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La Espada de los Fieles, Matthew Simonds, caminó airado por el pasillo de su nueva nave insignia y se recordó a sí mismo que no debía de hablar al capitán Yu como el pagano que era. No tenía ninguna duda de que Yu se iba a disgustar por lo que iba a escuchar y, aunque el capitán era siempre muy educado, no podía esconder su complejo de superioridad. Eso era casi una impertinencia viniendo de un hombre que procedía de una cultura tan poco pía, pero la Iglesia necesitaba a Yu, por lo menos durante algún tiempo. Y, sin embargó, eso no siempre sería así, se prometió Simonds. Llegaría un momento en el que Dios los ayudaría a eliminar a sus auténticos enemigos. Y, ese día, los extranjeros infieles ya no les servirían de nada. Y si aquellos intrusos preparaban la situación de tal forma que Macabeo pudiera triunfar, ese día podría llegar antes de lo que esperaba.
La escotilla del puente se abrió delante de él y logró dibujar una sonrisa en sus labios y suavizar su paso irritado cuando atravesó el umbral.
El capitán Alfredo Yu se levantó de la silla emplazada en el centro del impresionante puente de mando. Era un hombre alto y delgado que superaba a Simonds por unos quince centímetros, y que vestía con comodidad y elegancia el uniforme carmesí y dorado de la Armada de Masada. Y, sin embargo, había algo discretamente erróneo en su forma de saludar. No es que fuera descortés o insolente, solo diferente, como si hubiera aprendido su cortesía militar en otro lugar.
Lo que, por supuesto, era exactamente lo que había hecho.
—Buenos días, señor. Este es un placer inesperado. ¿Cómo puedo ayudarle?
—Venga a mi sala de reuniones, por favor —respondió Simonds, algo más tranquilo, a pesar de sí mismo, por la constante cortesía de Yu.
—Enseguida, señor. Se queda al mando, comandante Manning.
—Sí, señor. —El comandante, que no era masadiano (se dio cuenta Simonds, con renovado enojo), asintió con firmeza.
Yu lo siguió a la sala de reuniones y se lo quedó mirando con expresión atenta cuando la escotilla se cerró tras ellos. Simonds estudió el rostro sereno y paciente y se preguntó, no por primera vez, sobre qué reflexionaría la mente que había tras esos ojos oscuros. Yu tenía que saber cuán importantes eran su nave y él para los planes de Masada o, al menos, para los planes que él conocía. Una tercera parte de la tripulación del Trueno de Dios eran paganos que ocupaban puestos específicos de los que ningún masadiano podía encargarse. Preguntaban las órdenes a Yu y no a Simonds, y no solo porque él fuera el capitán de la nave. Simonds había sobrevivido a treinta años de peleas políticas y doctrinales dentro de la teocracia masadiana y sabía perfectamente que Yu tenía a otros por encima de él con sus propios planes. Por el momento, esos planes habían sido iguales a los de los Fieles, ¿pero qué pasaría cuando dejarán de ser comunes? No era algo en lo que le gustara pensar, aunque tampoco tenía otro remedio; y, además, esa era precisamente la razón de que se viera obligado a tratar a Yu con tanto cuidado. Cuando llegara la hora de separar sus caminos, debía ser siguiendo las condiciones de los Fieles y no las suyas.
Se aclaró la garganta, dejando a un lado aquellos pensamientos que lo inquietaban, y señaló una silla.
—Siéntese, capitán, siéntese.
Yu aguardó con puntillosa cortesía hasta que Simonds hubo tomado asiento, y entonces se dejó caer con elegancia en la silla que le había señalado. El Espada tuvo que tragarse la amargura y la envidia que le provocaban los gráciles y distinguidos movimientos de Yu. El capitán era diez años mayor y, sin embargo, aparentaba la mitad que él. ¿Aparentar? Yu tenía la mitad que él, por lo menos, físicamente; porque su gente ignoraba tanto a Dios que no veía ninguna maldad en entrometerse en los planes que Él tenía para la especie. Tanto los militares como las familias predominantes se servían libremente del proceso de prolongación y Simonds se sentía inquieto por la envidia que eso le provocaba. La tentación que suponía beber de esa fuente de eterna juventud era casi mortal. Además su envidia podía derivar también de que la comunidad médica masadiana era incapaz de emular ese logro, y eso era un ejemplo más de lo que aquellos infieles podían hacer y los Fieles no.
—Tenemos un problema, capitán —dijo al cabo de un rato.
—¿Un problema, señor? —El acento extranjero de Yu, con sus vocales más largas y sus consonantes más agudas, todavía le sonaba extraño.
