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Honor soltó las anillas y bajó dando una voltereta acompañada de un salto mortal. Estaba muy lejos de ser una gimnasta profesional, pero aterrizó casi de forma perfecta y se inclinó con una elegancia extravagante hacia su audiencia, que la observaba con mirada tolerante desde su confortable posición en las barras paralelas. Inhaló profundamente y se pasó las manos por su cabello de dos centímetros de longitud para secarse el goteante sudor, luego se restregó una toalla por la cara antes de colgársela del cuello y mirar al ramafelino con severidad.

—Un poco de ejercicio no te haría daño, ¿sabes? —dijo, jadeante.

Nimitz respondió con una sacudida coqueta de su mullida cola prensil y luego suspiró aliviado cuando ella se acercó a los controles gravitatorios dispuestos en la pared. Reguló la gravedad del gimnasio a una ge, que era lo habitual a bordo de todas las naves de la RAM, y el felino se deslizó por las barras hacia abajo. Nunca había podido entender por qué insistía ella en nivelar la gravedad del gimnasio a las 1,35 ges del planeta en el que había nacido. No es que Nimitz fuera perezoso pero, desde su sencillo punto de vista, el esfuerzo era algo que había que soportar y no perseguir. Estaba convencido de que la baja gravedad estándar de la nave era el mejor invento desde el descubrimiento del apio y si ella tenía que hacer ejercicio, podría al menos hacer algo que a él le gustara.

Corrió hacia el vestuario y Honor oyó cómo sonaba la puerta de su casillero. Entonces reapareció emitiendo un feliz «¡blik!» y ella levantó la mano justo a tiempo de coger un disco de plástico que volaba a gran velocidad por el aire, justo delante de su cara.

—¡Pero serás pelota! —ella rió y él gorjeó encantado, bailando de un lado al otro sobre las patas de en medio y las traseras, al tiempo que extendía sus manos hacia delante.

Ella volvió a reírse y lanzó el antiguo frisbee hacia él. Había poco espacio para practicar las complicadas tiradas que se podían realizar en un planeta, pero Nimitz ronroneaba de placer. Se había convertido en un apasionado del frisbee en el mismo momento en el que vio al padre de Honor, mucho más joven entonces, jugar al mismo juego con su golden retriever. Y, a diferencia del perro, él sí tenía manos. Honor cogió al vuelo el disco que siseaba de regreso y sonrió, luego hizo un amago de lanzarlo hacia lo alto, en una tirada con bucle, pero finalmente lo lanzó a la altura de las rodillas… lo que en realidad era hacia la barbilla del ramafelino. Él lo agarró con destreza y dio vueltas en círculo, sirviéndose de sus verdaderas patas y de sus manos para recordar por un momento la forma en la que tiraban los discos los lanzadores olímpicos, luego lo lanzó.

Sus manos le ardieron a causa de la fuerza con la que recibió el tiro, y negó con un gesto al lanzarlo de nuevo hacia el otro lado. Después de todos estos años, todavía no había conseguido engañarlo. Nadie sabía exactamente cómo funcionaban los sentidos empáticos de los ramafelinos, pero el pequeño diablo siempre sabía cuándo intentaba jugársela.

Lo que era más de lo que podía decir sobre él. Su siguiente lanzamiento le llegó describiendo giros como un bumerán. Falló al recogerlo y tuvo solo el tiempo suficiente de agacharse antes de que el disco pasara silbando sobre su cabeza, rebotara contra una pared y Nimitz se apresurara a cogerlo. Saltó hacia arriba y aterrizó justo encima del disco, exclamando un victorioso «¡blik!» al mismo tiempo que se ponía a improvisar un baile.

Honor se enderezó, negó con la cabeza y empezó a reír.

—Muy bien, has ganado —le dijo, poniendo los brazos en jarras y apoyando las manos contra las caderas—. Supongo que querrás cobrarte la prenda habitual… —Nimitz asintió complacido y ella suspiró—. Muy bien, dos tallos de apio con la comida de mañana. ¡Pero solo dos!

