17

Brad no estaba seguro de qué era lo que se le había metido a Zoe en la cabeza, pero de lo que sí estaba seguro era de que le gustaba. Fuera lo que fuese lo que le había puesto esa expresión resplandecientemente sexy en el rostro, además de transformar su voz en un ronroneo risueño, no podía ser nada malo.

Se preguntó qué clase de extraños y exóticos rituales femeninos habría celebrado con sus amigas mientras ellos se dedicaban a ver el fútbol.

Se preguntó si los celebrarían una vez por semana.

En la primera ocasión que tuviera, iba a acorralarla y a encargarse de que cumpliera su promesa de terminar lo que había empezado con aquel largo y ardiente beso.

Aunque, con el cariz que habían tomado las cosas, eso no iba a ocurrir de inmediato.

Cuando Flynn y Jordan se marcharon, Simon se puso a clamar a los cuatro vientos que estaba muerto de hambre. El hecho de que hubiese estado comiendo sin parar durante todo el día no parecía tener ninguna importancia. Él estaba muerto de hambre, y los perros estaban muertos de hambre. Y si no comían algo pronto, todos ellos caerían redondos al suelo, desfallecidos. Para aplacarlos un poco, Brad colocó a Simon en las manos lo que quedaba de un paquete de aperitivos de maíz, y le dijo que saliese un rato fuera con los animales.

Zoe no había dado señales de vida desde hacía más de una hora. Aquella mujer había tirado de él, lo había aguijoneado y había vuelto a soltarlo, dejándole en los labios su perdurable sabor.

Simon no era el único que se moría de hambre.

Poco dispuesto a esperar a que ella fuese de nuevo a su encuentro, Brad subió al piso de arriba y llamó a la puerta de la habitación de Zoe, que estaba cerrada.

—Adelante.

Brad abrió y vio a Zoe sentada en la cama, rodeada por montones de papeles y cuadernos, libros de la biblioteca y el ordenador portátil que le habían prestado. Seguía pareciendo sexy —Brad dudaba de que pudiese parecer cualquier otra cosa— y muy concentrada.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—En el escritorio no hay suficiente espacio para todo esto. Y esta cama es enorme. —Llevaba un lápiz detrás de la oreja y mordisqueaba otro distraída—. Estoy repasándolo todo una vez más, del principio al fin. De repente tengo un montón de energía y de ideas. —Sacudió la cabeza como si no pudiese albergarlas todas con comodidad—. Trato de organizarlas, pero siempre hay algo que se solapa con lo anterior.

Observándola, Brad se acercó y se sentó a los pies de la cama.

—Pareces emocionada.

—Lo estoy. Es por algo que se me ha ocurrido mientras venía de regreso en el coche, mientras pensaba que si repasaba todas las pistas, las búsquedas, los… ¿Dónde está Simon?

—Está fuera con los perros.

—Se está haciendo tarde. No estaba prestando atención. Será mejor que prepare algo de cena para que Simon coma algo y luego se arregle para irse a la cama.

—Espera un minuto. Cuéntame adónde te diriges con esto.

—Esa es una de las cosas que necesito averiguar. ¿Adónde me dirijo? Te lo contaré mientras hago la cena.

—No tienes que encargarte de la cena —replicó Brad mientras Zoe zigzagueaba entre las pilas de cosas para bajar de la cama. Alargó una mano, le quitó el lápiz que llevaba detrás de la oreja y lo lanzó sobre los papeles—. Abajo hay sobras suficientes entre las que rebuscar.

—Pienso mejor cuando estoy atareada, y rebuscar no es parte del acuerdo. Además me gusta trastear en esa cocina tuya —añadió mientras salía de la habitación—. Esa es una de las cosas de las que necesito hablar contigo.

—¿Quieres hablar conmigo de la cocina?

—Es parte del asunto. Parte del todo. —Al reparar en la expresión de genuina angustia masculina de Brad, Zoe soltó una risita entre dientes—. No te asustes. No voy a echarte encima a una Malory. Tu cocina es maravillosa tal como está. Lo cierto es que es la cocina más maravillosa que he visto en mi vida. —Mientras bajaban, deslizó los dedos por el pasamanos de la escalera—. Aquí todo es como debería ser. Aunque a mí me encanta mi casa. Significa mucho para mí. Aún hay mañanas en las que me despierto y me felicito a mí misma por haberla conseguido.

