos de sus orejas—. Podríamos acercarnos más y echar un vistazo al tráfico de la órbita planetaria, señor, solo para ver a quién han dejado atrás —sugirió despacio.
—Olvídate de esa mierda ahora mismo, Al —continuó su patrón con testarudez—. Nos limitaremos a mirar y escuchar, y no nos aproximaremos más a Grayson. Sus sensores son una basura, pero podrían tener suerte. Y al menos quedará un manticoriano por allí.
El segundo asintió infeliz. Una de las cosas que la Armada Popular había aprendido en Basilisco era que los instrumentos de Mantícora eran mejores que los suyos. Cuánto mejores era un tema abierto a debate en el comedor, pero teniendo en cuenta que el crucero ligero de ochenta y cinco mil toneladas de la capitana Honor Harrington había derrotado a una nave de camuflaje de siete-punto-cinco millones de toneladas, la prudencia les sugería que debían dar por sentado que no triunfarían. Por lo tanto, toda sorpresa sería bienvenida.
—¿Qué haremos entonces, señor? —preguntó finalmente.
—Esa es una pregunta excelente —murmuró Theisman—. Bueno, sabemos que algunos de ellos ya no están. Y si se dirigen a Casca, no estarán de vuelta antes de diez o doce días. —Se golpeteó los dientes durante un momento—. Eso nos abre una posibilidad, siempre y cuando estos idiotas sepan aprovecharla. Despierta a Ingeniería, Al.
—Sí, señor. ¿A dónde nos dirigiremos, a Endicott o a Pájaro Negro?
—A Endicott. Tendremos que decírselo al capitán Yu y, claro, también al Espada Simonds. Un mensajero masadiano tardaría demasiado en regresar a casa, así que creo que llevaremos las noticias nosotros mismos.
—Sí, señor.
Theisman regresó a la silla de mando y se recostó sobre el respaldo, observando el rastro de los impulsores reptando a lo largo de la pantalla, con una aceleración de doscientas gravedades. Se le informó de que todo estaba listo para su partida, pero no tenía prisa y primero quería asegurarse de que ninguno de esos puntos carmesíes daría la vuelta hacia Grayson. Esperó casi tres horas más, hasta que los códigos de luz alcanzaron los cuarenta y cuatro mil km/s y cruzaron el hiperlímite, desvaneciéndose así de sus sensores gravitatorios.
—Muy bien, Al. Sácanos de aquí —dijo entonces, y el destructor masadiano Principado, de setenta y cinco mil toneladas, cuyo blasón en el comedor seguía proclamando que era la NAP Breslau, se alejó despacio del asteroide tras el que había estado escondido.
Los sensores pasivos sondeaban el espacio ante él, como lo harían los sensibles bigotes de un felino. Entretanto, Theisman se obligó a sentarse relajadamente en la silla de mando desprendiendo un aire de serenidad, y la verdad era que el Principado estaba a salvo. No había una sola nave en la Armada de Grayson que pudiera igualarlo en velocidad o ataque y, a pesar de la acelerada actividad minera del cinturón, las naves de extracción tendían a amontonarse en las áreas donde se concentraban todos los asteroides. El Principado evitaba aquellas zonas como a la peste y se deslizaba bajo una fracción de su máxima potencia porque, aunque la red de sensores local era rudimentaria y de corto alcance, había al menos una nave de guerra moderna en la órbita de Grayson, y Theisman no tenía ninguna intención de que esta lo detectara. El que advirtieran su presencia podría resultar catastrófico para los planes de Haven… sin mencionar el hecho de que el capitán Yu le cortaría los huevos y se los colgaría a modo de collar si permitía que eso sucediera.
Pasaron unas cuantas horas largas y aburridas antes de que la nave estuviera lo bastante lejos de Grayson como para aumentar la potencia y alejarse del cinturón de asteroides. Los sensores gravitatorios del Principado detectarían a cualquier nave civil fuera del alcance de su radar y mucho antes de que pudieran verlos, con tiempo más que suficiente para apagar la cuña. Su velocidad se hizo cada vez mayor mientras salía del sistema. Tendría que estar al menos a treinta minutos luz del planeta antes de trasladarse al hiper, lo bastante lejos para que no pudieran detectar su hiperhuella. Theisman se relajó cuando se dio cuenta de que había vuelto a alejarse sin problemas una vez más.
Ahora solo quedaba por ver lo que el capitán Yu y, desde luego el Espada Simonds, harían con los nuevos informes.