EL CAMINO DE SALIDA
Guy refirió lo ocurrido, que era, poco más o menos, lo que todos se habían imaginado.
—Esta mañana, cuando estaba profundamente dormido, Jet me despertó. Empezó a ladrar y yo me pregunté por qué ladraría. Me levanté para averiguarlo y vi a cuatro personas rondando por el campamento.
—Ya conocemos a esas cuatro personas —dijo Dick—. Sigue, Guy.
—Lo registraban todo. Levantaban las piedras y las medían. Yo les dije a gritos que se fueran, y ellos se echaron a reír. Luego uno de los hombres, que estaba intentando levantar una losa, la que cubre la entrada de esa galería subterránea…, ya sabes cuál es Enrique…, bueno, pues ese hombre empezó a gritar: «¡Ya lo he encontrado! ¡Éste es el pasadizo secreto! ¡Está aquí, debajo de esta piedra!».
Guy se detuvo. El simple recuerdo de lo ocurrido lo enfurecía. Jet le lamió una vez más.
—Entonces —continuó— lancé a Jet contra aquella gente, y los muy salvajes le dieron un puntapié. Al ver esto, yo me lancé contra ellos.
—¡Eres un valiente! —exclamó Dick, en un tono de admiración—. ¿Los venciste?
—No; ni mucho menos —contestó Guy—. Uno de ellos me dejó fuera de combate. Me dio un golpe en la cabeza y casi perdí el conocimiento. Le oí decir: «¡Este chico es un demonio! Si lo dejamos aquí, irá a pedir ayuda y no podremos buscar los planos». Otro de los hombres dijo: «Nos lo llevaremos». Y me metieron aquí.
—¿Cómo se las compusieron? —preguntó Enrique, asombrado—. La entrada está muy alta. Se necesita una cuerda para bajar.
—Llevaban una —dijo Guy, que masticaba su ración de chocolate y ya se sentía mucho mejor—. Uno de los hombres la llevaba a modo de cinturón. La ataron rápidamente a una roca, y todos, excepto la mujer, bajaron por ella. La mujer dijo que se quedaría arriba, vigilando, y se escondió detrás de un arbusto.
—No la vi cuando llegué —dijo Enrique—. No se me ocurrió mirar detrás de las matas. ¿De modo que te obligaron a bajar?
—Sí, yo gritaba y pateaba, pero fue inútil. Me hicieron bajar por la cuerda y, cuando estaba a la mitad, me caí y me disloqué el tobillo. Grité con todas mis fuerzas, pidiendo auxilio, y ellos me dieron una gran paliza.
—¡Qué animales! —exclamó Enrique—. ¡Qué brutos!
—Oí que uno de ellos decía que debía de haber un túnel por alguna parte, pues así lo indicaba el plano de Pablo, a quien no conozco. Luego me desmayé, a causa del dolor del tobillo, que iba en aumento. Cuando recobré el sentido, los tres hombres y yo estábamos aquí, junto a este montón de tierra. No sé cómo he podido llegar hasta aquí. Supongo que me habrán traído a rastras.
—¿Eso es todo? —preguntó Julián.
—No, hay algo más. Se pusieron furiosos cuando vieron esta barrera. Empezaron a cavar con las manos, pero en seguida desistieron, al desprenderse una piedra que cayó sobre la cabeza de uno de ellos. Estuvieron conferenciando un rato, y finalmente decidieron ir por algunas herramientas. Cuando las tengan volverán para seguir cavando e intentar pasar al otro lado.
—¡Ah, sí! —exclamó Julián—. Entonces pueden aparecer de un momento a otro.
—Sí. Me han dejado aquí porque no sabían qué hacer conmigo. Además, han pensado que, como no puedo andar, no han de temer que huya. Y aquí estoy esperando el regreso de esos brutos.
Todos se mostraron inquietos al pensar que los tres desconocidos podían aparecer en cualquier momento.
—¿Estamos muy lejos de la entrada de este pasadizo? —preguntó Julián.
Pero Guy no lo sabía. Como ya había dicho, estaba semiinconsciente cuando había entrado, y no se había dado cuenta de nada.
—No puede estar muy lejos —dijo Enrique—. Creo que valdría la pena buscar esa entrada. A lo mejor, aún está allí la cuerda que los bandidos han atado a la roca. Si Guy tiene el tobillo roto, no podremos regresar por donde hemos venido. Es un camino demasiado largo.
—Cierto —dijo Julián, preocupado—. Tendremos que intentar lo que dice Enrique. Pero habremos de ir en silencio y con el mayor cuidado, pues podríamos encontrarnos con esos hombres.
—En marcha —dijo Jorge—. ¿Qué hacemos con Guy?
Julián se arrodilló junto al muchacho y le examinó el tobillo.
—He hecho un curso de primeros auxilios en la escuela —dijo—. Y supongo que podré ver si el tobillo está roto o no.
Poco después diagnosticó:
—No está roto. Creo que podré vendárselo con un par de pañuelos. Dame el tuyo, Dick.
Todos se asombraron de la seguridad con que Julián vendaba el tobillo del pobre Guy.
—Ya está —dijo al fin—. Ya puedes apoyar el pie, Guy. Quizá te duela un poco, pero no te pasará nada. Prueba. Tendrás que ir descalzo: la bota no te entrará.
Haciendo un gran esfuerzo y apoyándose en Enrique, Guy logró mantenerse en pie. Probó a descargar todo su peso sobre el pie lesionado y logró hacerlo, aunque le dolía extraordinariamente. Sonrió a sus compañeros.
—¡Estupendo! —exclamó—. ¡Hala, vámonos! Hemos de procurar no encontrarnos con los bandidos. Es una suerte que tengamos a Tim y a Jet con nosotros.