Entraron en la cocina. Zoe soltó un suspiro muy largo y audible.

—Nosotros…, eh… —tartamudeó Brad—. Antes ya hemos rebuscado considerablemente.

—Ya lo veo, ya.

Había platos, vasos, botellas de gaseosa y de cerveza, paquetes de patatas fritas y aperitivos, y toda clase de residuos propios de una tarde masculina esparcidos por las encimeras y la mesa.

—Bien.

Nada más decirlo, Zoe se remangó el jersey.

—Espera un minuto, espera, Zoe. —Más que un poco abochornado por haber permitido que el estado de la casa se le fuese de las manos con tal rapidez, Brad la agarró del brazo—. Hablando de acuerdos, se suponía que tú no ibas a ir recogiendo detrás de mí.

—No voy a recoger detrás de ti. —Después de zafarse de él, pescó una bolsa de tacos medio llena y enrolló el extremo abierto—. Voy a recoger detrás de todos vosotros, lo que equilibra la balanza, ya que tú has estado controlando a Simon todo el día mientras yo estaba fuera haciendo otras cosas. ¿Tienes pinzas?

—¿Pinzas? —Brad se esforzó en encontrar una conexión—. ¿Vas a tender ropa?

—No. Estos aperitivos se mantendrán en mejores condiciones si cerramos el paquete. Puedes comprar esas cosas de plástico que fabrican a propósito para cerrar las bolsas, pero las pinzas de la ropa valen igual.

Divertido, Brad se metió las manos en los bolsillos.

—Creo que en estos momentos no disponemos de existencias. Podemos encargarlas para ti.

—Yo tengo en casa. Traeré unas cuantas. —Con movimientos rápidos y eficientes, dejó todas las bolsas de aperitivos dobladas y guardadas, o bien estrujadas y tiradas a la basura. Luego empezó a lavar los platos—. Un hombre que posee una casa tan hermosa como esta no debería permitir que se quede hecha un desastre. Me imagino que la sala de juegos tendrá la misma pinta que si un ejército hubiera vivaqueado en ella.

Brad se puso a hacer tintinear las monedas que llevaba en los bolsillos.

—A lo mejor. Yo tengo personal de limpieza… —Se interrumpió al ver la mirada de hielo que Zoe le lanzó por encima del hombro—. ¿Voy a tener que pasar el aspirador?

—No, lo pasará Simon para darte las gracias por este día. Mientras tanto, yo estaba hablando de casas. Flynn tiene una estupenda. Supongo que la compró porque tocó alguna fibra en su interior e hizo que se sintiera cómodo en ella. Que se sintiera en su hogar. No se ocupó gran cosa de ella hasta que conoció a Malory, pero en ese lugar había algo que le decía: «Este es. Este es mi sitio».

—De acuerdo. Te sigo.

Con la vajilla apilada, Zoe humedeció una bayeta para pasarla por las encimeras.

—Después está el Risco del Guerrero. Es un lugar fantástico. Mágico. Pero también es un hogar. Es un lugar que ya significaba algo especial para Jordan incluso cuando era un chaval. Era algo a lo que él aspiraba. Dana y él van a quedárselo.

Zoe vació los restos tibios de cerveza en el fregadero y dejó las botellas en el cubo del reciclaje. Observándola, Brad estaba seguro de que jamás había visto ordenar una habitación con tal celeridad.

—Yo nunca podría vivir en un lugar como ese —continuó ella—. Es demasiado grande, demasiado espléndido, demasiado todo. En cambio veo que es perfecto para ellos dos. —Cogió una cazuela, vertió en ella una cantidad de agua medida a ojo y la colocó sobre los fogones. Mientras hablaba, sacó verduras y la bolsa hermética con la ternera que había puesto en adobo por la mañana—. Luego está ConSentidos. En cuanto vi la casa, supe que aquel era mi sitio. El sitio en el que podría hacer algo. Donde Malory, Dana y yo podríamos hacer algo. Si te paras a pensarlo detenidamente, fue una idea descabellada.

Cortó en juliana pimientos y zanahorias con una destreza que a Brad se le antojó propia de un veterano chef de primera categoría.

—¿Por qué lo dices?

