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Las níveas mantelerías de lino resplandecían, y la plata y la porcelana brillaban. El sonido de las conversaciones se había convertido en un zumbido, al tiempo que los camareros recogían los platos de postre. MacGuiness se movía silenciosamente alrededor de la mesa sirviendo el vino mientras Honor contemplaba cómo las luces refulgían en las profundidades rubí del núcleo de su copa.
El intrépido era joven, uno de los cruceros pesados de la Real Armada Manticoriana más nuevos y poderosos. El tipo Caballero Estelar servía a menudo como escuadrón o nave insignia de la flota, y DepNaves lo había tenido en mente cuando diseñaron las instalaciones. El camarote principal del almirante Courvosier era muchísimo más espléndido que el de Honor, y el comedor del capitán era, según los baremos de la Armada, enorme. Aunque no bastaba para acomodar a todos los oficiales de Honor (un crucero pesado era una nave de guerra y en ninguna de ellas se consentía que existieran espacios inutilizados), sí era más que suficiente para albergar a todos sus oficiales al mando y a la delegación de Courvosier.
MacGuiness terminó de servir el vino y Honor miró alrededor, a lo largo de la mesa. El almirante, que fiel a su nuevo cargo se había despojado de su uniforme militar y vestía ropas de civil, estaba sentado a su derecha. Andreas Venizelos estaba frente a él, sentado a su izquierda; desde allí, los invitados se sentaban a ambos lados de la mesa, en categoría, e importancia descendiente, desde los militares a los civiles y, por último, a los pies de la misma, estaba la alférez Carolyn Wolcott. Este era el primer crucero de Wolcott después de su graduación y parecía casi una colegiala vestida con el uniforme de su madre. Esta noche era, además, la primera en que se unía a su capitana para cenar, y su ansiedad se había adivinado en los modales excesivamente controlados. Pero la RAM opinaba que el mejor lugar en el que un oficial podía aprender cuáles eran sus compromisos, no solo los profesionales sino también los sociales, era en el espacio. Honor captó la atención de la alférez y tocó el borde de su copa.
Wolcott se sonrojó, recordó cuál era su responsabilidad como oficial más joven, y se levantó. El resto de los invitados calló y ella se enderezó cuando todos los ojos se volvieron para mirarla.
—Señoras y caballeros. —Levantó el vino; su voz era más profunda melodiosa y segura de lo que Honor esperaba—. ¡Por la reina!
—¡Por la reina! —Le llegó la respuesta de los demás al unísono. Todos levantaron sus copas y Wolcott se deslizó de nuevo en su silla, evidentemente aliviada una vez hubo completado aquella formalidad. Miró hacia arriba, a su capitana, y su rostro se relajó cuando vio su expresión de aprobación.
—¿Sabes? —susurró Courvosier en el oído de Honor—. Todavía recuerdo cuando tuve que hacer eso por primera vez. Es curioso lo aterrador que puede llegar a ser, ¿no crees?
—Todo es relativo, señor —le respondió ella con una sonrisa—. Y supongo que no nos hace mal. ¿No fue usted quien me dijo que un oficial de la reina debía ser tan diestro en el arte de la diplomacia como en el de la táctica?
—La verdad es, capitana, que ese es un comentario muy cierto —intervino otra voz, y Honor tuvo que controlarse para no hacer una mueca de disgusto—. De hecho, desearía que más oficiales de la Armada se dieran cuenta de que la diplomacia es incluso más importante que la táctica y la estrategia —continuó el honorable Reginald Houseman con su profunda y educada voz de barítono.
—No creo poder estar completamente de acuerdo con eso, señor —respondió Honor con calma. Tenía la esperanza de que su enfado por su intrusión en una conversación privada no se le notara—. Por lo menos, no desde el punto de vista de la Armada. Es importante, desde luego, pero nuestro trabajo empieza cuando la diplomacia ha fracasado.
