5
Los zigzagueantes flujos de energía y el frenesí de las partículas cargadas del hiperespacio confundían cualquier sensor en un radio de veinte minutos luz, pero el racimo de códigos luminosos del convoy era claro y definido, y estaba agradablemente cercano en la pantalla de maniobras de Honor mientras se aproximaban al hiperlímite de la Estrella de Yeltsin a una cómoda tercera parte de la velocidad de la luz.
La traslación desde el espacio normal al hiperespacio suponía un cambio crítico en la velocidad, porque todo lo que estuviera por encima de 0,3 c, en la brecha dimensional, haría pedazos a una nave, pero no ocurría lo mismo en el caso inverso. De todos modos, tampoco las traslaciones a velocidad máxima descendente eran cómodas. La fuga de energía que se producía cada vez que el convoy atravesaba una pared de hiperespacio los ralentizaría hasta llegar a una velocidad mínima antes de alcanzar las bandas alfa y, aunque esa brecha no suponía una gran diferencia para el equipamiento, los efectos sobre los seres humanos eran otro cantar. Las tripulaciones navales estaban entrenadas para controlar los efectos de estas traslaciones, sin embargo existía un límite a lo que el entrenamiento podía hacer para contrarrestar la angustia física y las violentas náuseas, y no había razón para que nadie, especialmente la tripulación de las naves mercantes, pasara por ello.
—Preparados para iniciar la traslación en cuarenta y un segundos, señora —le informó el capitán de corbeta DuMorne desde Astronavegación.
—Muy bien, Señor DuMorne. El control es suyo.
—Sí, señora. Tengo el control. Timón, prepárese para una traslación inicial a mi señal.
—Preparados para la traslación —confirmó el jefe Killian y la mano del timonel se cernió sobre el piloto automático por si los ordenadores del astronavegador fallaban. Entretanto, Honor se apoyó contra el respaldo de su silla para observar la maniobra.
—¡Ahora! —exclamó DuMorne tajante, y el habitual murmullo casi inaudible del hipergenerador del Intrépido se convirtió en un elevado rugido. Honor tragó saliva para controlar una náusea súbita cuando la visualización en la pantalla de maniobras cambió de pronto. Los patrones eternamente cambiantes del hiperespacio habían dejado de ser lentos; parpadeaban, saltando de un lado a otro como una animación inacabada, y sus lecturas pasaban descendiendo a ritmo constante, al tiempo que todo el convoy «caía a plomo» por el gradiente del hiperespacio.
El Intrépido golpeó la pared gamma y sus velas de Warshawski sangraron energía de tránsito como mana el calor de un fuego prendido en el bosque. La velocidad cayó de pronto desde los 0,3 c a nada más que un nueve por ciento la velocidad luz. Honor sintió cómo se le revolvía el estómago a la vez que su oído interno se rebelaba contra un descenso de velocidad que el resto de sus sentidos ni siquiera pudo percibir. Los cálculos de DuMorne permitieron la fuga de energía y el gradiente de su traslación aumentó a medida que su velocidad caía. Golpearon la pared beta cuatro minutos después y Honor volvió a hacer una mueca, aunque menos violenta en esta ocasión, cuando su velocidad disminuyó hasta menos del dos por ciento de la velocidad luz. La visualización que tenía en pantalla se había transformado en un caos luminiscente que aumentaba y menguaba al mismo tiempo que el convoy «caía» en línea recta atravesando una «distancia» que no tenía existencia física, y entonces chocaron contra las bandas alfa y las cruzaron como un cometa para llegar a la pared del espacio normal.
Sus lecturas cesaron de parpadear. La visualización se quedó quieta de pronto y se volvió a llenar con los trazos estáticos que representaban a las estrellas del espacio normal. Las náuseas desaparecieron tan rápido como se habían presentado. En menos de diez minutos, el NSM Intrépido había bajado la velocidad de noventa mil kilómetros por segundo a unos ciento cuarenta.
