Capítulo I

JORGE SE PONE PESADA

—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás? —gritó Jorge, entrando como un huracán en la casa—. ¡Mamá! ¿No me oyes? ¡Es urgente!

No recibió respuesta. Su madre estaba en el jardín, a espaldas de Kirrin Cottage, recogiendo flores. Jorge gritó de nuevo, esta vez con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás?

La puerta más cercana a Jorge se abrió y su padre apareció en el umbral.

—¿Qué significa este escándalo? Estoy luchando por resolver un difícil…

—¡Oh papá! ¡Tim está herido! Ha sido al…

El padre miró a Tim, que estaba a los pies de Jorge sin dar muestra alguna de dolor, y respondió, malhumorado:

—¿Herido? Pues yo no veo que tenga nada importante. ¡Bah!, se habrá clavado una espina en una pata, como otras veces, y eso te ha parecido el fin del mundo…

—¡Tim está herido! —repitió Jorge con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Mira!

Pero su padre iba ya camino de su despacho, después de cerrar la puerta. Jorge la miró, tan furiosa como su padre la había mirado a ella.

—¡Parece mentira! —gritó—. ¡Ah! ¡Aquí llega mamá! ¡¡Mamá!!

—¡Jorge! ¡Querida! ¿Qué te pasa? —preguntó la dama, dejando las flores que tenía en la mano—. He oído a tu padre gritar, y luego que gritabas tú.

—Mamá, Tim está herido —dijo Jorge—. ¡Mira!

Se arrodilló junto al perro y, con el mayor cuidado, dobló una de sus orejas. Debajo de ella había un gran corte. Tim lanzó un grito de dolor. Los ojos de Jorge se volvieron a llenar de lágrimas al fijarlos en su madre.

—No seas tonta, Jorge —dijo la señora de Kirrin—. Es una herida sin importancia. ¿Cómo se la ha hecho?

—Al saltar una zanja. No ha visto que había al otro lado una alambrada erizada de púas. Uno de esos pinchos le ha hecho este corte que no para de sangrar.

La señora de Kirrin examinó la herida. Ciertamente, era bastante profunda.

—Llévalo al veterinario, Jorge. Quizá tenga que darle algún punto. ¡Pobre Tim! En fin, menos mal que el pinchazo no ha sido en un ojo.

—Me lo llevo al veterinario ahora mismo —dijo Jorge, levantándose—. ¿Crees que estará en casa, mamá?

—¡Oh, sí! Es la hora de la consulta. Anda, llévalo en seguida.

Jorge salió corriendo con Tim y no paró hasta llegar a casa del veterinario. La casa era un bonito y pequeño chalet. Jorge, nerviosa al principio, se fue calmando al ver que el veterinario no se mostró muy preocupado por la herida de Tim.

—Un par de puntos, y quedará como nuevo —dijo éste—. Sujétalo, ¿quieres? Voy a darle los puntos. Ni siquiera lo notará. ¡Quieto, Tim! Así. Ya está.

Cinco minutos después, Jorge se despedía del veterinario.

—Muchas gracias por todo. Estaba preocupadísima. ¿Se curará pronto?

—Desde luego. Pero procura que no se rasque la herida. Se le podría infectar —le advirtió el veterinario mientras se lavaba las manos.

—¿Cómo puedo impedírselo? —preguntó Jorge, inquieta—. Mire, ahora se la quiere rascar.

—Hazle un collar de cartón y pónselo de modo que no pueda llegar a tocarse con la pata la herida por muchos esfuerzos que haga.

—Eso del collar no le gustará a Tim —dijo Jorge—. Los perros están feos con collares de cartón. Lo sé porque he visto algunos. A Tim no le gustará: estoy segura.

—Pues es el único modo de impedirle que se rasque la herida —y el veterinario añadió—: Adiós, Jorge. Otros pacientes esperan.

Jorge volvió a casa con Tim, que trotaba alegremente a su lado, satisfecho de lo bien que lo cuidaba Jorge. Pero cuando ya estaban llegando se detuvo de pronto, se sentó y levantó una de sus patas traseras para rascarse la oreja herida.

—¡No, Tim, no! —gritó Jorge, alarmada—. ¡No te rasques! Pronto te quitarán el esparadrapo y los puntos. ¡Quieto, Tim!

Tim la miró, sorprendido. ¿De modo que no quería que se rascase? Bien; esperaría a hacerlo cuando estuviera solo.

Pero Jorge podía leer los pensamientos de Tim tan fácilmente como Tim los suyos. La niña se enfurruñó.

—Tendré que ponerle el collar de cartón. Mamá me ayudará.

En efecto, mamá la ayudó. Jorge no era muy mafiosa para esta clase de trabajos, y no hizo más que mirar cómo su madre cortaba un cartón en forma de anillo y lo colocaba alrededor del cuello del sorprendido Tim. Luego cosió los extremos de modo que no pudiese quitárselo. Pese a su extrañeza, Tim soportó pacientemente la operación.

Apenas tuvo puesto el collar salió al jardín, se sentó y levantó la pata trasera para rascarse la oreja herida. Pero sólo pudo rascar el cartón.

—No te preocupes, Tim —le dijo Jorge—. Esto sólo durará unos días.

La puerta del despacho se abrió y apareció el padre de Jorge. Al ver a Tim con su collar, se quedó atónito. Luego lanzó una gran carcajada.

—¡Oh, Tim! ¡Pareces Isabel I de Inglaterra!

—No te rías de él, papá —dijo Jorge—. Ya sabes que los perros no pueden soportar las burlas.

