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El cúter pasó del fulgor de la luz solar a la sombra negra hollín con una rapidez solo posible en el espacio. La mujer de ancha espalda, enfundada en el uniforme negro y dorado de la Real Armada Manticoriana, contempló por la mampara de armoplast la belleza de su dominio de acero y frunció el ceño.

El ramafelino de seis patas, de color crema y gris, que estaba encima de su hombro, cambió su punto de equilibrio cuando ella levantó la mano derecha y señaló.

—Creí que habíamos decidido hablar con el comandante Antrim para cambiar el Beta Catorce, Andy —dijo, y el bajo y pulcro capitán de corbeta que estaba a su lado hizo una mueca al escuchar la voz de soprano carente de toda inflexión.

—Así es, señora. —Tecleó en su memobloc y comprobó los datos en la pantalla—. Lo decidimos el dieciséis, patrona, antes de que usted se marchara de permiso, y él prometió encargarse de ello.

—Pero no llegó a hacerlo —comentó la capitana Honor Harrington, y el capitán de corbeta Venizelos asintió.

—No, no llegó a hacerlo. Lo siento, señora. Debería haberlo presionado.

—Ha tenido muchas otras cosas de las que ocuparse —dijo, y Andreas Venizelos ocultó otra mueca mucho más dolorosa que la primera. En muy raras ocasiones Honor Harrington reprendía a sus oficiales, pero casi hubiera preferido que le sirviera su cabeza en bandeja. Aquel tono de callado entendimiento le parecía como si estuviera buscando excusas para él.

—Quizá tenga razón, señora, pero aun así debería haberle insistido —continuó—. Ambos sabemos que estos perros de campo odian los cambios de nodo. —Tecleó un apunte en su memobloc—. Me comunicaré con él tan pronto como regresemos a bordo del Vulcano.

—Muy bien, Andy. —Giró la cabeza y le sonrió. Su rostro anguloso estaba dotado de una expresión casi traviesa—. Si empieza a darte largas, házmelo saber. Estaré almorzando con la almiranta Thayer. Puede que todavía no tenga las órdenes oficiales, pero puedes apostar lo que quieras a que sabe cuáles van a ser.

Venizelos, que sabía a qué se refería, sonrió. Tanto su capitana como él estaban seguros de que Antrim había estado jugando a un viejo juego que solía funcionar. Cuando no querías ocuparte de un trabajo que te resultaba especialmente fastidioso, tan solo dabas largas hasta que te quedabas sin tiempo porque, en teoría, el capitán de la nave preferiría regresar al espacio antes que disgustar a Su Señoría con un retraso en la fecha de partida. Por desgracia para el comandante Antrim, esta patrona no estaba dispuesta a permitirle que se saliera con la suya. Y, aunque todavía no era oficial, circulaban rumores de que el Primer Lord del Espacio tenía planes para el NSM Intrépido. Lo que significaba que otro tendría que ocupar su lugar si ella partía con retraso, y Venizelos tenía la sospecha de que la oficial al cargo de la estación espacial de Su Majestad, Vulcano, se sentiría muy poco satisfecha si tenía que explicar el retraso a la almiranta Danvers. La Tercera Lord del Espacio tenía muy poca paciencia y cierta predisposición a coleccionar cabelleras.

—Sí, señora. Eh, ¿le importaría si, cuando esté hablando con Antrim, se me escapara que está almorzando con la almiranta, patrona?

—Oh, por favor, Andy, no seas malo… Hazlo solo si te da problemas.

—Desde luego, señora.

Honor volvió a sonreír y se giró de nuevo hacia la mampara.

Las luces del crucero Intrépido, diáfanas como una gema al estar libres de la difracción de la atmósfera, parpadeaban con los colores verde y blanco propios de los navíos amarrados. Sintió un orgullo que le era ya muy familiar. El casco blanco del crucero pesado refulgía por los rayos de luz que se reflejaban en él y que rompían las sombras que reinaban en los flancos de aquel casco de mil doscientos metros y tres mil toneladas. Una luz brillante se derramaba de un óvalo en una santabárbara abierta a unos ciento cincuenta metros más adelante del anillo de impulsión, y Honor contempló a los técnicos de campo enfundados en sus trajes de vacío reptando por encima del amenazador diámetro del gráser número cinco. Hubiera jurado que el fallo intermitente estaba en el programa de montaje, pero los técnicos de Vulcano insistían en que se encontraba en el ensamblaje del emisor.

Sacudió los hombros y Nimitz la regañó con suavidad hundiendo las garras más profundamente en la hombrera almohadillada de su guerrera. Chasqueó la lengua y le acarició las orejas a modo de disculpa silenciosa, pero no apartó la mirada de la mampara mientras el cúter continuaba con su lenta gira por el exterior del Intrépido.

Media docena de equipos interrumpieron su trabajo para mirar a la nave que pasaba a toda prisa sobre sus cabezas. No pudo ver las expresiones de sus rostros porque llevaban puestos los visores, pero pudo imaginar que reflejarían una combinación entre la exasperación y el cansancio. Los perros de campo odiaban que los capitanes miraran por encima de su hombro mientras trabajaban en las naves… casi tanto como los mismos capitanes odiaban tener que dejar sus navíos en manos de aquellos perros de campo.