El ramafelino se detuvo a meditarlo durante un instante, luego movió la cola afirmativamente y se levantó sobre sus auténticos pies hasta alcanzar sus sesenta centímetros de estatura. Abrazó las rodillas de la mujer con sus patas intermedias y le dio unas palmaditas en el muslo con las manos. Nimitz no podía hablar, a pesar de tener una inteligencia que, por desgracia, los humanos tendían a infravalorar, pero sabía lo que quería. Él volvió a darle palmaditas pero esta vez más fuerte y ella bajó la mirada y le sonrió, apartó la parte de arriba de la malla sudada de sus pechos con una mano y con la otra se abanicó las mejillas.

—¡Oh no, ni hablar, gatito maloliente! No voy a confiar en tus garras cuando visto una prenda tan fina.

Él sorbió por la nariz, consiguiendo parecer al mismo tiempo desdeñoso, digno de confianza y de lástima, y abandonado. Emitió un fuerte y cariñoso ronroneo cuando ella se ablandó y lo cogió en brazos. Iba a colocarlo en su posición normal sobre su hombro, pero él se dio la vuelta, se apoyó de espaldas en sus brazos, dejando que sus dos patas traseras pendieran en el aire, mientras agarraba con sus supuestas manos el disco. Quedó encantado cuando ella empezó a mecerlo.

—Oh, por favor, eres un animalito muy mimado —le dijo, hundiendo la nariz en la suave piel de su tripa color crema. Él lanzó otro «¡blik!» alegre, al tiempo que ella se dirigía a las duchas. Honor tenía el gimnasio para ella sola porque ya era muy tarde a bordo del Intrépido y la mayoría de los tripulantes del crucero estaban en sus camas. Allí era donde debería estar ella, pero pasaba demasiado tiempo sentada detrás de una mesa y el día parecía no tener horas suficientes para hacer ejercicio. Además, hacerlo a aquella hora le permitía modificar la gravedad sin molestara nadie: Aunque su actual falta de aliento y el débil temblor en sus músculos debido al esfuerzo le indicaba que no había pasado las suficientes noches en el gimnasio.

Entró en el vestuario, dejó a Nimitz a un lado y se apuntó mentalmente que debía hacer más ejercicio, mientras se quitaba la malla. El ramafelino guardó con cuidado el disco de nuevo en el casillero y la miró con reproche cuando ella dejó caer con desorden sus prendas: empapadas en sudor antes de entrar en la ducha.

El agua caliente se deslizó tranquilamente por todo su cuerpo y giró el rostro hacia la alcachofa a la vez que buscaba la jabonera automática. Sí, desde luego necesitaba buscar más tiempo para hacer su gimnasia. Y, mientras pensaba en ello, se dio cuenta de que ya era hora de encontrar a otra persona con la que entrenar sus habilidades pugilísticas. El teniente Wisner había sido un buen compañero, pero lo habían transferido a otra nave como parte de la rutina de rotación de personal durante las reparaciones que había experimentado el Intrépido, y Honor se percató de que había estado posponiendo encontrar un reemplazo con la excusa de que no tenía tiempo para ello.

Frunció el ceño hacia el chorro que caía de la alcachofa y se enjabonó el cabello corto y rizado: La sargento mayor Babcock, la jefa del destacamento de marines, podría ser una buena opción. Quizá demasiado buena. Había pasado mucho tiempo desde que Honor formara parte del equipo de combate sin armas de la Academia y, a juzgar por su apariencia, Iris Babcock posiblemente podría dejarla hecha un higo sin siquiera sudar. Lo que, además de ser una perspectiva vergonzosa, con toda seguridad la animaría —pensó mientras se terminaba de aclarar y cerraba el grifo— a ponerse en forma rápidamente.

