La entusiasta llamada de Simon interrumpió el debate interno de Zoe sobre qué pendientes elegir. ¿Debía optar por los grandes aros de plata, algo así como sexy y desenfadado, o por las pequeñas lágrimas de marcasita en las que había derrochado tanto dinero el verano anterior, con un estilo más discreto y sofisticado?
Esos eran los detalles que definían el estado de ánimo de una mujer, sus perspectivas, sus intenciones en un acontecimiento. Mientras se llevaba a cada oreja un pendiente distinto, pensó que quizá un hombre no reparara en esos detalles, pero que una mujer sabía por qué se había puesto un par de pendientes en particular. O unos zapatos. O por qué había escogido un sujetador en concreto y no otro.
Esos eran los ladrillos con que se construía el ritual propio de una cita. Dejó los pendientes y se apretó el estómago con una mano. Dios, tenía una cita.
—¡Mamá! ¡Ven enseguida! Tienes que ver esto.
—Un minuto.
—¡Date prisa! Corre, está aparcando en la entrada. ¡Caray! Oh, ¡caray! ¡Vamos, mamá, ven!
—¿Qué ocurre? —Descalza, salió disparada hacia la sala de estar. No podía decidir qué zapatos llevar mientras no hubiera elegido unos pendientes—. Por el amor de Dios, Simon, tenemos que marcharnos dentro de unos minutos y todavía no he…
Se le desencajó la mandíbula, igual que a su hijo, cuando miró por la ventana y vio una limusina negra y alargada que se detenía al lado de su viejo automóvil de cinco puertas.
—Es el coche más grande que he visto en toda mi vida.
—Lo mismo digo —repuso Zoe—. Debe de haberse perdido.
—¿Puedo salir a verlo? —Le agarró la mano y tiró de ella, como hacía cuando estaba especialmente nervioso—. ¡Por favor, por favor, por favor! ¿Puedo ir a tocarlo?
—Creo que no deberías tocarlo.
—Está saliendo un hombre. —La voz de Simon se convirtió en un susurro reverente—. Parece un soldado.
—Es un chófer. —Posó una mano sobre el hombro de Simon mientras ambos espiaban juntos por la ventana—. Así es como se llaman las personas que conducen limusinas.
—Viene hacia la puerta.
—Querrá que le indiquemos alguna dirección.
—¿Puedo salir y mirar el coche mientras tú le dices cómo llegar a donde sea? No lo tocaré ni nada.
—Se lo preguntaremos.
Cogió a su hijo de la mano y fueron hacia la puerta.
Cuando abrió, Zoe pensó que Simon tenía razón. Aquel hombre parecía un soldado: alto y erguido, con porte militar en su uniforme negro y su gorra.
—¿Puedo ayudarle a encontrar a alguien? —preguntó.
—¿La señora Zoe McCourt? ¿El señor Simon McCourt?
—Ah. —Zoe atrajo un poco más hacia sí al niño—. Sí.
—Buenas tardes. Soy Bigaloe. Me han encargado llevarlos a la residencia del señor Vane.
—¿Vamos a ir en ese coche? —Los ojos de Simon se volvieron tan grandes y relucientes como dos soles—. ¿Dentro?
—Sí, señor. —Bigaloe le guiñó un ojo—. En el asiento que a usted más le guste.
—¡Genial! —Dio un puñetazo al aire, soltó una risotada, y habría salido corriendo hacia la limusina si Zoe no lo hubiese sujetado para detenerlo.
—Es que nosotros tenemos coche. Y un perro.
—Sí, señora. El señor Vane le envía esto.
Zoe se quedó mirando la nota que Bigaloe le tendía y reconoció el papel de carta.
—Simon, no te muevas —ordenó mientras lo soltaba para abrir el sobre.
Una sola hoja con membrete rezaba:
No discutas tampoco esta vez.
—La verdad es que no veo por qué… —Enmudeció, desarmada y vencida por el ruego desesperado que le lanzaban los ojos de Simon—. Saldremos dentro de un minuto, señor Bigaloe.
En cuanto cerró la puerta, Simon la abrazó por la cintura.
—¡Esto es formidable!
—Sí, formidable.