Contuvo una risita al pensar que, aunque no pensaba decírselo, estaba tremendamente impresionada de todo lo que el personal de Vulcano y Venizelos habían conseguido durante las dos semanas que había estado ausente. Y todo ello a pesar de la resistencia pasiva de Antrim a cambiar el nodo. Sustituir un nodo de impulsión podía convertirse en una auténtica pesadilla y Antrim, claro, esperaba poder librarse de hacerlo. Pero su esperanza estaba condenada al fracaso. El Beta Catorce les había supuesto más de un dolor de cabeza desde que el Intrépido superara las pruebas de admisión, y Honor y sus ingenieros ya habían tenido que aguantarlo más que suficiente. No era tan importante como un nodo alfa, desde luego, y el Intrépido podría mantener el ochenta por ciento de su aceleración máxima sin él. Y, claro, también estaba el problema económico que suponía un cambio de este tipo: unos cinco millones de dólares que Antrim tendría que aprobar. Todo ello explicaba su renuencia a reemplazarlo, pero el comandante no estaría a bordo la próxima vez que, el NSM Intrépido tuviera que alcanzar su velocidad máxima.

El cúter giró y volvió a ascender en diagonal por el casco, sobrevolando la batería de misiles de babor y la geométrica precisión del Radar Seis. Las largas y delgadas hojas de los sensores gravitatorios principales se perdieron de vista bajo la lámina inferior de la mampara, y Honor asintió complacida cuando sus ojos de color chocolate advirtieron el conjunto de cambios que se habían hecho.

Pese a todo, estaba bastante satisfecha con el comportamiento del Intrépido en los últimos dos años y medio-T. Era una nave relativamente nueva y sus constructores podían sentirse orgullosos de ella en muchos aspectos. No era culpa suya que alguien les hubiera proporcionado un nodo beta defectuoso y, de todos modos, la nave había salido con bien del primer servicio. De cualquier forma, Honor no hubiera escogido las patrullas antipiratería como primera misión. No obstante, le había agradado no tener que depender de nadie, y la recompensa económica que había percibido al desmantelar aquel escuadrón de «corsarios» silesianos no le había hecho mal a su cuenta bancaria. En todo caso, el rescate de aquella nave de pasajeros era un trabajo por el que cualquiera podía sentirse orgulloso, pero los momentos de alegría habían sido pocos y muy espaciados. Sobre todo le había resultado un trabajo duro y un tanto aburrido una vez se hubo recuperado de la excitación por gobernar su primer crucero pesado, que, además, era nuevo.

Apuntó mentalmente una ralladura en la pintura encima del Gráser Tres y advirtió cómo una tímida sonrisa empezaba a asomar en la comisura de sus labios cuando recapacitaba acerca de los rumores sobre su próxima misión. Porque la rapidez con la que el almirante Courvosier había aceptado su invitación a la tradicional fiesta de reinicio de operaciones sugería que eran algo más que acertados. Y eso estaba bien. No había visto al almirante (y mucho menos servido bajo su mando) en demasiado tiempo, y aunque los diplomáticos y políticos nada tenían que ver con los piratas, sería, cuando menos, un cambio de ritmo interesante.

* * *

—¿Sabes que ese chico tiene un trasero precioso? —le preguntó la Dra. Allison. Chou Harrington—. Estoy segura de que lo pasarías en grande persiguiéndolo por el puesto de mando, querida.

—¡Madre! —Honor sintió una muy poco cándida necesidad de estrangular a su progenitora y miró alrededor con rapidez. Pero nadie parecía haber oído su comentario, y por primera vez en su vida se sintió agradecida por el barullo reinante.

—Por favor, Honor —la doctora Harrington la miró con un fulgor travieso en los ojos almendrados que tanto se parecían a los de su hija—, solo he dicho que…

—Sé lo que has dicho, ¡pero «ese chico» es mi segundo!

—Bueno, eso ya lo sé —respondió su madre con tranquilidad—. Eso es precisamente lo que lo convierte en una elección idónea. Y no podrás negar que es un joven muy atractivo, ¿no crees? Te apuesto algo a que tiene que quitárselas de encima a manotazos. —Suspiró—. Si es que quiere —añadió pensativa—. ¡Solo mira sus ojos! Se parece a Nimitz en la época de apareamiento, ¿no estás de acuerdo?

Honor se quedó estupefacta y el ramafelino ladeó la cabeza reprochándole a la Dra. Harrington su actitud. No es que se mostrara disconforme con los comentarios acerca de su atractivo sexual, pero el empático felino era muy consciente de cuánto le gustaba a aquella mujer tomarle el pelo a su humana.

—El comandante Venizelos no es un ramafelino y no tengo la menor intención de andarlo persiguiendo por ningún sitio —concluyó Honor con firmeza.

—No, cariño, ya lo sé. Nunca has tenido muy buen gusto en lo que a hombres se refiere.

—¡Madre!

—Por favor, Honor, sabes que no me gusta criticar —el brillo en la mirada de Allison Harrington era ladino y, sin embargo, había un rastro de seriedad bajo aquella encantadora malicia—, pero un capitán de la Armada, uno de rango superior, debería ser capaz de prescindir de esas estúpidas inhibiciones tuyas.

—No estoy «inhibida» —replicó ella con toda la dignidad que pudo reunir.

—Lo que tú digas, cariño. Pero, en tal caso, estás desperdiciando la maravillosa oportunidad de aprovecharte de ese extraordinario joven, sea o no tu segundo.

