NOCHE DE TORMENTA
Cuando emprendieron la vuelta al campamento, era ya casi de noche, pues los tres se habían entretenido en Kirrin Cottage para dar cuenta de una copiosa cena. Tim se había comido un gran plato de carne con verduras. Luego se sentó como diciendo: «¡Esto estaba de rechupete! ¡De buena gana repetiría!».
Pero nadie pareció comprender sus deseos y Tim se fue a dar una vuelta por el jardín para ver si todo estaba como lo había dejado. Tras este paseo, Tim oyó que Jorge lo llamaba con un silbido: era la hora de emprender la marcha.
—Esta tarde nadie se ha reído de Tim —dijo Ana cuando se pusieron en camino—. Ni siquiera tu padre.
—Estoy segura de que se lo ha pedido mamá. Sin embargo, dije que estaría fuera hasta que Tim se curase, y lo haré.
—Me parece estupendo —aprobó Ana—. Pero hay algo que me preocupa: ¿habrá alguien esta noche rondando por la casa abandonada?
—Te repito que eso lo soñaste —dijo Jorge—. Incluso lo has admitido tú misma.
—Cierto. Me pregunté si no había sido todo un sueño —reconoció Ana—. Pero pronto oscurecerá, y, aunque no sé por qué, esta media luz me hace creer que no estaba soñando. Siento algo extraño y desagradable.
—¡Qué tontería! —exclamó Jorge, incapaz de disimular su enojo—. ¿Es que vas a cambiar de opinión cada cinco minutos?… Además, Tim está con nosotras, y nadie se atreverá a enfrentarse con él. ¿Verdad, Tim?
Pero Tim no le prestó atención. Se había adelantado, con la esperanza de cazar algún conejo. ¡Había tantos en el campo a aquella hora, mirándole, riéndose de él, y enseñándole sus blancas y cortas colas apenas se lanzaba en pos de ellos para atraparlos!
Las dos primas llegaron sin novedad al campamento. La tienda seguía plantada en la hierba, y allí estaba también la cama de brezo, al aire libre, cubierta por una manta. Después de colocar en el interior de la tienda las nuevas provisiones, Jorge y Ana se dirigieron a la fuente, pues tenían sed.
—Estoy cansada —dijo Jorge, bostezando—. Vamos a acostarnos, ¿no te parece? Pero antes nos llegaremos a la casa abandonada para asegurarnos de que nadie vendrá a molestarnos esta noche.
—¡Oh, no! ¡Yo no voy! —dijo Ana—. Está oscureciendo.
—Bien; iré sola con Tim —decidió Jorge.
Se marchó, y, minutos después, estaba de nuevo en el campamento. Pese a la oscuridad, lo había encontrado rápidamente con ayuda de su linterna.
—¡Sin novedad! —exclamó—. Allí no hay nadie. Sólo he visto un murciélago dando vueltas por las habitaciones. Tim se ha puesto furioso cuando ha pasado volando junto a él y le ha rozado el hocico.
—Ya lo he oído ladrar —dijo Ana desde el lecho—. Anda, Jorge, acuéstate. Tengo un sueño horrible.
—Espera un momento. He de echar un vistazo a la oreja de Tim.
Y enfocó al perro con la linterna.
—Pues date prisa —la apremió Ana—. Ya le has mirado la oreja más de mil veces.
—Está mejor —dijo Jorge, dando a Tim una palmada cariñosa—. ¡Qué ganas tengo de quitarle ese collar tan horroroso! Estoy segura de que lo odia.
—Pues yo creo que ni se da cuenta de que lo lleva —opinó Ana—. Bueno, ¿te acuestas o no? No puedo tener abiertos los ojos ni un minuto más.
—Ya voy —dijo Jorge. Y añadió, dirigiéndose a Tim—: No, tú no cabes en nuestra cama. Ya te lo dije anoche. Apenas hay sitio para Ana y para mí.
Jorge se echó con el mayor cuidado en el lecho de ramaje y se quedó mirando las estrellas, ensimismada.
—¡Qué contenta estoy —exclamó— desde que sé que vienen Dick y Julián! No te puedes imaginar lo que me apenó la noticia de que no vendrían en todo el verano. ¿Cuándo crees que llegarán, Ana?