—¿Podemos irnos ya? ¿Podemos?
—Vale, de acuerdo. Coge tu chaqueta y el regalo que hemos preparado para Brad. Necesito mi bolso.
«Y mis zapatos», pensó. Parecía que aquella iba a ser una noche apropiada para los pendientes de marcasita.
En cuanto estuvieron fuera, Simon corrió derechito al coche, pero se detuvo con un patinazo para saludar enérgicamente a los Hanson, que se hallaban sentados en el porche de su casa.
—¡Vamos a ir en limusina!
—¡Qué maravilla! —Con una gran sonrisa, la señora Hanson le devolvió el saludo—. Igual que una estrella de rock. Quiero que mañana me lo cuentes todo.
—Vale. Este es el señor Bigaloe —anunció el niño cuando el conductor le abrió la puerta—. Va a llevarnos a casa de Brad. Esos son el señor y la señora Hanson, los vecinos de al lado.
—Encantado de conocerlos. —Bigaloe se tocó la gorra, y después le ofreció su mano a Zoe—. El perro puede ir delante conmigo, si eso le parece bien.
—Oh, bueno, si no le molesta…
—Mira eso, John —la señora Hanson apretó la mano de su marido—, igual que Cenicienta. Solo espero que nuestra chica sea lo bastante lista para no salir corriendo cuando el reloj dé las doce.
Junto a las ventanillas con cristales negros había unos pequeños jarrones de cristal con flores frescas. También luces diminutas, como mágicas, a lo largo de todo el suelo y el techo.
Había un televisor y un equipo de música, y botones para manejarlo todo en un panel situado sobre sus cabezas.
Olía a cuero y azucenas.
Simon ya se había deslizado por los largos asientos laterales para meter la cabeza por la abertura que comunicaba con la cabina de la limusina y estaba acribillando a Bigaloe con montones de preguntas.
Zoe no juntó ánimos para detenerlo. Eso le dio un momento para tratar de adaptarse a la situación.
En un instante se rindió: necesitaría todo un año para acostumbrarse.
Simon regresó a su lado deslizándose por el cuero.
—A Moe le gusta ir ahí delante; el señor Bigaloe le deja que saque la cabeza por la ventanilla. Además, el señor Bigaloe dice que puedo tocarlo todo, porque yo soy el jefe. Y que puedo coger una gaseosa de la nevera si a ti te parece bien, porque tú eres mi jefa. ¡Ah, y que puedo ver la tele! Aquí en el coche. ¿Puedo?
Zoe observó el rostro de su hijo, resplandeciente y deslumbrado. Siguiendo un impulso, le cogió la cara y le dio un fuerte y sonoro beso en la boca.
—Sí, puedes beberte una gaseosa. Sí, puedes ver la tele en el coche. Y mira, mira aquí arriba. Puedes encender y apagar las luces. También hay un teléfono.
—Llamemos a alguien.
—Hazlo tú. —Alzó el auricular y se lo ofreció—. Llama a la señora Hanson. ¿No crees que le gustaría?
—Vale. Voy a tomarme una gaseosa, encenderé la tele y luego llamaré a la señora Hanson para contárselo.
Zoe rio con Simon. Después también jugó con los controles y se bebió un ginger-ale solo para poder contar que lo había hecho.
Cuando llegaron a casa de Brad, cogió la mano de Simon antes de que este abriese la puerta de la limusina.
—Se supone que el señor Bigaloe ha de venir a abrir —susurró—. Eso forma parte de su trabajo.
—De acuerdo. —Cuando la puerta se abrió, Simon salió de un salto y miró a Bigaloe—. Ha sido estupendo. Muchas gracias por traernos.
—Ha sido un placer.
—Imagino que habrá adivinado que era nuestro primer viaje en limusina —le dijo Zoe cuando él la ayudó a apearse.
—No recuerdo haber disfrutado tanto anteriormente conduciéndola. Estoy deseando llevarles de vuelta cuando estén listos.
—Gracias.
—Espera a que se lo cuente a los chicos. —Simon agarró la correa de Moe y dejó que el perro tirara de él hacia la puerta—. No se lo van a creer.