Volvió empapada al vestuario y buscó una toalla limpia. Nimitz se hizo un ovillo sobre el banco y esperó paciente a que ella se secara y se pusiera el uniforme y la gorra blanca, que distinguía a los comandantes de las naves espaciales, sobre su todavía mojado cabello. Ya estaba preparado para saltar a su hombro en cuanto ella se hubo puesto la guerrera con aquella hombrera especialmente mullida.

Ella lo levantó y colocó en su lugar habitual y se dirigió a su camarote. La verdad es que debería echarse a dormir, pero aún le quedaba un poco de papeleo del que encargarse, de modo que se encaminó a su camarote de día.

Dio una palmada para que se encendieran las luces y cruzó el espacio que la separaba de su mesa, sin dejar que la mampara que iba desde el techo hasta la altura de su rodilla la distrajera. Se permitió un momento para comprobar el módulo de soporte vital afianzado a la mampara junto a la mesa. Era el último modelo, con toda clase de silbatos y campanas, una resistencia mayor y otras características de seguridad adicionales, además de nuevo. Comprobaba a diario todos los datos, pero hasta que estuviera totalmente familiarizada con todas las características pretendía verificarlas también cada vez que pasara junto a él.

Nimitz, todavía recostado sobre su hombro, emitió un sonido suave con el que se mostraba de acuerdo. Sabía para qué y para quién era ese módulo, y su experiencia personal lo convertía en un leal partidario del mismo. Ella sonrió al oírlo y puso derecha, con sumo cuidado, una placa dorada combada por el calor que pendía de la pared antes de sentarse detrás de la mesa.

Acababa de encender su terminal cuando MacGuiness apareció con una taza humeante y ella volvió a preguntarse si tenía algún tipo de circuito de control mental dentro del ordenador. Él aparecía siempre, como por arte de magia, en el mismo instante en el que arrancaba el sistema y, a pesar de lo tardío de la hora, insistía en llevarle aquel cacao rico y dulce que le encantaba beber mientras trabajaba.

—Gracias, Mac —agradeció al coger la taza.

—De nada, señora. —MacGuiness concluyó el ritual con una sonrisa. El asistente de primera clase llevaba junto a ella desde que gobernara la última nave, y se habían acomodado en una rutina tranquila en los últimos veintisiete meses.

Se sentía inclinado a consentirla, pero Honor había descubierto (y de alguna manera se sentía culpable por ello) que no tenía ningún problema con que la mimaran demasiado.

Él regresó a su despensa y ella concentró la atención en el monitor. Se suponía que oficialmente no estaba allí para apoyar la misión del almirante Courvosier. En su lugar, era una oficial al mando a la que habían ordenado escoltar un convoy cuyo objetivo era alcanzar el sistema Casca, a veintidós años luz de la Estrella de Yeltsin. Ni Yeltsin ni Casca estaban rodeados por unos vecinos recomendables, porque la política de los sistemas con una única estrella solían lanzar proposiciones difíciles de aceptar por los posibles aliados. Muchos habían sufrido experiencias amargas y personales en las redadas antipiratería y siempre se habían sentido tentados de mejorar su situación, ejerciendo la piratería contra los comerciantes de sistemas más ricos que los suyos que transitaban por la zona. Las circunstancias habían empeorado últimamente y Honor (y, por ende, la Oficina de Inteligencia Naval) sospechaba que el interés que tenía Haven en la región era la razón. Una sospecha que explicaba por qué el Almirantazgo había organizado un convoy con una escolta de dos cruceros y un par de destructores.

Honor asintió cuando vio aparecer y leyó los informes de situación en su monitor. Como esperaba, tenían buena pinta. Esta era su primera oportunidad para liderar lo que, al fin y al cabo, sería su propio escuadrón, y si todos los capitanes de la Armada eran tan buenos como sus oficiales al cargo, mandar sobre aquel escuadrón sería un juego de niños.

