Capítulo XVI

EL PASADIZO SECRETO

Los niños estaban tan nerviosos, que tropezaron unos con otros al arrojarse sobre la boca de la cueva. Julián los obligó a retroceder.

—¡No seáis tontos! Todos a la vez no haremos nada a derechas. Dejad que Enrique y yo nos encarguemos del trabajo y terminaremos antes.

Tuvieron que trabajar de firme, pero no tardaron más de un minuto en agrandar el orificio con las herramientas de Enrique.

—¡Ya está! —dijo Julián—. Yo entraré primero. ¿Tenéis todos vuestras linternas? Las necesitaremos. Dentro de este túnel no se ve nada.

Lentamente fue internándose en la cueva, Al principio tuvo que andar a gatas, pero poco después el túnel empezaba a descender y se ensanchaba. Julián podía estar de pie, pues en aquel punto el pasadizo tenía una altura de casi dos metros. Llamó a los demás.

—¡Seguidme! Agarraos al jersey del de delante. Así nadie se perderá en esta oscuridad.

Jorge fue la segunda en entrar. Después entró Ana, luego Dick y finalmente Enrique. Tim, claro está, entró con Jorge. Todos estaban tan excitados, que gritaban más que hablaban.

—¡Dame la mano! Así. Ahora da un paso más.

—¡Qué oscuro está esto!

—De tanto andar a rastras, me siento como un zorro en su madriguera.

—¡Tim, no empujes! ¡No puedo ir más de prisa!

—Este túnel debió de abrirlo el agua hace muchos años. ¡No empujes, Tim!

—¡El agua no puede ir cuesta arriba, cabeza de corcho! ¡Agárrate a mi jersey, Enrique! ¡No te quedes atrás!

Julián seguía bajando por el estrecho túnel. Pronto fue éste tan ancho y alto, que Julián pudo acelerar la marcha.

—¿Crees que estamos en el pasadizo secreto? —preguntó Jorge poco después—. Por lo que veo, no conduce a ninguna parte.

—Si estamos o no en el pasadizo, sólo lo sabremos cuando encontremos algo escondido…, si es que lo encontramos.

Un ruido insólito, que se oyó ante ellos, detuvo en seco a Julián. Inmediatamente chocaron unos contra otros, y todos empezaron a gritar.

—¿Qué pasa, Julián?

La linterna de éste hizo brillar los ojos de dos aterrados conejos. El muchacho se echó a reír.

—¡No pasa nada! Todo lo han armado dos conejos. Este túnel está lleno de pequeños boquetes, que deben de ser madrigueras. ¡Pobres! ¡Qué susto les hemos dado!

El túnel se prolongaba, dando vueltas y más vueltas. De pronto, el blando terreno que pisaban se convirtió en suelo de dura roca. El pasadizo no era ya tan alto, y los niños tenían que avanzar agachados, lo que resultaba muy incómodo.

Julián se detuvo nuevamente. Oía algo. ¿Qué sería?

—¡Agua! —exclamó de pronto—. ¡Debe de haber alguna corriente subterránea por aquí! ¿Estáis todos bien?

—Sí —respondieron a coro todos los que le seguían. Y uno añadió—: ¡Adelante, Julián! ¡Queremos ver el agua!

El túnel se acabó de pronto, y Julián se encontró en una caverna espaciosa y de alto techo. A través de la cueva discurría una corriente de agua que había excavado un canal en la roca. Había sido una labor de cientos de años.

Julián la enfocó con su linterna. El agua era muy negra y brillaba al ser herida por la luz. Los que le seguían fueron llegando y se quedaron mirando la corriente subterránea, cuyo aspecto les pareció en extremo misterioso.

—¡Qué extraño! —exclamó Dick.

—Nada de eso —dijo Julián—. En otros muchos lugares recorren corrientes como ésta el subsuelo. Algunas brotan como fuentes, otras se reúnen en la superficie y forman ríos, y otras sabe Dios adónde van a parar.

—¿De modo que estamos en el final del túnel? —preguntó Jorge, mirando en todas direcciones—. Entonces es aquí donde tenemos que buscar lo que esa gente pueda haber escondido, ¿no?

—Recorramos las paredes de la cueva por si encontramos otra salida —propuso Dick.

Cada cual con su linterna, se dedicaron a buscar nuevas galerías. Tim estaba sentado con toda tranquilidad, sin mostrar la menor sorpresa ante aquella aventura subterránea.

—Aquí hay un túnel —dijo Dick.

Y aún no hubo terminado de decirlo, cuando Ana gritó:

—¡Y aquí otro!

—¿Cuál tomamos? —preguntó Julián—. Es una complicación que haya dos.

—Quizá ese Pablo indica en su plano cuál de los dos conduce al escondite —dijo Jorge—. Tiene que haber comprendido que, habiendo varios túneles, hay que indicar cuál de ellos hay que seguir para encontrar lo que él escondió.