—Por meterlo todo bajo un mismo techo de aquella manera, contando nada más que con el dinero justo. Y además por comprar el edificio, en vez de limitarnos a alquilarlo. Es que yo quería comprarlo, quería poseerlo desde el primer instante en que lo vi.

—Pero tú no estás diciendo que fuera una idea descabellada que vosotras tres os asociarais en un negocio nada más conoceros. Ni que fuera descabellado complicarse con tanto trabajo.

—No; para mí esas no son las partes descabelladas. —Cortó la cebolla en tiras y picó el perejil—. No tuve ninguna duda sobre Malory, Dana y yo misma. Y el trabajo, bueno, eso es algo que hay que hacer. Fue el edificio, Bradley. Para mí, irradiaba la misma clase de magia que mi casa. Por eso pensé, y lo pensé de verdad durante un tiempo, que era allí donde encontraría la llave.

—Y ahora ya no lo piensas.

—No, ya no.

Zoe pasaba de una tarea a otra sin disminuir el ritmo, calculando la cantidad de arroz, troceando tomates en cubos, cortando la ternera. Brad se dijo que era como contemplar una especie de poesía.

—La llave de Malory sí que estaba allí. En el cuadro, es cierto, pero tuvo que pintarlo en esa casa. Y la de Dana estaba en el Risco del Guerrero…, o en el libro, en El vigía fantasma, que está basado en el Risco. Si repasas sus pistas, puedes ver que las dirigían hacia su objetivo. A través de su conexión con el lugar, a través de su conexión con Flynn y Jordan. —Echó aceite en una sartén—. El cuadro para Malory. El libro para Dana. Pero ambas necesitaban también el lugar.

—¿Y para ti?

—Para mí no es un objeto exactamente. Es una clase de trayecto con diferentes caminos. Algunos que tomé y otros que no, y las razones en ambos casos, supongo. Y es una lucha, una especie de batalla. —Añadió la cebolla y el perejil al aceite chisporroteante—. Quizá deba comprender que los que me perdí son tan importantes a su manera como los que no. Creo que a lo mejor no puedes ver con claridad hacia dónde estás yendo si antes no ves dónde has estado. Y por qué.

Brad tenía que tocarla, solo para sentirla debajo de su mano un momento. Le pasó los dedos por el pelo, y por la larga y deliciosa línea del cuello. La respuesta que obtuvo fue la sonrisa distraída de una mujer muy ocupada.

—¿Y a dónde estás yendo, Zoe?

—No puedo decir que lo sepa, no con seguridad. Lo que sí sé es dónde estoy ahora mismo. En esta casa, en esta casa que pulsó una fibra sensible en mi interior la primera vez que la vi. Y aquí estoy, preparando la cena en la cocina, y Simon está fuera jugando con los perros. Tengo una conexión aquí. Con este lugar. Contigo.

—¿Lo bastante fuerte para quedarte?

La ternera que se disponía a meter en la sartén se le escurrió de entre los dedos y cayó de golpe sobre el aceite caliente.

—Esa es una manera magnífica de desorganizar mis pensamientos. —Cogió otro pedazo de carne y se concentró furiosamente en colocarlo en su sitio preciso—. Bradley, no puedo…, no puedo adentrarme tanto en ese sendero. Me hice promesas a mí misma cuando Simon nació. Y promesas para él.

—Yo quiero hacértelas a ti.

—Solo tengo hasta el viernes para encontrar la llave —replicó ella enseguida—. Solo unos pocos días más. Si no lo consigo, me da la sensación de que quizá jamás pueda volver a hacer nada bien. —Lo miró con expresión suplicante—. Veo su rostro en mis sueños, Bradley. La veo a ella, a Kyna, y a sus hermanas, esperando que yo abra la última cerradura.

—Tú no eres la única que está librando una batalla, Zoe. Yo estoy metido en esto tanto como tú. Y no tengo modo de averiguar si el hecho de amarte es una espada o una maldición.

—¿Te has preguntado alguna vez, en algún momento de tranquilidad, si la razón de que me ames es que mi cara es la misma que la de tu cuadro?

Él iba a responder, pero se detuvo y acabó por confesar la pura verdad:

—Sí.

—Yo también. Una cosa que sí sé es que no deseo perderte. No me arriesgaré a perder lo que tenemos ahora por hacer o exigir promesas que tal vez ninguno de los dos quiera mantener más adelante.

