5

Sobre todo no debía olvidar que era una mujer adulta, y que las mujeres adultas a menudo invitan a hombres a cenar en casa sin desmoronarse por ello, ni enamorarse.

No iba a suponer más que un leve cambio en su rutina de los lunes.

Significaba que compraría algún tipo especial de pan e ingredientes nuevos para la ensalada de camino a casa. Y haría más salsa. Tenía que conseguir que Simon empezara los deberes más pronto de lo habitual, y eso iba a ser toda una batalla, incluso con el aliciente de que su buen amigo Brad fuese a cenar con ellos.

Debía lavarse, cambiarse de ropa dos veces y retocarse el maquillaje. Después tenía que lavar a Simon, lo que implicaría otra batalla, y luego habría de encender velas aromáticas para que la casa tuviese un bonito aspecto y el aire no estuviese impregnado de eau de Moe.

Había que preparar la ensalada, poner la mesa, revisar la aritmética y la ortografía de Simon y dar de comer al perro.

Todo eso tenía que acabarlo entre las 15:35 y las 18:30.

«Lo más probable es que Brad no esté acostumbrado a cenar tan temprano», pensó Zoe mientras removía la salsa. Cuanto más rica era la gente, más tarde cenaba. Sin embargo, Simon debía estar en la cama a las nueve en punto si al día siguiente había colegio. Esas eran las normas de la casa, de modo que Bradley Vane tendría que adaptarse a ellas o irse a comer espaguetis a cualquier otro sitio.

Zoe resopló entre dientes. «¡Basta ya!», se riñó a sí misma. Brad no se había quejado, ¿verdad? Era ella la que estaba generando todo el problema.

—Simon, tienes que acabar eso de una vez.

—Odio las fracciones. —Golpeó la pata de la silla con los talones y miró con mala cara los deberes de matemáticas—. Las fracciones van soltando trozos por todos lados.

—Algunas cosas no se presentan en una unidad. Necesitas conocer las piezas que las conforman.

—¿Para qué?

Zoe sacó las servilletas de tela que ella misma había hecho en un santiamén en la máquina de coser.

—Para que puedas ponerlas juntas o separadas y comprender cómo funcionan.

—¿Para qué?

Ella dobló las servilletas en forma triangular.

—¿Tratas de enfadarme o lo tuyo es un don de la naturaleza?

—No lo sé. ¿Por qué vamos a usar esos trapos?

—Porque tenemos compañía.

—Pero si es Brad…

—Ya sé quién es. Simon, solo te quedan tres problemas. Acábalos para que pueda terminar de poner la mesa.

—¿Por qué no puedo hacerlos después de la cena? ¿Por qué siempre tengo que hacer deberes? ¿Por qué no puedo llevarme a Moe a la calle y jugar un rato con él?

—Porque quiero que los hagas ahora. Porque es tu obligación. Porque lo digo yo.

Se cruzaron unas miradas repletas de vehemencia y fastidio.

—No es justo.

—Comunicado para Simon: «La vida no siempre es justa». Ahora acaba esos ejercicios o esta noche perderás el privilegio de una hora de televisión y videojuegos. ¡Y para ya de darle golpes a la silla! —añadió. Sacó la tabla de cortar y empezó a trocear las verduras para la ensalada—. Tú sigue poniendo caras cuando no te miro —dijo, con voz fría esa vez—, y perderás los privilegios de toda la semana.

Simon ignoraba cómo sabía su madre lo que él hacía si estaba de espaldas, pero la cuestión es que siempre lo sabía. Como una pequeña rebelión, empleó el triple del tiempo que necesitaba en resolver el siguiente problema.

Los deberes eran una mierda. Alzó la vista rápidamente, por si su madre podía también oírle los pensamientos; pero ella continuó cortando aquella porquería para la estúpida ensalada.