—Mamá, ¡el que nacieras en un planeta zafio y depravado como es Beowulf no te da derecho a mirar a mi oficial con ojos golosos! Además, ¿qué crees que pensaría de eso papá?

—¿Qué pensaría acerca de qué? —preguntó el cirujano comandante, ahora retirado, Alfred Harrington.

—Ah, ahí estás. —Honor y su padre eran de la misma altura y se elevaban como sendas torres por encima de la diminuta madre. Señaló a su progenitora con el pulgar—. ¡Mamá está mirando a mi oficial con ojos golosos otra vez! —se quejó.

—No hay de qué preocuparse —le respondió su padre—. Mira mucho, pero nunca ha tenido motivos para buscarse a otro.

—¡Eres tan malo como ella!

—Miau —dijo Allison, y Honor tuvo qué contener una sonrisa.

Desde que podía recordar, su madre había disfrutado escandalizando a los miembros más conservadores de la sociedad manticoriana. Consideraba que todos los ciudadanos de aquel reino eran unos remilgados crónicos, y sus ácidos comentarios a ese respecto hacían perder los estribos a más de una dama. Y su belleza, la idolatría que le rendía a su marido y el que nunca hiciera nada que pudieran reprocharle, solo empeoraba el asunto.

Desde luego, si se hubiera sentido inclinada a seguir las costumbres de su planeta natal, podría haber reunido un harén de machos babeantes si hubiera querido. Era pequeña, poco más de dos tercios de la altura de Honor, y sus orígenes eran casi completamente del oriente de la Vieja Tierra. La fuerte y afilada estructura ósea que siempre había hecho sentir a Honor sencilla e inacabada se transformaba en una belleza exótica en el rostro de su madre, y el proceso de prolongación había congelado su edad biológica en no más de treinta años-T. Realmente era como una ramafelina, pensó Honor: delicada pero fuerte, grácil y fascinante, con algo de depredador, y el que fuera una de las más brillantes cirujanas genéticas del reino no hacía sino rematar el conjunto de virtudes.

Estaba, asimismo, verdaderamente preocupada por la falta de relaciones sexuales de su hija. Honor era muy consciente de ello. Bueno, a veces incluso ella se inquietaba, pero tampoco contaba con demasiadas oportunidades para repararlo. El capitán de un navío estelar no podía entretenerse jugando con un miembro de su tripulación, aunque deseara hacerlo, y Honor no estaba segura de sentirse así. Su experiencia sexual era casi nula (aparte de un extremadamente insatisfactorio episodio en la Academia, y de un enamoramiento adolescente que había culminado en una monótona infelicidad) porque todavía no había conocido a ningún hombre con el que quisiera involucrarse sentimentalmente.

No es que estuviera interesada en las mujeres; la verdad es que no le atraía nadie. Lo que no tenía por qué ser malo. Eludía así toda clase de potenciales problemas profesionales…, y además dudaba de que un mastodonte como ella pudiera engendrar ese tipo de interés en alguien. Y ese pensamiento era precisamente el que la inquietaba. De hecho, y para ser honesta, la intranquilizaba bastante. Por lo tanto, había ocasiones en las que el sentido del humor de su madre no le resultaba en absoluto placentero. No obstante, esta no era una de ellas y los sorprendió a ambos al rodear a su madre con un brazo y apretujarla en una inusual demostración pública de afecto.

—¿Estás intentando sobornarme para que me porte bien? —bromeó la Dra. Harrington, y Honor negó con la cabeza.

—Nunca me propondría un objetivo imposible, madre.

—Apúntate uno —comentó su padre y luego le tendió la mano a su esposa—. Vámonos Alley. Supongo que Honor debería mezclarse más con sus invitados y, además, seguro que podemos encontrar a otra persona a la que puedas martirizar durante un rato.

—Vosotros, los de la marina, sois un auténtico dolor de… pandero —respondió Allison con una mirada, a la vez maliciosa y recatada, dirigida hacia su hija, y Honor observó divertida cómo sus padres se perdían entre la multitud.

No podía verlos tan a menudo como quisiera, lo que precisamente era una de las razones de que se hubiera sentido tan contenta de que el Intrépido recibiera órdenes de dirigirse a Vulcano para ser reparado, en lugar de acudir al Hefestos. Vulcano orbitaba alrededor de su planeta natal, Esfinge, a diez minutos luz del planeta capital de Mantícora, y había aprovechado la oportunidad para visitar su hogar y disfrutar de las artes culinarias de su progenitor.

Pero Alfred Harrington estaba en lo cierto respecto a sus responsabilidades como anfitriona y Honor cuadró los hombros antes de zambullirse de nuevo en la fiesta.

* * *

Una sonrisa de orgullo se dibujo en los labios del almirante de los verdes, Raoul Courvosier, cuando vio a la capitana Harrington caminando con aplomo entre sus invitados y recordó a la guardiamarina larguirucha, todo rodillas y codos, de rostro afilado y anguloso que había conocido hacia dieciséis años manticorianos o más de veintisiete años-T. Realmente, pensó con cariño, había trabajado duro. Estaba absolutamente entregada, era tímida hasta el punto, de quedarse sin habla, pero estaba decidida a no demostrarlo. Estaba, además, aterrorizada por los cursos de matemáticas y era una de las más brillantes e intuitivas pilotos y estrategas que jamás había conocido. Por ende, había sido también una, de las más frustrantes. ¡Toda esa promesa y ese potencial, y nunca había sido capaz de convencerla de utilizar su intuición en los exámenes de matemáticas! Pero, cuando finalmente asentó los pies en la tierra, nada pudo detenerla.