Terminó de leer el último informe y se recostó contra el respaldo, mientras bebía sorbos de su cacao y Nimitz se hacía un ovillo en su refugio encajado en la mampara. No estaba muy satisfecha con uno o dos miembros de la plantilla de expertos del Ministerio de Asuntos Exteriores que acompañaban al almirante Courvosier. En cualquier caso, no tenía queja de su nuevo trabajo salvo por la cantidad de tiempo que esté le ocupaba. Y eso, se dijo a sí misma, era culpa suya. Andreas era perfectamente capaz de encargarse de la nave sin su ayuda, y estaba casi segura de que pasaba demasiado tiempo preocupándose por las actividades diarias del convoy. Delegar era lo que siempre le había supuesto un mayor esfuerzo y, sin embargo, sabía que en esta ocasión era otro factor el que explicaba su comportamiento. Mantener sus manos apartadas y permitir que Andreas gobernara el Intrépido, de tal forma que ella estuviera libre para preocuparse del resto del escuadrón, era precisamente lo que debía estar haciendo, pero lo que no quería hacer. Y no era porque desconfiara en sus capacidades, sino porque tenía miedo de perder aquello que todo capitán de la Armada adoraba, esto es, el ejercicio activo de su autoridad y responsabilidad como patrona, después de Dios, en una de las naves de Su Majestad.

Suspiró cansinamente y terminó de beberse el cacao. MacGuiness sabía muy bien cómo hacerlo, y las suaves y ricas calorías eran otra razón para ejercitarse más aún, pensó con una sonrisa en los labios. Luego se levantó y caminó hasta la mampara para admirar el inquietante y cambiante esplendor del hiperespacio.

Aquella mampara era una de las cosas que Honor más apreciaba de su nave. Sus camarotes a bordo de la última nave, el antiguo crucero ligero que le había legado su nombre y honores de batalla al actual Intrépido, no habían contado con ellas. En cualquier caso, a Honor le gustaba mirar para renovar la sensación de vastedad que le brindaba el universo. Le proporcionaba además un momento para relajarse y una nueva perspectiva; se daba perfecta cuenta de lo insignificante que era cualquier ser humano en comparación con esa enorme creación, de tal forma que sobrevivir en ella era casi un desafío. Emitiendo un suspiro, estiró su larguísimo cuerpo sobre los cojines del sofá.

El Intrépido y las otras naves de su convoy cabalgaban sobre las complejas corrientes de una onda gravitacional que no había conseguido reunir la dignidad necesaria como para que se le concediera un nombre propio, solo un número de catálogo. El camarote de Honor estaba a unos cien metros de los nodos impulsores posteriores del Intrépido, y el disco etéreo de trescientos kilómetros de la vela posterior de Warshawski del crucero parpadeaba y brillaba como un ardiente relámpago helado, dominando el panorama que se avistaba desde la mampara con su tímida gloria, al tiempo que aprovechaba el impulso que le proporcionaba el poder de la onda gravitacional. El factor de agarre estaba ajustado a una fracción diminuta, casi infinitesimal de su total eficacia, y proporcionaba una aceleración minúscula que se compensaba exactamente por la deceleración de la vela delantera que mantenía al Intrépido al cincuenta por ciento de la velocidad de la luz. El crucero podría haber mantenido una velocidad un veinte por ciento más elevada, pero la mayor densidad de las partículas de las hiperbandas habría atravesado rápidamente los débiles escudos antirradiación de las naves mercantes.

Los ojos castaños de Honor estaban ensimismados mientras ella contemplaba la vela, fascinada como lo había estado siempre por su fluida belleza helada. Podría haber plegado las velas de la nave y permitir que esta se moviera a mayor velocidad, pero aquellas velas mecían al Intrépido cuidadosamente entre ellas, convirtiéndolo en el eje de su tierno balancín y otorgando al crucero un momento de descanso. La corriente de la onda gravitacional era de apenas medio mes luz de profundidad y un mes luz de anchura; un sencillo arroyo en comparación con los titanes como las Profundidades Rugientes, aunque su poder bastaba para conseguir que la nave acelerara hasta mil gravedades en menos de dos segundos. Y si los detectores de gravedad del Intrépido hubieran detectado una inesperada turbulencia delante, podrían haber transitado a esa velocidad.

