Capítulo VII

SUCEDEN COSAS EXTRAÑAS

Tim dejó de ladrar y trató de desprenderse de la mano de Jorge, pero la niña no lo soltó. Jorge no era miedosa, pero la reciente tormenta, el misterio que rodeaba a la casa y los súbitos y furiosos ladridos de Tim, la movían a desear tener al perro cerca.

—¿Qué será? —preguntó Ana en un susurro.

—No lo sé; no tengo la menor idea —repuso Jorge, también en voz baja—. Quizá no sea nada; tal vez sea sólo que la tormenta ha puesto nervioso a Tim. Estemos un rato despiertas a ver si oímos algo extraño.

Permanecieron inmóviles en su rincón. Jorge sujetaba fuertemente a Tim. Éste gruñó un par de veces, pero no volvió a ladrar. Jorge empezó a creer que la única causa de la excitación de Tim había sido la tormenta.

Se oyó un trueno. La tormenta volvía a tomar incremento, o empezaba otra.

—No hay nada que temer, Ana —dijo Jorge—. Han sido sólo los truenos y los relámpagos lo que ha hecho ladrar a Tim —y añadió dirigiéndose al perro—: Como vuelvas a asustarnos, te acordarás de mí.

¡Brrruuuuuuummmmm!

Sí, se había desencadenado una nueva y violentísima tormenta. Tim empezó a lanzar furiosos ladridos.

—¡Calla, Tim! ¡Haces tú más ruido que la tormenta! —le reprochó Jorge—. ¡No, no puedes salir! Vuelve a haber tormenta y es tan fuerte como la anterior. Si salieras, lo único que conseguirías sería mojarte. Luego te acercarías a mí y entonces seríamos dos los mojados. Te conozco muy bien.

—¡No, no lo dejes salir! —suplicó Ana—. ¡Quiero que esté con nosotras! ¡Qué horror! ¡Es una tormenta espantosa! ¡Quiera Dios que no nos caiga ningún rayo!

—¡Bah! Esta casa está aquí desde hace trescientos o cuatrocientos años y habrá soportado miles de tormentas. Bien podrá afrontar una más sin que le pase nada… Pero oye, ¿adónde vas?

—A mirar por la ventana… —respondió Ana—, bueno, por el hueco donde hubo una ventana. Me gusta ver el campo cuando lo ilumina repentinamente un relámpago y en seguida vuelve a quedar sumido en la oscuridad.

Ana se acercó a la ventana. En este momento se oyó el rugido de un trueno no muy lejano. Poco después, un nuevo relámpago, anuncio de un nuevo trueno, iluminó fugazmente el campo. Ana profirió un grito y volvió rápidamente al lado de su prima.

—¡Jorge!… ¡Jorge!… —susurró.

—¿Qué pasa? —preguntó Jorge, alarmada.

—Ahí fuera hay alguien —dijo Ana, aferrándose desesperadamente a su prima—. Los he visto un momento a la luz del relámpago.

—¿Qué clase de gente es? —preguntó Jorge, sorprendida—. Y ¿cuántos son?

—No lo sé. ¡Ha sido todo tan rápido! Creo que he visto dos…, quizá tres. Estaban tan quietos como postes a pesar de la tormenta.

—¡Ana, por Dios! Lo que has visto han sido árboles, no personas. Hay algunos árboles pequeños cerca de la casa. Los vi cuando vinimos el otro día.

—No, no son árboles: estoy segura —afirmó Ana—. ¿Qué hará esa gente ahí con esta tormenta?… ¡Estoy muerta de miedo!

A Jorge no le cabía duda de que Ana había tomado por personas aquellos arbolitos que había cerca de la casa. Eran del tamaño de un hombre. Por lo tanto, bien podían parecer hombres a la luz de un relámpago. Esta luz es engañosa por lo repentina.

—No te preocupes, Ana —dijo Jorge, deseosa de calmar a su prima—. Nada tan fácil como ver cosas raras a la luz de los relámpagos. Tim habría ladrado si alguien rondase por aquí…

—¿Acaso no ha ladrado? ¿Olvidas que nos ha despertado con sus ladridos?