A Simon no le disgustaba la escuela. A veces incluso le gustaba. Sin embargo no veía por qué el colegio tenía que seguirlo hasta su casa todas las tardes. Pensó en golpear la silla de nuevo, solo para poner a prueba a su madre, pero entonces entró Moe saltando y se distrajo.

—¡Eh, Moe! Eh, colega, ¿qué llevas ahí?

Zoe giró la cabeza y dejó caer el cuchillo.

—Oh, Dios mío.

Moe se detuvo, sin dejar de mover la cola y sacudir todo el cuerpo, con los restos de un rollo de papel higiénico entre los dientes.

Cuando Zoe se abalanzó sobre él, el cerebro de Moe lo interpretó como la señal que daba inicio al juego. La esquivó y se fue a la izquierda, rodeó la mesa como una bala y salió disparado de la cocina.

—¡Para! Maldición. Simon, ayúdame a atrapar a ese perro.

Moe ya había hecho su parte: por todo el suelo había esparcidos pedacitos y tiras de papel destrozado. Como si fuera nieve. Zoe lo persiguió por la sala de estar mientras el perro gruñía juguetonamente, sin soltar el maltrecho rollo de papel. Muerto de la risa y encantado, Simon pasó deprisa junto a su madre y se abalanzó sobre Moe.

El niño y el perro rodaron por la alfombra.

—¡Simon, esto no es ningún juego!

Zoe se interpuso entre los dos y logró agarrar el rollo mojado. Sin embargo, cuanto más tiraba de él más brillantes se volvían los ojos del perro, que tiraba a su vez gruñendo de alegría.

Moe sí cree que es un juego. Piensa que estás jugando con él. Le encanta.

Exasperada, Zoe miró a su hijo. Estaba arrodillado junto al perro, con un brazo sobre el lomo del animal. Algunos trocitos de papel se habían quedado adheridos a los pantalones limpios de Simon y al pelo de Moe.

Los dos la miraban alegres.

—Pues yo no estoy jugando —exclamó, pero las palabras salieron de su boca mezcladas con una carcajada—. De verdad que no. Eres un perro malo. —Le dio unos toquecitos en la nariz con un dedo—. Un perro muy, pero que muy malo.

Moe se sentó sobre los cuartos traseros, alzó una pata para chocársela y después dejó caer el rollo de papel a los pies de Zoe.

—Quiere que se lo lances para ir a recogerlo.

—Ah, sí, eso es justo lo que voy a hacer. —Atrapó el rollo y se lo puso a la espalda—. Simon, ve a buscar el aspirador. Moe y yo vamos a tener una pequeña charla.

—No está enfadada de verdad —le susurró el niño a Moe—. Cuando está enfadada de verdad, los ojos se le ponen oscuros y terroríficos. —Dicho esto, salió de la habitación a saltitos.

Con un movimiento veloz, Zoe sujetó a Moe del collar antes de que pudiese seguir al niño.

—Oh, no, tú no. Mira el desastre que has formado. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

El perro se tumbó y rodó sobre su cuerpo hasta ponerse panza arriba.

—Eso solo va a funcionar si sabes manejar un aspirador.

Soltó un leve suspiro cuando oyó que llamaban a la puerta. Simon gritó:

—¡Ya abro yo!

—Perfecto. Más perfecto, imposible.

Se quedó mirando al perro, que salió corriendo como una centella, y oyó la voz entusiasmada de Simon, que le contaba a Brad la última aventura de Moe.

—Ha corrido por toda la casa, y ha armado un buen follón.

—Sí, ya lo veo. —Brad entró en la sala de estar, donde Zoe estaba rodeada de pedazos de papel higiénico—. La diversión nunca se acaba, ¿eh?

Moe debe de haber metido las narices en el armario de la ropa blanca. Tengo que limpiar todo esto.

—¿Por qué no te encargas de estas cosas? —Cruzó la sala hasta ella, y le tendió una botella de vino y una docena de rosas amarillas—. Simon y yo podemos limpiarlo.