Antes de que Zoe pudiese decirle que llamara a la puerta, el niño ya la había abierto de un empujón y llamaba a gritos a Brad.
—¡Brad! Hemos visto la tele en el coche, hemos bebido gaseosas y hemos llamado a la señora Hanson. Y Moe ha ido delante.
—Parece que ha sido un viaje muy entretenido.
—Simon, deberías haber llamado a la puerta. ¡Moe!
El perro ya se había dirigido como una centella al salón principal y había encontrado el sofá.
—No pasa nada —le dijo Brad cuando Moe saltó sobre los cojines y se estiró como si fuese un sultán peludo—. Aquí ya estamos acostumbrándonos a él.
—Te hemos traído un regalo. —Dando saltitos, Simon dejó un paquete en las manos de Brad—. Lo hemos hecho mamá y yo.
—¿En serio? Vamos a la cocina a abrirlo, pero primero dadme vuestros abrigos.
—Puedo hacerlo yo. Ya sé dónde hay que ponerlos. —Simon se quitó la chaqueta de un tirón y se quedó brincando de puntillas hasta que Zoe le entregó la suya—. No lo abráis hasta que yo llegue.
—De acuerdo.
—Quiero darte las gracias por haber enviado el coche —empezó ella mientras se dirigía a la cocina—. Simon no lo olvidará jamás. Para él ha sido de lo más emocionante.
—Y tú ¿has disfrutado del trayecto?
—¿Estás de broma? —Soltó una carcajada que aún estaba teñida de asombro—. Ha sido como ser una princesa durante veinte minutos. Aunque la verdad es que hemos estado jugueteando con todos los botones y el televisor, así que supongo que se habrá parecido más a ser una niña durante veinte minutos. No tenías por qué haberte tomado tantas molestias.
—No ha sido ninguna molestia. Quería hacerlo. Sabía que Simon se entusiasmaría con el coche, y además no quería preocuparme porque tuvieses que regresar a casa de noche. Y también —añadió mientras sacaba una botella de una cubitera de plata— quería que pudieses relajarte y disfrutar de este exquisito champán.
—¡Oh! Incluso aunque no me hubieras enviado esa nota, habría sido muy difícil discutirte todo eso.
—Bien.
Brad destapó la botella con un alegre «pum», y ya estaba llenando la segunda copa de champán cuando Simon llegó corriendo con Moe a la zaga.
—Ahora tienes que abrir el regalo. Es un regalo para la casa, de «inaguración».
—Inauguración —lo corrigió Zoe, y le pasó un brazo por el hombro, como hacía a menudo—. Aunque con cierto retraso, es para darte la bienvenida de nuevo al valle, y por volver a instalarte en esta casa.
—Veamos qué tenemos aquí.
Brad deshizo el nudo sintiéndose un poco tonto, pues ya sabía que iba a conservar la cinta de encaje blanco y el ramito de diminutas flores rojas que Zoe había prendido en él. También había estampado, con un sello o una plantilla, la silueta de esas mismas flores sobre la sencilla caja de cartón marrón y había alojado el obsequio en un lecho de tela blanca salpicada de purpurina.
—Desde luego, sabes cómo envolver un regalo.
—Si obsequias a alguien, debes tomarte un tiempo para presentárselo bonito.
Brad sacó del paquete una jarrita transparente con una vela tricolor.
—Es genial —la olfateó—, y huele de maravilla. ¿La habéis hecho vosotros?
—Nos gusta hacer cosas así, ¿verdad, mamá? Tienes que mezclar la cera y después añadir el perfume y todo lo demás. Yo elegí los olores.
—Es para las fiestas —explicó Zoe—. La parte superior huele a tarta de manzana; la del medio, a tarta de arándanos; y la última, a árbol de Navidad. En la caja hay un azulejo para que coloques encima la jarra con la vela, porque se calienta.
Brad sacó un azulejo blanco con arándanos pintados en las esquinas.
—Mamá le ha pintado los arándanos y yo lo he vidriado.
—Es magnífico. —Dejó el azulejo y la vela sobre la encimera. Después se agachó para abrazar a Simon. Cuando se incorporó, le dedicó una sonrisa—. A lo mejor deberías mirar hacia otro lado.