No recibió respuesta. Ana se había quedado dormida. Jorge lo lamentó. Le habría gustado planear con ella lo que harían cuando llegasen los chicos. Tim no tardaría más de dos días en curarse. Entonces regresarían a Kirrin Cottage con Julián y Dick, que las ayudarían a transportar el equipaje; y serían felices pescando, nadando, corriendo aventuras… ¡Cómo se iban a divertir! Sí, ¡cómo se…!
Jorge no pudo seguir pensando, porque se quedó dormida, y tan profundamente, que no notó que una arañita subía por su mano y se detenía entre su índice y su pulgar, preguntándose si podría tejer allí su tela. Tampoco oyó que un erizo se deslizaba muy cerca, aunque no ocurrió lo mismo a Tim. Pero esto fue todo lo que sucedió.
A la mañana siguiente, Ana y Jorge tuvieron un alegre despertar. Se desayunaron con las nuevas provisiones que les había preparado Juana, la cocinera, y seguidamente se deslizaron a recoger más ramas de brezo para su cama, que se había aplastado bajo el peso de sus cuerpos y estaba dura e incómoda.
—¡Ahora, a bañarnos! —dijo Jorge.
Las dos se pusieron el traje de baño y, con los jerseys al hombro por si tenían frío al salir del agua, se dirigieron al estanque. Por el camino se encontraron con Jet, el perrito de raza indefinida, y, con él, a su dueño. Jet corrió hacia las chicas y empezó a saltar alrededor de Tim.
—¡Estad tranquilas! ¡No pienso acercarme a vosotras! —les gritó el muchacho—. ¡Sigo cumpliendo mi palabra! ¡Ven aquí, Jet!
Ni Jorge ni Ana hicieron caso al muchacho. En cambio, no pudieron resistir la tentación de acariciar a aquel simpático perrito que sólo tenía un ojo. Jet era un manojo de nervios. Después de saltar y corretear alrededor de las chicas, salió disparado hacia su dueño.
Cuando llegaron al estanque, Ana y Jorge quedaron petrificadas de asombro. En las tranquilas aguas había alguien nadando con brazadas vigorosas.
—¿Quién será? —preguntó Ana—. Este lugar, solitario en apariencia, está tan poblado como Kirrin Cottage.
Jorge no respondió. Estaba mirando al nadador atentamente, con un gesto de sorpresa.
—¡Ana! —exclamó de pronto—. ¡Es el chico de siempre! ¡Míralo! ¡El mismo pelo, la misma cara redonda: todo igual!
—Pero si acabamos de verlo alejarse en dirección opuesta —dijo Ana, atónita—. ¡Es increíble! No, no puede ser ese muchacho.
Se acercaron un poco más. Sí, era él.
—¡Esperad un momento! —les gritó el chico—. ¡Salgo en seguida!
—¿Por dónde has venido? —le preguntó Ana—. ¡No te hemos visto dar la vuelta ni correr hacia aquí!
—Llevo más de diez minutos en el agua —respondió el chico sin dejar de nadar.
—¡Embustero! —exclamó Jorge.
—¡Otra vez diciendo tonterías! —gritó el muchacho—. ¡Lo mismo que ayer!
Seguidamente, salió del estanque, se secó con una toalla y se alejó, camino del lugar de sus excavaciones. Jorge buscó a Jet con la mirada, pero no lo vio por ninguna parte.
—Anda, Ana; vamos a bañarnos —dijo—. En mi vida he visto un chico igual. Para él no hay nada tan divertido como encontrarse con alguien, desaparecer y aparecer de nuevo.
—Me fue más simpático cuando nos encontramos con él la primera vez —dijo Ana—. Entonces me pareció un buen chico. Pero ahora no lo entiendo. ¡Qué estupenda está el agua!
Estuvieron un buen rato bañándose y luego se echaron sobre la hierba para tomar el sol. Cuando empezaron a sentir apetito, decidieron regresar al campamento.
El resto del día transcurrió sin que sucediera nada digno de mención. No volvieron a ver al muchacho ni a Jet. De vez en cuando oyeron el ruido de una herramienta de metal al chocar con una piedra, o el de la tierra al desmenuzarse. Ambos procedían del antiguo campamento romano donde el muchacho excavaba sin cesar.