—No, de verdad, tú no puedes…

—Por supuesto que sí. ¿Tenéis aspirador? —le preguntó a Simon.

—Ahora iba a traerlo. —Y salió disparado.

—En serio, no tienes que molestarte, Bradley. Yo… lo haré más tarde.

—Ya me ocupo yo de eso. ¿No te gustan las rosas?

—Sí, me gustan. Son preciosas. —Zoe fue a cogerlas, y entonces reparó en su mano y en el rollo de papel mojado que aún tenía agarrado—. Oh —exclamó con un largo suspiro—, vaya.

—Te lo cambio. —Brad se lo quitó de la mano antes de que ella pudiese oponerse, y le entregó las flores—. También querrás esto, supongo. —Le pasó la botella de Chianti—. Podrías ir a abrirla, para que el vino respire. —Se dio la vuelta cuando Simon entró arrastrando el aspirador—. Enchúfalo, Simon, y arreglemos esto, porque en algún sitio hay algo que huele muy bien.

—La salsa para los espaguetis. Mamá hace la mejor del mundo. Lo malo es que antes hay que comerse la ensalada.

—Vaya. Siempre tiene que haber gato encerrado. —Sonrió a Zoe mientras se enrollaba las mangas de su camisa azul oscuro—. Nosotros ordenaremos aquí.

—De acuerdo. Bien. Gracias.

Sin saber qué más hacer, se llevó las rosas y el vino a la cocina. Oyó a Simon, que seguía parloteando, y después el rugir del aspirador, seguido de inmediato por los ladridos de loco de Moe.

Había olvidado que Moe consideraba al aspirador un enemigo mortal. Debería volver y sacarlo de allí. En ese momento oyó las carcajadas de Simon, las de Brad —más profundas, pero igualmente encantadas— y los ladridos cada vez más frenéticos del perro. Eso significaba que el niño y el hombre estaban provocando a Moe para que perdiera la chaveta.

No; estaban bien. Debería dejarlos solos.

Eso le brindó la oportunidad de enterrar el rostro en las flores. Nadie le había regalado jamás rosas amarillas; eran luminosas como el sol y muy elegantes. Después de cavilar un rato, decidió colocarlas en una esbelta urna de cobre que había rescatado de la oscuridad de un rastrillo. Con el lustre que ella misma le había dado, era un hogar lo bastante brillante y adecuado para unas rosas amarillas.

Las arregló un poco y abrió el vino. Después de poner al fuego una cazuela con agua para cocer la pasta, prosiguió con la ensalada.

Todo iba a salir bien, iba a ser agradable. Debía recordar que Brad no era más que un hombre. Un amigo. Un amigo que había ido a cenar a casa.

—Todo ha vuelto a la normalidad —dijo Brad mientras entraba en la cocina. Reparó en cómo habían quedado las flores que Zoe había colocado sobre la encimera—. Qué bonito.

—Son preciosas, de verdad. Gracias. Simon, ¿por qué no sacas ahora a Moe al patio? Tú puedes llevarte los deberes a la otra habitación y acabar ese par de problemas que te quedan por hacer. Después cenaremos.

—¿Qué clase de problemas? —preguntó Brad al tiempo que miraba hacia los libros de Simon.

—Estúpidas fracciones. —Simon abrió la puerta trasera a Moe y dirigió a su madre una mirada sufrida—. ¿No puedo hacerlos más tarde?

—Claro; si quieres emplear así tu hora de después de la cena.

La boca de Simon se frunció en lo que su madre reconocía como el inicio de una buena pataleta.

—Las fracciones son un asco. Todo eso es un asco. Tenemos calculadoras, ordenadores y un montón de aparatos, así que ¿por qué tengo que hacer esto?

—Porque…

—Sí, con las calculadoras resulta más fácil. —Brad habló con un tono tranquilo que contrastaba con el acaloramiento de Zoe. Luego deslizó un dedo sobre la hoja de ejercicios de Simon—. Probablemente estas preguntas sean demasiado difíciles para que tú solo puedas resolverlas.