—¿Y eso por qué?
—Porque voy a besar a tu madre.
—Puaj.
Aunque Simon se cubrió la cara con las manos, sintió una oleada de calidez en el estómago.
—Gracias. —Brad le dio un leve beso en los labios a Zoe—. Ya está, chaval.
—¿Vas a estrenar el regalo? —preguntó el niño.
—Por supuesto. —Brad sacó del cajón un encendedor fino y largo y prendió con él la mecha—. Es estupendo. ¿Dónde aprendisteis a hacer velas?
—Es una idea que pesqué por ahí, y después he estado experimentando. Espero acabar siendo lo bastante buena para ofrecer una línea de velas y objetos de ese tipo en el salón de belleza.
—Algo así podríamos venderlo en Reyes de Casa.
Zoe se quedó mirando la vela.
—¿En serio?
—Después de la ampliación vamos a tener más artículos, como velas decorativas. Tendrás que enseñarme algunas más que tengas hechas y hablaremos del asunto.
—¿Puedo ir a la sala de juegos? —preguntó Simon—. Me he traído el Smackdown para echarte la revancha.
—Desde luego. Hay otro videojuego cargado. Échale un vistazo si quieres.
—¿Vas a venir a jugar ahora?
—Tengo que empezar a preparar la cena, pero tú puedes ir abriendo boca. Quiero que estés muerto de hambre. Me han enviado por avión ancas de rana especiales para esta noche.
—¡Oh, oh!
—Ancas de rana gigante. De África.
—No me creo nada.
—También podemos comer chuletas.
—¡Chuletas de rana!
—Naturalmente.
Con un aullido burlón, Simon salió disparado de la cocina.
—Te portas increíblemente bien con él —dijo Zoe.
—Es fácil. ¿Por qué no te sientas y…? —Se interrumpió al oír que Simon gritaba: «¡Madre mía!», desde la sala de juegos—. Ya ha visto el nuevo videojuego.
—Bradley.
—¿Hum?
—Tengo que pedirte que me prometas algo. Y no digas que sí todavía —se le adelantó mientras giraba la copa agarrándola por el pie y miraba a Brad a través de ella—. Es algo importante, y si te tomas el tiempo necesario para pensar antes de responder creeré que vas a mantener tu palabra.
—¿Qué quieres que te prometa, Zoe?
—Simon… te tiene mucho afecto. Nunca alguien como tú le había prestado atención, no de este modo. Ahora resulta que ha empezado a depender de que le prestes esa atención. Necesito que me prometas que, pase lo que pase entre tú y yo, vaya como vaya nuestra relación, no te olvidarás de Simon. No estoy hablando de ir en limusinas, lo que te estoy pidiendo es que me prometas que no dejarás de ser amigo suyo.
—Él no es el único que siente afecto, Zoe. Puedo prometerte lo que me pides. —Le tendió la mano—. Te doy mi palabra.
Ella le tomó la mano y se la estrechó, y la tensión que se había acumulado en su interior mientras realizaba aquella petición se fue disolviendo.
—De acuerdo. Bien. —Miró a su alrededor—. ¿Qué puedo hacer?
—Puedes sentarte y beber tu copa de champán.
—Debería ayudarte con esas ancas de rana africana.
Brad la cogió por la nuca y volvió a besarla, pero esta vez no tan leve ni despreocupadamente como cuando estaba Simon en la cocina.
—Siéntate y bébete el champán —insistió mientras le pasaba un dedo por el lóbulo de la oreja—. Bonitos pendientes.
Zoe soltó una carcajada breve y confundida.
—Gracias. —Aunque seguía pensando que debería ayudar, se acomodó en uno de los taburetes que había junto a la barra—. ¿De verdad vas a cocinar?
—Voy a asar a la parrilla, lo que es completamente distinto. Todos los varones Vane lo hacen. Si no lo hiciese así, me expulsarían de la familia.
—¿Vas a asar a la parrilla? ¿En noviembre?
—Los Vane asamos durante todo el año, incluso si hemos de enfrentarnos al hielo, las duras ventiscas o el riesgo de congelación. De todos modos, da la casualidad de que yo tengo esta cosa tan práctica justo aquí en la cocina.