—O lo que él se imagina que es un campamento romano —dijo Jorge—. Está tan loco, que no lo creo capaz de distinguir un campamento romano de otro de boyscouts.
Se acostaron en el lecho de ramas, pero no pudieron contemplar las estrellas. El cielo estaba cubierto de grandes nubarrones, y ya no hacía tanto calor.
—¡Sólo faltaría que empezara a llover! —dijo Jorge—. Nuestra pequeña tienda no nos protegería si cayera un fuerte chaparrón. Encogidas cabremos en ella, pero no está hecha para resistir la lluvia. ¿Lloverá, Ana?
—A mí me parece que no. Lo que puedo asegurarte es que no me levantaré si no es absolutamente necesario. Estoy rendida.
Cerró los ojos y lo mismo hizo Jorge. Tim, sin embargo, permaneció despierto. Había oído un trueno lejano y estaba intranquilo. No era que tuviese miedo a los truenos, sino, sencillamente, que le desagradaban. Gruñían como monstruosos perros en el cielo, precedidos de imponentes estallidos de luz que él no podía atrapar ni asustar con sus ladridos.
Al fin, cerró también los ojos y bajó una oreja, dejando la otra erguida para escuchar.
Resonó otro trueno y una enorme y pesada gota de agua golpeó su nariz. Otra cayó sobre el collar de cartón, produciendo un gran ruido. Y entonces Tim se sentó sobre sus patas traseras, gruñendo.
La tormenta se acercaba. Los goterones empezaron a caer en mayor cantidad y alcanzaron los rostros de las muchachas. De pronto, resonó un trueno tan fuerte, que Ana y Jorge saltaron del lecho, aterradas.
—¡Tenemos tormenta! —exclamó Jorge—. ¡Y vaya chaparrón! Vamos a quedar como dos sopas.
—Debemos cobijarnos en la tienda —dijo Ana, mientras un relámpago lo iluminaba todo con su potente resplandor.
—No —discrepó Jorge—. La tienda está ya empapada. Lo mejor que podemos hacer es ir a la casa en ruinas. Allí, por lo menos, estaremos bajo techo. ¡Hala, vamos!
Ana no tenía el menor deseo de pasar la noche en aquella casa, pero comprendió que no había otra solución. Las dos muchachas se envolvieron en sus mantas y corrieron bajo la lluvia. Jorge llevaba en la mano una linterna y Tim corría junto a ella ladrando.
Llegaron a la casa y entraron sin detenerse. ¡Qué alivio experimentaron al verse a cubierto de la lluvia! Ana y Jorge se retiraron a un rincón. Seguían arrebujadas en sus mantas, pero pronto sintieron calor y se las quitaron.
La tormenta pasó rápidamente sobre sus cabezas. Fue una sucesión de brillantes relámpagos y terroríficos truenos. Gradualmente, la lluvia fue perdiendo intensidad y al fin cesó. Salió una estrella, luego otra, y así, a medida que se iban dispersando las nubes, el cielo se iba cubriendo de puntos luminosos.
—No podemos volver a la tienda —dijo Jorge—. Tendremos que quedarnos aquí. Iré por nuestras mochilas y nos servirán de almohadas. Nos acostaremos sobre las mantas.
Ana acompañó a su prima y pronto estuvieron de vuelta con las mochilas. Poco después, Ana y Jorge estaban echadas en un rincón, sobre las mantas, con las cabezas apoyadas en las mochilas. Tim estaba echado al lado de ellas.
—Buenas noches —dijo Ana—. Intentaremos volver a dormir. ¡Ha sido una señora tormenta!
Pronto se quedaron dormidas. Pero no así Tim, que daba muestras de gran inquietud. De pronto, empezó a ladrar tan furiosamente, que las niñas despertaron sobresaltadas.
—¿Qué pasa, Tim? ¡Oh, Tim, algo sucede! —le gritó Jorge, sujetándolo por el collar de cuero.
—No nos dejes solas, Tim. ¿Por qué has ladrado? ¿Qué has oído?