Tim estaba visiblemente ofendido. Volvió la espalda al padre de Jorge y se fue a la cocina. Poco después se oyó una risita aguda, a la que siguió una fuerte carcajada de alguien que acababa de llegar a la puerta de la cocina. Era el lechero.

—¡Oh, Tim! ¿Por qué llevas ese collar? —exclamó la cocinera—. ¡Qué raro estás!

Jorge estaba enojada. Lo había estado todo el día, y su mal humor había mortificado a los demás. Le parecía inicuo que la gente se burlase del pobre Tim. Nadie se daba cuenta de lo horriblemente molesto que era un collar como aquél. ¡Y Tim tenía que llevarlo de día y de noche! Ni siquiera podía estar echado con comodidad. Jorge rondaba por la casa triste y abatida, y su madre estaba preocupada.

—¡Jorge! ¡Querida! No te pongas así. ¿Es que quieres que tu padre se enfade? Tim tendrá que llevar ese collar de cartón por lo menos una semana, bien lo sabes, y su aspecto es tan chocante, que quien lo ve por primera vez no puede menos de echarse a reír. Ya se está acostumbrando a llevarlo, y pronto ni siquiera se dará cuenta de que lo lleva.

—Todo el mundo se ríe de él —dijo Jorge, indignada—. Cuando ha salido al jardín, unos niños se han asomado a la valla y se han reído hasta hartarse. El cartero me ha dicho que es una crueldad tratar así a un perro, y a papá le parece divertido.

—¡Jorge! ¡Querida! Basta ya de lamentaciones —le dijo su madre—. Acuérdate de que pronto llegará Ana. No se divertirá mucho si estás de tan mal humor.

Pero Jorge siguió malhumorada durante todo el día siguiente. Y tras dos discusiones con su padre, otra con dos niños que se rieron de Tim, y otra con el chico de los periódicos por el mismo motivo, decidió no permanecer ni un día más en Kirrin Cottage.

—Cargaremos con mi tienda de campaña y nos iremos a alguna parte —dijo a Tim—. A algún sitio donde nadie pueda verte hasta que tu oreja esté curada y yo pueda quitarte ese horrible collar. ¿Verdad que es una buena idea, Tim?

—¡Guau! —ladró Tim, para el que todas las ideas de Jorge eran buenas, a pesar de lo mucho que le fastidiaba el collar.

—¿Sabes que los perros se ríen de ti, Tim? —le dijo Jorge, muy seria—. ¿Has visto cómo te miraba ese estúpido perro de lanas de la señora de Jones? Parecía reírse, y yo no quiero que se rían de ti, porque sé que no te gusta.

Ciertamente a Tim no le gustaba, pero su enojo por tener que sufrir el collar no llegaba al extremo que Jorge se imaginaba y, desde luego, era muy inferior al que sentía la niña. Tim la siguió cuando Jorge subió a su habitación, y no cesó de mirarla mientras llenaba su pequeña mochila.

—Nos vamos al campo, a ese sitio tan bonito que conocemos —dijo Jorge—. Montaremos la tienda cerca del manantial y estaremos allí hasta que se te cure la oreja. Saldremos esta noche. Me llevaré la bicicleta y pondré el equipaje en el portapaquetes.

A media noche, cuando en Kirrin Cottage todo era oscuridad y calma, Jorge bajó silenciosamente las escaleras en compañía de Tim. Dejó una nota para sus padres en la mesa del comedor, fue en busca de su bicicleta y cargó y ató en el portapaquetes la pequeña tienda de campaña y la mochila, en la que había puesto comida y ropa.

—¡Vamos! —susurró al sorprendido Tim—. Iré despacito para que puedas seguirme corriendo. ¡Por Dios, no ladres!

La niña y el perro desaparecieron en la oscuridad. Tim corría como una sombra al lado de la bicicleta. Nadie los vio. Kirrin Cottage seguía en calma. En el silencio sólo se oía el chirriar de la puerta de la cocina, que Jorge se había olvidado de cerrar.

Esta calma contrastó con el revuelo que se produjo a la mañana siguiente. Juana, la cocinera, fue la primera en ver la nota de Jorge y, preguntándose qué significaría aquel billete escrito por la niña —conocía bien su letra— en la mesa del comedor, subió rápidamente a su habitación.

La cama estaba vacía. Jorge había desaparecido, y Tim tampoco estaba en su cesto. Juana corrió a dar la noticia a la señora de Kirrin.

—¿Sabes la tontería que ha hecho Jorge? —dijo a su marido cuando hubo leído la nota—. ¡Buena la ha armado! Se ha ido con Tim y sabe Dios dónde estarán.

El señor Kirrin tomó la nota y la leyó en voz alta.

Querida mamá:

Me voy con Tim para unos días. Volveremos cuando esté bien de la oreja. Me llevo mi tienda y unas cuantas cosas. No te preocupes. Dile a Ana que, si quiere verme, ha de venir a Carters Lane. Ya le enseñaré dónde he acampado. Que venga a las doce.

Besos,

Jorge.

—¡Muy bien! —exclamó el señor Kirrin—. Que esté unos días lejos de nosotros si así lo desea. Estoy harto de ver su cara de mal humor y las miradas de enojo de Tim. Dile a Ana que vaya a verla. Por lo menos, estaré tranquilo durante unos días.

—No hay que temer por Jorge —dijo la esposa—. Es una chica valiente y tiene a Tim a su lado. Apenas llegue Ana, le diré que vaya a verla.

Lo primero que hizo Ana al bajar del tren fue buscar con la mirada a Jorge y a Tim. No estaban. En la estación sólo vio a su tía, con su sonrisa habitual.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ana—. ¿Dónde están Jorge y Tim?

Jorge se ha marchado. Vamos. Te lo explicaré por el camino.