—¿De veras? —Houseman sonrió con aquella sonrisa prepotente que Honor tanto odiaba—. Entiendo que los militares a menudo carecen del tiempo suficiente para el estudio de la Historia, pero un antiguo soldado de la Vieja Tierra dio en el blanco al decir que la guerra era sencillamente la continuación de la diplomacia por otros medios.
—Está usted parafraseándolo y sacándolo de su verdadero contexto, pero supongo que, a grandes rasgos, era eso lo que pretendía expresar el comentario del general Clausewitz. —Los ojos de Houseman se entrecerraron al oír a Honor pronunciar su nombre y rango. Algunas conversaciones cesaron y otros ojos se volvieron hacia ellos—. Desde luego, Clausewitz salió de la era napoleónica de la Vieja Tierra, en una época en la que estaban por escribirse aún los pasos finales del imperialismo occidental, y De la guerra no trata exactamente acerca de la política o la diplomacia, excepto en que ambas y la guerra son instrumentos de la política de un estado. De hecho, Sun Tzu hizo el mismo comentario más de dos mil años-T antes. —Un leve rubor tiñó el rostro de Houseman y Honor sonrió encantada—. En cualquier caso, ninguno de los dos monopolizó el concepto, ¿no está de acuerdo? Yanakov dijo algo muy parecido en sus Principios de la guerra justo después de que la vela de Warshawski hiciera posible la guerra interestelar, y Gustav Anderman demostró cómo los métodos diplomáticos y militares pueden emplearse para reforzarse mutuamente cuando conquistó Nuevo Berlín y lo incluyó en el Imperio Anderman en el siglo XVI. ¿Ha leído Sternenkrieg, señor Houseman? Es una interesantísima destilación de algunos de los teóricos más modernos, con una pizca de cosecha propia, probablemente de su experiencia personal como mercenario. Creo que la traducción del almirante White Haven es probablemente la mejor.
—Eh, no, me temo que no —se disculpó Houseman y Courvosier se tapó los labios tras la servilleta para ocultar Una sonrisa—. Desde mi punto de vista, sin embargo —continuó el diplomático con obstinación—, es la diplomacia bien dirigida la que convierte a la estrategia militar en algo irrelevante y excluye la necesidad de entrar en guerra —bufó levemente y movió con suavidad el vino de su copa. En sus labios volvió a asomar aquella sonrisa de prepotencia—. Es razonable que las personas que negocian de buena fe puedan llegar a compromisos igualmente juiciosos, capitana. Pongamos como ejemplo la situación actual.
»Ni la Estrella de Yeltsin, ni tampoco el sistema Endicott, poseen verdaderos recursos que puedan atraer el comercio interestelar, pero ambos cuentan con un mundo habitado y han reunido, entre los dos, una población de casi nueve mil millones de personas. Además; se encuentran a solo dos días de distancia de viaje en un hipercarguero. Eso les brinda la posibilidad de engendrar algún tipo de prosperidad y, sin embargo, ambas economías están al borde del abismo, ¡lo que, sin duda, convierte en un absurdo que se hayan pasado tanto tiempo tirándose al cuello del otro por una ridícula diferencia religiosa! Deberían estar comerciando el uno con el otro, construyendo un futuro económico seguro, apoyándose mutuamente y no malgastando sus recursos en una carrera armamentística. —Negó con un gesto pesaroso—. Cuando descubran las ventajas de un intercambio comercial pacífico, cuando se den cuenta de que su prosperidad depende del otro, la situación se calmará sin necesidad de entablar más batallas.
Honor pudo evitar mirarlo con asombro, pero sino conociera tan bien al almirante hubiera creído que alguien se había equivocado al escoger a Houseman para aquella misión. Desde luego sería formidable que pudiera llegar a firmarse una paz entre Masada y Grayson, pero cuando hubo terminado de leer el informe que acompañaba a sus órdenes, supo con seguridad que todo cuanto le había dicho el almirante acerca de aquella prolongada hostilidad era cierto. Y, a pesar de lo maravilloso que sería poder dejar a un lado esa enemistad, el propósito fundamental de Mantícora era asegurarse de conseguir un aliado contra Haven y no involucrarse en el objetivo de establecer una paz que con toda seguridad estaba condenada al fracaso.
