LA AVENTURA ACABA COMO EMPEZÓ
Los niños sufrieron una gran decepción. A pesar de que habían hablado de la posibilidad de que la cartera estuviese vacía, todos tenían la esperanza de que contuviera algo interesante.
El inspector seguía mirando la cartera, perplejo.
—¿Dónde encontrasteis esta cartera? ¿Qué es lo que os hizo sospechar que dentro había unos planos robados, sin saber de qué son esos planos?
—Verá, señor —dijo Julián—. Es una larga historia.
—Tendréis que contármela toda —dijo el inspector sacando su cuaderno de notas—. A ver. ¿Cómo empezó la cosa?
—Pues verá —dijo Jorge—; todo empezó cuando Tim se hizo daño en la oreja y hubo que ponerle un collar de cartón.
El inspector la miró, sorprendido. Luego dijo a Julián:
—Será mejor que me lo cuentes tú. No puedo perder el tiempo oyendo hablar de un collar de cartón.
Jorge se puso colorada como una cereza. Julián se echó a reír y empezó a referir la aventura, resumiéndola todo lo posible. El inspector se mostraba cada vez más interesado y sonrió cuando Julián le habló de los lúgubres aullidos y de las luces flotantes.
—Eso lo hacían para librarse de vosotros —dijo—. Demostrasteis ser muy valientes quedándoos. Sigue. Estoy seguro de que hay algo interesante en el fondo de todo eso.
Anotó los nombres de Pablo y Sandra en su cuaderno y preguntó:
—¿Tenéis alguna otra pista?
—Sólo esto, inspector —dijo Julián, presentándole el dibujo que reproducía la suela de goma del hombre que había mirado por la ventana.
El inspector lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo.
—Quizá sirva para algo —dijo.
Julián empezó a explicar lo ocurrido en los pasadizos subterráneos y, antes de que hubiera terminado, el inspector examinó de nuevo la cartera.
—No se comprende que esté vacía. Podría ser un truco para engañar a sus compinches, pero éstos sabían perfectamente dónde estaba y podían vengarse.
Volvió la cartera del revés y la agitó. Luego sacó un cortaplumas e hizo un gran corte en el forro. ¡Sí! ¡Allí había algo escondido! Unos papeles azules, cuidadosamente doblados y cubiertos por millares de cifras y de diminutos dibujos.
—¡Vaya! —exclamó el inspector tras lanzar un silbido—. La cartera no estaba vacía. Vamos a ver qué es esto. Parece el plano de algún proyecto, pero, ¿de qué proyecto?
—Mi padre lo sabrá —dijo Jorge inmediatamente—. Es un científico, ¿sabe, inspector?, uno de los más inteligentes del mundo. ¿Lo llamo?
—Sí —repuso el inspector, dejando el plano sobre la mesa.
Jorge salió corriendo y volvió un minuto después acompañada de su padre, cuyo semblante no era precisamente de alegría.
—Buenas tardes por segunda vez —dijo el inspector—. Perdone que le moleste. ¿Puede decirme si este documento es importante?
El padre de Jorge tomó el plano, lo examinó durante unos momentos y luego lanzó una exclamación.
—Pero… pero… ¡No, es imposible! Pero si es… ¡No, no puede ser! ¿Estaré soñando?
Todos lo miraban con viva curiosidad. ¿Qué quería decir? ¿Qué podía ser lo que reproducirían aquellos planos?
—En… entonces, ¿es cosa importante? —preguntó el inspector.
—¿Que si es importante dice? Amigo mío, sólo existen dos copias de estos planos. En este momento estoy estudiando una de ellas. ¿De dónde ha salido ésta? ¡No puedo creerlo! Sir James Lawton-Harrison tiene la otra. No hay ninguna más.
—Si usted tiene una y Sir James otra —dijo el inspector—, es evidente que existe una tercera.
—Está usted equivocado: no hay tal evidencia —replicó vivamente el padre de Jorge—. Lo evidente es que Sir James no tiene la suya. Voy a llamarlo ahora mismo. ¡Sorprendente! ¡Increíble! ¿Qué consecuencias tendrá todo esto?
Los niños no se atrevían a decir palabra. Estaban petrificados de asombro. ¿Quién les habría de decir que aquellos planos eran tan importantes y que el padre de Jorge estaba estudiando precisamente unos iguales? ¿En qué consistiría su importancia?
En seguida oyeron al padre de Jorge hablar por teléfono a voz en grito, irritado. Poco después volvió a reunirse con ellos.
—Efectivamente, a Sir James le han robado los planos. Lo ha mantenido en secreto por considerar que la divulgación de un hecho tan importante habría tenido graves consecuencias. ¡Y pensar que manché de tinta el mío ayer tarde!… ¡Robados! ¡Qué descuido!… ¡Robados en sus mismas narices! ¡Ahora sólo queda la copia que yo tengo!
—Quedan dos —replicó el inspector, señalando la que había sobre la mesa—. Le ha impresionado tanto la noticia de que han robado la de Sir James, que se ha olvidado de la que tenemos aquí.
—¡Es verdad! ¡Bendito sea Dios! Sí, me había olvidado por completo —dijo tío Quintín—. ¡Ni siquiera me he acordado de decirle a Sir James que la habéis recuperado!
Se dispuso a ir de nuevo hacia el teléfono, pero el inspector lo detuvo.
—No, no vuelva a telefonear. Conviene mantener el secreto de la recuperación de esta copia.
—Papá, ¿de qué son esos planos? —preguntó Jorge, expresando el pensamiento de todos, incluso el del mismo inspector.