Emprendieron la marcha a la luz de las linternas. El túnel era cada vez más ancho. Pronto llegaron al final.
—¡Mirad! Por ese agujero entró el conejo —exclamó Dick señalándolo—. No estábamos tan lejos del campamento como creíamos. Es extraño que no descubriesen el pasadizo los que exploraron la entrada de esta cueva.
—Sin duda, llegaron hasta la barrera formada por el desprendimiento, y se imaginaron que no había nada al otro lado —dijo Guy—. O quizá se detuvieron por temor a que se produjeran nuevos desprendimientos. Estos aludes pueden ser muy peligrosos: más de una vez han sepultado a un hombre, del que jamás se ha vuelto a saber.
Todos miraron hacia el orificio de entrada, en el que se veía luz.
—Por ahí lanzaron la cuerda y bajamos —dijo Guy.
Subió un trecho para ver si estaba la cuerda. Enrique lo sostenía por un brazo, mientras daba gracias a Dios por la mejoría del tobillo de Guy. Éste, de pronto, señaló hacia arriba.
—¡Allí está la cuerda! —exclamó—. ¡Menos mal que los bandidos no se la han llevado! Debían de estar muy seguros de que yo no podría alcanzarla.
La cuerda, pasando por la pequeña abertura, colgaba sobre sus cabezas. Julián preguntó a su hermana con un tonillo de duda:
—¿Podrás subir por la cuerda, Ana?
—¡Pues claro! —respondió la niña con firmeza—. Es un ejercicio que hacemos muy a menudo en el gimnasio del colegio, ¿verdad, Jorge?
—Sí —repuso Jorge—. Aunque aquélla es un poco más gruesa.
—Yo subiré primero —dijo Enrique—. Guy y yo tenemos una más gruesa que utilizamos para arrastrar rocas pesadas. Cuando estemos arriba, os la lanzaré para que subáis por ella.
—No hay que perder ni un minuto —dijo Julián—. Esos tipos pueden volver de un momento a otro. Estoy seguro de que las chicas podrán subir por esta cuerda. Jorge, tú la primera.
Jorge trepó como un mono, utilizando las manos y ayudándose con las piernas, que apretaba contra la cuerda.
Cuando llegó arriba, gritó:
—¡Sube tú ahora, Ana! ¡Es facilísimo! ¡Dales una lección a los chicos!
Antes de que los muchachos se acercasen a la cuerda, ya estaba Ana trepando, con gran agilidad. Julián se echó a reír y dijo a voces a su prima:
—Vigila, Jorge, y si viene alguien, avisa. Si hubiesen encontrado las herramientas de Guy, ya habrían vuelto. Deben de haber ido a buscarlas a Kirrin o a alguna granja de las cercanías.
—No creo que hayan encontrado las mías ni las de Enrique —dijo Guy—. Una vez nos la robaron y, desde entonces, las tenemos bien escondidas.
—¡Estupendo! —exclamó Julián—. Así tendremos más tiempo. Habrán tenido que andar mucho para encontrar las herramientas que necesitan. Sin duda, creen que se trata de un gran desprendimiento. Sin embargo, vigila bien, Jorge, hasta que todos estemos fuera.
Fue difícil ayudar a subir a Guy, pues estaba muy débil; pero al fin lo consiguieron. A los perros los envolvieron con sus camisas para que la cuerda no los hiriese al izarlos, y, tanto Tim como Jet, soportaron pacientemente la operación. Tim dio un poco más de trabajo, pues se creyó obligado a ayudar con sus patas y trató de andar por la pared, con lo que sólo consiguió girar sobre sí mismo como una peonza y enredar la cuerda.
Al fin, todos estuvieron al aire libre. Julián llevaba bajo el brazo la valiosa cartera. Tim se echó tranquilamente en el suelo, pero, de pronto, dejó de mover la cola y levantó sus grandes orejas.
—¡Guau! —ladró mientras se ponía en pie.
—¡Quieto, Tim! ¡Quieto, Jet! —dijo Julián. Y advirtiendo que alguien se acercaba, añadió—: Escondeos todos, ¡de prisa! Creo que vienen los bandidos.
—¡Guau! —empezó a ladrar Jet, pero Guy lo hizo callar y todos corrieron a esconderse, dispersándose y escogiendo cada cual él sitio que les parecía mejor, cosa fácil, pues el campamento romano estaba lleno de escondrijos.
Pronto oyeron voces cada vez más próximas. Nadie se atrevió a asomar la cabeza para ver quiénes eran los que llegaban; pero Julián y Dick reconocieron en seguida las voces.
—¡Cuánto hemos tardado! —dijo uno de los hombres—. Echad los picos y las palas por el agujero y bajemos. ¡Daos prisa! ¡Ya hemos perdido bastante tiempo! ¡Puede aparecer alguien cuando menos lo esperemos!
Un momento después, los niños oyeron el ruido que producían los picos y las palas al chocar con el suelo. Luego, uno tras otro, los hombres se deslizaron por la cuerda. Los niños no oyeron la voz de la mujer: debía de haberse quedado en Kirrin o en algún otro lugar de los alrededores.
Julián lanzó un breve silbido y todos asomaron la cabeza.
—¡Vámonos! —dijo—. ¡A correr se ha dicho!
Todos salieron de sus escondites y se alejaron corriendo. Todos excepto Julián, que permaneció allí uno o dos minutos más. ¿Qué hacía?
Algo muy sencillo, pero de gran provecho. Recogió la cuerda, la desató de la roca y se la puso a modo de cinturón, para lo que hubo de darle varias vueltas.
Mientras realizaba estas operaciones, en sus labios se dibujaba una sonrisa burlona. Luego se echó a reír a carcajadas y fue corriendo a reunirse con su grupo.
Se reía pensando en la indignación de aquella gente.