Honor respiró profundamente y logró dominar la necesidad de negar con la cabeza en un gesto de alivio. Una o dos personas en el puente lo estaban haciendo, pero los más antiguos estaban tan quietos como ella. Era una tontería, claro, pero tenían una reputación que preservar.
Sus labios se fruncieron ante ese pensamiento y miró a su repetidor de astronavegación. Stephen había hecho un trabajo excelente y el Intrépido, y los que estaban bajo su responsabilidad, flotaban a una distancia de veinticuatro minutos luz de la Estrella de Yeltsin, justo fuera del hiperlímite. Incluso el mejor hiperlogaritmo era objeto de algún tipo de error, pero la naturaleza del hiperespacio excluía la posibilidad de corregirlos y, en cualquier caso, el viaje había sido relativamente corto y DuMorne había rozado el límite del margen de seguridad con mano experta.
Presionó un intercomunicador que había en el brazo de su silla, mientras él utilizaba los puntos habituales del espacio normal para redefinir su posición, y la voz de su jefe de ingenieros respondió:
—Ingeniería, comandante Higgins.
—Por favor, Señor Higgins, reconfigure a cuña de impulsión.
—Sí, señora. Reconfigurando ahora —le informó Higgins, y el Intrépido plegó sus velas de Warshawski en la cuña de impulsión. No hubo señal interna de cambio, pero las lecturas de ingeniería de Honor y la visualización en su monitor le confirmaron la maniobra. A diferencia de las velas de Warshawski, que eran invisibles en el espacio normal excepto en los breves instantes en los que irradiaban la fuga energética de la traslación, la tensión en las bandas gravitatorias de la cuña de impulsión era casi dolorosamente visible. Cobraron vida por encima y por debajo del Intrépido, situadas todas en ángulo en forma de cuña abierta a proa y a popa, y las estrellas titilaban carmesíes al mismo tiempo que un diferencial de gravedad de cien mil m/s2 les arrebataba sus fotones. El crucero flotaba dentro de su cuña, como un surfero cabalgando sobre la cresta de una ola que todavía no ha empezado a moverse, y Honor miró a su oficial de comunicaciones.
La teniente Metzinger apretaba suavemente con los dedos de su mano derecha el auricular que tenía en el oído, luego miró hacia arriba.
—Todas las naves informan que han reconfigurado a impulsión, señora.
—Muchas gracias, Joyce. —Los ojos de Honor se trasladaron a la luz verdosa y azulada del código del planeta Grayson, a diez minutos y medio luz de distancia en el sistema. Se giró hacia DuMorne—. ¿Puedo confiar, Señor DuMorne, que gracias a su habitual eficacia tenemos ya un rumbo certero hacia Grayson?
—Desde luego, señora —respondió DuMorne sonriendo—. El rumbo es uno-uno-cinco por… —volvió a comprobar su posición y tecleó un minuto de rectificación en su ordenador— cero-cero-cuatro punto-cero-nueve. La aceleración será de dos-cero-cero gravedades con una rotación en aproximadamente dos-punto-siete horas.
—Sígalo, jefe Killian.
—Sí, señora. Yendo a uno-uno-cinco, cero-cero-cuatro punto-cero-nueve.
—Gracias. Radio, comunique nuestro rumbo a las demás naves, por favor.
—Sí, señora. —Metzinger comunicó los datos desde el ordenador de DuMorne al resto del convoy—. Se ha informado a todas las unidades del nuevo rumbo y le han dado validez —informó un minuto después—. El convoy está preparado para proceder.
—Muy bien, ¿estamos preparados, timón?
—Sí, señora. Vamos a dos-cero-cero gravedades.
—Entonces pongámonos en marcha, jefe.
—Sí, señora. Estamos en camino.
No hubo un cambio de movimiento discernible cuando el Intrépido ganó velocidad a poco menos de dos kilómetros por segundo, porque su compensador inercial le permitió burlar a Newton sin problemas.