—No, no lo son.

—No sé, a mí me parecen bastante difíciles. Tienes que coger este tres y tres cuartos y sumárselo a dos y cinco octavos. ¡Menudo lío!

—Solo tienes que cambiar los cuartos a octavos; eso es todo. —Simon agarró el lápiz y, con la lengua entre los dientes apretados, realizó la operación—. Ya está, ¿lo ves? Ahora puedes sumar los seis octavos que te da con los cinco octavos de antes, y después vuelves a reducir la fracción y sale uno y tres octavos, más todo el rollo ese de los otros números. Así que en total te da seis y tres octavos. ¿Ves? La respuesta es seis y tres octavos.

—Ah. ¿Qué te parece?

—¿Eso ha sido una trampa? —preguntó Simon con desconfianza.

—No sé de qué me estás hablando. —Le revolvió el pelo—. Haz el último, chico listo.

—Vaya.

Zoe observó cómo Brad se inclinaba sobre el hombro de su hijo y sintió que todo su organismo empezaba a derretirse cuando él alzó la vista y la miró sonriendo.

No. Temía que no solo fuese un hombre, no solo un amigo que había ido a cenar a casa.

—¡Ya está! —Simon cerró el libro de un manotazo—. ¿Me concede la libertad provisional, señor alcaide?

—De momento puedes estar fuera de chirona. Ve a guardar esos libros y lávate las manos. —Zoe sirvió dos copas de vino mientras Simon salía disparado—. Eres muy bueno con chavales testarudos.

—Seguramente se deba a que yo era igual. —Cogió la copa que ella le tendía—. Simon es rápido con los números.

—Sí que lo es. En la escuela le va muy bien. Solo que no soporta los deberes.

—Es lo lógico en un niño, ¿no? ¿Qué te has puesto?

—Yo… —Descolocada de nuevo, se miró el jersey azul marino.

—No me refiero a la ropa, sino al perfume. Siempre hueles de maravilla, pero nunca a lo mismo.

—Estoy probando muchos productos distintos. Jabones, lociones… —Al advertir cierto brillo en los ojos de Brad, se llevó la copa a los labios antes de que él pudiese inclinarse y tomarlos por su cuenta—. Esencias.

—Es curioso. Muchas mujeres tienen un aroma predilecto, como una firma que puede obsesionar a un hombre. Tú haces que un hombre se pregunte a qué olerás cada vez, de modo que le sea imposible dejar de pensar en ti.

Zoe habría retrocedido, pero en la cocina no había suficiente espacio para hacerlo sin que resultase demasiado obvio.

—Yo no me perfumo para los hombres.

—Ya lo sé. Por eso resulta más seductor todavía.

Brad percibió la mirada de pánico que Zoe dirigió hacia la puerta cuando oyeron regresar a Simon.

—¿Vamos a cenar ya? —preguntó el niño.

—Acabo de poner a hervir los espaguetis. Ve a sentarte. Empezaremos con la ensalada.

Brad se dijo que Zoe disponía la mesa de forma muy bonita. Platos coloridos, cuencos festivos, mantel con un estampado alegre. Había velas encendidas, y como Simon no hizo ningún comentario al respecto supuso que no debían de ser algo excepcional en la mesa de los McCourt.

Pensó que Zoe se estaba relajando de forma gradual. El mayor responsable de ello por supuesto, era el niño. Rebosaba comentarios, preguntas, opiniones, todo lo cual lograba exponer incluso comiendo como un estibador.

No es que Brad fuese a culparlo por eso. La madre de Simon hacía unos espaguetis excelentes.

Él mismo repitió.

—Me gustan tus cuadros del salón —le dijo a Zoe.

—¿Los de las postales? Colecciono las que me manda gente conocida que viaja.