—He visto esos aparatos en las revistas. —Zoe observó cómo Brad encendía la parrilla empotrada que había sobre los fogones—. También en la televisión, en algunos de esos programas de cocina.
Brad colocó alrededor de las llamas unas patatas envueltas en papel de aluminio.
—Sobre todo, no le cuentes a mi padre que he utilizado este artilugio en vez de preparar la parrilla ahí fuera, aguantando como un hombre.
—Mis labios están sellados. —Bebió un sorbo de champán mientras Brad iba hacia la nevera y sacaba una bandeja con entremeses—. ¿Esto lo has preparado tú?
Él caviló un momento mientras dejaba la bandeja sobre la encimera, delante de Zoe.
—Podría mentirte e impresionarte de verdad, pero en vez de eso voy a deslumbrarte con mi sinceridad: todo esto es de Luciano’s, igual que las bombas de chocolate que hay de postre y las colas de langosta.
—¿Colas de langosta? ¿De Luciano’s? —Escogió uno de los canapés, dejó que se deslizara entre sus labios y gimió cuando los distintos sabores se mezclaron en la lengua.
—¿Está bueno?
—Fantástico. Todo es fantástico. Estoy tratando de comprender cómo es que Zoe McCourt ha llegado a estar sentada aquí bebiendo champán y comiendo canapés de Luciano’s. Intentas impresionarme, Bradley, y lo estás consiguiendo.
—Me gusta verte sonreír. ¿Sabes cuándo fue la primera vez que me sonreíste de verdad? Cuando te regalé la escalera de mano.
—Antes de eso ya te había sonreído.
—No, no de corazón. Dios sabe cuánto lo deseaba, pero tú parecías empeñada en malinterpretarme y te sentías ofendida en cuanto te dirigía dos palabras seguidas.
—Eso es… —se detuvo, y rápidamente soltó una carcajada—… probablemente cierto.
—Sin embargo yo te gané sutilmente, o al menos empecé a ganarte, cuando te regalé una escalera de mano de fibra de vidrio.
—No sabía que aquello era una artimaña. Pensaba que era una muestra de consideración.
—Era una artimaña considerada. Quieres más champán.
Zoe debatió consigo misma mientras Brad iba a por la botella.
—Me intimidabas.
—¿Cómo dices?
—Me intimidabas, Bradley, y aún me intimidas un poco. También me intimidó esta casa la primera vez que vine a buscar a Malory y te vi. Entré en una casa tan grande y maravillosa, y ahí estaba el cuadro que habías comprado.
—Después del hechizo.
—Sí. Verlo me causó una auténtica conmoción, igual que estar aquí. La cabeza me daba vueltas. Yo mencioné algo sobre que debía regresar a casa por Simon, por mi hijo, y tú me miraste la mano y te diste cuenta de que no llevaba alianza.
—Zoe…
Ella sacudió la cabeza.
—Entonces vi una expresión en tu cara… Me sentó fatal.
—Al parecer, empezaste a malinterpretarme desde el primer momento. —Para darse tiempo, apuró la copa de champán—. Voy a contarte algo sobre el cuadro. Eso te proporcionará una ventaja grandísima en esta relación que estamos iniciando.
Cita. Relación. La cabeza de Zoe iba a ponerse a dar vueltas de nuevo.
—No sé a qué te refieres.
—Enseguida lo sabrás. Cuando vi aquella pintura por primera vez…, bueno, fue algo apabullante. Allí estaba Dana, la hermana pequeña de mi mejor amigo, una mujer a la que apreciaba muchísimo. —Se apoyó en la barra, elegante de un modo informal con el jersey negro que llevaba puesto, con la vela artesanal que le había regalado Zoe parpadeando entre los dos—. Después estaba Malory. Por supuesto, yo no la conocía aún, pero había algo que me impulsó a pararme y pensar, que provocó que mirara el cuadro con más atención y detenimiento. —Hizo una pausa y puso dos dedos debajo de la barbilla de Zoe—. Y luego estaba esta cara, este increíble rostro. Apenas pude respirar mientras lo admiraba. Me quedé rendido ante él. Tenía que poseer ese cuadro. Habría pagado cualquier cantidad por ser su dueño.