Doscientas gravedades eran un paseo de placer para el Intrépido; menos de la mitad de lo que podría haber alcanzado incluso al ochenta por ciento de la máxima potencia que normalmente utilizaba la Armada Manticoriana, pero era la aceleración más segura para las naves mercantes de Honor. Aunque estas naves eran mucho más grandes, sus cuñas de impulsión eran más débiles que las de las naves de guerra, con compensadores menos poderosos.
Volvió a mirar a Metzinger.
—Por favor, Joyce, saluda al Control de Tráfico de Grayson.
—Sí, señora. Transmitiendo.
—Gracias. —Honor se recostó en su silla de mando, apoyó los codos en los brazos de la misma y dejó que su barbilla descansara sobre la palma de la mano. Su saludo tardaría unos diez minutos en llegar a Grayson y, mientras contemplaba el distante oleaje brillante y amarmolado con una velocidad infinitesimal en su visualizador, se preguntó cuán grande sería el problema de su sexo.
* * *
El contraalmirante Bernard Yanakov levantó la mirada de su lectura cuando su auxiliar llamó con suavidad en el marco de la puerta abierta.
—¿Sí, Jason?
—Rastreo acaba de advertir la presencia de una hiperhuella justo en la frontera, señor. Todavía no tenemos la confirmación del impulsor, pero pensé que querría saberlo.
—Y tenías razón. —Yanakov apagó su lector y se levantó, tiró de la guerrera hacia abajo para desarrugarla y recogió su gorra con visera. El teniente Andrews se apartó de su camino y luego permaneció un paso detrás, mientras él se abría camino por el centro de mando.
El murmullo de las voces y el sonido de las viejas impresoras los sorprendió al cruzar la puerta insonorizada, y Yanakov tuvo que ocultar una mueca porque aquellas impresoras eran incluso más primitivas que las que los colonos habían traído consigo desde la Vieja Tierra. Cumplían su función, pero no eran más que otro ejemplo de lo pobre que era la tecnología en Grayson. Por lo general, eso no solía molestar al almirante, pero aquel no era un día normal. La huella tenía que pertenecer al convoy manticoriano, y el atraso de su planeta sería embarazosamente evidente para sus visitantes.
Las luces de posición carmesíes captaron su atención y asintió satisfecho. Hasta que supieran con certeza que aquella huella pertenecía al convoy, la Armada de Grayson asumiría que se trataba de una fuerza de ataque masadiana. La instrucción imprevista les haría bien a todos y, teniendo en cuenta los actuales niveles de tensión, Yanakov no estaba por la labor de descuidar cualquier detalle qué pudiera poner en peligro a su planeta.
El comodoro Brentworth lo miró cuando Yanakov se acercó hasta él.
—Los sensores pasivos acaban de registrar la llegada de cuñas de impulsión, almirante —dijo, con tono enérgico, y brilló una luz en la pantalla del sistema principal que había a su espalda. Había letras y cifras diminutas junto a ella que detallaban los números y aceleración, y Yanakov gruñó en voz baja mientras las estudiaba.
—El número y la formación encajan con el convoy manticoriano, señor. Aunque, de momento, solo los tenemos en gravedades y no en nuestros sensores de velocidad luz. No obtendremos ninguna otra información de radio hasta dentro de unos ocho minutos.
—Entendido, Walt. —Yanakov contempló el tablero un instante más y luego miró a su ayudante—. Avise a mi cúter para un despegue inmediato, Jason, e informe al Grayson de que estaré a bordo dentro de poco.
—Sí, señor. —Andrews desapareció y Yanakov se giró de nuevo hacia el tablero. La Austin Grayson sería pequeña y anticuada en comparación con el crucero Caballero Estelar que lideraba la escolta manticoriana, pero aun así era la nave insignia de la Armada Graysonita, y saludaría a sus invitados desde la cubierta principal como correspondía.