—Sí. Nuestros agentes en Grayson acaban de descubrir que llegará un convoy con una poderosa escolta.
—¿Cómo de poderosa, señor? —inquirió Yu irguiéndose en la silla, y Simonds sonrió con amargura.
—Todavía no lo sabemos, solo que será «poderosa» —bufó—. Supongo que deberíamos de haberlo previsto. La puta de su reina protegerá sus treinta piezas de plata hasta que Mayhew le venda Grayson.
Alfredo Yu asintió, ocultando cuidadosamente su reacción ante lo salvaje del tono de Simonds. La sola idea de que una mujer pudiera estar a la cabeza de un estado era una herejía para Masada. ¿Acaso no decía la Biblia que había sido la corrupción de Eva la que había teñido de pecado a toda la humanidad? Y era evidente el disgusto que sentía Simonds ante la posibilidad de que incluso Grayson pudiera considerar aliarse con un régimen tan vil y antinatural. Sin embargo, aquello parecía producirle un cierto tipo de satisfacción horrorizada, puesto que alimentaba su propio complejo de superioridad y se convertía en otro ejemplo de la traición de los graysonitas frente a la incorruptible lealtad de los Fieles. Pero el fanatismo de los masadianos era ahora menos importante que la información de que aquel convoy contaba con una escolta real de la que preocuparse, y el capitán frunció el ceño mientras meditaba sobre ello.
—¿Tiene idea de cuáles son las órdenes de esta escolta, señor?
—¿Cómo podría? —refunfuñó el Espada con voz amarga—. ¡Ya me resulta bastante complicado averiguar lo que pretenden los Renegados! Pero debemos asumir que los manticorianos no se sentarán de brazos cruzados cuando nosotros intentemos eliminar a su aliado potencial.
—Quizá sí. En realidad, dependerá de sus órdenes, señor.
Los ojos de Simonds brillaron y el capitán se encogió de hombros.
—No dije que fuera probable, señor, solo posible. Y sinceramente, dadas las circunstancias, espero que sea el caso.
El tono quedo de Yu llevaba implícito un cuidadoso ataque y Simonds se ruborizó. Yu y sus superiores habían estado presionando al Consejo de los Ancianos durante semanas, de una forma correcta pero tajante, para que pusieran en marcha la Operación Jericó. Simonds se había sentido más que asustado de intentarlo pero sabía que Yu tenía razón desde el punto de vista militar y, por lo tanto, se había visto obligado a decirlo. Tampoco importó. Todo el Consejo estaba decidido a esperar hasta que los manticorianos les hubieran entregado el soborno a los graysonitas. Podrían haber presionado a su aliado para que les proporcionara la misma infraestructura, pero carecían de la eficacia de la industria manticoriana, de modo que los Ancianos habían necesitado demasiado tiempo para reunir unas ayudas generosas para el beneficio de Masada.
O quizá no fuera así. Tal vez no todo el Consejo conociera los planes y el círculo interno podría tener sus propios motivos para retrasar el inicio de la operación. Desde luego era posible que ellos hubieran esperado demasiado, pero contaban con más de un camino para alcanzar su ansiado objetivo. E incluso aunque las cosas se desarrollaran tal y como todos esperaban, las escoltas se retirarían con sus naves mercantes ya vacías, una vez que la camarilla reinante en Grayson les hubiera vendido lo que quedaba de sus almas y se convirtieran en los vasallos de los infieles que se dejaban gobernar por mujeres. Y habría un momento, aunque breve, entre la firma del primer borrador del tratado y su ratificación. Si los Fieles atacaban entonces, antes de que el tratado se hubiera formalizado, y eliminaba al gobierno que estuviera a punto de ratificarlo…
—El Consejo de los Ancianos es unánime en esto, capitán —dijo el Espada intentando parecer cordial—. Hasta que podamos confirmar que la escolta manticoriana tiene órdenes de no intervenir, pospondremos Jericó.
—Con todo respeto, señor, su escolta tendría que ser muy poderosa para contrarrestar la presencia del Trueno en una batalla. Especialmente porque ni siquiera saben que contamos con esta nave.
—Pero si intervienen, Jericó tendrá que enfrentarse con Mantícora, y no podremos triunfar contra la Real Armada Manticoriana.
—Solos no, señor —estuvo de acuerdo Yu y Simonds enseñó los dientes en una tensa sonrisa de entendimiento.