—Estoy segura de que ese sería un desenlace perfecto, Señor Houseman —le comentó, después de un momento—, pero no creo que sea muy realista.
—¿De verdad? —se erizó el diplomático.
—Han sido enemigos durante más de seiscientos años-T —le recordó tan suavemente como le fue posible—, y los odios religiosos son los más virulentos para el ser humano.
—Esa es la razón de que necesiten un nuevo punto de vista; un tercero que sea neutral en esa ecuación básica y que los pueda reunir.
—Perdóneme señor, pero tenía la impresión de que nuestro objetivo principal era asegurarnos de conseguir un aliado y una base para la Flota, además de impedir que Haven penetrara en la región.
—Así es, capitana —contestó Houseman, casi impaciente—. Pero la mejor forma de conseguirlo es arreglando las diferencias que existen entre ellos. La inestabilidad y posible interferencia de Haven permanecerán hasta que su hostilidad cese, y no importa lo que nosotros consigamos. No obstante, cuando logremos reunirlos tendremos dos amigos en la región y no existirá la posibilidad de que ninguno de ellos sienta la tentación de invitar a Haven para erigirse con la primacía militar. El objetivo de la diplomacia es compartir un interés y no tener un enemigo común. De hecho —Houseman dio un sorbo a su vino—, nuestra presencia en esta zona deriva de la incapacidad que tenemos para encontrar un interés común con la República Popular y es, desde mi punto de vista, un fracaso. Siempre existe una manera de evitar la confrontación cuando uno la busca sin descanso y recuerda que, a la larga, la violencia no soluciona nada. Esa es la razón de que contemos con la ayuda de los diplomáticos, capitana Harrington y de por qué recurrir a la fuerza bruta indica que la diplomacia ha fallado. Nada más y nada menos.
El mayor Tomas Ramírez, capitán del destacamento de marines del Intrépido, miró incrédulo a Houseman desde el otro extremo de la mesa. El fornido y casi achaparrado marine contaba con solo doce años cuando Haven conquistó su planeta nativo situado en la Estrella de Trevor. Su madre, sus hermanas y él habían podido escapar a Mantícora en el último convoy de refugiados que transitó por la Confluencia de Agujero de Gusano de Mantícora; su padre se quedó allí, en una de las naves de guerra que permanecieron para cubrir la retirada. Su mandíbula se tensó visiblemente cuando Houseman sonrió a Honor, pero el capitán de corbeta Higgins, el jefe de ingenieros del Intrépido, le dio una palmadita en el antebrazo y negó con la cabeza muy discretamente. La escena, sin embargo, no pasó desapercibida a Honor, que después de beber de su vino dejó la copa en la mesa y continuó hablando.
—Entiendo —dijo y no pudo evitar preguntarse por qué el almirante había nombrado a aquel imbécil como su segundo al mando.
Se decía de Houseman que era un economista brillante y, teniendo en cuenta lo maltrecha que debía de estar la economía de Grayson, enviarlo tenía cierto sentido. Pero además era un intelectual pedante, al que se había desplazado de su posición en el Colegio Universitario de Economía de Manheim para que sirviera al gobierno. No era casualidad que los que enseñaban y aprendían allí se conocieran con el sobrenombre de «socialistas universales», y la conocida familia de Houseman apoyaba al partido liberal. Ninguno de esos datos lo hacía especialmente deseable para la capitana Honor Harrington, y su punto de vista simplista de cómo debían abordar la situación hostil que existía entre Grayson y Masada no hacía sino empeorar el concepto que tenía de él.