* * *
Grayson parecía un extraño retablo de retales en la pantalla de visualización cuando el Intrépido y sus compañeros se situaron en la órbita de estacionamiento. Honor se había quedado asombrada durante el trayecto hacia el sistema por el nivel de industria espacial que tenía el planeta. A pesar de ser un sistema retrasado en cuanto a su tecnología, contaba con una serie interesante de naves de carga y de tránsito. Ninguna de ellas parecía capaz de realizar un hiperviaje y la mayor debía pesar tan solo un millón de toneladas, pero estaban en todas partes y algunas de las estructuras orbitales que giraban alrededor de Grayson debían de tener al menos una tercera parte del tamaño del Hefestos o del Vulcano. No cabía duda de que la escala de proyectos de construcción orbital explicaba la abundancia de fuentes de energía y huellas de impulsión que iban y venían entre Grayson y el cinturón de asteroides local, pero la cantidad seguía resultando inesperada.
El Intrépido cerró su cuña cuando el jefe Killian informó que pasaba a motores y los de estacionamiento mantuvieron la posición de la nave. Honor miró con el ceño fruncido sus monitores y en un rincón de su mente visualizó el flujo de comunicaciones entre las autoridades planetarias y la tripulación del almirante Courvosier en el puente principal del crucero pesado. Todo lo que veía parecía subrayar la insólita (al menos para una mirada manticoriana) dicotomía entre la casi increíble energía con la que se llevaban a cabo las actividades en Grayson y la crudeza con la que se desarrollaban.
Viejos arcos eléctricos y soldadores láser brillaban y chisporroteaban a pesar del derroche de energía que conllevaba esas técnicas primitivas en comparación con los modernos soldadores de catalizadores químicos. Equipos de construcción, vestidos con abultados trajes espaciales, tiraban de enormes pedazos de estructura, compensando el peso y la velocidad con el poder de su fuerza bruta sin la ayuda de los exotrajes tractores (que contrarrestaban la falta de gravedad) que los trabajadores manticorianos utilizarían de forma habitual, y le llevó un momento darse cuenta (aunque algo más para aceptarlo) de que algunos de ellos estaban utilizando pistolas neumáticas remachadoras. Los receptores orbitales de energía local eran inmensos y difíciles de manejar y, para colmo, tampoco parecían demasiado eficaces. ¡Y sus sensores indicaban que al menos la mitad de las estructuras que había en el exterior se servían de plantas de energía de fisión! Las plantas de fisión no solo estaban pasadas de moda; eran antigüedades técnicas peligrosas y su presencia la desconcertó. La nave colonizadora de la Iglesia de la Humanidad había utilizado energía de fusión, así que ¿por qué estaban sus descendientes empleando el de la fisión novecientos años después? Negó con un gesto y se giró para mirar a la estructura en funcionamiento más cercana. Rotaba lentamente sobre su eje central, pero debía de tener generadores internos de gravedad porque la rotación era demasiado lenta como para producir una gravedad útil. De hecho, había algo peculiar en el perezoso movimiento. ¿Podría ser qué…?
Tecleó una pregunta en su monitor táctico y su confusión aumentó cuando el CIC confirmó sus sospechas. La estructura estaba girando sobre su eje exactamente una vez por día planetario, lo que le pareció muy desconcertante, y refulgía como una inmensa gema facetada cuando la luz de Yeltsin rebotaba en la inusualmente vasta superficie transparente del casco. Frunció el ceño y se inclinó, acercándose más al monitor, situando el cursor y aumentando múltiples veces la superficie de una enorme cúpula, una ampolla transparente de kilómetros de envergadura, y sus ojos se abrieron como platos. Los diseñadores habían utilizado algo parecido a las antiguas persianas venecianas y no el armoplast autopolarizador y antirradiación al que Honor estaba acostumbrada; ahora las «persianas» estaban medio abiertas en la parte más cercana de la cúpula mientras rotaba aproximándose al «anochecer»; contempló incrédula la imagen durante un largo momento.