—Pero ha ladrado a la tormenta —dijo Jorge—. Ya sabes que los truenos lo enfurecen.

Un nuevo relámpago lo iluminó todo y momentos después se oyó un trueno ensordecedor.

Pero antes de que resonara el trueno, las dos niñas habían lanzado un grito de terror, mientras Tim empezaba a ladrar furiosamente, tratando de desprenderse de la mano de Jorge.

—¿Has visto? —preguntó Ana con voz casi imperceptible.

—Sí, Ana; lo he visto. Alguien ha mirado por la ventana. Y si nosotras lo hemos visto a él, también él nos habrá visto a nosotras. ¿Quién será y qué hará aquí a media noche?

—Ya te he dicho que eran dos o tres personas —dijo Ana, que seguía muerta de miedo—. Sin duda, han visto la casa a la luz de los relámpagos, han decidido guarecerse aquí y han enviado a uno de ellos a explorar.

—Quizás. Pero ¿qué harán por este lugar solitario a media noche? No creo que pretendan nada bueno. Mañana nos iremos a casa. ¡Lástima que los chicos no estén aquí! Ellos sabrían ya lo que debíamos hacer. En seguida habrían trazado un plan.

—La tormenta se va alejando —dijo Ana—. Tim ya no ladra. Has hecho bien en no dejarlo salir. Esos desconocidos podrían haberle hecho daño. Además, estoy mucho más tranquila teniéndolo al lado.

—Ni me ha pasado por el pensamiento dejarlo ir —le dijo Jorge—. Estás temblando, Ana. No hay para tanto. Tim no consentiría que nadie te hiciese daño.

—Ya lo sé. Pero no es nada agradable ver de pronto que alguien te mira por una ventana a la luz de un relámpago —respondió Ana—. Me parece que ya no podré dormir. Juguemos a cualquier cosa. Así no pensaremos en lo ocurrido.

Jorge aceptó y empezaron a jugar a lo que ellas llamaban «iniciales de animales». Primero había que decir nombres de animales que empezaran por A y la que dijera más nombres ganaba un punto. Luego seguían con la B, la C, la D, etc., hasta terminar el alfabeto. La que tenía más puntos al llegar a la letra Z, ganaba.

Estaban ya en la letra E, cuando oyeron un sonido tranquilizador.

Tim está roncando —dijo Jorge—. Es asombrosa la facilidad con que se duerme. ¡Lanzas ronquidos de elefante, Tim!

—¡Elefante! —exclamó al punto Ana.

—¡Eso no vale! ¡Ahora me tocaba a mí! —dijo Jorge—. ¡Bueno, da lo mismo! Escorpión.

—Escolopendra —dijo Ana, tras un momento de reflexión.

—Ese nombre ya lo habías dicho. Así que gano un punto.

Cuando llegaron a la M y Ana llevaba dos puntos de ventaja, la oscuridad no era ya tan profunda. Fue un gran alivio para Ana y Jorge ver cómo la claridad del día empezaba a asomar por oriente, anunciando la pronta salida del sol. Inmediatamente se sintieron más animadas. Jorge se levantó y se asomó a la ventana. Allí no había nada anormal. Lo único que vio fue el bello paisaje campestre, con sus árboles, sus matorrales y sus flores silvestres.

—¡Qué tontas hemos sido! No sé por qué nos hemos asustado tanto. Me parece, Ana, que no nos iremos a casa hoy. Le he tomado cariño a este lugar. Además, los chicos se reirían de nosotras.

—No me importa que se rían —dijo Ana—. Yo me voy. Si los chicos estuviesen aquí, me quedaría, pero cualquiera sabe cuándo vendrán: a lo mejor, tardan todavía una semana. No quiero pasar aquí otra noche.

—Bien —aceptó Jorge—. Nos iremos. Pero te agradeceré que les digas a los chicos que nos hemos ido por tu voluntad y que yo quería quedarme.

—Así lo haré —prometió Ana. Y añadió—: ¿Sabes que tengo sueño? Como está amaneciendo, me siento más tranquila, y sólo de pensar que puedo dormir sin miedo, de buena gana me echaría a dormir.