—¿De qué son? Lo siento, pero no puedo contestar a esa pregunta —repuso el padre de Jorge—. La importancia del asunto me impone el silencio, incluso ante usted, señor inspector. Se trata de un secreto de Estado. Déme esos papeles, por favor.
Pero el inspector puso su mano sobre los planos.
—No; debo llevármelos y enviárselos a Sir James por medio de un mensajero de confianza. No conviene que las dos copias estén en el mismo sitio. Podría ocurrir alguna desgracia, un incendio, por ejemplo, y los planos desaparecerían.
—Es verdad, inspector. Lléveselos; no debemos correr ese riesgo —dijo el padre de Jorge, y añadió mirando a los niños—: No comprendo cómo han ido a parar a vuestras manos.
—Si quiere saberlo —dijo el inspector—, siéntese y escuche. Me lo están contando. Lo han hecho muy bien: Pero todavía no lo han contado todo.
Julián continuó su relato. El inspector se levantó de un salto cuando le oyó decir que los tres hombres habían entrado en el pasadizo del campamento romano.
—¿De modo que los visteis entrar, bajar por la cuerda? —preguntó—. ¡Quizá estén aún allí! —añadió, consultando su reloj—. ¡No, habrán huido! ¡Y pensar que podíamos haber detenido fácilmente a esos tres peligrosos espías! ¡Una vez más se nos han escapado! ¡Cuando ya los teníamos en las manos!
—No se han escapado —dijo Julián, levantando la voz con orgullo—. Aún están allí.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el inspector.
—Porque recogí la cuerda y me la llevé. Mire, aún la tengo en la cintura. Sin la cuerda, no pueden haber subido por donde han bajado, y estoy seguro de que no han encontrado la otra salida.
El inspector dio un golpe tan tremendo en la mesa que todos se estremecieron y los dos perros empezaron a ladrar.
—¡Buen trabajo! —masculló—. ¡Magnífico! Ahora mismo voy a enviar allí a algunos de mis hombres. Ya os explicaré el final de la aventura.
Dicho esto, salió corriendo como un gamo, con los valiosos planos en el bolsillo. Subió al auto y éste desapareció haciendo sonar la sirena.
—¡Oh! —exclamó Julián—. ¡Qué emocionante es todo esto!
Los niños estaban tan excitados, que todos hablaban al mismo tiempo. Tía Fanny no consiguió hacerse oír, pues el bullicio general ahogó su voz. Pero cuando Juana, la cocinera, preguntó si alguien quería comer algo, todos la oyeron.
Poco después llegó el médico, que reconoció el tobillo de Guy y volvió a vendarlo. Luego manifestó:
—Descansa dos o tres días y estarás completamente curado.
—Bueno —dijo tía Fanny—, tendrás que quedarte aquí con Jorge y tus demás amigos. Durante varios días no podrás dedicarte a tus excavaciones. Enrique puede quedarse contigo, y también Jet.
Los gemelos sonrieron encantados. Les gustaba aquella alegre familia y la vida de aventuras que llevaban. Sería divertido estar con aquel grupo de muchachos unos días. Y su alegría llegó al colmo cuando vieron aparecer a Juana con una suculenta comida.
—¡Ternera con tomate al horno! ¡Y qué ensalada! ¡Huevos duros, tomate, guisantes, rábanos, zanahorias!…
—¡Juana, eres una maravilla! ¿De qué es este budín?
Pronto estuvieron todos comiendo a dos carrillos, mientras comentaban la aventura. Exactamente cuando habían terminado, sonó el teléfono. Julián se encargó de atender la llamada. Un minuto después volvió muy contento.
—Era el inspector. Han capturado a los tres hombres. Cuando llegaron a la boca del pasadizo, uno de los espías les pidió ayuda. Les dijo que algún niño travieso o algún bromista se había llevado la cuerda. Los policías iban vestidos de paisano, de modo que los de abajo no sospecharon de ellos. Los agentes les lanzaron una cuerda, los bandidos fueron subiendo uno por uno…
—Y los agentes los iban deteniendo a medida que subían —le interrumpió Jorge, alegremente—. ¡Oh, cómo me habría gustado haberlo visto! ¡Habrá sido la mar de gracioso!
—El inspector está muy contento de nosotros —dijo Julián—, y lo mismo Sir James Lawton-Harrison. Nos van a dar una recompensa… Pero en secreto. No debemos decir nada a nadie. Ninguno de nosotros se quedará sin nada.
—Y supongo que para Tim también habrá algo —dijo Jorge inmediatamente.
Julián se quedó mirando al simpático perro de su prima.
—Ya sé lo que recibirá Tim como premio —dijo—: un nuevo collar de cartón. Está rascándose la oreja furiosamente.
Jorge profirió un grito y se precipitó sobre Tim. Le miró la oreja y su semblante se oscureció.
—Sí, se ha rascado muy fuerte, tanto que le vuelve a sangrar la oreja. ¡Oh, Tim! ¡Eres un estúpido! ¡Mamá! ¡Mamá! Tim se ha vuelto a hacer daño en la oreja.
—¡Cuánto lo siento, hija! —respondió la madre—. Ya te dije que no le quitases el collar hasta que estuviese completamente curado.
—¡Es para volverse loca! —exclamó Jorge—. ¡Volverá a ser la risa de todos!
—No, ya verás como esta vez nadie se ríe —dijo Julián a su prima con una sonrisa de aliento—. ¡Anímate! Detalle curioso, Jorge: la aventura empezó con el collar de cartón de Tim, y acaba con otro collar de cartón para Tim. ¡Tres hurras por el simpático Tim!
Sí, tres hurras por el simpático perro. Procura que se te cure la oreja antes de la próxima aventura, Tim. Piensa que no puedes volver a salir con un collar de cartón.
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