Eso, después de todo, no era un entorno orbital. O, mejor dicho, no era un hábitat para personas. Observó cómo el ganado pacía a lo largo de un prado de hierba que debía de llegarle hasta la rodilla. Aquella debía de ser una de las más costosas «granjas» en toda la galaxia explorada; luego volvió a negar con la cabeza, esta vez entendiéndolo todo por fin. ¡Así que esa era la razón de que estuvieran construyendo tantas instalaciones orbitales!
Volvió a mirar al planeta y entonces se dio cuenta de lo realmente peculiar que era aquel paisaje de retales coloridos. La superficie de Grayson era de un alentador color verde clorofila, había unos cuantos terrenos desérticos, pero la mayoría era de un brillante azulado verdoso, mucho más oscuro de lo que ella estaba acostumbrada a ver. Existían parches de un colorido menos intenso y con límites sospechosamente ordenados y regulares, pero estos estaban situados en torno a lo que debían de ser las ciudades y pueblos, y todas estas zonas estaban ubicadas en el interior. Los mares graysonitas eran de un profundo y radiante color azul, dolorosamente similares a aquellos de Esfinge y, sin embargo, no había ciudades cerca de esas espléndidas y níveas playas. Asintió para sí cuando se dio cuenta de por qué.
Grayson era, como había dicho el almirante Courvosier, un planeta precioso. Su color tenía un matiz hermoso, como el de una joya, e insólito incluso entre los planetas habitados y, a pesar de sus trece minutos y medio luz de radio orbital, su estrella titilante y su mínima inclinación axial le proporcionaban temperaturas en la superficie y patrones climáticos que cualquier planeta con recursos envidiaría. Pero, pese a su hermosura, aquel mundo no había sido concebido para que los humanos lo habitaran. Era bastante más pequeño que la Vieja Tierra, aunque el volumen fuera casi el mismo debido a que contaba con una gran riqueza de elementos pesados. Una riqueza peligrosa. Tanta riqueza que sus plantas estaban repletas de arsénico y cadmio, mercurio y plomo, y pasaba esos elementos a los herbívoros que se alimentaban de ellas. Tanta riqueza que sus mares no estaban solo «salados», sino que combinaban una serie de toxinas de origen natural que hacía que un único baño fuera potencialmente letal. No era, por tanto, de extrañar que los graysonitas habitaran en el interior, y Honor se exasperaba con solo imaginar la eterna lucha a la que debían haberse enfrentado para «descontaminar» la tierra en la que estaban esos retales de un color verde más claro en los que plantaron sus cosechas terrestres.
Sus padres eran médicos y no pudo evitar estremecerse ante el potencial daño neuronal y genético que suponía el entorno de Grayson. Debía de ser como vivir en un vertedero químico, y aquella gente había estado allí durante nueve siglos. Por ello habían empezado a construir sus granjas en el espacio exterior, si ella hubiera estado en su pellejo, ¡hubiera trasladado allí a toda la población! La auténtica belleza del planeta debía de hacer que los peligros fueran más difíciles de soportar, como si todo derivara de una amarga broma cósmica. Austin Grayson y sus seguidores habían viajado quinientos treinta años luz para escapar de la tecnología que creían que contaminaba su planeta natal y su alma, solo para descubrir un planeta que era una manzana envenenada al final de su viaje.
Se estremeció y se apartó del maravilloso aunque mortal panorama, y se concentró en su visualización táctica. Las unidades navales locales, que habían venido a recibirlos, deceleraron hasta equilibrar sus vectores con los del convoy; ahora compartían la órbita del Intrépido y supo que las examinaba para no mirar al planeta hasta haberse acostumbrado a la nueva realidad.
La mayoría eran naves ligeras de ataque, básicamente embarcaciones sublumínicas e intrasistema; la mayor de ellas no debía de alcanzar siquiera las once mil toneladas. Las NLA eran diminutas en comparación con el crucero ligero insignia y sin embargo, pese a lo grande que era al lado de sus minúsculos consortes, el crucero debía de tener poco más de noventa mil toneladas, es decir, apenas dos tercios el tamaño del Apolo de Alice Truman. Contaba además con treinta años de edad, pero su última nave había sido más pequeña y antigua, y solo podía mostrarse conforme con la sublime destreza con la que los graysonitas habían maniobrado para reunirse en el espacio con ellos. Aquellas naves podían ser más viejas y estar técnicamente obsoletas, pero la tripulación sabía lo que estaba haciendo.