Courvosier era un soltero sin hijos. Y sabía que se había volcado tanto en sus estudiantes de la Academia para compensar esta situación. Sin embargo, muy pocos de ellos habían logrado hacerlo sentirse tan orgulloso como lo estaba de Honor. Había demasiados oficiales que vestían el uniforme, pero ella lo vivía. Y, pensó, le sentaba de fábula.

La observó mientras hablaba con el marido de la oficial al cargo de Vulcano y no pudo evitar preguntarse qué habría sido de aquella guardiamarina desgarbada. Sabía que aún le desagradaban las fiestas, que todavía opinaba de sí que era el patito feo, pero nunca lo demostraba. En cualquier caso, algún día, meditó divertido, se daría cuenta de que el pequeño patito se había transformado en un cisne.

Uno de los inconvenientes del tratamiento de prolongación era que transformaba la oxidación en desarrollo físico, y ese, debía admitir, era el caso de Honor. Por otro lado, y gracias a que la gravedad de su planeta natal era de 1,35, sus reflejos eran tan rápidos como los de un gato. No obstante, la elegancia de su porte residía en otro aspecto que nada tenía que ver con la elevada gravedad del entorno en el que se había criado. Incluso aunque a primera vista podría catalogársela «del montón», la gracilidad de sus movimientos atraía las miradas de aquellos que habían desdeñado con demasiada rapidez su aspecto aparentemente poco atractivo y, en cualquier caso, su rostro era de aquellos que mejoraban con la edad. Y, sin embargo, todavía no se daba cuenta de cómo sus rasgos, antaño demasiado afilados; habían acabado por suavizarse, y de cómo aquellos enormes ojos heredados de su madre brindaban a su rostro triangular un aire exótico e intrigante. Supuso que no era tan sorprendente, porque ese proceso de suavizado se había ralentizado como consecuencia del tratamiento de prolongación y era cierto que nunca sería «guapa»; solo preciosa, en cuanto se diera cuenta de ello.

Lo que se sumaba a sus preocupaciones actuales. Miró con el ceño fruncido su bebida, luego comprobó su crono y suspiró. La fiesta del intrépido estaba siendo todo un éxito. Parecía que todavía se prolongaría unas cuantas horas y él no disponía de tanto tiempo. Aún le quedaban muchos detalles que completar en Mantícora, lo que implicaba que tendría que apartarla de sus invitados. En fin, ¡dudaba de que eso fuera a molestarla en absoluto!

Se abrió camino despreocupadamente entre la multitud y ella se giró hacia él cuando su radar interno percibió su proximidad. Courvosier no era mucho más alto que su madre y tuvo que levantar la cabeza para mirarla. Sonrió.

—Menudo fiestón, capitana —le dijo, y ella le sonrió con un poco de amargura.

—Lo es, ¿no le parece, señor? Y también bastante ruidoso —añadió con una mueca.

—Sí que lo es. —Courvosier miró alrededor y luego otra vez a ella—. Me temo que tendré que coger la nave que se dirige a Hefestos dentro de una hora, Honor, y antes quisiera hablar contigo. ¿Crees que podrías ausentarte durante un rato?

Entrecerró los ojos al escuchar el tono inesperadamente grave del almirante y ella también miró el concurrido comedor.

—Creo que no debería… —dijo, pero su voz rezumaba nostalgia. Courvosier dominó la necesidad de sonreír cuando vio cómo la tentación batallaba con su sentido del deber. Era una competición injusta y sus labios se tensaron una vez hubo tomado una decisión. Levantó la mano y el asistente de primera clase, James MacGuiness, se materializó como por arte de magia.

—Mac, ¿te importaría por favor escoltar al almirante Courvosier a mi camarote?

Bajó la voz lo suficiente como para que quedara amortiguada por el ruido de la multitud.

—Desde luego, señora —respondió su asistente.

—Gracias. —Miró a Courvosier—. Me uniré a usted en cuanto encuentre a Andy y le avise de que se queda solo como anfitrión, señor.

—Se lo agradezco, capitana.

—Oh, yo también a usted, señor —admitió con una sonrisa—. ¡Yo también!

* * *

Courvosier se apartó de la ventanilla del camarote cuando la escotilla se deslizó para abrirse silenciosamente y Honor entró.

—Sé que no te agradan mucho las… fiestas, Honor —le dijo—, pero lamento mucho tener que apartarte de una que parece que marcha tan bien.

—Al paso al que va, creo que tendré tiempo más que suficiente para regresar a ella, señor. —Negó con un gesto—. ¡Ni siquiera conozco a la mitad! Han aceptado su invitación más acompañantes de los invitados de lo que tenía pensado.

—Por supuesto —afirmó Courvosier—. Eres una de los suyos y están orgullosos.

Honor hizo un gesto con la mano y sintió un ardor en las mejillas.

—Vas a tener que reponerte de esa reacción, Honor —le ordenó su antiguo mentor con severidad—. La modestia es una virtud digna de alabanza, pero después de lo ocurrido en la Estación Basilisco, eres una mujer famosa.

—Tuve suerte —protestó ella.

