ANA LLEGA AL CAMPAMENTO
Tía Fanny refirió a Ana todo lo concerniente a la oreja de Tim y al gran collar de cartón causante de lo ocurrido. Ana no pudo menos que sonreír.
—¡Oh, tía Fanny! Conozco a Jorge y comprendo que la haya trastornado la desgracia de Tim. Iré a verla a las doce y pasaré con ella un par de días. El tiempo es estupendo y lo pasaremos más que bien. Supongo que tío Quintín se alegrará de que estemos fuera de casa.
—¿Cómo están Julián y Dick? —preguntó tía Fanny, que quería mucho a los dos hermanos de Ana y primos de Jorge—. ¿Vendrán por aquí en estas vacaciones?
—No lo sé —repuso Ana—. Están en Francia, en un viaje organizado por su colegio. No puedo pasar sin ellos. A Jorge no le hará ninguna gracia saber que, seguramente, no vendrán a Kirrin. Tendrá que contentarse con mi compañía.
A las doce en punto, Ana esperaba pacientemente en un extremo de Carters Lane. El camino atravesaba el campo y acababa en un sendero que no conducía a ningún sitio determinado y que se deslizaba entre desperdigados arbustos y a la sombra de esbeltos abedules. Ana, con su mochila a la espalda y un maletín en la mano, oteaba el campo con el deseo de descubrir a Jorge. Pero no vio ni rastro de ella.
«¿Se habrá arrepentido y ya no querrá verme? —se dijo Ana—. A lo mejor, es que su reloj se ha parado y no sabe qué hora es. Pero podría saberlo por la altura del sol. ¿Cuánto tiempo tendré que esperar?».
Empezó a sentir cansancio y se sentó junto a un espeso arbusto que la protegía de los rayos de sol. No llevaba sentada más de un minuto, cuando oyó un débil siseo.
—¡Psissss!
Ana se levantó de un salto. El sonido procedía de detrás del arbusto. Se apresuró a contornearlo, y descubrió, casi ocultos por las ramas, a Jorge y a Tim.
—¡Jorge! —exclamó Ana, sorprendida—. ¿No me has visto llegar? ¡Hola, Tim! ¡Qué elegante vas! ¿Cómo estás de la oreja? ¿No te parece un poco raro ese collar que le has puesto Jorge?
Jorge salió del escondite de ramas.
—Me he escondido aquí por si mamá o papá venían contigo para hacerme volver a casa —dijo—. Quería estar bien segura de que no nos vigilaban desde lejos. Me alegro de que hayas venido, Ana.
—¡Claro que he venido! —exclamó la prima de Jorge—. No iba a quedarme sola en Kirrin Cottage sabiendo que estabas aquí. Además, comprendo tu preocupación por Tim. Ese collar es una buena protección. Le da un aspecto demasiado cómico, pero yo lo veo tan mono cómo siempre.
Jorge agradeció a Ana que no se riera de Tim como hacían todos. Sonrió a su prima y Tim estuvo lamiéndola hasta que Ana lo apartó.
—Vámonos —dijo Jorge—. He acampado en un sitio estupendo. Te encantará, Ana. Al lado hay un manantial, de modo que ni a Tim ni a nosotras nos faltará el agua. ¿Traes comida? Yo traje poca.
—Traigo comida para un regimiento. Me la ha preparado tu madre, que, por cierto, no está enfadada contigo. A tu padre no lo he visto: estaba encerrado en su despacho.
Jorge se puso muy contenta al saber que su madre no estaba enojada con ella, y su alegría se tradujo en una amistosa palmada en la espalda de su prima.
—¡Cómo nos vamos a divertir! A Tim se le curará la oreja rápidamente, y a él le gusta el camping tanto como a nosotras. Te repito que he encontrado un sitio estupendo. Es el paraje más solitario de la región: ni una persona en muchos kilómetros a la redonda.
Echaron a andar. Tim saltaba, corría y ladraba cada vez que su olfato descubría la pista de algún conejo.