—Nosotros mismos hacemos los marcos —intervino Simon—. Mamá tiene una caja de ingletes. A lo mejor algún día viajaremos nosotros y mandaremos postales a la gente, ¿verdad, mamá?

—¿Adónde quieres ir?

—No lo sé. —Absorta, Zoe enrolló la pasta en el tenedor—. A algún sitio.

—Un día iremos a Italia y comeremos espaguetis. —Con una gran sonrisa, Simon se metió más en la boca.

—Pues no los preparan mejor que tu madre.

—¿Tú has estado en Italia?

—Sí. ¿Te acuerdas de la foto que tenéis del puente de Florencia? Yo he estado en ese puente.

—¿Y es guay de verdad? —quiso saber Simon.

—Es guay de verdad.

—En ese país hay un sitio que tiene agua por las calles.

—Venecia, Simon —le recordó Zoe—. Son canales. ¿Conoces Venecia? —le preguntó a Brad.

—Sí, es una ciudad preciosa. Vas a todas partes en barca —explicó girándose hacia Simon—. O caminando. Hay taxis y autobuses acuáticos.

—¡Anda ya!

—En serio. En Venecia no hay coches, ni carreteras por las que puedan circular. Tengo fotografías en alguna parte. Ya las buscaré para enseñártelas. —Traspasó su atención a Zoe—. ¿Cómo va el trabajo?

—Hoy han llegado las estanterías de Dana. Hemos dejado todo lo demás y las hemos colocado. Ha sido todo un acontecimiento para nosotras. También hemos recibido las ventanas. —Se aclaró la garganta—. Quiero darte las gracias por la instalación. Ha sido muy generoso por tu parte.

—Ajá. Te han entregado mi nota.

Zoe enrolló en el tenedor lo que le quedaba de pasta.

—Sí. Sin embargo, a pesar de la nota, has sido muy generoso.

Brad tuvo que reírse.

—Piénsalo de este modo: ConSentidos ha supuesto un considerable negocio para Reyes de Casa en las últimas semanas. Esa ha sido nuestra manera de agradeceros que seáis tan buenas clientas. Entonces, ¿están instaladas todas las ventanas?

—Imagino que ya conoces la respuesta. —Zoe estaba segura de que Brad era un hombre que sabía que se haría lo que él ordenaba, fuera lo que fuese.

Él asintió con una inclinación de la copa.

—Los operarios me han dicho que han quedado muy bien…, y que a cambio han recibido galletas y café.

Divertida, Zoe miró hacia los platos.

—Pues parece que lo que tú has recibido a cambio son dos raciones de espaguetis.

Brad sonrió y alzó la botella para servir más vino.

—Estoy lleno —anunció Simon—. ¿Ahora podemos ir a jugar con la consola? ¿Brad y yo?

—Claro.

Simon se levantó de un salto, y Brad vio cómo recogía sus platos y cubiertos y los dejaba en la encimera, junto al fregadero.

—¿Puedo dejar entrar a Moe?

Zoe le clavó un dedo en la barriga.

—Mantenlo alejado de mis armarios.

—Vale.

—Yo voy a echarle una mano a tu madre con los platos antes —dijo Brad.

—No tienes que ayudarme, de verdad —protestó ella, aunque Brad recogió sus cosas igual que Simon—. Yo tengo mi manera de hacer las cosas. Además, Simon se ha pasado todo el día esperando el momento de jugar contigo a la consola. Solo dispone de una hora antes de irse a la cama.

—Vamos, vamos. —Simon agarró a Brad de la mano y tiró de él—. A mamá no le importa. ¿A que no, mamá?

—No, no me importa. Todo el mundo fuera de mi cocina, y eso incluye al perro.

—Volveré para ayudarte a secar los platos en cuanto haya ganado al enano este —le dijo Brad—. No me costará mucho.

—En tus sueños —exclamó Simon mientras sacaba a Brad de la cocina a tirones.