Sabía a donde quería llegar Yu y no tenía la menor intención de seguirlo. ¡El Consejo de los Ancianos no le agradecería crear una situación en la que la continuidad de su existencia dependiera de que los auténticos jefes del capitán ordenaran el envío de una flota poderosa que los «protegiera»! Se convertirían en poco más que prisioneros bajo arresto en su propia casa, lo que sin duda favorecería los propósitos de sus «aliados». Pero, claro, tampoco podía decirle aquello a Yu.
—Existe una alta probabilidad de error si precipitamos nuestras acciones, capitán —le dijo—. Mantícora está mucho más cerca que sus amigos. Si combatiéramos contra ellos y cualquiera de sus naves escapara, los refuerzos llegarían antes que los suyos. En esas circunstancias, incluso una victoria sería un desastre. Y, por supuesto —añadió—, ya es demasiado tarde para distribuir unidades navales republicanas antes de lanzar el Jericó.
—Entiendo. —Yu se recostó en su silla y cruzó los brazos—. ¿Qué pretende hacer el Consejo?
—Procederemos con los planes y el despliegue inicial para Jericó, pero no pondremos en práctica la operación hasta que la escolta manticoriana se retire.
—¿Y si no lo hace, señor? ¿O si la sustituyen por un piquete regular?
—Creemos que eso es improbable, y el riesgo de precipitar una guerra abierta contra Mantícora pesa más que esa posibilidad.
Fue su turno de recostarse en la silla. Aunque había cosas que el capitán nunca debía saber, había llegado el momento de dejarle unos cuantos detalles claros, aunque explicados con palabras cuidadosas.
—Capitán Yu, los objetivos de sus superiores y de los míos no son idénticos. Ambos lo sabemos, y pese a que apreciamos su ayuda el Consejo no es ajeno al hecho de que nos ayudan solo porque eso beneficia a sus propósitos.
Simonds calló, al tiempo que Yu ladeaba la cabeza. Entonces asintió y la sonrisa del Espada se hizo más genuina. Fuera o no infiel, había una franqueza en el capitán que le gustaba.
—Muy bien —continuó—. Sabemos que su objetivo principal es mantener a Mantícora fuera de la región y estamos dispuestos a garantizarlo después de nuestra victoria. No estamos, sin embargo, preparados para arriesgar la supervivencia de la Verdadera Fe para conseguirlo. Hemos esperado más de seis siglos para aniquilar a los Renegados; si debemos esperaremos otros seis, porque, a diferencia de ustedes, y por favor disculpe mi franqueza, sabemos que Dios está de nuestro lado.
—Ya veo. —Yu frunció los labios y luego se encogió de hombros—. Señor, mis órdenes son que apoye sus decisiones, pero también se me ha encargado que le aconseje sobre el mejor uso del Trueno y del Principado para la obtención de nuestros objetivos comunes. Obviamente, eso incluye darle mi honesta opinión sobre cuándo sería el mejor momento para Jericó y, la verdad, el mejor ya ha pasado. Espero que el decirlo no le ofenda, pero yo soy un militar, no un diplomático. Como tal, mi primera preocupación es que no haya malentendidos y no el poner en práctica el arte de la cortesía.
—Lo entiendo perfectamente, capitán, y le doy las gracias —le dijo Simonds y, de hecho, también lo pensaba.
Podía preocuparse por su presión sanguínea cuando Yu discrepaba de forma tajante, y no contarle nada acerca de Macabeo lo complicaba todo, pero era mucho mejor oír las propuestas de aquel hombre, pagano o no, que cargar con él como un peso muerto.
—Dentro de esas limitaciones —continuó Yu— debo argumentar, con todo el respeto, que Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos. Esta «fuerza de escolta» podría no retirarse en ningún momento, por lo menos hasta que los diplomáticos de Mantícora regresen a casa, e incluso aunque solo firmen un borrador del tratado, la alianza podría atraer a los manticorianos si atacamos a Grayson después de que la delegación se marche. Creo que la posibilidad de que exista un pacto entre ellos será mucho más peligrosa para cualquier acción futura que atacar ahora, teniendo en cuenta que, con toda seguridad, las órdenes de la escolta serán las de proteger al convoy y a sus propios representantes.
—Puede que tenga razón —admitió Simonds—, pero eso supone que tendríamos que actuar muy abiertamente. El Consejo cree, y opino que tiene razón, que aunque firmen su maldito tratado, este será sobre todo defensivo. Sin una garantía manticoriana que apoye una acción ofensiva, los Renegados no se atreverán a atacamos solos; y algo que hemos aprendido los Fieles es a esperar. Preferiríamos conservar su amistad y atacar ahora, pero si al hacerlo ponemos en peligro la seguridad de la Fe, tendremos que aguardar. Antes o después, ustedes y Mantícora resolverán sus diferencias y el interés que los manticorianos tienen en esta región menguará. En cualquier caso, nuestra oportunidad llegará en algún momento.