Suspiró y se recostó en la silla, mirando alrededor del puente una vez más. La tripulación del almirante Courvosier le había entregado los planes de tráfico y ella, siguiendo sus indicaciones, había monitorizado y se había sentido aliviada por el mensaje de bienvenida del almirante Yanakov. Quizá la situación no fuera a ser tan mala como ella esperaba, e incluso aunque lo fuera, su reciente descubrimiento del entorno en el que se habían criado aquellas personas le obligaba a moderar su temperamento.
—El almirante Yanakov llegará en seis minutos, patrona —le dijo de pronto la teniente Metzinger, y Honor asintió.
Apretó un botón y las herramientas de mando de su silla se plegaron y quedaron ocultas en sus posiciones de almacenaje.
—Creo que ha llegado la hora de que usted y yo bajemos al muelle a reunimos con el almirante y dar la bienvenida a nuestros invitados, oficial.
—Sí, señora. —Andreas Venizelos se levantó de su silla y se unió a ella, caminando hacia el ascensor del puente.
—Señor DuMorne, se queda de guardia.
—Sí, señora. Estoy de guardia —respondió DuMorne y se movió desde su lugar a la silla de mando cuando la escotilla del ascensor se cerró tras ella.
* * *
El contraalmirante Yanakov saboreó la envidia pura y concentrada cuando vio al Intrépido en todo su esplendor. Esa era una nave de guerra, pensó, dejándose seducir por el lustroso carretel de doble extremo. La nave enorme y poderosa pendía sobre las estrellas infinitas y refulgía por la luz que se reflejaba en ella. Era la cosa más hermosa que había visto jamás. La cuña de impulsión y las pantallas defensivas estaban plegadas, de forma que mostraba su arrogancia elegante ante las miradas curiosas, su parte central se hinchaba con gracia entre las bandas anteriores y posteriores a los anillos de impulsión y contaba con un radar, una serie de instrumentos gravitatorios y sensores de sistema pasivos, todos ellos de tecnología punta. El número de serie —CA 286— resaltaba sobre el níveo casco justo detrás de sus nodos impulsores delanteros, y las santabárbaras se prolongaban por el flanco armado como ojos vigilantes.
El cúter se estremeció cuando uno de los tractores del crucero se cerró sobre él y el piloto apagó los motores mientras se deslizaban hacia la brillante caverna que era la dársena de botes del Intrépido. El tractor depositó con suavidad la pequeña nave en la cuna, el anillo de atraque encajó en su lugar y el indicador de presión zumbó, confirmando que se había sellado con solidez.
Cuando el almirante nadó por el tubo de acceso, el teniente Andrews y su tripulación lo siguieron. Sonrió al ver a un marinero manticoriano parado hábilmente junto a un asidero escarlata que había casi al final del tubo. El marinero empezó a hablar, pero se detuvo al ver que Yanakov se dirigía hacia el asidero. La Armada de Grayson utilizaba el verde, no el escarlata, pero el almirante reconoció el significado del código de color y se movió con destreza por la interfaz hasta que se hubo acostumbrado a la gravedad interna del crucero. Se hizo a un lado, adelantándose para dejar espacio a su tripulación. El sonido agudo del silbato del contramaestre lo saludó al cruzar por la escotilla del tubo.
La dársena era inmensa comparada con la que había dejado atrás en el Grayson, pero estaba atestada. La guardia de honor de los marines saltaba a la vista con sus uniformes verdes y negros, y el personal naval, vestido con el uniforme negro y dorado de la Real Armada Manticoriana, lo saludó enérgicamente. Yanakov parpadeó sorprendido.