—Es parte de la conexión. —Tenía la garganta seca, pero era incapaz de alzar la copa para beber—. Estabas destinado a poseerlo.
—Eso puede que sea cierto, de hecho he llegado a creer que lo es. Sin embargo, no es de eso de lo que estoy hablando. Yo debía tener ese cuadro porque tenía que poder mirar esa cara: tu cara. Me aprendí de memoria todos sus ángulos, la forma de los ojos, de la boca. Pasé mucho tiempo estudiando ese semblante. Luego tú entraste en el salón aquel día, y yo me quedé atónito. Ella había despertado, había salido del cuadro y estaba aquí.
—Pero yo no soy la mujer del cuadro.
—¡Chist! No podía ni pensar. Durante un minuto ni siquiera pude oír nada aparte de los latidos de mi corazón. Todo el mundo siguió hablando mientras yo intentaba recuperar el control sobre mí mismo, mientras procuraba no acercarme a ti y tocarte para convencerme de que no ibas a desvanecerte como el humo. Debía dirigirte la palabra, fingir que todo era normal, aunque el destino me hubiera lanzado un revés inesperado. No puedes imaginarte lo que sucedía en mi interior.
—No. Supongo que no —logró responder.
—Tú dijiste que tenías que volver a casa por tu hijo, y fue lo mismo que si me hubieras cortado la garganta. ¿Cómo podía ella pertenecer a otro antes de que yo tuviese una oportunidad? Luego bajé la vista hacia tu mano, vi que no llevabas ninguna alianza y pensé: «Gracias, Dios, ella no pertenece a otro».
—Sin embargo, entonces ni siquiera me conocías.
—Ahora sí. —Se inclinó y le cubrió los labios con los suyos.
—¡Jolín! ¿Ahora vais a estar siempre haciendo eso?
Brad se irguió, rozó la frente de Zoe con un suave beso y luego se giró hacia Simon.
—Sí, pero no quiero que te sientas excluido, así que también te besaré a ti.
Simon empezó a hacer como si escupiera y, de un brinco, se puso a salvo tras el taburete de su madre.
—Bésala a ella, si es que tienes que besar a alguien. ¿Vamos a cenar pronto? Estoy muerto de hambre.
—Estoy a punto de poner unas chuletas gordas y jugosas en el fuego. Así que, chaval, ¿cómo te gusta la rana?
Después de la cena y la partida de revancha, después de que a Simon, despatarrado en el suelo de la sala de juegos, se le cerraran los ojos, Zoe se permitió deslizarse entre los brazos de Brad. Se permitió flotar entre besos.
Pensó que había magia en el mundo, y que esa noche le había tocado una parte a ella.
—He de llevarme a Simon a casa.
—Quedaos. —Le frotó la mejilla con la suya—. Quedaos, los dos.
—Ese es un paso muy grande para mí. —Apoyó la cabeza sobre el hombro de Brad. Sabía que sería muy fácil quedarse, dejar que las cosas siguieran adelante. Pero los grandes pasos no deberían ser fáciles—. No estoy jugando contigo, pero he de pensar en lo que es correcto. —«Para todos nosotros», añadió para sus adentros—. Hablaba en serio cuando he dicho que no comprendía cómo he acabado llegando aquí. Tengo que estar segura con lo que vaya a pasar más tarde.
—No voy a hacerte daño. No voy a haceros daño a ninguno de los dos.
—Eso no me da miedo. No, no es cierto. Sí hay algo de eso que me da miedo: que yo pueda herirte. No te he contado lo que ocurrió ayer. No quería comentarlo delante de Simon.
—¿Qué pasó?
—¿Podemos ir a la otra habitación? Solo por si Simon se despierta.
—Se trata de Kane —afirmó Brad mientras se dirigían al salón principal.
—Sí.
Y se lo contó todo.
—¿Es eso lo que querías, Zoe? ¿Vivir en Nueva York y tener una profesión de alto nivel?
—Oh, no sé si en Nueva York. Podría haber sido igual en Chicago o Los Ángeles, cualquier lugar que pareciese importante. Cualquier lugar que no fuese donde yo estaba.