A Zoe le hizo feliz oír a su hijo disfrutando mientras ella se dedicaba a la rutina de ordenar la cocina. Simon nunca había tenido cerca a un hombre adulto que se interesase sinceramente por él. Ahora, con Flynn, Jordan y Bradley tenía a tres.

Sin embargo, Zoe debía admitir que Bradley era el preferido del niño. Entre ellos dos se había producido algún tipo de conexión, alguna misteriosa clase de química masculina. Era algo que ella no solo debía aceptar, sino que también debía fomentarlo.

Aunque antes de eso tenía que asegurarse de que Brad entendiera que, pasara lo que pasase entre él y ella —si es que llegaba a pasar algo—, no tendría que afectar a Simon.

Acabó con la cocina, y luego preparó una cafetera y dispuso una bandeja con el café y un plato con galletas de chocolate.

Cuando lo llevó a la sala de estar, vio a Brad en el suelo junto a Simon, sentado con las piernas cruzadas. El perro roncaba con la cabeza apoyada en la rodilla de Brad.

La habitación reverberaba con los sonidos y las imágenes del juego de lucha libre Smackdown.

—¡Picadillo, te he hecho picadillo! —exclamó Simon mientras manejaba con furia los mandos.

—Todavía no, colega. ¡Chúpate esa!

Zoe vio cómo un enorme luchador rubio derribaba a su colosal oponente y le castigaba dejando caer encima todo el peso de su cuerpo.

Lo que siguió fue una serie de forcejeos, gruñidos y gritos espantosos que no procedían solo de los altavoces.

Finalmente Simon cayó de espaldas, con los brazos abiertos y la boca jadeante.

—Derrotado —gimió—. He saboreado la derrota.

—Sí. Ve acostumbrándote. —Brad alargó una mano y tamborileó con ella el estómago de Simon—. Has encontrado al maestro, y ahora conoces su grandeza.

—La próxima vez morirás.

—Nunca podrás conmigo al Smackdown.

—Ah, ¿no? Aquí tienes un adelanto de lo que te espera.

Se dio la vuelta y, con un aullido, saltó sobre la espalda de Brad.

Hubo más forcejeos, más gruñidos, más gritos, de la clase que enternecía a Zoe. Ella ni siquiera pestañeó cuando Brad volteó a Simon por encima de su cabeza y lo inmovilizó contra la alfombra.

—Ríndete, pequeño y patético rival.

—¡Jamás! —soltó Simon entre carcajadas, desternillándose de risa por las cosquillas que le hacía Brad al tiempo que intentaba apartar la cara de los lametazos de Moe—. Mi feroz perro te hará pedazos.

—Oh, sí. Estoy temblando de miedo. ¿Te rindes?

Sin aliento y llorando de risa, Simon continuó retorciéndose diez segundos más.

—Vale, vale. No me hagas más cosquillas o vomitaré.

—En mi alfombra no —protestó Zoe.

Al oír su voz, Brad giró la cabeza y Simon se revolvió; la punta de su codo golpeó contra la boca de Brad.

—¡Uy! —exclamó el niño, y se le escapó una risita.

Brad se tocó la pequeña herida con el dorso de la mano.

—Vas a pagar por esto —lo amenazó, y los dedos de Zoe se tensaron debajo de la bandeja.

En medio de una nebulosa vio cómo Brad se ponía en pie, y un relámpago de espanto se le encendió en el cerebro. Ya había abierto la boca para gritar, ya estaba adelantándose para proteger a su hijo, cuando Brad agarró a Simon, lo puso boca abajo y lo hizo aullar de risa de nuevo.

Como las rodillas se le habían aflojado y los músculos de los brazos empezaron a temblarle, Zoe dejó la bandeja con un tintineo de platillos.

—¡Mira, mamá! ¡Estoy boca abajo!

—Ya lo veo, pero tendrás que ponerte boca arriba e ir a lavarte los dientes.