—Desde luego. —Estuvo de acuerdo tan repentinamente que ella no pudo evitar lanzarle una mirada penetrante. Entonces él sonrió y ella le respondió con otra sonrisa al darse cuenta de lo fácilmente que había mordido su anzuelo—. Y ahora, en serio, aunque no haya tenido ocasión de comentártelo antes, todos nos hemos sentido muy orgullosos.

—Gracias —agradeció ella con suavidad—. Eso significa mucho viniendo de usted.

—¿De verdad? —Su sonrisa se torció levemente cuando miró las insignias doradas que tenía en la manga de color negro—. ¿Sabes? Realmente voy a odiar el momento en el que tenga que colgar el uniforme —suspiró.

—Es solo algo temporal, señor. No creo que lo dejen mucho tiempo en el banquillo. De hecho —Honor frunció el ceño—, y para empezar, ni siquiera entiendo por qué el Ministerio de Asuntos Exteriores pensó en usted.

—¿Eh? —Ladeó la cabeza y su mirada destelló—. ¿Me estás diciendo que a un carcamal como yo no se le puede encomendar una misión diplomática?

—¡Claro que no! Solo estoy diciendo que es usted más valioso en el Curso de Tácticas Avanzadas que perdiendo el tiempo en asuntos diplomáticos. —Se le arrugó el labio por el disgusto—. ¡Si el Almirantazgo tuviera algo de sentido común, le hubiera propuesto al Ministerio de Asuntos Exteriores que diera un salto por la Confluencia y le encargaran a usted un grupo de operaciones, señor!

—Existen más cosas en esta vida aparte de encargarse del CTA o de un grupo de operaciones —dijo él, discrepando—. De hecho, pronto te darás cuenta de que la política y la diplomacia son probablemente más importantes. —Honor bufó y él arrugó el ceño—. ¿Acaso no estás de acuerdo?

—A mí no me gusta la política, almirante —contestó ella con sinceridad—. Cada vez que alguien se involucra en ella, los asuntos que te rodean acaban por convertirse en algo oscuro y turbio. ¡Fue precisamente la «política» lo que engendró el caos en Basilisco y casi consiguió que toda mí tripulación quedara aniquilada! —Ella negó con un gesto—. No, señor, no me gusta la política, no la entiendo ¡ni quiero hacerlo!

—Entonces será mejor que cambie de opinión, capitana —respondió Courvosier con voz gélida. Honor parpadeó sorprendida y Nimitz levantó la cabeza de su hombro y se inclinó para mirar con sus ojos color verde hierba a la figura pequeña del almirante—. Honor, lo que hagas con tu vida sexual es cosa tuya, pero ningún capitán al servicio de Su Majestad puede ser virgen en lo que se refiere a la política, y especialmente cuando también concierne a la diplomacia.

Ella volvió a sonrojarse, de hecho, de una forma más intensa, pero también sintió cómo sus hombros se cuadraban de la misma manera que lo hicieron cuando el entonces capitán Courvosier les había explicado las leyes. Estaban ahora muy lejos de la isla de Saganami pero, se dio cuenta, había cosas qué nunca cambiaban.

—Le ruego que me disculpe, señor —le dijo, algo tensa—. Solo quise decir que los políticos parecen estar más preocupados por las recaudaciones y por construir imperios que de hacer su trabajo.

—Dudo que al duque de Cromarty le gustara lo que acabas de decir. Y tampoco creo que le haga justicia. —Courvosier la detuvo con un gesto de la mano cuando abrió la boca para responder—. No, ya sé que no te referías al primer ministro. Y entiendo tu reacción después de lo que le ocurrió a tu última nave. Pero la diplomacia es muy importante para el reino en estos momentos, Honor. Esa es la razón de que accediera a la petición del Ministerio de Asuntos Exteriores cuando buscaban a alguien que fuera a la Estrella de Yeltsin.

—Puedo entenderlo, señor. Supongo que le he podido parecer algo petulante, ¿no es así?

—Solo un poco —afirmó Courvosier con una sonrisa tímida.

—Bueno, quizá más que un poco. Pero debo decir en mi defensa que no he tenido mucho contacto con la diplomacia. Mi experiencia está más relacionada con los políticos «domésticos», ya sabe, del tipo zalamero.

—Entonces supongo que tus opiniones son válidas. En cualquier caso, este asunto es crucial y esa es la razón de que quisiera hablar contigo. —Se rascó una ceja y frunció el ceño—. Francamente, Honor, estoy algo sorprendido de que el Almirantazgo haya decidido asignarte esta misión.

—¿De veras? —Intentó disimular que estaba herida por su comentario. ¿Acaso creía el almirante que no haría todo cuanto estuviera en su mano solo porque no le gustaba la política? ¡Estaba convencida de que la conocía mejor!

—Oh, no lo digo porque no confíe en tus capacidades. —La rápida respuesta apaciguó su inquietud y él negó con la cabeza—. Es solo que, bueno, ¿cuánto sabes de la situación de Yeltsin?

—No mucho —admitió—. Todavía no tengo las órdenes oficiales o el informe al respecto, de modo que todo cuanto sé lo obtengo de los periódicos. He estado mirando la Enciclopedia Real pero no ha sido de gran ayuda, y su armada ni siquiera aparece en el Jane. Supongo que Yeltsin no tiene mucho que nos interese aparte de su ubicación.

—¿Deduzco de tu último comentario que al menos sabes por qué nos gustaría contar con el sistema de nuestra parte? —Courvosier convirtió el comentario en una pregunta y ella asintió.