—¿Porque eras desdichada o porque había cosas que deseabas hacer?
Zoe comenzó a responder, y luego se detuvo.
—Por las dos cosas —dijo, comprendiéndolo de pronto—. No recuerdo que pensara que era desdichada, pero supongo que la mayor parte del tiempo sí lo era. El mundo resultaba tan pequeño y estático donde vivíamos… Y el modo en que vivíamos. —Miró por las ventanas, más allá del prado, hasta la cinta negra del río—. En cambio el mundo no es pequeño, y no está inmóvil. Yo solía pensar en eso, me hacía preguntas al respecto. Sobre las personas y los lugares que había fuera de allí. —Sorprendida de sí misma, se giró hacia Brad y lo vio observándola, firme y en silencio—. De todas formas, eso ya ha quedado atrás.
—Yo no lo creo así. ¿Qué te hacía feliz?
—Oh, muchas cosas. No querría dar la impresión de que estaba triste todo el tiempo. No era así. Me gustaba la escuela. Era una buena estudiante. Me gustaba aprender cosas, averiguar cosas. Era especialmente buena con los números. Yo me encargaba de los libros de cuentas y los impuestos de mi madre. Me encantaba hacerlo. Pensaba que a lo mejor sería contable o economista. O que trabajaría en un banco. Quería ir a la universidad, conseguir un empleo importante y trasladarme a la ciudad. Tener cosas. Tener más, eso es todo; como que la gente me respetara, incluso que me admirara porque yo supiera cómo hacer las cosas. —Se encogió levemente de hombros y se acercó a la chimenea—. Eso solía irritar a mi madre: la manera en que yo hablaba de todo ello y lo quisquillosa que me ponía con mis pertenencias, porque quería mantenerlas bonitas. Ella decía que yo pensaba que era mejor que los demás, pero no era cierto. —Se quedó mirando el fuego con el entrecejo fruncido—. No era cierto en absoluto. Yo solo deseaba ser mejor de lo que era. Suponía que si era lo bastante lista, podría obtener ese gran trabajo y mudarme a la ciudad, y entonces nadie me miraría pensando: «Ahí está esa escoria de las caravanas salida de un agujero».
—Zoe.
Ella sacudió la cabeza.
—La gente pensaba así, Bradley. Y pensaba así porque se acercaba bastante a la verdad. Mi padre bebía demasiado, se largó con la mujer de otro hombre y dejó a mi madre sola con cuatro hijos, un montón de deudas y una caravana de vivienda. La mayor parte de la ropa que yo usaba nos la había dado alguien por compasión. No tienes ni idea de cómo es eso.
—No, no la tengo.
—Algunas personas te dan cosas por bondad, pero muchas lo hacen para sentirse superiores. Así, muy pagadas de sí mismas, pueden decir: «Mirad lo que he hecho por esa pobre mujer y sus hijos». Eso lo ves en sus caras. —Se volvió hacia Brad con las mejillas coloradas y ardientes por una mezcla de orgullo y vergüenza—. Es odioso. Yo no quería que nadie me diese nada. Quería conseguirlo por mí misma. Así que trabajé, fui ahorrando dinero e hice grandes planes. Después me quedé embarazada. —Se giró hacia la entrada para asegurarse de que Simon no podía oírla—. No me di cuenta hasta que habían pasado dos meses. Pensaba que tendría la gripe o algo así, pero no me encontraba mejor y por eso fui al médico, y me lo dijeron. Ya estaba de nueve semanas. Dios, nueve semanas y había sido tan idiota que no me había dado cuenta.
—Eras una niña. —De la que él se compadecía—. No eras idiota, sino una niña.
