Capítulo IX

LOS CHICOS INVESTIGAN

Los Cinco emprendieron la marcha. Tim iba el último, feliz de tener a su lado a todos sus amigos. De vez en cuando tocaba con el hocico las piernas de uno u otro para recordarles que estaba con ellos.

Cuando llegaron a las proximidades del campamento romano se encontraron con un chico que estaba junto a un arbusto, leyendo un libro.

—Ése es el chico de que os hemos hablado —dijo Jorge.

—Pues no parece un anormal —repuso Dick—. Está absorto en la lectura. Aún no se ha dado cuenta de nuestra llegada.

—Yo le hablaré —dijo Jorge.

Y cuando estuvieron cerca de él, le dijo:

—¡Hola! ¿Dónde está Jet?

—¡Yo que sé! —repuso el muchacho levantando los ojos y mirándola con cara de pocos amigos.

—Estaba contigo esta mañana —dijo Jorge.

—Eso no es verdad. Nunca está conmigo. Bueno, haced el favor de dejarme en paz. Ya veis que estoy leyendo.

—¿Habéis visto? —preguntó Jorge a sus primos—. Ha venido esta mañana con Jet a vernos, y ahora dice que Jet no está nunca con él. Está loco.

—O es un mal educado —dijo Dick—. No vale la pena preocuparse por él. Oíd, ya que ahora no está excavando, podríamos explorar el campamento romano sin que él proteste.

Poco después llegaban al terreno de las excavaciones. En seguida oyeron un silbido de bienvenida y el golpeteo de un pico sobre la tierra. Jorge se asomó a una profunda cavidad y retrocedió sorprendida. Tan rápido fue el retroceso, que la niña casi se cayó de espaldas.

El muchacho estaba cavando tranquilamente en el fondo del hoyo. Se apartó el pelo que le tapaba los ojos y entonces vio a Jorge y a sus compañeros. Parecía sorprendido.

—¿Cómo diablos has venido tan de prisa? —le preguntó Jorge—. ¡Cualquiera diría que tienes alas!

—Llevo aquí más de una hora —respondió el muchacho.

—¡Mientes! —replicó Jorge. El chico se enfadó y dijo rápidamente—: ¡Estoy ya harto de vosotras! ¡Y encima os traéis a vuestros amigos! ¿Hasta cuándo pensáis seguir tomándome el pelo?

—¡No seas tonto! —le dijo Dick, que estaba tan asombrado como Jorge y Ana.

¿Cómo se las habría arreglado para trasladarse allí con tanta rapidez y sin que ellos lo viesen? ¿Hacía estas cosas para divertirse? Desde luego, no parecía estar loco.

—¿Es tuyo este terreno? —le preguntó Julián.

—¿Mío? ¡Qué tontería! ¿Tengo yo cara de ser dueño de un terreno como éste? Lo descubrió mi padre hace unos años y me ha dado permiso para trabajar en él durante las vacaciones. ¡Mirad lo que he encontrado!

El muchacho señaló un deteriorado cajón en el que había un jarro roto, algo que parecía un broche antiguo y un fragmento de piedra. Julián estaba interesadísimo. Bajó al fondo del hoyo.

—¡Te felicito por estos importantes hallazgos! —exclamó—. ¿Has encontrado alguna moneda?

—Sí, tres —repuso el muchacho, hurgando en sus bolsillos—. Primero encontré ésta y luego, ayer, estas otras dos, que estaban juntas. Deben de tener muchos siglos.

Cediendo a su curiosidad, los demás saltaron también al interior del hoyo y empezaron a observarlo todo con gran interés. Saltaba a la vista que la excavación era obra de manos expertas, y el chico buscaba aquí y allá con la esperanza de encontrar algo que les hubiera pasado por alto a los excavadores.

Dick empezó a salir de la cavidad, escalando la pendiente erizada de rocas. De pronto apareció ante sus ojos un conejo que se quedó mirándolo aterrado, y luego dio un salto y desapareció bajo una piedra. Poco después asomó su cabecita para observar a Dick. Éste se echó a reír mientras miraba a su vez al conejito; se acercó a él cautelosamente y el conejo desapareció en su escondite. Dick se agachó, apoyándose en las manos y las rodillas, miró por debajo de la piedra y vio un negro agujero.

Dick iluminó el escondite del conejo con su linterna, creyendo que iba a ver la entrada de una madriguera; pero comprobó, sorprendido, que aquel orificio no tenía las dimensiones de la boca de una madriguera, y que daba paso a un ancho túnel a cuyo final no llegaba el foco de su linterna.

«Es demasiado ancho para ser la madriguera de un conejo», se dijo Dick. Y, después de preguntarse adónde conduciría, decidió informarse por el muchacho. Éste seguía mostrando sus hallazgos a Julián, que los examinaba entusiasmado. Dick se acercó a ellos y dijo al pequeño arqueólogo:

—He visto un pasadizo subterráneo bajo una de esas piedras. ¿Sabes algo de él?

—¡Ah, sí! Mi padre me ha dicho que lo exploraron y que conduce a una especie de depósito de víveres. No encontraron nada interesante cuando lo recorrieron. Me parece que ni siquiera forma parte del campamento romano.

—Mira, ahí hay otra caja de objetos antiguos —dijo Dick a Julián, señalando un cajón que había en el lado opuesto de la gran cavidad. Y preguntó al muchacho—: ¿Son también tuyas esas cosas?

—No —repuso el excavador—, eso no es mío. Os agradeceré que no lo toquéis.