—Pero ¿no puedo…? —Se interrumpió cuando Moe comenzó a lamerle la cara.

—Mañana hay colegio, Simon. Anda, prepárate para acostarte. Después puedes venir a darle las buenas noches a Brad.

Aunque no dejó de mirar a Zoe, Brad giró a Simon hasta que sus pies tocaron el suelo.

—Anda, ve. Pronto te daré la oportunidad de tomarte la revancha.

—Genial. ¿Cuándo?

—¿Qué tal el viernes por la noche? Puedes venir a mi casa y traerte a tu madre. Primero cenaremos y luego nos instalaremos en la sala de juegos.

—¡Vale! ¿Podemos, mamá? —Anticipando su respuesta, le rodeó la cintura con los brazos—. No digas que ya veremos. Solo di que sí. ¡Por favor!

Las rodillas de Zoe seguían temblando.

—Sí. De acuerdo.

—Gracias. —Le dio un fuerte abrazo. Luego llamó al perro con un silbido y salió de la habitación.

—Has pensado que iba a pegarle. —Brad lo dijo con un asombro tan genuino que Zoe sintió que el estómago le daba un vuelco.

—Yo solo… Tus palabras sonaban tan… Lo lamento, de verdad.

—No tengo la costumbre de ir pegando a los niños.

—Por supuesto que no. Ha sido una reacción instintiva.

—¿Alguien le ha hecho daño alguna vez? ¿Has estado con alguien que lo golpeara?

—No. No —repitió, tratando de calmarse—. Nunca ha habido nadie que le prestase la suficiente atención como para eso. Además, me gustaría ver a alguien que intentara levantarle la mano estando yo cerca…

Aparentemente satisfecho con la respuesta, Brad asintió.

—De acuerdo. Puedes estar segura de que yo no seré esa persona.

—Te he ofendido. No me gusta ofender a nadie…, bueno, no por error, claro. Es que todo ha pasado tan rápido y tú parecías tan furioso, y… Te sangra el labio.

—Solo estaba jugando con Simon. Recuerdo que mi madre solía decir que cuando empiezas a hacer el burro alguien acaba saliendo herido. —Se tocó el labio afectado—. Vosotras, las madres, siempre tenéis razón, ¿eh?

—Ahora estás intentando que me sienta mejor. —Siguiendo sus instintos, cogió una servilleta de la bandeja. Sin pensar, la humedeció con la punta de la lengua y la aplicó sobre el corte—. Entrar aquí y veros a los dos juntos ha sido muy bonito. Además, también podrías haberle dejado ganar, pero no lo has hecho. Y eso está bien, porque no quiero que crezca pensando que en la vida siempre se gana. También hay que saber perder, y… —Se detuvo y miró con cierto horror la servilleta que tenía en la mano. Por todos los santos, la había mojado con su propia saliva—. ¡Dios! —Estrujó la servilleta—. Esto ha sido una estupidez.

—No. —Ridículamente conmovido, Brad le cogió la mano—. Ha sido muy tierno. Igual que tú.

—No, en realidad no, pero al menos ha dejado de sangrar. Quizá te escueza durante un rato.

—Se te ha olvidado un paso. —Le puso una mano en la cintura y la deslizó hasta la base de su columna vertebral—. ¿No se supone que tienes que darle un beso para que se cure?

—No tiene tan mala pinta. —Lo cierto es que tenía una pinta estupenda: la boca de Brad era preciosa.

—Me duele —murmuró él.

—Bueno, si vas a comportarte como un crío por eso…

Se inclinó hacia delante con la intención de rozar levemente aquella preciosa boca. Un roce amistoso, informal. Le dio un beso y trató de pasar por alto la agitación que se le formó en el estómago.

Él no la atrajo más, no intentó prolongar el contacto, pero la mantuvo donde estaba, con sus ojos clavados en los de ella.

