Capítulo XIII

AL ACECHO

Anochecía. La oscuridad era más profunda en el escondite que en el exterior. Los Cinco se las habían arreglado para acomodarse en el agujero. Sólo podían encender una linterna, pues había que ahorrar las pilas.

Cenaron los Cinco juntos. El jamón se estaba terminando, pero quedaban tomates y un gran trozo de pastel. Julián abrió la última lata de sardinas y preparó algunos bocadillos para llevárselos. Además, envolvió en un papel dos trozos de pastel y un par de pastillas de chocolate.

—Esto nos servirá para matar el tiempo mientras vigilamos —explicó sonriendo—. No sé si esta noche tendremos espectáculo de duendes, brujas y luces flotantes. Yo creo que no. Saben que no tienen público y no querrán malgastar su arte.

—Tened cuidado —recomendó Ana.

—Nos lo has repetido lo menos siete veces —le dijo Dick—. No seas tonta. Para Julián y para mí esto es una diversión. Eres tú la que has de tener cuidado.

—¿Yo? —preguntó Ana, sorprendida.

—Sí —respondió Dick—. Cuidado de ese enorme escarabajo negro que te está rondando. Y procura evitar que se te siente un erizo en las piernas. Además, ten en cuenta que a lo mejor se le ocurre a alguna serpiente compartir este cómodo refugio contigo.

—¡Estúpido! —exclamó Ana, dándole un puñetazo.

—Volveremos exactamente cuando nos oigáis volver —bromeó Julián, y añadió—: Bueno, Dick, creo que ya es hora de que nos marchemos.

—Bien —respondió Julián, empezando a salir del agujero con todo cuidado para eludir las espinas—. ¡Uf, cómo pinchan estas ramas! ¡Cualquiera diría que me han tomado por un alfiletero!

Cuando los chicos se marcharon, las dos niñas se sentaron y guardaron silencio. Intentaron percibir el ruido de sus pasos, pero no oyeron nada. Julián y Dick avanzaban con el mayor sigilo sobre la hierba.

—Supongo que… —comenzó a decir Ana.

—Si vuelves a decir que tengan cuidado te doy un bofetón —la interrumpió Jorge.

—No iba a decir eso —protestó Ana—. Lo que supongo es que averiguarán algo esta noche. Me gustaría volver a Kirrin para bañarme a gusto y pasear en barca. ¿Ya ti no?

—Sí. También tengo ganas de comer alguna de esas deliciosas combinaciones que prepara Juana. Por ejemplo, las salchichas con tomate y puré de patatas…

—¿Y qué me dices de cómo fríe las sardinas y las patatas? —preguntó Ana—. Me parece estar oliéndolas.

—¡Guau! —intervino Tim, relamiéndose.

—¿Ves? Lo ha entendido —dijo Ana—. Es un perro muy listo.

Y estuvieron un rato charlando sobre la inteligencia y la habilidad de Tim, que escuchaba y movía la cola, satisfecho, tanto que casi levantaba polvo.

—¡Bueno, a dormir! —dijo Ana—. No vamos a estar hablando toda la noche. Además, el hecho de que estemos despiertas no ayudará en nada a los chicos.

Se acurrucaron una junto a otra sobre la manta. Hacía una noche espléndida y las niñas tenían calor. Había tan poco espacio en el hoyo… Ana apagó su linterna, y la oscuridad las envolvió. Tim apoyó la cabeza en el estómago de Jorge y ésta protestó:

—¡Cuidado, Tim! He comido mucho y me vas a cortar la digestión.

Ana colocó la cabeza de Tim sobre sus piernas. Era un consuelo tenerlo con ellas. Estaba de acuerdo con Jorge en que era el mejor perro del mundo.

—Me pregunto qué estarán haciendo los chicos —murmuró tras un momento de silencio—. Seguramente, les estarán ocurriendo cosas emocionantes.

No era así. Julián y Dick se estaban aburriendo como ostras. Al dejar a las chicas, se habían dirigido cautelosamente a la casa, sin encender las linternas para evitar que la luz los delatase.

Por el camino habían hablado del lugar donde debían esconderse y convinieron en que sería una buena idea subir la escalerilla de piedra y buscar un escondite en una de las habitaciones del piso.

—No hay techo y apenas quedan paredes —dijo Dick—. Podremos observar fácilmente los alrededores e incluso la planta baja de la casa, y no sospecharán que estamos sobre sus cabezas, vigilándolos. En cuanto nos acostumbremos a la oscuridad, veremos perfectamente. ¡Lástima que no haya luna!

Se acercaron a la casa silenciosamente, conteniendo la respiración y deteniéndose a cada paso para escuchar. Pero allí no había nadie.

—No se ve ni siquiera la luz de una linterna —susurró Julián al oído de Dick—. No creo que haya llegado nadie todavía. Entremos en la casa en seguida y escondámonos en el piso.

Entraron y subieron silenciosamente la escalera sin encender las linternas y extremando sus precauciones para no hacer ruido.

—¿Oyes los latidos de mi corazón? —preguntó Dick muy bajito cuando, finalmente, llegaron a lo alto de la escalera.