—¿De quién es, entonces? —preguntó Jorge, curiosa.

Pero el muchacho no oyó esta pregunta. Había reanudado su animada conversación con Julián. Jorge sacó de la caja un bonito jarro de cerámica.

—¡Eh! ¡He dicho que no toquéis eso! —gritó el muchacho, tan enojado y tan repentinamente, que a Jorge casi se le cayó el jarro de las manos—. ¡Déjalo donde estaba, y, como vuelvas a tocarlo, te echaré de aquí!

—¡Bueno, hombre, no te enfades! —dijo Julián—. No grites tanto. Con esas voces has asustado incluso a tu perro. ¡Qué salto ha dado el pobre animal!… Lo mejor será que nos vayamos.

—Perdona, pero no me gusta que me molesten —dijo el chico, a modo de justificación—. Estoy harto de la gente que viene a meter aquí las narices. Ya he tenido que alejar a más de uno.

—¿Gente? —preguntó Julián, recordando que Ana le había hablado de dos o tres personas que merodeaban por los alrededores de la casa en plena tormenta—. ¿Qué clase de gente?

—Pues de esa que alborota y se mete en todas partes para curiosear —repuso el muchacho—. Es increíble la cantidad de idiotas que rondan por estos lugares solitarios y que vienen a molestarme… No lo digo por vosotros —añadió sonriendo—, que, por lo menos, entendéis algo de este trabajo.

—¿Vino alguien por aquí la pasada noche?

—Me parece que sí, porque Jet ladró hasta desgañitarse. Quizá fue que la tormenta lo asustó, cosa rara, pues no suele temerlas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Dick.

—Guy Lawdler —respondió el muchacho.

Dick lanzó un silbido de admiración.

—Entonces tu padre debe de ser el famoso explorador Sir John Lawdler —dijo. Y el muchacho movió la cabeza afirmativamente—. Así que no me extraña que sepas tanto de arqueología. Tu padre ha hecho grandes cosas en arqueología, ¿verdad?

—¡Dick! —lo llamó Jorge—. ¡Vámonos ya! Nos bañaremos en el estanque. No nos acordamos de deciros que hay uno cerca.

—Bien —aceptó su primo—. Vámonos, Julián. Adiós, Guy.

Dejaron a su nuevo amigo con sus restos romanos y se dirigieron a la casa para ponerse los trajes de baño. Poco después corrían hacia el estanque.

—¡Mirad! ¡Guy se está bañando! —exclamó Dick, sorprendido.

Sí, allí estaba el muchacho con su eterna cortina de pelo que casi le tapaba los ojos.

—¡Guy! ¡Espera! ¡También nosotros nos vamos a bañar! —le gritó Dick.

Pero el muchacho estaba ya saliendo del agua. Dick insistió:

—¡Espera un momento! ¡Nos gustaría nadar contigo, Guy!

—¡No digas tonterías! —replicó el muchacho, con cara adusta—. Yo no me llamo Guy.

Los cuatro se quedaron atónitos. El muchacho echó a correr y desapareció corriendo entre la maleza.

—¿Lo veis? —dijo Ana—. Está completamente loco. Bueno, no pensemos en él. Venid; el agua está estupenda.

Cuando llevaban unos minutos bañándose, empezaron a sentir apetito.

—No comprendo que tengamos ganas de comer después de habernos zampado una montaña de bocadillos y un enorme pastel —dijo Dick—. Te desafío a una carrera hasta la casa, Julián.

Una vez allí, se quitaron los bañadores, se vistieron y merendaron: té, pastel de frutas, bizcochos y piña. El zumo de piña se lo bebieron mezclado con agua. Estaba delicioso.

—Ahora inspeccionemos la casa —dijo Dick.

—Ya lo hemos hecho Ana y yo —advirtió Jorge—, y no hemos visto nada de particular.

Lenta y cuidadosamente exploraron toda la planta baja. Después subieron por la escalera al piso, si se le podía llamar así, pues apenas quedaba techo; las cuatro paredes era casi lo único que se veía.

—Aquí no hay nada —dijo Julián, mientras bajaban la escalera—. Ahora echaremos una mirada al patio, aunque tampoco puede decirse que esté bien conservado.

Inspeccionándolo todo, llegaron a los viejos establos. Estaban muy oscuros, pues las ventanas eran muy pequeñas. Sólo cuando pasaron unos segundos y sus ojos se acostumbraron a la oscuridad pudieron ver algo.

—Pesebres —dijo Dick, tocándolos—. ¿Cuánto tiempo hará que no se han utilizado?

—¡Venid! —exclamó Jorge—. ¡Aquí hay algo extraño! Mira, Ana. Este trozo de suelo estaba intacto ayer cuando lo reconocimos, ¿verdad?

Ana miró la blanca losa de piedra que le señalaba Jorge. Era evidente que la habían levantado, pues no tenía los bordes tan verdes como las demás losas, y, además, al volver a colocarla, no la habían encajado bien.

—No cabe duda —dijo Dick— que alguien se ha interesado por esta piedra o por lo que hay debajo de ella. Apostaría cualquier cosa a que aquí hay algo enterrado.

—Ya sabemos lo que vinieron a hacer aquellos hombres que vimos anoche —dijo Jorge—. Entraron en el establo y levantaron esta piedra. Pero, ¿para qué?

—Pronto lo sabremos —respondió Julián—. ¡Venid! Entre todos intentaremos levantarla.