—Aún me duele —insistió—. ¿Puedes darme otro?

Empezaron a sonar sirenas de alarma, pero Zoe la obvió.

—Supongo que sí.

Volvió a colocar sus labios sobre los de él, cálidos y firmes.

Con un pequeño quejido, se abandonó a la agitación y dibujó aquellos labios con la lengua, hundiéndole los dedos en el cabello.

Aun así, Brad esperó. Zoe pudo percibir que la tensión le endurecía el cuerpo, que contenía la respiración, pero él esperó.

De modo que ella lo estrechó con fuerza y se sumergió en aquella calidez, aquella firmeza, aquella seducción lenta y progresiva.

Era fantástico cabalgar sobre aquella ola larga y húmeda, con todos sus sabores y texturas. La forma de su boca, la sensación de una lengua deslizándose sobre la otra, la presión de un cuerpo contra otro cuerpo.

En el interior de Zoe, muchas sensaciones que había mantenido encerradas sin piedad comenzaron a revivir con ardor.

—Oh, Dios —gimió, y prácticamente se derritió contra él.

Brad habría jurado que sentía cómo el suelo se estaba abriendo bajo sus pies. Estaba casi seguro de que el mundo se había inclinado y lo había dejado tambaleándose. La boca de Zoe había pasado de delicada y tierna a ardiente e insaciable en un vacilante segundo.

Desesperado por obtener más, cambió el ángulo del beso, y después le mordisqueó impacientemente el labio inferior hasta que ella emitió un gemido gutural.

Cuando le recorrió el cuerpo con las manos, Zoe se estiró debajo de ellas como alguien que despertase de un largo sueño.

Después se separó sobresaltada y miró con ojos turbios hacia la puerta.

—Simon —dijo a duras penas, y se pasó las manos por el pelo.

Dio otro paso atrás justo cuando su hijo y Moe entraban a saltos.

Brad vio que el niño llevaba un pijama de X-Men. También olía a pasta de dientes.

—¿Todo listo? —Zoe dirigió una brillante sonrisa a su hijo. La sangre seguía rugiéndole en la cabeza—. Ah, Brad y yo íbamos a tomar café.

—Puaj. —El niño fue hacia ella y alzó la cara para su beso de buenas noches.

—Enseguida subo a verte.

—Vale. Buenas noches —le dijo a Brad—. Tendré mi revancha, ¿verdad?

—Desde luego que sí. Espera un minuto, por favor. Quiero tu opinión sobre algo.

Antes de que Zoe intuyera sus propósitos, Brad la estrechó entre sus brazos y la besó. Fue un beso comedido, comparado con el anterior, y ella se quedó rígida como una estatua, pero fue un beso al fin y al cabo.

Luego Brad se separó, aunque la mantuvo cogida por la cintura con firmeza, y miró a Simon alzando una ceja.

—¿Y bien? —le preguntó.

Los ojos del muchacho eran alargados como los de su madre, dorados como los de su madre, y albergaban un mundo de especulaciones. Tras cinco largos segundos, puso los ojos bizcos, se metió un dedo en la boca e hizo como si vomitara.

—Ajá —dijo Brad—. Y aparte de vomitar, ¿te supone algún problema que bese a tu madre?

—No, si es que vosotros queréis hacer algo tan repugnante. Chuck asegura que a su hermano Nate le gusta meter la lengua en la boca de las chicas. Aunque eso no puede ser verdad, ¿o sí?

Con lo que Brad consideró una capacidad de autocontrol heroica, logró mostrar una expresión seria.

—Bueno, hay gente para todo.

—Ya imagino. Me llevo a Moe a mi habitación para que no tenga que veros si se os ocurre hacer algo asqueroso otra vez.

—Nos vemos, chaval. —Cuando Simon y Moe salieron, Brad se giró hacia Zoe con una gran sonrisa—. ¿Quieres hacer algo asqueroso?

—Creo que nos limitaremos a tomar café.