—Me temo que no puedo estar de acuerdo con usted, señor —le dijo por fin, apoyando la copa en la mesa con un movimiento preciso y manteniendo en su voz un tono tranquilo y suave—. Para empezar, su argumento asume que todos los negociadores son juiciosos y, en segundo lugar, que todos ellos coinciden a la hora de determinar qué es un «compromiso razonable», pero si la historia demuestra una cosa clara es que no lo son, y que tampoco pueden. Si usted es capaz de advertir las ventajas que derivarían de un intercambio comercial pacífico entre esas gentes, entonces tenga por seguro que serán evidentes para ellos; sin embargo, los informes indican que ninguno ha sugerido siquiera la posibilidad. Eso demuestra que existe un grado de hostilidad tal que convierte en insignificante el interés económico y que, por tanto, lo que nosotros podríamos considerar como lógico resulta inaceptable para ellos. E incluso, aunque no fuera así, a veces se cometen errores, Señor Houseman, y ese es precisamente el momento en el que deben actuar las personas vestidas con uniforme.
—Los errores, como dice usted —intervino Houseman con frialdad—, a menudo acontecen porque «las personas vestidas con uniforme» actúan con prisa o siguiendo un consejo equívoco.
—Desde luego —afirmó Honor y él parpadeó sorprendido—. De hecho, el último error casi siempre lo comete alguien vestido con un uniforme; bien porque les diera a sus superiores un consejo errado, de forma que acabaran siendo ellos los agresores, o porque apretara el gatillo demasiado rápido ante un movimiento inesperado del enemigo. A veces incluso cometemos el error de proyectar amenazas y respuestas con demasiado detalle y nos involucramos en unos planes de guerra de los que luego no podemos escapar, igual que les ocurrió a los discípulos de Clausewitz. Sin embargo, Señor Houseman —sus miradas se encontraron a lo ancho del mantel blanco como la nieve—, las situaciones que convierten los errores militares en algo crítico, incluso posible, surgen a partir de las maniobras políticas y diplomáticas que los preceden.
—¿Usted cree? —La miró Houseman con rencoroso respeto y evidente disgusto—. Entonces, según lo qué ha dicho, ¿los civiles son los culpables de que haya guerras y no los defensores del reino, siempre puros de corazón?
—Yo no diría tanto —respondió Honor y una breve sonrisa iluminó su rostro—. ¡He conocido a unos cuantos «defensores» y debo decir que muy pocos eran puros de corazón! —Su sonrisa se desvaneció—. Por otra parte, me veo en la obligación de señalar que en cualquier sociedad en la que los militares están controlados por autoridades civiles debidamente institucionalizadas, como por ejemplo la nuestra, la responsabilidad definitiva reside en los civiles que ponen en práctica la política entre guerras. No quisiera dar a entender que esos civiles son estúpidos o incompetentes —después de todo, es importante mantener los buenos modales pensó—, o que los militares les dan un consejo indefectible, pero los objetivos nacionales que son mutuamente contradictorios pueden convertirse en dilemas irresolubles, sin importar cuánta buena fe exista en ambos lados. Y cuando uno de ellos no negocia con buena fe… —Se encogió de hombros—. Fue también Clausewitz el que dijo que la política era el útero en el que se engendraba la guerra, Señor Houseman. Mi punto de vista es algo más simple. La guerra podría ser la consecuencia del fracaso de la diplomacia, pero incluso los mejores diplomáticos trabajan a crédito. Antes o después, se va a encontrar con alguien que sea menos razonable que usted, y si no dispone de una fuerza militar que apoye sus pagarés, acabará perdiendo.
—Bueno —Houseman se encogió de hombros—, el objeto de esta misión es que eso no suceda, ¿no es así? —Sonrió sin alegría—. Aunque supongo que hará todo lo posible por evitar una guerra, ¿verdad?