La Estrella de Yeltsin estaba a menos de treinta años luz al noreste galáctico del Reino de Mantícora y estaba claro que la República Popular de Haven continuaría con sus ambiciones expansionistas, y solo un idiota o un miembro de los partidos liberal o progresista podría creer que pronto no se desataría una guerra contra Haven. La confrontación diplomática entre ambas potencias se había convertido en algo peliagudo en los dos años-T y medio desde que la República intentara adueñarse de Basilisco, y las dos estaban maniobrando en busca de buenas posiciones antes del inevitable comienzo de la guerra.

Eso es lo que hacía que la Estrella de Yeltsin fuera primordial. Ella y el cercano sistema de Endicott eran los únicos mundos habitados en veinte años luz, y además estaban a mitad de camino entre los dos antagonistas. Tener aliados, o lo que quizá sería más importante, una base de la flota en la zona, no tendría precio.

—De lo que quizá no te des cuenta —continuó Courvosier— es de que aquí hay mucho más en juego que situarnos en un punto estratégico. El gobierno de Cromarty está intentando construir un cortafuego en contra de Haven, Honor. Tenemos la fortuna necesaria para enfrentarnos a los repos y disponemos también de los avances tecnológicos, pero no podemos igualar su mano de obra. Necesitamos aliados y, lo que es más importante, necesitamos que se nos considere un jugador apto, alguien con la templanza necesaria para enfrentarse a Haven y vencerla. Hay todavía demasiada gente neutral ahí fuera, y es muy probable que aún la haya cuando todo empiece. Tenemos que convencer a tantos como podamos para que sean «neutrales» a nuestro favor.

—Lo entiendo, señor.

—Bien, pero la razón de que esté sorprendido de que el Almirantazgo, te haya asignado esta empresa en particular es porque eres mujer —Honor pestañeó completamente sorprendida y Courvosier se rió sin alegría al ver su expresión.

—Me temo que no lo entiendo, señor.

—Lo entenderás cuando recibas el informe —prometió Courvosier con amargura—. Entretanto, déjame que te resúmalos detalles importantes. Siéntate, capitana.

Honor se arrebujó en una silla y levantó a Nimitz de su hombro, colocándoselo posteriormente en el regazo, mientras miraba atenta a su superior. Parecía estar muy preocupado y, a pesar de todo; no era capaz de imaginar qué tenía que ver su sexo con su habilidad para dar órdenes.

—Debes entender que el asentamiento en la Estrella de Yeltsin es más antiguo que el de Mantícora —empezó Courvosier con su; mejor voz de orador—. Los primeros colonos aterrizaron en Grayson, el único planeta, habitable de Yeltsin, en 988 d.D., casi quinientos años antes de que nosotros apareciéramos en escena. —Los ojos de Honor se entrecerraron por el asombro y él asintió—. Así es. De hecho, Yeltsin todavía no había sido inspeccionada cuando abandonaron el sistema Sol. Además, el proceso criogénico llevaba en marcha, menos de diez años cuando partieron.

—¿Pero por qué, en el nombre de Dios, vinieron hasta aquí? —inquirió Honor—. ¡Seguramente dispondrían de mejores datos astronómicos en sistemas más cercanos a Sol!

—Desde luego, pero acabas de dar en el blanco. —Ella frunció el ceño y él sonrió débilmente—. Por Dios Santo, Honor. Eran fanáticos religiosos en busca de un hogar donde nadie pudiera molestarlos. Supongo que se figuraron que más de quinientos años luz era lo bastante lejos en una época en la que ni siquiera se había teorizado acerca del viaje por el hiperespacio. El caso es que la «Iglesia de la Humanidad Libre» se embarcó en un salto de fe, sin tener la menor idea de qué iban a encontrar al otro lado.

—Dios. —Honor estaba conmovida. Era una oficial profesional de la Armada y solo con imaginarse la cantidad de maneras horribles en las que los colonos podrían haber perecido, le daban ganas de vomitar.

—Precisamente. Pero lo más interesante es por qué lo hicieron. —Honor enarcó una ceja y él se encogió de hombros—. Querían alejarse de «los efectos corruptores y destructores del alma que traía consigo la tecnología» —le explicó, y ella lo miró incrédula.

—¿Utilizaron una nave espacial para alejarse de la tecnología? Eso. ¡Eso no tiene sentido, señor!