A Jorge le ocurría lo mismo. Así, pues, las dos se acostaron y muy pronto se quedaron dormidas.

No se despertaron hasta muy tarde, y eso porque algo las despertó: de lo contrario, habrían estado durmiendo varias horas más, cosa natural, pues estaban rendidas de cansancio, tras una noche en vela a causa de la tormenta y el miedo.

Lo que las despertó fue algo que se movía cerca de ellas ruidosamente, a lo que siguieron los ladridos de Tim.

—¡Es Jet! —exclamó Ana—. ¡Hola, simpático! Has venido a ver si nos había pasado algo, ¿verdad?

—¡Guau, guau! —repuso Jet, echándose patas arriba para que le acariciasen el pecho, y sin dejar de mover su larga cola.

Tim se lanzó sobre él, juguetón, simulando que se lo quería comer. De pronto, alguien llamó a las niñas desde la puerta. Era el enigmático muchacho. Estaba en el umbral, mirándolas.

—¡Hola, dormilonas! —exclamó—. He venido a ver si estabais bien después de la tormenta. Ya sé que os prometí no volver por aquí, pero no estaba tranquilo: me preguntaba si os habría ocurrido algo.

—Gracias. Eres muy amable —dijo Ana, levantándose y sacudiéndose la ropa—. Estamos perfectamente, aunque hemos pasado una noche de perros. Alguien…

Un codazo de Jorge la hizo callar. Comprendió que su prima no quería que contase nada de lo ocurrido aquella noche, de la gente que habían visto… Quizá todo aquello estaba relacionado con el muchacho. Ana enmudeció y Jorge dijo:

—¡Ha sido una tormenta horrible! ¿Te has mojado?

—No. Duermo en una cueva, donde estoy bien resguardado de la lluvia. ¡Bueno, hasta otra! ¡Vamos, Jet!

El perro y el chico desaparecieron.

—Ha estado muy amable —dijo Ana—. Esta mañana no parece un loco; se ha comportado como un ser normal; ni siquiera nos ha llevado lo contraria. Creo que acabaré haciendo buenas migas con él.

Las muchachas regresaron a su campamento, y se desayunaron con una lata de sardinas, pan y mantequilla. Cuando estaban abriendo la lata, oyeron que alguien se acercaba silbando. Miraron hacia donde se oían los silbidos y vieron que de nuevo llegaba el muchacho.

—Buenos días. Diréis que soy un entrometido, pero quería saber cómo estabais después de la tormenta.

El muchacho había dicho estas palabras con toda seriedad, sin ni siquiera una sombra de sonrisa. Las niñas lo miraron con un gesto de extrañeza.

—¡Oye, no empieces otra vez con tus locuras! —dijo Jorge—. Sabes muy bien que no nos ha pasado nada, porque acabamos de decírtelo.

—¿A mí? ¡A mí no me habéis dicho nada! —exclamó el muchacho—. Oíd, he venido para que no creáis que soy un mal educado. Pero veo que con vosotras no se puede tratar porque estáis chifladas.

Y se alejó a grandes zancadas. Estaba furioso.

—¡Otra vez igual! —dijo Ana, indignada—. ¡Después de portarse como una persona normal empieza de nuevo con sus tonterías! Por lo visto se divierte así. ¡El muy estúpido!

Pusieron sus ropas al sol para que se secaran, y ya eran más de las doce cuando empezaron a recoger sus cosas para regresar a Kirrin Cottage. Jorge hubiera querido quedarse, pero Ana se mantuvo firme en su negativa a pasar una noche más en aquel paraje desierto.

Cuando estaba colocando su mochila en el portapaquetes de su bicicleta, Jorge oyó voces que se acercaban. Tim parecía haberse vuelto loco. Ladraba con todas sus fuerzas. De pronto, salió disparado.

—¡Oh, no puedo creerlo! ¡Es imposible que sean Dick y Julián! —gritó Jorge, entusiasmada sólo de pensarlo. Y echó a correr en pos de Tim.

¡Sí, eran Julián y Dick! Allí estaban, con sus mochilas a la espalda y sonriendo alegremente. ¡Hurra! Los famosos Cinco estaban juntos de nuevo.