Honor quiso responderle con dureza, luego negó con un gesto y sonrió. Realmente no debería permitir que Houseman la sacara de sus casillas, se recordó. No era culpa suya haberse criado en una sociedad bonita, segura y civilizada que lo había protegido de la difícil realidad de unos imperativos más antiguos y sombríos. Y, a pesar de lo imbécil y torpe que pudiera creerlo fuera de su indudable área de conocimiento, tampoco estaba al cargo de la misión. Era responsabilidad del almirante Courvosier y ella no tenía pegas acerca de su juicio.
Venizelos intervino tras un momento de silencio y aprovechó el instante para invitar, de forma muy discreta, a Houseman a entablar una conversación acerca de la nueva política de impuestos que había adquirido el gobierno. Ella giró la cabeza para hablar con el capitán de corbeta DuMorne.
* * *
El sonido del movimiento de los papeles inundó la sala de reuniones cuando el almirante Courvosier siguió a Honor hacia el interior del compartimiento y sus oficiales se pusieron en pie. Ambos caminaron a sus sillas, situadas en la cabecera de la mesa, se sentaron después, imitados un momento más tarde por los demás, y Honor permitió que su mirada recorriera los rostros de las personas reunidas.
Andreas Venizelos y Stephen DuMorne, su ejecutivo y segundo teniente, representaban al Intrépido. La segunda al mando, la comandante Alice Truman, del crucero ligero Apolo, estaba sentada junto a la capitana de corbeta Lady Ellen Prevost, la primera oficial del Apolo, ambas con un cabello tan rubio como oscuro era el de Honor, y el comandante Jason Álvarez del destructor Madrigal que se sentaba frente a ellas. Álvarez estaba acompañado por su oficial ejecutiva, la capitana de corbeta Mercedes Brigham. Después del almirante Courvosier, Brigham era la mayor en el compartimiento, y tan oscura, curtida y aparentemente competente como Honor la recordaba. El oficial al mando más joven de la fuerza de escolta se sentaba frente a ella, y al otro extremo de la mesa: el comandante Alistair McKeon, del destructor Trovador, y su segundo al mando, el teniente Masón Haskins.
No estaban presentes ninguno de los subordinados civiles del almirante.
—Muy bien, gente —empezó ella—. Os agradezco a todos que hayáis venido. Trataré de no extenderme más tiempo del necesario, pero, como todos sabéis, estaremos mañana de nuevo en el espacio normal y de camino a la Estrella de Yeltsin, y quería aprovechar la oportunidad para reunirme con todos vosotros y con el almirante antes de que llegara ese momento.
Todos asintieron a pesar de que uno o dos de los oficiales de Honor se sintieran algo cohibidos al principio por su tendencia a mantener reuniones cara a cara. La mayoría de los oficiales al mando prefería la comodidad de las conferencias electrónicas, pero Honor confiaba más en el contacto personal. Desde su punto de vista, incluso las mejores videoconferencias distanciaban a los participantes. Las personas que estuvieran sentadas en torno a la misma mesa eran más proclives a sentirse parte de una unidad, a estar al tanto las unas de las otras y a discurrir acerca de las ideas y respuestas que hacían de un grupo de mando algo más que la suma de sus partes.
O, pensó sencillamente, eso era al menos lo que ella creía.
—Puesto que su misión es la más importante, almirante —continuó, girándose para mirar a Courvosier—, ¿quizá quisiera usted empezar?