—Tal vez, señor. O quizá no. Como ha dicho, han esperado seis siglos, pero han sido de relativa paz en esta región. Todo parece indicar que esa paz pasará a ser un recuerdo del pasado dentro de muy poco. Mis superiores esperan y creen que cualquier guerra con Mantícora será breve, pero no podemos garantizarlo, y Endicott y la Estrella de Yeltsin quedarán atrapados en medio cuando todo empiece. Si Mantícora se asegura una base en Yeltsin, el fuego lindará con su puerta y habrá consecuencias que nadie podrá predecir.
Simonds saboreó él regusto férreo en las comedidas palabras del capitán. Yu estaba teniendo cuidado de no decir qué una de las posibles consecuencias podría ser la anexión de los dos sistemas por el actual «aliado» de Masada, pero ambos sabían cuál era la verdad.
—En estas circunstancias, señor —continuó Yu, con calma—, soy de la opinión de que cualquier operación que conlleve un cambio significativo y una posibilidad de victoria ahora bien merece correr unos cuantos riesgos. Desde nuestra perspectiva, nos libera de la necesidad de lidiar con una base enemiga en nuestro camino hacia Mantícora; desde su punto de vista, evita la creciente posibilidad de que su sistema estelar se vea atrapado en el fuego cruzado más adelante.
—Hay mucha verdad en sus palabras, capitán —afirmó Simonds—, y lo tendré todo en cuenta la próxima vez que hable con el Consejo. Por otro lado, algunos de los Ancianos pueden pensar que su victoria sobre Mantícora es menos probable de lo que ustedes creen.
—No existe nada seguro en la guerra, señor, pero somos mucho más fuertes que ellos y nuestra flota es mayor. Y, como usted mismo ha señalado, Mantícora está tan débil y corrompida como para permitir que una mujer tenga las riendas del poder.
Simonds se sacudió, se ruborizó y Yu ocultó una sonrisa. Era indudable que el Espada reconocería la manipulación implícita en la última frase, pero apelaba con demasiada energía a la intolerancia del hombre como para que pudiera librarse de ella con un sencillo encogimiento de hombros como haría otra persona de una cultura más civilizada.
Simonds se tragó un comentario grosero y miró prolongada y duramente al capitán, intuyendo la sonrisa que se ocultaba tras sus ojos corteses. Sabía que Yu no compartía su opinión sobre la degeneración de Mantícora, porque también él procedía de una sociedad corrupta. De hecho, la República Popular de Haven era aún peor que la mayoría de las foráneas y, sin embargo, los Fieles estaban deseosos de utilizar la herramienta que se les había presentado para llevar a cabo el plan de Dios. Y cuando uno se servía de un instrumento, no necesitaba hablarle a este acerca de sus otras posibles herramientas; especialmente cuando el objetivo era usar una de ellas para sustituir a la otra en un momento oportuno. Y la ambición cínica de Haven era demasiado descarada y voraz como para que se pudiera confiar en ellos. Esa era la razón de que dijera lo que dijera Yu, por muy profesional y razonable que pareciera, debía ser examinado atentamente antes de aceptarse.
—Consideraré su punto de vista, capitán —respondió el Espada, después de un momento y, como he dicho, los Ancianos y yo lo tendremos en cuenta. No Obstante, creo que la decisión de esperar hasta que Mantícora se retire se mantendrá. En cualquier caso, creo que Dios nos guiará para toma la decisión acertada.
—Como usted diga, señor —respondió Yu—. Mis superiores puede que no compartan su religión, Espada Simonds, pero respetamos sus creencias.
—Somos conscientes de eso, capitán —le respondió Simonds, aunque ni por un solo instante creyó que los superiores de Yu respetaran realmente la Fe. Pero eso era aceptable. Masada estaba acostumbrada a lidiar con escépticos, y si Yu era sincero, si era cierto que Haven apoyaba la tolerancia religiosa de la que tanto le gustaba hablar, entonces era indudable que su sociedad era incluso más degenerada de lo que Simonds había supuesto al principio.
No podrían comprometerse con alguien que renegaba de sus creencias, porque una responsabilidad y una coexistencia semejantes solo abrían la puerta a un cisma. Una población con una fe dividida acabaría por convertirse en la suma de sus debilidades, no de sus fortalezas, y el que no lo supiera estaría condenado.