—Sigues esperando que vaya a defraudarte, Zoe. Pues vas a tener que esperar mucho.

Sorprendida, ella se dio la vuelta.

—No, no es así. No lo espero. Es que…

Dejó de hablar cuando Simon irrumpió en la cocina por la puerta de atrás.

—¡Me muero de hambre!

—La cena estará lista en cinco minutos. —Alargó la mano para acariciarle el pelo—. Anda, ve a lavarte. Me he desviado de mi propósito —continuó cuando Simon salió disparado con los perros pisándole los talones—. Estaba intentando preguntarte si podría buscar en tu casa.

Brad echó chispas de irritación.

—Pones a prueba mi paciencia, Zoe.

—Me imagino que sí —contestó ella con toda calma, y se giró de nuevo para acabar de saltear la ternera con las verduras—. Y no te culparía si tuvieras ganas de darme una buena patada en el culo. Pero en estos momentos he de hacer equilibrios con un montón de cosas a la vez, y no voy a permitir que se me caiga ninguna.

Brad se acordó de cómo resplandecía el rostro de Zoe al llegar a casa esa tarde. Se preguntó qué sentido tenía atenuar esa luz solo porque él estaba frustrado, incluso enfadado por el hecho de que ella no saltase directamente a sus brazos para darle todo lo que él deseaba, todo en una gran bandeja.

—Me reservo el derecho a la patada en el culo. ¿Por qué me preguntas si puedes buscar por la casa si ya estás viviendo…, si estás alojada aquí?

—Porque hablo de buscar como lo hice en ConSentidos. De arriba abajo. Lo que supone husmear en espacios personales. —Sacó una fuente de servir y la llenó con el arroz ya preparado—. Creo que la llave está en esta casa, Bradley. No, eso no es cierto. Sé que está aquí. Lo percibo. —De manera eficiente, coronó la montaña de arroz con el contenido de la sartén—. Mientras venía en el coche hacia aquí, algo se ha abierto ante mis ojos, y lo he sabido. Ignoro dónde y cómo, pero sé que la llave está aquí.

Brad la miró y miró la fuente de comida. En menos de treinta minutos, al menos eso había calculado, Zoe le había hablado de otra etapa de la búsqueda de la llave, lo había irritado y divertido, había esquivado una proposición y había cocinado un plato realmente apetecible.

¿Era de extrañar que lo tuviese fascinado?

—¿Cuándo quieres empezar?

Se dedicaron a ello durante dos horas después de que Simon se hubiese ido a la cama, empezando por la planta baja. Zoe miró el salón principal centímetro a centímetro, moviendo el mobiliario, enrollando las alfombras, rebuscando en los cajones y los armarios. Armada con una linterna, examinó la chimenea, palpando todas las piedras y deslizando los dedos por la repisa.

Comenzó con el mismo método en el comedor, pero luego se detuvo y lanzó a Brad una mirada de disculpa.

—¿Te importa si hago esto por mi cuenta? A lo mejor se supone que debo hacerlo yo sola.

—A lo mejor tú crees que debes hacer demasiadas cosas sola, pero de acuerdo. Estaré arriba.

Cuando él se marchó, Zoe tuvo que admitir que quizá estaba buscando a ciegas. Además, quizá estaba contando en exceso con la paciencia de Brad. Aun así, seguía sin saber qué más hacer, ni cómo hacerlo.

De momento, sus deseos, y los de Brad, deberían esperar hasta que finalizase la búsqueda de la llave, hasta que todo lo que ella amaba estuviese a salvo.

Se acercó a un aparador y pasó las manos por la madera. «Cerezo», pensó. Una madera cálida y suntuosa. El diseño curvado de la pieza le daba un aspecto etéreo, mientras que el espejo le proporcionaba fulgor.

Brad había dispuesto unos cuantos objetos sobre el mueble, un pesado cuenco de cristal de un verde brumoso, una colorida bandeja que probablemente sería francesa o italiana, un par de gruesos candelabros y una fuente de bronce cubierta en cuya tapa estaba grabado un rostro de mujer. Eran piezas adorables, artísticas. La clase de cosas que Malory tendría a la venta en su galería.