—Gracias, capitana —Courvosier miró alrededor de la mesa y sonrió—. Estoy seguro de que a estas alturas deben de estar todos familiarizados con el informe de mi misión, pero me gustaría repasar los detalles fundamentales una vez más. Para empezar, claro, lo primordial es asegurarnos una buena relación con Grayson. El gobierno tiene la esperanza de que regresemos a casa habiendo pactado una alianza formal, pero se conformarán con cualquier cosa que incluya al sistema de Yeltsin dentro de nuestra esfera de influencia y lo aleje así del influjo de Haven. En segundo lugar, deben recordar que todo cuanto le digamos al gobierno de Grayson se filtrará a través de la percepción que tienen acerca de la amenaza que supone para ellos Masada. Su armada y población son menores que las de su antagonista e, independientemente de lo que algunos miembros de mi delegación puedan pensar —unas risillas recorrieron la mesa—, ellos no tienen ninguna duda de que la retórica de los masadianos, en cuanto a regresar a su planeta como conquistadores es muy seria. No ha pasado tanto tiempo desde su última guerra y la situación actual es muy tensa. En tercer lugar, y de acuerdo con el equilibrio de poder militar que existe en la región, deben tener en mente que su pequeño escuadrón equivale al setenta por ciento de toda la Armada de Grayson. Y, teniendo en cuenta lo obsoleto de su tecnología, el Intrépido solo podría aniquilar todo cuanto tienen en una batalla. Van a tener que aceptarlo, les guste o no, pero es fundamental que no crean que les restregamos en las narices su «inferioridad». Deben hacerles entender lo ventajoso que les resultaría tenernos como aliados, pero no se permitan el lujo, y tampoco sus subordinados, de ser condescendientes con ellos.
Los miró a todos con sus ojos azules; cada centímetro de su cuerpo, a pesar de su condición de civil y su rostro de querubín, emanó aquella seriedad mortal hasta que vio asentir a todos los que estaban sentados en torno a la mesa.
—Muy bien. Y recuerden esto, esta gente no pertenece a la misma matriz social que nosotros. La suya no es ni remotamente parecida. Sé que todos han estudiado el informe, pero tendrán que asegurarse de que sus tripulaciones están tan al tanto de esas diferencias como lo están ustedes. De hecho, nuestro personal femenino tendrá que extremar las precauciones en sus contactos con los graysonitas. —La comandante Truman hizo una mueca y Courvosier asintió—. Lo sé, y si a nosotros nos parece absurdo, imagine cuánto más se lo parecerá a sus oficiales y marineras. Pero sea o no irracional, así están las cosas allí y nosotros somos los visitantes. Debemos comportarnos como invitados, y aunque no quiero que nadie sea menos que tremendamente profesional, con independencia de su sexo, el solo hecho de que tengamos a mujeres vistiendo el uniforme, y que además sean oficialas, es algo que les costará aceptar.
Los reunidos volvieron a asentir y él se arrebujó en su silla.
—Es todo lo que quería decir, capitana —informó a Honor—, por lo menos hasta que me reúna con sus representantes y tenga una mejor idea de la situación.
—Muchas gracias, señor. —Honor se inclinó hacia delante y cruzó las manos sobre la mesa—. Aparte de subrayar todo cuanto nos ha dicho el almirante Courvosier, solo me resta decir una cosa sobre Grayson. Tendremos que tener mucho cuidado, nuestra responsabilidad es asegurarnos de que el almirante tenga éxito en su cometido y no interferir a menos que sea necesario. Si alguno tiene problemas con los representantes del gobierno de Grayson o con cualquier ciudadano, quiero saberlo inmediatamente y no por boca de los locales. No debemos dejarnos llevar por los prejuicios, sin importar cuánta razón parezcamos tener en nuestras opiniones, y espero no enterarme de ninguno. ¿Está claro?
Le respondió un callado murmullo de asentimiento y ella afirmó con la cabeza.