Honor se sacudió y permitió que su mirada vagara más allá. La vela impedía la visión de todo cuanto estuviera en la popa del Intrépido, pero el hiperespacio infinito se extendía por delante y por el través. El mercante más próximo estaba a mil kilómetros de distancia, lo que brindaba a ambas embarcaciones sitio más que de sobra para desplegar sus velas, e incluso una nave comercial de cinco megatoneladas era una mota apenas visible en la distancia. En cualquier caso, la mirada entrenada de Honor pudo advertir el fulgor que manaba de los discos de las velas de Warshawski, como un defecto extraño y permanente en aquel maravilloso caos que era el hiperespacio, y a la popa del mismo estaba el brillo de otro estupendo mercante.

Sus mercantes, se recordó, su responsabilidad; eran además lentos, gruesos, torpes, y el más pequeño de ellos seis veces más grande que las trescientas toneladas del Intrépido, pero sin ninguna defensa y atestados de cargamentos cuyo valor combinado estaba más allá de toda comprensión. Más de ciento cincuenta mil millones de dólares manticorianos se dirigían a la Estrella de Yeltsin. Entre otras cosas había equipo médico, material escolar, maquinaria pesada, herramientas de precisión, ordenadores de circuitos moleculares y otros programas informáticos que actualizaran y modernizaran la obsoleta base industrial de Grayson. Cada penique se había gastado mediante «préstamos» de la Corona que equivalían a regalos. Era una no muy discreta evidencia de cuánto deseaba el gobierno de la reina Elizabeth que triunfara la alianza que el almirante Courvosier buscaba, y era responsabilidad de Honor que todo ello se entregara en perfectas condiciones.

Se recostó más aún en el mullido sofá y disfrutó del relajamiento muscular que sigue a la práctica de ejercicio. Sentía los ojos castaños muy pesados. A ningún patrón de la Armada le gustaba vigilar los convoyes. Las naves mercantes no contaban con las poderosas velas de Warshawski y los compensadores que tenían las de guerra, y sin ellos no se atrevían a aventurarse mucho más allá de las bandas delta del hiperespacio, mientras que las naves de guerra podían ascender a las eta e incluso a las zeta. En aquel momento, por ejemplo, el convoy de Honor transitaba por las bandas medio delta, lo que traducía su auténtica velocidad de 0,5 c por una efectiva de poco más de mil veces la velocidad de la luz. A ese ritmo, el viaje de treinta y un años luz a la Estrella de Yeltsin les llevaría diez días, o mejor dicho, poco más de nueve, según los relojes de a bordo. Por sí solo, el Intrépido podría haberlo hecho en menos de cuatro.

Pero eso estaba bien, pensó Honor soñolienta mientras Nimitz saltaba a su pecho con su tranquilo y constante ronroneo. Se hizo un ovillo y apoyó la barbilla entre sus pechos, y ella acarició, sus orejas con suavidad. Cuatro o diez días eran lo de menos. No tenía la menor intención de conseguir batir ningún récord. Debía entregarlo todo en perfectas condiciones, y la protección de los cargueros era una de las razones por las que los cruceros se habían diseñado y construido de una forma tan específica.

Bostezó, deslizándose todavía más en el sofá y contempló la posibilidad de levantarse y meterse en la cama, pero su mirada adormilada se mantuvo fija en los ondeantes grises; y negros, los palpitantes morados y verdes del hiperespacio. Brillaba y vibraba, llamándola, carente de estrellas, cambiante e infinito, hermosamente variable, y los ojos se le cerraron. El ronroneo de Nimitz era suave, como una tierna canción de cuna que resonaba en las profundidades de su mente.

La capitana Honor Harrington ni siquiera se movió cuando el asistente de primera clase MacGuiness entró de puntillas en su camarote y la tapó con una manta. Se quedó un momento mirándola con una sonrisa en los labios y luego se marchó tan silenciosamente como había llegado. Las luces del camarote se apagaron hasta quedar por completo a oscuras tras él.