Alzó la tapa de la fuente y encontró unas cuantas monedas en su interior. Encantada, se dio cuenta de que eran monedas extranjeras. Libras irlandesas, francos franceses, liras italianas, yenes japoneses. Zoe se dijo que era sorprendente tener aquellas piezas de lugares tan fascinantes guardadas de manera tan despreocupada en una fuente.

Quizá Brad ni siquiera se acordase de que estaban allí, y eso era todavía más asombroso.

Cerró la tapa, y mientras abría el primer cajón alejó un vago sentimiento de culpa por estar metiendo la nariz en espacios personales.

Dentro del cajón había una cubertería de plata alineada sobre un fondo de terciopelo de un intenso color burdeos. Zoe levantó una cuchara y la giró bajo la luz. Se le antojó antigua, algo que se había utilizado durante generaciones y que se guardaba después de sacarle brillo para que siempre estuviese a punto.

Decidió que era la cubertería perfecta para Acción de Gracias, y archivó esa idea mientras examinaba cuidadosamente todos los compartimentos.

Descubrió una vajilla de porcelana en la parte inferior del mueble, muy elegante, de blanco sobre blanco. Mientras continuaba buscando, empezó a arreglar mentalmente la mesa para el día de la fiesta con los platos, los cuencos, las bandejas y la cristalería que fue encontrando almacenados en los distintos aparadores y armarios.

Suspiró ante la visión de las mantelerías, los manteles de damasco y un juego de servilleteros de color blanco hueso. Pero no encontró ninguna llave.

Estaba sacando y sacudiendo libros en la biblioteca cuando el reloj de la repisa de la chimenea dio la una. «Ya basta», se ordenó a sí misma. Ya era suficiente para una noche. No iba a permitirse sentirse descorazonada.

Mientras apagaba las luces, fue consciente de que, de hecho, no se sentía descorazonada en absoluto. Aún más, se sentía al borde de algo. Como si hubiese tomado una curva o coronado una cima. «Quizá no sea todavía la última etapa», pensó mientras comenzaba a subir las escaleras. Pero ya estaba centrada en su objetivo.

Pasó a ver a Simon, y se acercó automáticamente a arroparlo. Moe alzó la cabeza desde los pies de la cama, donde se había echado, la olfateó y le dedicó un débil movimiento de cola antes de volver a roncar de nuevo.

El pequeño cachorro dormitaba con la cabeza en la almohada, al lado de Simon. Se suponía que Zoe no debería apoyar esa clase de cosas, pero, sinceramente, no encontraba la razón.

Se les veía tan a gusto a los dos juntos… Inofensivos e inermes. Si Simon formaba parte de aquello, como afirmaba Malory, entonces a lo mejor la llave se hallaba en su habitación, donde él estaba durmiendo.

Zoe se sentó un momento al borde de la cama y acarició la espalda de su hijo.

La luz del último cuarto de luna se filtraba por la ventana y bañaba con una pálida luz blanca el rostro del niño. Zoe se dijo a sí misma que todavía quedaba luz, de modo que todavía había esperanza. Iba a aferrarse a eso.

Se puso de pie y salió de la habitación sin hacer ruido.

Miró hacia la puerta de Brad. En lo que restaba de noche, también se aferraría a él.

Primero fue a su propio dormitorio y seleccionó lociones y aromas para prepararse para él. Tal vez no estuviese en posición de darle a Brad todo lo que él quería, o parecía querer, pero podía darle aquello.

Ambos podían darse mutuamente aquello.

Le complació masajearse la piel con una fragante loción, imaginar las manos y la boca de Brad recorriéndola. Le complació sentirse de nuevo y por completo como una mujer. No solo una persona, no solo una madre, sino también una mujer que podía entregar a un hombre y recibir de él.

Había un conocimiento inexistente cuando era una jovencita, un anhelo y una seguridad que no había sentido con nadie más.

Sin llevar puesto nada más que una bata, fue hacia la puerta de Brad llevando una vela encendida que impregnaba el aire con el perfume del jazmín que se abre por la noche.

No llamó; abrió y se internó sigilosamente en la oscuridad del dormitorio, y atravesó el fino arroyo plateado de la luz de luna que se colaba a través de las cortinas abiertas.

Era la primera vez que estaba en aquella habitación, y se preguntó si Brad sabría, como ella, que aquel era otro gran paso. Vio el brillo de la madera curvada de la cabecera y los pies de la cama, y sintió el suave roce de la alfombra debajo de los pies descalzos.