—No, pero el mío también hace un ruido tremendo. Bueno, ya estamos a salvo. Asegurémonos de que no hay ninguna piedra suelta, que pueda caer y delatarnos.

Quitaron las piedras que no estaban firmes y se sentaron en una de ellas. Un viento cálido soplaba con fuerza. Todo estaba en silencio, excepto el rosal que trepaba por la pared. El viento agitaba sus ramas, que, al chocar con la piedra, producían un extraño rumor. Dick se hizo un rasguño en un dedo con una espina. El rosal trepador lo invadía todo: el suelo, las paredes e incluso los restos de lo que había sido una pequeña chimenea.

Llevaban ya los dos muchachos más de tres cuartos de hora en su escondite, cuando Julián advirtió a Dick, en un susurró y dándole un ligero golpe en el hombro:

—Ahí vienen. Mira. Allí.

Dick miró hacia donde le indicaba su hermano y vio la luz de una linterna, que avanzaba lentamente. Era un diminuto punto luminoso en la oscuridad.

—Una linterna —musitó—. Y otra, y otra. Casi una procesión… Una procesión que avanza lentamente.

Además de lenta, era silenciosa. Sin duda, se dirigía a la casa. De pronto se fragmentó.

—Quieren asegurarse de que nos hemos ido —dijo Julián—. Confío en que no se les ocurrirá subir aquí.

—Escondámonos en la chimenea, por si acaso —dijo Dick.

Lentamente y procurando no hacer ruido, los dos muchachos se dirigieron a los restos de la chimenea, como sombras en la oscuridad de la noche. La chimenea era espaciosa y los chicos cupieron perfectamente en ella. Se apretujaron en el rincón menos visible para el que subiese por la escalera.

—Alguien sube —dijo Dick, cuyo agudo oído había captado un rumor de pisadas en los escalones de piedra—. ¡Quiera Dios que resbale en el escalón roto y no le queden ganas de seguir subiendo!

Como respondiendo a sus deseos, se oyó un golpe seguido de una exclamación de enojo.

«Ha resbalado en el escalón», pensó Dick.

La luz de una linterna recorrió las destartaladas habitaciones, las paredes en ruinas, los restos de la chimenea… Los chicos se apretaron aún más contra la pared, conteniendo la respiración. La luz pasó sobre ellos fugazmente y se alejó. Luego una voz dijo muy cerca de ellos:

—Aquí no hay nadie. Los niños se han marchado. Podemos empezar nuestra tarea.

Los muchachos lanzaron un suspiro de alivio. ¡Por qué poco! ¡Estaban a salvo! Los extraños visitantes renunciaron a sus precauciones. Todos encendieron sus linternas y empezaron a hablar en voz alta. Dos potentes focos acabaron de iluminar la casa.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó una voz—. Sandra, ¿dónde está el plano?

—Aquí. Lo he extendido en el suelo —contestó una voz que los chicos reconocieron al instante, pues era la de la supuesta campesina que había hablado con ellos—. No nos servirá de mucho, pues Pablo es un pésimo dibujante.

No cabía duda de que los extraños visitantes se dedicaron al punto a consultar el plano. Sus palabras llegaron claramente a Julián y Dick.

—Lo único que sabemos con seguridad es que tenemos que encontrar esa piedra blanca. Sabemos el tamaño que tiene, pero no el sitio en que está, aunque suponemos que se halla aquí. Ya hemos mirado en el campamento romano y allí no hay ninguna losa que tenga las dimensiones de la que buscamos.

Julián miró a Dick. Así, pues, las personas de que se había quejado Guy pertenecían a la banda. ¿Qué buscarían bajo las piedras? En seguida lo supieron.

—Levantaremos todas las losas de estos contornos si es preciso. Hay que encontrar a toda costa ese pasadizo secreto. Si no lo encontramos, lo mejor que podríamos hacer sería retirarnos a un asilo para pasar el resto de nuestras vidas.

—Tal vez lo pasemos en presidio —dijo otro.

—No, eso no —contestó la voz de antes—. Sólo Pablo puede ir a presidio, ya que es el autor del robo.

—¿No podrías conseguir que Pablo trazara un plano mejor que éste? —dijo la voz de la «campesina»—. La mitad de lo que hay escrito en él no lo entiendo.

—Está enfermo. Ha perdido la cabeza —dijo otro—. No adelantaríamos nada preguntándole. Lo pasó tan mal cuando huyó con esos planos, que por poco se muere. Sería inútil pedirle aclaraciones.

—No conozco esta palabra —dijo la mujer—. A-C-U-A. ¿Qué significa acua?

—No lo sé… Espera… Sí, eso es. Debe de ser «agua». Es una G y no una C. ¿Dónde está el pozo? ¿Hay alguno en esta cocina? Eso es, eso es: agua. Estoy seguro de que hay junto al pozo una losa como la que buscamos.

Julián dio un codazo a Dick. Estaba tan excitado como el hombre que acababa de hablar. Los dos escucharon atentamente. No querían perder ni una sílaba de lo que decían aquellos hombres.

—Aquí hay un sumidero, y eso debe de ser lo que queda de la bomba. El pozo debe de estar debajo de esta losa. Fijaos; tiene el tamaño exacto. Manos a la obra. ¡Ánimo!