—¿Cuándo vienen Julián y Dick? —preguntó Jorge—. Supongo que no tardarán. Como Tim se pondrá bien en unos días, podremos ir a Kirrin Cottage para recibirlos. Pasaremos unos días estupendos.
—Quizá no vengan en todas las vacaciones —dijo Ana. El semblante alegre de Jorge se nubló al punto. La niña se detuvo y se quedó mirando atónita a su prima.
—¿Cómo es eso? ¡Pero si siempre vienen en las vacaciones! ¡Han de venir! No podemos pasar sin ellos.
—Están en Francia. Han ido con todo el colegio. Cuando volvamos a tu casa, tendremos noticias de ellos y sabremos si vienen o no. Tengamos un poco de paciencia.
Pero Jorge no podía sobreponerse a su tristeza. Las vacaciones le parecieron de pronto tediosas y largas. ¡Eran tan alegres y divertidos aquellos dos muchachos y había corrido con ellos aventuras tan estupendas!…
—Si no vienen, no correremos ninguna aventura —dijo con voz ahogada.
—Pues yo no la echaré de menos —dijo Ana—. A mí me gusta la tranquilidad y no estar siempre esperando que pase algo, que es lo que os gusta a ti y a los chicos. Por otra parte, creo que estas vacaciones serán bastante aburridas sin ni siquiera oler una aventura. ¡Vamos, Jorge, anímate! No quiero verte triste. Mira, lo mejor será que les pongas un telegrama. Si los echas tanto de menos, llámalos.
—Lo haré —afirmó Jorge—. No puedo concebir unas vacaciones sin los chicos. Si ellos no vienen, no seremos los Cinco, el club de los Cinco.
—¡Guau! —aprobó Tim.
Sentándose en el suelo, el pobre animal intentó rascarse la oreja, cosa que le impidió el gran collar de cartón. Pero esto no pareció importarle demasiado, ya que se lanzó alegremente en pos de un conejo.
—Me parece que te preocupas más tú por el collar que Tim —dijo Ana, y añadió—: Bueno, ¿es que no vamos a llegar nunca? ¡Qué camino tan largo!
—Cuando estemos en lo alto de ese cerro que tenemos enfrente, verás una vieja casa de campo, ruinosa y vacía. Al principio, creí que viviría alguien en ella, pero en seguida comprobé que estaba deshabitada. Un enorme rosal sube por la pared e incluso se introduce en la casa. Supongo que lo plantarían sus moradores.
Subieron a la cumbre del cerro y después bajaron por intrincados caminos de cabras. Tenían que ir apartando los matojos que les arañaban las piernas.
—¡Cuidado con las serpientes! —advirtió Ana—. Éstos son sus parajes favoritos.
Y seguidamente exclamó:
—¡Uf, qué calor tan horrible hace aquí! ¿Hay algún sitio dónde bañarse?
—No lo sé —repuso Jorge—. Exploraremos los alrededores y lo averiguaremos. Me he traído mi traje de baño por si acaso. Mira, desde aquí puedes ver parte de la casa. Mi tienda está cerca de aquí y también del manantial. No quería tener lejos el agua.
Pronto estuvieron las dos niñas en la pequeña tienda de Jorge. Un vaso, un bote de galletas de perro, unas cuantas latas de conservas y una barra de pan, todo ello alineado y a la vista, era cuanto les quedaba a Jorge y a Tim para alimentarse. Ana se alegró de haber traído gran cantidad de provisiones.
—Tía Fanny nos ha preparado docenas de bocadillos —manifestó—. Dice que si los guardamos en esta lata no se secarán y podrán durarnos un par de días, o sea hasta que volvamos. Yo tengo apetito. ¿Comemos algo?
Jorge no se hizo de rogar, y, poco después, las dos niñas estaban sentadas al sol, comiendo bocadillos de jamón. Ana había traído también tomates. Las dos primas comieron la mar de a gusto. Tim se zampó su ración de galletas, más el pan y jamón que le iban dando las niñas. Después de estar un rato comiendo, se levantó y echó a correr.