¡Aquella maldita nave estaba gobernada por chiquillos! ¡La persona de más edad no podía superar los treinta años-T y la mayoría de ellos parecía que todavía estuviera en el colegio! Sus reflejos entrenados lo llevaron a responder al saludo, mientras su mente daba rápidamente con la respuesta y despertaba de su asombro. Por supuesto que no eran niños; había olvidado que el tratamiento de prolongación era accesible a todos los manticorianos. ¿Pero qué debía hacer ahora? No estaba tan familiarizado con las insignias de la Armada Manticoriana, ¿y cómo podría diferenciar a los oficiales al mando entre aquella multitud de delincuentes juveniles?
Obtuvo parte de la respuesta a su problema cuando un hombre bajo, de rostro redondo y que vestía ropas de civil, se adelantó. Su lógica le sugería que debía estar al mando de la delegación y que, por tanto, tenía que ser el almirante Raoul Courvosier. Por lo menos parecía un adulto, tenía incluso el cabello cano, pero era mucho menos impresionante de lo que Yanakov había anticipado. Había leído todos los artículos e informes que había podido encontrar sobre él y aquel hombrecillo sonriente se parecía más a un elfo que al brillante y agudo estratega que el almirante hubiera creído que era; pero…
—Bienvenido a bordo, Contraalmirante —saludó Courvosier, estrechándole la mano con firmeza, y su profunda voz, a diferencia de su rostro, era exactamente lo que Yanakov tenía pensado. El fuerte acento, sin embargo, le resultó extraño. El prolongado aislamiento de Grayson había dado lugar a uno mucho más suave y lento, pero aquella peculiaridad no le parecía fuera de lugar.
—Gracias, almirante Courvosier. Permítame, en nombre de mi gobierno y de mi gente, darles la bienvenida a nuestro sistema.
Yanakov le devolvió el apretón de manos, mientras su tripulación terminaba de congregarse tras él. Luego volvió a mirar a la galería y se puso tenso. Sabía que Mantícora permitía a las mujeres servir como militares, pero hasta entonces no lo había visto con sus propios ojos. Ahora se percató de que casi la mitad de la gente que lo rodeaba (¡incluso entre los marines!) eran del sexo femenino. Había intentado asimilar el extraño concepto, pero el profundo impacto visceral que reverberaba en su interior le informó de que había fracasado. No es que fuera solo atípico, es que era antinatural, y trató de ocultar su disgusto instintivo, arrastrando de vuelta la mirada hacia el rostro de Courvosier.
—Se lo agradezco en nombre de mi reina —le respondió su anfitrión, y Yanakov logró realizar una educada reverencia a pesar de que se le recordara de pronto que era una mujer la que gobernaba Mantícora—. Espero que mi visita acerque más nuestras dos naciones —continuó Courvosier—. Me gustaría presentarle a mi equipo. Pero primero permítame que le presente al comandante del Intrépido y de nuestra escolta.
Alguien dio un paso al frente y se situó junto a Courvosier y Yanakov, que se giró con la mano extendida. Se quedó helado. Sintió cómo su sonrisa desaparecía al contemplar aquel rostro fuerte, precioso y joven bajo la gorra blanca, y el suave y rizado cabello castaño. Yanakov era anormalmente alto para ser un graysonita, pero aquella oficial debía de superarlo en al menos doce centímetros, y eso hacía que la situación fuera aún peor. Luchó por controlar la conmoción, al mismo tiempo que miraba atentamente los ojos oscuros y almendrados de la capitana manticoriana. Se sentía furioso de que nadie le hubiera advertido de aquel detalle, y sabía que estaba haciendo el ridículo por mantener aquella inmovilidad. Además, se dio cuenta de que estaba perversamente enojado consigo mismo debido a la vergüenza que sentía por su reacción.
—Contraalmirante Yanakov, permítame que le presente a la capitana Honor Harrington —continuó Courvosier, y Yanakov escuchó el jadeo susurrante e incrédulo de los miembros de su tripulación.