¿QUÉ SERÁ ESO?
Cuarenta dedos se apresuraron a rascar la tierra de las rendijas para poder alcanzar el borde inferior de la piedra y levantarla. Al fin, Julián logró hacer presa en uno de los picos, que estaba un poco más levantado que los otros, y, tirando con fuerza, consiguió moverla ligeramente.
—Ayúdame por este lado, Dick —le dijo su hermano.
Dick se colocó junto a Julián.
—¡A la una… a las dos… y a las tres!…
La piedra fue levantándose poco a poco y al fin cayó estrepitosa y pesadamente hacia el otro lado. Tim empezó a ladrar con todas sus fuerzas. Todos miraron al espacio descubierto, y la decepción fue general.
Allí no había nada, ni siquiera un agujero: sólo tierra, una tierra negra y dura como el acero. Todos estaban extrañados. Jorge miró a Julián.
—Es increíble, ¿verdad? ¿Para qué habrán levantado esta piedra tan pesada no habiendo nada debajo?
—Lo que está bien claro —dijo Julián— es que quien la levantó no encontró ni escondió nada aquí. Es incomprensible que la levantaran y la volvieran a colocar sólo por el gusto de hacerlo.
—Quizá buscaban algo que no estaba aquí —dijo Ana—. Tal vez se equivocaron de piedra.
—Creo que Ana tiene razón —dijo Dick—. Se han equivocado de piedra. Seguramente hay algo interesante debajo de una de estas losas; pero, ¿de cuál?
Todos se sentaron y se miraron, perplejos, unos a otros. Tim se sentó también, preguntándose por qué armarían tanto jaleo por una simple piedra. El primero en romper el silencio fue Julián.
—A juzgar por lo que nos habéis contado sobre las luces que visteis en la casa la primera noche, las voces que oísteis y esas dos o tres personas que os asustaron anoche, durante la tormenta, alguien busca aquí a toda prisa algo importante.
—Sí, algo que está escondido debajo de estas piedras: un tesoro o algo así —dijo Jorge.
—Pues yo no creo que aquí haya ningún tesoro —dijo Julián, reforzando sus palabras con un movimiento negativo de cabeza—. La gente que vivió en esta casa debió de ser pobre. A lo sumo podrían haber escondido unas cuantas monedas de oro, y, seguramente, ya las habría encontrado alguien.
—Pero hay que pensar que puede haberse escondido hace poco algo valioso, quizá algo robado —dijo Ana.
—Tal vez, pero no podemos asegurarlo —replicó Dick—. Desde luego, se trata de algo muy importante para alguien. A lo mejor, esa gente que, según nos dijo Guy, fue a molestarle, tiene algo que ver con todo esto.
—Quizás —admitió Julián—. Lo cierto es que saben que está aquí lo que buscan, sea lo que sea. Y no cabe duda de que no les hizo ninguna gracia encontraros aquí. Por eso uno de ellos se acercó a la ventana. Querían saber si estabais durmiendo. Y resultó que estabais despiertas.
—No sé si quedarme o marcharme —dijo Ana, nuevamente dominada por el miedo—. Si no han encontrado aún lo que buscan, quizá vuelvan esta noche.
—¿Y qué? —exclamó Dick—. Contamos con la defensa de Tim, ¿no? Yo no me voy sólo porque alguien tenga la manía de levantar las piedras del suelo.
—Ni yo —dijo Julián alegremente—. Quedémonos. También nosotros podemos dedicarnos a levantar las piedras si se nos antoja. A lo mejor encontramos algo interesante.
—Ni más ni menos —dijo Dick—. Decididamente, nos quedamos. ¿No te parece, Ana?
—¡Claro que sí! —respondió la niña, que de buena gana se habría marchado, pero que por nada del mundo se habría separado de los Cinco.
Éstos exploraron detenidamente los alrededores de la casa. Su deseo era averiguar la procedencia de los merodeadores que habían visto las niñas la noche anterior. ¿Por dónde habían venido y hacia dónde se habían ido?
—Las personas que vi estaban ahí —dijo Ana, señalando el lugar donde las había visto—. Comprobemos si dejaron alguna huella. Como llovía, el suelo estaba cubierto de barro.
—Buena idea —dijo Dick, dirigiéndose hacia el lugar señalado por Ana.
Sí, había huellas, profundas huellas de pies, delante mismo de la ventana. Una de ellas estaba borrosa, pero la otra se veía con toda claridad.
Dick sacó del bolsillo una hoja de papel.
—La calcaré —dijo—. También conviene averiguar la clase de suela que ha impreso estas huellas. A ver… Sin duda son suelas de goma, o de crepé. El calzado es del treinta y ocho. Lo mismo que el tuyo, Julián.
Sacó un lápiz y, poco a poco, fue calcando en el papel las huellas de los zapatos del intruso.
—Eres un verdadero detective, Dick —le dijo Ana, entusiasmada.
Dick sonrió.
—Copiar unas huellas es fácil —dijo—. Lo difícil es encontrar a la persona que las ha impreso.
—Ya es la hora de la cena…, si es que alguien quiere cenar —dijo Jorge—. Son las ocho y media. ¡Qué de prisa pasa el tiempo!
—Yo no tengo apetito —declaró Dick—. ¡Hemos comido tanto durante el día!
—Si no tienes apetito, no comas —dijo Jorge—. No debemos malgastar los víveres. Así nos ahorraremos un viaje a casa en busca de comida.