—No, la verdad es que tiene un poco de sentido. —Courvosier se recostó y se apoyó sobre una mesa, cruzando los brazos—. Aunque eso mismo pensé yo cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores me informó del trasfondo del sistema. No obstante, al cabo de un tiempo me di cuenta de que tenía sentido de una forma casi absurda. Recuerda que esto ocurrió en el amanecer del siglo IV de la Diáspora, cuando por fin la Vieja Tierra estaba empezando a controlar los problemas causados por la polución, por la escasez de recursos y por la ingente cantidad de población. De hecho; las cosas habían mejorado durante los últimos doscientos años, a pesar de los esfuerzos que los estúpidos grupos ecologistas y los de «la Tierra primero» habían hecho por sabotear las diversas iniciativas espaciales. Quizá los argumentos de los de «la Tierra primero» fueran los más aceptables, teniendo en cuenta la cantidad de recursos que la economía del sistema Sol hubo de dedicar a la construcción de las naves de colonos, pero al menos supieron ver las ventajas que derivaron de ello. La industria espacial, las operaciones de extracción en los asteroides, los colectores de energía orbital; finalmente todo ello estaba en funcionamiento y la calidad de vida mejoraba, en el conjunto del sistema. La mayoría de las personas estaba encantada, y la queja principal de los de «la Tierra primero» es que ese nivel de vida habría mejorado mucho antes si la gente no se hubiera preocupado solo de construir naves interestelares para los colonos. Por otro lado, seguían existiendo los grupúsculos excéntricos, en particular los ecologistas extremos o los neoluditas, que no distinguían entre los esfuerzos de los colonizadores y cualquier otra actividad espacial. Insistían, cada uno por sus razones, que la única solución real era deshacerse de toda la tecnología y vivir de forma sencilla. —Honor soltó un bufido a modo de mofa y el almirante se rió—. Ya lo sé. Se hubieran convertido en una panda de locos si lo hubieran intentado siquiera, especialmente en un sistema dónde existía una población de más de doce mil millones de personas que debían alimentarse y encontrar un lugar donde vivir. Pero la mayoría de esas idioteces surgieron en las naciones con un desarrollo económico mayor. Los extremistas se hacen más radicales, y no menos, cuanto más próximos están los problemas de resolverse, y estos grupos no tenían idea de lo que era un planeta sin tecnología porque jamás habían conocido algo ni remotamente parecido. Además, después de estar tres siglos condenando los efectos malvados que traía consigo la tecnología y de echarle la culpa a sus sociedades, argumentando que estas eran avariciosas y que explotaban a sus ciudadanos, los ecologistas acabaron siendo un grupo de analfabetos tecnológicos que no tenían relevancia alguna para el mundo que los rodeaba; las habilidades que tenían los neoluditas a la hora de desempeñar su trabajo fueron sustituidas por las nuevas tecnologías. Sus antecedentes, desde luego, no los ayudaba a comprender lo que estaba sucediendo, y adjudicar soluciones sencillas a problemas intrincados es mucho más fácil que sentarse a pensar hasta dar con una respuesta valedera y que repare la cuestión definitivamente.

»En cualquier caso, la Iglesia de la Humanidad Libre era el producto de un tipo llamado Austin Grayson, el reverendo Austin Grayson, de un lugar llamado el estado de Idaho. De acuerdo con el Ministerio de Asuntos Exteriores, existían en aquel momento hordas de lunáticos que formaban grupos ilegales, y Grayson era del tipo de «volvamos a la Biblia» que se enroló en el movimiento de «prohibamos las máquinas». Lo único que lo diferenciaba de los demás excéntricos y violentos era su carisma, su determinación y su talento natural para atraer a conversos. De hecho, consiguió organizar una expedición de colonos que previamente habían aportado varios miles de millones de dólares, con la intención de llevar a sus seguidores a la Nueva Sión y su maravilloso, y libre de toda tecnología, Jardín del Edén. Realmente era un concepto bastante elegante, me refiero a utilizar la tecnología para alejarse de la misma.

—¿Elegante? —bufó Honor y el almirante volvió a reír.

—Por desgracia, dieron de bruces con una sorpresa desagradable al final de su viaje. Grayson es un lugar bonito en muchos sentidos, pero es un planeta de alta densidad con unas concentraciones inusuales de metales pesados, y no existe una sola planta o animal nativo que los humanos puedan comer sin morir al poco tiempo. Lo que implicaba, claro…

—Que si renunciaban a la tecnología no podrían sobrevivir —concluyó Honor, y él asintió.

—Exactamente. Por supuesto, no querían admitirlo. De hecho, Grayson nunca lo hizo. Vivió otros diez años-T y, al término de cada uno de ellos el final de la tecnología estaba a punto de llegar, pero había un tipo llamado Mayhew que se dio cuenta de la verdad mucho antes. Según lo que he podido averiguar en los informes, se alió con otro hombre, un tal capitán Yanakov, que había pilotado la nave de colonos, y ambos desencadenaron algo parecido a una revolución doctrinal después de que muriera Grayson. Aseguraron a la gente que la tecnología, por sí sola, no era demoníaca, solo la manera en la que se había utilizado en la Vieja Tierra. Lo que importaba no era la máquina, sino el estilo de vida pagano y admirador únicamente de la máquina que la humanidad había abrazado.

Se meció sobre los talones, absorto en sus pensamientos durante un momento, y luego se encogió de hombros.

—En fin, abandonaron la fobia que la teología de Grayson sentía hacia las máquinas y se concentraron en crear una sociedad que estuviera estrictamente relacionada con la palabra sagrada de Dios. Lo que —lanzó una mirada fugaz a Honor por debajo de su ceño fruncido— incluía la teoría de que «el hombre es el dueño de la mujer».

Era el turno de que Honor arrugara el entrecejo. Él suspiró.

—¡Maldita sea, Honor, eres demasiado manticoriana! ¡Y —añadió, riéndose de pronto con una risa carente de burla— que Dios nos ayude si tu madre llegara a parar alguna vez a Grayson!

—Me temo que todavía no lo entiendo, señor.

—Desde luego que no —suspiró Courvosier—. Verás, las mujeres en Grayson no tienen derechos, Honor. Ninguno en absoluto.