—Tienes razón —dijo Julián—. Miremos por todas partes. Tal vez encontremos alguna señal que pueda ayudamos.

Poco después, Dick gritó:

—El pasadizo que debemos seguir es éste, el que he encontrado yo hace un momento. Tiene una flecha dibujada con yeso en la pared.

Todos acudieron a ver la flecha que Dick iluminaba con su linterna. Algunos chapotearon en el estrecho cauce por el que discurría la corriente subterránea.

—¡Estupendo! —exclamó Julián—. Ha sido un descubrimiento importante, pues demuestra que vamos por buen camino, el camino que siguió el tal Pablo. Vamos.

Entraron en el nuevo túnel y avanzaron en la oscuridad.

—¿Tiene alguien idea de la dirección en que vamos? —preguntó Dick—. ¿Hacia el Este, hacia el Oeste, hacia el Norte o hacia el Sur?

Enrique tenía una brújula. La enfocó con su linterna y la observó.

—Creo que vamos hacia el campamento romano —declaró.

—Es un detalle muy interesante —dijo Julián—. Quizá se utilizó este túnel hace cientos de años.

—Guy y yo hemos visto el plano de lo que debió de ser el campamento —dijo Enrique—. Tenía túneles y agujeros por todas partes. Pero las indicaciones eran poco claras, pues el plano dejaba mucho que desear. No pensaba explorar estos pasadizos. Mi padre me aconsejó que no lo hiciese. Temía que se produjera algún desprendimiento.

De improviso, el túnel se dividía en dos. Uno de los pasadizos era de considerable amplitud; el otro, estrecho.

Julián escogió el más ancho por parecerle que el otro era demasiado incómodo. Pero pronto tuvo que detenerse.

—El túnel acaba aquí —dijo—. Hay una pared que nos cierra el paso. Tenemos que volver atrás. Debimos tomar el más estrecho.

Volvieron sobre sus pasos. Enrique guiaba ahora al grupo. Tim deseó súbitamente ser el guía y empezó a pasar entre las piernas de todos a trompicones.

En seguida llegaron a la bifurcación, y vieron una segunda flecha trazada claramente con yeso en una de las paredes.

—¡Qué idiotas somos! —exclamó Dick—. No nos hemos fijado en las señales. Guía tú, Julián.

El túnel era estrechísimo, y sus paredes, de roca viva. Pronto se oyó un coro de «ufs» y «ayes» al tropezar rodillas y codos con la roca.

De nuevo una pared les cerró el paso. Julián no tuvo más remedio que detenerse.

—Tampoco podemos avanzar por este túnel —dijo—. Hay también una pared que lo obstruye. Es como un callejón sin salida.

Hubo un coro de exclamaciones de decepción.

—No podemos habernos equivocado —dijo Dick—. Mira a derecha e izquierda, Julián, y arriba y abajo. Tiene que haber alguna salida.

Julián dirigió hacia arriba el foco de su linterna y exclamó alegremente:

—¡Veo un agujero! ¡Está bastante alto!

—¿Hay alguna flecha cerca? —preguntó Enrique.

—Sí, y señala hacia arriba —respondió Julián—. Seguimos en el buen camino. Ahora hemos de ir hacia arriba. Pero, ¿cómo?

Jorge, que estaba a su lado, iluminó con su linterna las paredes.

—¡Mirad! —exclamó—. Podemos llegar fácilmente al agujero. Hay una especie de escalera natural en la roca. Mira, Julián.

—Sí —dijo éste—; subiremos sin dificultad. Jorge, tú la primera. Yo te ayudaré; te empujaré.

A Jorge la encantaba ser la primera. Atenazó la linterna con sus dientes y empezó a subir los escalones. Julián la iba empujando. Llegó fácilmente al orificio. En seguida vio que tampoco le sería difícil entrar por él.

—Un empujón más y paso —dijo a Julián.

Gracias al empujón de su primo, pronto se encontró en el suelo de una pequeña cueva.

—¡Me parece —gritó entusiasmada— que hemos encontrado el escondite! ¡Veo algo en un saliente de la pared! ¡Subid de prisa!

Todos la obedecieron al punto, el primero Dick, cuya excitación motivó la caída de varias piedras que por milagro no alcanzaron a Enrique. Al fin, el grupo entero estuvo en la pequeña cueva, incluso Tim, al que tuvieron que izar entre todos. Enrique subió con gran facilidad.

—Guy y yo estamos acostumbrados a estas cosas. Hemos explorado muchos túneles y cavernas.

Jorge dirigió la luz de su linterna a un saliente de la pared rocosa. Sobre éste había una cartera de cuero, y a su lado, dibujada en la roca, una flecha blanca que apuntaba a la cartera.

Julián estaba entusiasmado. Se apoderó de la cartera.

—Supongo que habrá algo dentro —dijo—, aunque pesa tan poco como si estuviese vacía.

—Ábrela —suplicaron todos sin poder contener su curiosidad.

Pero Julián no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave, y allí no había llave alguna.