—Lo bastante mayor para quedarme embarazada. Lo bastante adulta para saber lo que eso significaba. Me asusté mucho. No sabía qué iba a ocurrir. No se lo conté a mi madre, no de inmediato. Fui a hablar con el chico. Él también se asustó, y puede que se enfadase un poco. De todas formas me dijo que haría lo adecuado. Después de eso, me sentí mejor. Me sentí más tranquila. Así que me fui a casa y se lo conté a mi madre. —Respiró hondo y apretó los dedos contra las sienes. No pretendía hablar de todo aquello, pero, una vez que había empezado, terminaría la historia—. Oh, aún puedo verla, sentada frente a la mesa, con el ventilador girando. Hacía calor, un calor espantoso. Se quedó mirándome, se inclinó hacia delante y me abofeteó. No la culpo por eso —se apresuró a aclarar cuando oyó maldecir a Brad—. No la culpé entonces, y no la culpo ahora. Yo había estado escapándome a sus espaldas para estar con aquel chico, y debía pagar por eso. No la culpo por esa bofetada, Bradley; me la merecía. Por lo que sí la culpo es por lo que siguió, porque la satisficiera enterarse de que me había metido en problemas, como le había ocurrido antes a ella conmigo; por dejarme claro que yo no era mejor que ella; por todas mis ideas y planes. La culpo por hacer que me sintiese vil, por comparar al niño que llevaba dentro con un castigo.
—Estaba equivocada. —Brad lo dijo como si tal cosa, en un tono tal que Zoe se quedó sin aire—. ¿Qué sucedió con el padre?
—Bueno, no hizo lo adecuado, como había prometido. Ahora mismo no quiero hablar de eso. Tengo que profundizar en mi pista, en las bifurcaciones del sendero. Entonces elegí qué dirección tomar. Dejé la escuela y me puse a trabajar. Obtuve el bachillerato con el examen por libre para adultos y el diploma de esteticista, y me marché de casa.
—Espera. —Brad alzó una mano—. ¿Te fuiste por tu cuenta? ¿Tú sola, a los dieciséis años? Y embarazada. Tu madre…
—No tenía nada que opinar —lo interrumpió. Se volvió hacia él, con el fuego crepitando detrás de ella—. Me marché embarazada de seis meses porque no pensaba criar a mi hijo en aquel maldito remolque. Tomé una dirección, y quizá esa decisión fue lo que me puso en camino hacia el valle, hacia el Risco del Guerrero y todo esto.
Pensó que a lo mejor tenía que contar aquello. Tal vez necesitaba volver atrás, paso a paso, para poder verlo en su totalidad.
Y para que también él pudiera verlo.
—No estaría aquí si hubiese escogido otra opción, si no hubiese amado a un chico y concebido un hijo con él. No estaría aquí si hubiese ido a la universidad y obtenido ese magnífico trabajo con el que poder ir a Roma una semana. He de averiguar qué significa todo eso, cómo se relaciona con la llave; porque he dado mi palabra de que intentaría encontrarla. Y tengo que averiguar también si esa es la razón de que yo esté aquí, contigo. Porque bien sabe Dios que, si no es por eso, para mí no tiene ningún sentido.
—Lo que te haya traído hasta aquí tiene todo el sentido del mundo.
—¿Me has escuchado? —preguntó Zoe—. ¿Has oído una sola palabra de lo que he dicho sobre el lugar del que procedo?
—Todas las palabras. —Cruzó la habitación hacia ella—. Eres la mujer más asombrosa que he conocido jamás.
Zoe se quedó mirándolo y después levantó las manos, exasperada.
—No te entiendo. Quizá se supone que no debo entenderte. Sin embargo hay algo que los dos hemos de considerar, porque el mundo no es pequeño ni está inmóvil. Además, Bradley, para nosotros no hay solo un mundo por el que preocuparse.
—Hay otro que da vueltas en torno a este —repuso asintiendo con la cabeza—. Y ambos se cruzan.
—Pues, teniendo eso en cuenta, ¿eres tú la opción que debo tomar o de la que debo alejarme?
Brad sonrió, pero de forma brusca y fiera.
—Tú intenta alejarte.
Zoe sacudió la cabeza.
—Supón que voy hacia ti y empieza algo entre nosotros, algo real. ¿Qué ocurre entonces si he de elegir otra vez?
Brad le colocó las manos en los hombros y luego las deslizó hacia arriba, hasta enmarcarle el rostro.
—Zoe, ya ha empezado algo entre nosotros, y es muy real.
Ella deseaba poder estar igual de segura.
Cuando volvió a casa con Simon a través de la noche bañada por la luz de un cuarto de luna, a Zoe casi nada le parecía real.