—¿Adónde va? —preguntó Ana—. ¿A perseguir a algún conejo?
—No. Seguramente a beber, pues se ha ido en dirección al manantial. Yo también tengo sed. Toma ese vaso y vamos a beber.
Con el vaso en la mano, Ana siguió a su prima a través de la maleza. El pequeño manantial era una maravilla. Evidentemente, lo habían utilizado los antiguos habitantes de la casa, que habían realizado en él ciertas obras. Un hilo de agua transparente como el cristal se deslizaba por un pequeño canal de piedra.
—¡Está fría como el hielo! —exclamó Ana—. ¡Es deliciosa! Por mi gusto me bebería veinte vasos.
Regresaron al reducido campamento y se tendieron sobre la hierba. No cesaban de charlar animadamente. Una vez más, Tim se fue a explorar por su cuenta y riesgo los alrededores.
—¡Qué paz tan magnífica! —exclamó Ana—. No hay una sola persona en varios kilómetros a la redonda. Sólo pájaros y conejos. Esto me encanta.
—¿Oyes ese ruido? —dijo Jorge, incorporándose y prestando atención.
Aún no había terminado de decirlo, cuando el ruido se oyó más fuerte. Era como si un objeto de metal golpeara una piedra. Se repitió una y otra vez, y, de pronto, cesó.
—¿Qué será? —preguntó Jorge.
—No tengo la menor idea —repuso Ana—. Lo cierto es que llega de muy lejos. El silencio es aquí tan absoluto, que se perciben los ruidos a gran distancia.
Los golpes se oyeron de nuevo, pero en seguida cesaron. Las niñas cerraron los ojos y pronto se quedaron dormidas. No se oía más ruido que el pop-pop-pop de las vainas que se abrían al sol para dejar libres sus negras semillas.
Jorge se despertó cuando volvió Tim. El cariñoso animalito se sentó sobre los pies de la niña, y ésta se incorporó rápidamente, sobresaltada.
—¡Eres el colmo, Tim! ¡Fuera de mis pies en seguida! ¡Me has dado un gran susto!
Tim obedeció en el acto y fue a recoger algo que había dejado en el suelo, cerca de las niñas. Se sentó y empezó a lamerlo. Jorge lo miró, preguntándose qué sería.
—¡Es un hueso! ¿De dónde lo has sacado? Oye, Ana, ¿has traído algún hueso para Tim?
—¿Eh? ¿Qué dices? —preguntó Ana, medio dormida—. ¿Un hueso? No, no he traído ningún hueso. ¿Por qué lo dices?
—Porque Tim tiene uno —explicó Jorge—. En el hueso hay un poco de carne cocida. De modo que no es de conejo ni de ningún otro animal que Tim haya cazado. ¿De dónde lo has sacado, Tim?
—¡Guau! —respondió éste, y llevó el hueso a su ama, diciéndose que acaso le apeteciera mordisquearlo, ya que se interesaba tanto por él.
—¿Crees que alguien habrá acampado cerca de nosotras? —preguntó Ana, con repentino interés—. Los huesos no brotan como las flores. Además, hay en él bastante carne. Tim, ¿se lo has robado a otro perro?
Por toda respuesta, Tim movió alegremente la cola y se alejó con su hueso, muy satisfecho de su hallazgo.
—Esa carne tiene varios días, pues huele mal —dijo Jorge—. Llévatelo más lejos, Tim.
Los ruidos misteriosos se oyeron nuevamente. Jorge puso mala cara.
—Sin duda, alguien ha acampado cerca de aquí, Ana. Exploremos estos contornos y sabremos si es así. En este caso, mi opinión es que traslademos nuestra tienda a otro sitio. ¡Vamos, Tim! Entierra ese hueso podrido… Por aquí, Ana…