Como todos podían pasar sin cenar, se limitaron a comer un poco de pastel de frutas y unos bizcochos. Bebieron zumo de piña y agua de la fuente. Jorge había tenido la feliz idea de llenar de agua la lata de piña, una vez vacía, y de este modo no tuvieron necesidad de ir todos a la fuente.
—Está oscureciendo —dijo Julián—. ¿Dormimos dentro de la casa o fuera?
—Dentro —repuso rápidamente Dick—. Hay que poner todas las dificultades que podamos a esos extraños visitantes nocturnos.
—De acuerdo —dijo Julián—. Estoy seguro de que no les hará ninguna gracia encontrarse con nuestro buen Tim. Vamos a recoger ramas de brezo para hacer dos nuevas camas. No podría dormir si tuviéramos una sola para los cuatro.
Pronto estuvieron los cuatro recogiendo ramas en los alrededores. Las colocaron en la habitación principal de la planta baja. Habían decidido dormir todos en la misma estancia por si surgía algún peligro.
—Se necesita una gran cantidad de brezo para hacer una cama blanda —dijo Dick, probando la suya—. Tengo la sensación de que mis huesos descansan en el suelo.
—Podemos colocar las mochilas vacías bajo el ramaje. Así la cama será menos dura. Las chicas pueden quedarse con la manta para echarla sobre el brezo. No necesitamos taparnos: hace mucho calor.
Cuando terminaron de instalarse, era ya de noche. Jorge, ya acostada en su cama, bostezó.
—Me dormiré en seguida —dijo—. No hay que hacer guardia, ¿verdad? Tim ladrará si alguien se acerca.
—Desde luego, no hace falta que vigilemos por turno —convino Julián—. Vete, Tim. Aquí no hay sitio para los dos.
Julián fue el último en dormirse. Estuvo un gran rato pensando en la piedra que habían levantado. No cabía duda de que los primeros que la habían movido creían que iban a encontrar algo debajo de ella. Si tenían un plano, o no estaba bien trazado o los buscadores no lo habían sabido interpretar.
Al fin, no pudo seguir pensando, porque se quedó dormido. Tim se durmió también, feliz de tener a los niños bajo su custodia. Como siempre, mantuvo una oreja en alto, pero no tan atenta como de costumbre.
Sin embargo, podía oír a un ratón que corriese por el suelo, y a un moscardón que chocara con las paredes al buscar la salida. Poco después estaba tan profundamente dormido, que no pudo oír el rumor que producía un erizo al deslizarse junto a la casa, en la oscuridad de la noche.
Pero, de pronto, algo hizo que sus orejas se irguiesen de nuevo: cerca de la casa, y cada vez más fuerte, se oyó un sonido extraño, una especie de alarido inquietante, aterrador.
Tim se despertó y permaneció un momento escuchando. Luego se acercó a Jorge y le dio un ligero golpe con el hocico. Ignoraba si podía ladrar o no. Sabía que no debía ladrar a las lechuzas, pero aquello no era una lechuza. Quizá Jorge supiese lo que era.
—¡Estáte quieto! —le dijo la niña, sin despertar del todo.
Pero Tim siguió tocándole con el hocico. En esto, Jorge oyó el extraño alarido y, sobresaltada, acabó de despertarse.
¡Qué grito tan horrible! Era una especie de aullido, un lúgubre lamento que iba cobrando potencia y que luego decrecía lentamente. Esto se repetía una y otra vez. Era un gemido de angustia que estremecía a quien lo escuchaba.
—¡Julián! ¡Dick! ¡Levantaos! —dijo Jorge, cuyo corazón latía sin freno—. ¡Ocurren cosas extrañas!
Los chicos se despertaron inmediatamente y oyeron el horrible lamento. ¿Qué sería? ¡Otra vez! Empezó en apenas un susurro, que, creciendo, alcanzó su máxima intensidad y después, lentamente, se fue extinguiendo, para comenzar nuevamente tras una breve pausa.
Dick sintió que se le erizaba el pelo. Saltó de la cama y se dirigió a la ventana.
—¡Mirad! ¡Venid en seguida! —gritó—. ¿Qué será eso?
Todos acudieron presurosos al lado de Dick. Tim ladraba con todas sus fuerzas, mientras Ana, Jorge, Julián y Dick observaban en silencio algo sumamente extraño.
Luces azules y verdes brillaban por todas partes, a veces débilmente, a veces con deslumbrante intensidad. En esto vieron que una luz blanca surcaba lentamente el aire. Ana se aferró a Jorge, temblando.
—¡A ver si viene hacia aquí! —exclamó—. No vendrá, ¿verdad? ¡Esto no me gusta nada! ¿Qué será, Julián?
—¿Cuándo cesará ese maldito aullido? —dijo Dick—. Siento como si resonara dentro de mi cabeza. ¿Qué te parece todo esto, Julián?
—Que es algo muy raro. Voy a ver si averiguo algo. Tim me acompañará.
Sin que nadie pudiese evitarlo, salió de la casa. Tim iba a su lado, ladrando desaforadamente.
—¡Julián, vuelve! —le gritó Ana, mientras se alejaban los pasos de Julián.
Todos permanecieron en la ventana con los nervios en tensión hasta que, de pronto, el extraño gemido dejó de oírse y las luces sé fueron apagando.
Pronto oyeron los pasos de Julián que regresaba.
—¿Qué era, Julián? —le preguntó Dick.
—No lo sé —repuso Julián, perplejo—. No tengo ni la menor idea. Mañana por la mañana procuraremos averiguarlo.