—Muy bien. —Frotó con suavidad el dedo índice izquierdo a lo largo del dorso de su mano derecha y asintió—. Perfecto, veamos entonces nuestro programa. Tenemos dos naves de mercancías tipo Mandrágora que deberán quedarse en la Estrella de Yeltsin, pero no deberemos desembarcar el cargamento hasta que la gente del almirante Courvosier haya empezado a negociar con los graysonitas. Eso significa que será responsabilidad nuestra entregar el cargamento a tiempo, y también que tendremos que dejar parte de la escolta para que cuiden de los mercantes. Por ende, se espera que seamos una fuerza, un recordatorio para el gobierno de Grayson de cuán valiosa puede resultar nuestra Armada para su seguridad contra Masada o, lo que es lo mismo, contra los repos. Por otro lado, tenemos otras cinco naves que partirán hacia Casca. Y, teniendo en cuenta los informes acerca de la creciente actividad de «piratería» en la zona, tendremos que protegerlas con una escolta razonable. De tal forma que mi idea es mantener aquí al Intrépido, como unidad principal, y enviarte a ti, con el Apolo y el Trovador, a Casca, Alice.
La comandante Truman asintió.
»Contando con la ayuda de Alistair como explorador, creo que podrías solucionar cualquier problema con el que te pudieras encontrar, y eso me dejará a Jason y el Madrigal para apoyar al Intrépido. Creo que tardarás más o menos una semana-T en llegar allí, pero te quiero de vuelta tan pronto como sea posible. No tendrás a ninguna nave de mercancías que ralentice tu regreso, de modo que te esperaré dentro de once días. Entretanto, Jason —se giró para mirar a Álvarez—, tú y yo trabajaremos aceptando que los graysonitas saben de lo que hablan cuando se refieren a Masada. No sería muy hábil por su parte intentar algo en nuestra contra, pero a diferencia de ciertos miembros de la delegación del almirante, no vamos a pensar, de buenas a primeras, que son sensatos. —Nuevas risillas se propagaron por la mesa—. Quiero que nuestros impulsores estén activos en todo momento y, por si tuviéramos que abandonar el lugar a toda prisa, no quiero que haya más de un diez por ciento de nuestra gente en tierra.
—Entendido, señora.
—Muy bien, entonces. ¿Tiene alguien algo más que añadir?
—Yo sí, patrona —intervino McKeon y Honor giró la cabeza, sonriente—. No puedo evitar preguntarme, señora, si alguien ha informado a los graysonitas de que, en fin, nuestra oficial al mando es una mujer.
—No lo sé —respondió Honor, y el admitirlo supuso para ella una sorpresa porque ni siquiera se había parado a pensarlo. Miró a Courvosier—. ¿Almirante?
—No, no lo hemos hecho —contestó él, frunciendo el ceño—. El embajador Langtry ha estado en Grayson durante más de tres años locales y nos dijo que tratar de explicarles que contamos con personal militar femenino era contraproducente. Son una panda de orgullosos y quisquillosos, y no es para menos porque yo sospecho que, estando tan asustados de Masada, conocen perfectamente la diferencia de poder que existe entre el reino y ellos, y se resienten por su debilidad. No quieren suplicarnos nuestra ayuda y se niegan a admitir que, para otros, eso es lo que podría parecer que están haciendo. En cualquier caso, Sir Anthony pensó que podrían entenderlo como un tipo de ofensa, como si les estuviéramos señalando a propósito lo poco civilizados que los consideramos. Por otro lado, les proporcionamos una lista de nuestras naves y de los oficiales al mando y, dado que sus colonizadores procedían sobre todo del hemisferio occidental de la Tierra, de la misma manera que los antiguos pobladores de nuestros asentamientos, tienen que ser capaces de reconocer los nombres femeninos cuando los ven.
—Entiendo.
McKeon frunció el entrecejo y Honor lo observó detenidamente. Conocía a Alistair lo bastante como para saber que había algo en aquella situación que lo inquietaba, pero él escogió no decir nada más y ella se limitó a mirar alrededor de la mesa.
—¿Algo más? —Preguntó y los reunidos negaron con un gesto—. Muy bien, entonces, señoras y caballeros, demos por zanjada la reunión.
Courvosier y ella se pusieron en pie y encabezaron la comitiva hasta la dársena de botes, donde despidieron a los visitantes en sus pinazas y los vieron partir hacia sus propias naves.