—¡¿Cómo?! —exclamó, incorporándose de pronto en la silla. Nimitz gorjeó alarmado cuando sintió moverse el regazo bajo su cuerpo, y ella hizo una mueca cuando una uña de un centímetro de largo se hundió algo más profundamente de lo que tenía pensado. No obstante, su consciencia apenas se percató.

—Así es. No pueden votar, ni tampoco ser propietarias de nada, no pueden participar en un jurado y, sobre todo, no pueden servir como militares.

—Pero eso es… ¡es una barbarie!

—Oh, no estoy seguro de eso —respondió Courvosier, sonriendo de forma maliciosa—. Supongo que, de cuando en cuando, es tranquilizador.

Honor le lanzó una mirada asesina y su sonrisa se desvaneció.

»Eso no ha resultado ser tan divertido como tenía pensado. Pero la situación tiene aún menos gracia. Verás, Masada, el planeta habitado del sistema Endicott, fue colonizado a partir de Grayson, y no precisamente de una manera voluntaria. Lo que empezó siendo un cisma a consecuencia del uso continuado de la tecnología terminó generando otras ideologías cuando se hizo evidente que nadie podría sobrevivir sin ella. Los que al principio integraban la facción a favor de la tecnología acabaron convirtiéndose en los «Moderados», y los que estaban en contra pasaron a ser los «Fieles». Cuando los Fieles se vieron obligados a aceptar que no podrían librarse de las máquinas, se concentraron en crear una sociedad perfectamente cristiana, y si crees que el actual gobierno de Grayson está un poco atrasado, ¡deberías ver lo que se les ocurrió! ¡Normas religiosas en cuanto a los hábitos de alimentación, limpiezas rituales para todos los pecados imaginables; leyes que permiten lapidar a cualquiera que se aparte del Único Camino! Al final, ambos grupos acabaron enfrentándose y los Moderados tardaron más de cinco años en derrotar a los Fieles. Por desgracia, los Fieles habían construido un arma del juicio final; si no podían tener una sociedad perfecta, entonces harían saltar por los aires todo el planeta porque, claro, así respetarían la voluntad de Dios.

El almirante bufó completamente disgustado, negó con la cabeza y luego suspiró.

»En fin, el caso es que el gobierno de Grayson; los Moderados, hicieron un trato con ellos y los exiliaron a todos; junto con sus látigos, a Masada, donde se dedicaron a crear la sociedad que Dios había querido. Salvó a Grayson, pero entre tanto los Fieles se han hecho cada vez más intolerantes; Existe un montón de detalles de su supuesta religión de los que no he podido obtener información alguna, pero sé, por ejemplo, que se han deshecho de todos los Nuevos Testamentos porque dicen que si Cristo realmente hubiera sido el Mesías, la tecnología nunca hubiera triunfado en la Vieja Tierra; ellos no hubieran sido expulsados de Grayson, y la mujer se hubiera mantenido en su lugar a lo largo de todo el tiempo.

Honor lo miró, demasiado aturdida como para no creer lo que estaba diciéndole, y él volvió a negar con un gesto.

—Lo malo del asunto es que creen que Dios espera que arreglen todas las cosas que van mal en el universo, y todavía se proponen que Grayson acepte completamente su doctrina. Ninguno de los dos sistemas tiene, y perdóname por utilizar esta expresión, dónde caerse muerto económicamente hablando, pero están demasiado próximos en el espacio y han librado varias batallas a lo largo de los siglos, que culminarían con un ataque nuclear. Lo que, por supuesto, abre una puerta por la que tanto Haven como nosotros estamos intentando entrar. Esa es también la razón de que el Ministro de Exteriores me convenciera de que necesitamos un tipo especializado en asuntos militares, alguien como este humilde servidor, que encabece la delegación. Los graysonitas conocen perfectamente la amenaza que supone Masada y les gustará saber que la persona que negocie con ellos también es consciente de ello.

Negó con la cabeza y arrugó los labios.

»Es un maldito lío, Honor, y me temo que nuestros motivos no son tan puros como la nieve blanca. Necesitamos una base en esa área. Y, lo que es más importante; tenemos que asegurarnos de impedir que Haven se asiente en una que estaría tan próxima a nosotros. Esos detalles van a ser tan evidentes para la gente de allí como lo son para nosotros, así que estamos obligados a involucrarnos en su conflicto, al menos como mediadores entre ambos grupos. Si yo estuviera en el gobierno de Grayson sería, desde luego, algo en lo que insistiría porque el credo básico de la teología de Masada explica que volverán a Grayson algún día, triunfantes y dispuestos a derrocar a los herederos de aquellos herejes que exiliaron a sus ancestros de su edén. Lo que significa que Grayson necesita un poderoso aliado exterior. En cuanto empezamos a cortejarlos, los repos se fueron sin dilación a convencer a los de Masada. Pensarás, y tendrás razón, que posiblemente hubieran preferido a los graysonitas, pero estos parecen algo más conscientes de lo fatal que sería hacerse «amigos» de la República Popular.

»Y esa es la razón, Honor, de que debas saber cuál es la situación, hablando en términos diplomáticos. No vas a pasar desapercibida en ningún momento y el que el reino haya enviado a una mujer para liderar el movimiento militar, bueno…

Concluyó encogiéndose de hombros y ella asintió muy despacio, todavía intentando asimilar cómo era posible que en la época actual existiera todavía cualquier civilización tan retrógrada.

—Entiendo, señor —dijo en voz baja—. Entiendo a qué se refiere.