Se desabrochó la bata, y se recreó en el hormigueo que le produjo al deslizarse hacia abajo y quedarse por fin entre sus tobillos. Con cuidado, dejó la vela sobre la mesita de noche, alzó el edredón y se metió en la cama al lado de Brad.

Cayó en la cuenta de que nunca lo había visto dormir y, deseosa de observarlo, espero hasta que los ojos se le acostumbraron al juego de sombras y luces. Le gustó el modo en que el pelo le caía sobre la frente, y que no pareciese menos impresionantemente guapo descansando que cuando estaba en vela.

En aquella ocasión sería el príncipe encantado el que recibiría el tratamiento adecuado para despertar.

«Interesante», pensó mientras le pasaba con suavidad un dedo por los hombros. Jamás se había enfrentado a la tarea de seducir a un hombre dormido. Era una idea embriagadora que le proporcionaba, al menos de momento, un control completo.

¿Debería usar un método rápido, ardiente e impactante? ¿Lento, soñador y romántico? ¿Debería ser dulce o tórrido? Era responsabilidad suya decidir, crear. Y, finalmente, entregar.

Retiró el edredón y se desplazó para colocarse sobre él y mantener en suspenso su embate erótico un segundo más antes de empezar a utilizar la boca. Antes de empezar a utilizar las manos.

«Despacio», pensó. Iría despacio para incitarlo hasta que despertase, despacio para prolongar aquel fascinante entreacto. La piel de Brad era cálida y tersa; su cuerpo, duro y firme. Y ella podría darse un festín con total libertad.

Brad soñaba con ella, deslizándose entre las sombras de un bosque con su cuerpo esbelto y libre. Soñaba con su risa contenida mientras se giraba hacia él, y luego hacia otro lado, mientras le pasaba los dedos por las mejillas. Ella lo atraía para que la siguiese dentro del bosque, donde el suelo veteado con la luz de la luna estaba cubierto de flores.

Ella se tumbó sobre aquel mar de flores. Sus brazos, resplandeciendo como polvo de oro en la luz difuminada, se alzaron.

Sus labios se unieron a los de él, y después volvieron a apartarse para dejarlo con un sabor tentador.

Brad despertó poco a poco, muerto de ganas por más. Y se encontró con ella.

Su boca se pegó de nuevo a la de él, y cuando pronunció su nombre con un suspiro sus respiraciones se convirtieron en una sola. Cuando la de él atrapó un gemido, prácticamente se ahogó en la fragancia de ella.

—Aquí estás —susurró Zoe, y le cogió la barbilla entre los dientes con delicadeza—. He estado aprovechándome de ti de una manera espantosa.

—Te doy de plazo diez años para que te detengas o llamaré a la policía.

De forma juguetona, ella le deslizó las uñas por debajo del vientre, y sofocó una risita cuando él reprimió una palabrota.

—Chist. No debemos hacer ruido. No quiero que Simon nos oiga.

—De acuerdo, no quieres que sepa que estamos aquí haciendo algo divertido. —Brad aún tenía el cerebro algo embotado, pero pudo ver con bastante claridad el rostro de Zoe, que mostró una expresión de sorpresa—. Resulta que Simon me lo ha mencionado.

—¡Oh, Dios! —Tuvo que apretar los labios y tapárselos con una mano para ahogar la risa—. ¡Oh, Dios mío!

—Chist —le recordó Brad, y rodó sobre ella hasta inmovilizarla contra el colchón—. Y ahora, ¿dónde estábamos?

—Yo me había colado en tu cama en medio de la noche para despertarte.

—Oh, sí, la verdad es que esa parte me ha encantado. —Esbozó una sonrisa veloz—. Ahora ya estoy despierto —dijo, y bajó la cabeza para atrapar con la boca uno de los senos de Zoe.

Una bola de fuego estalló en su estómago.

—Sí, ya veo. —Arqueó el cuerpo, dejándose llevar por la sensación antes de volver a rodar sobre sí misma—. Pero yo creo que no había terminado todavía.

Forcejearon, se enterraron bajo las mantas, enredándose con ellas. Luchando por no reírse, conteniendo jadeos, se atormentaron el uno al otro. Se complacieron el uno al otro hasta que sus cuerpos estuvieron húmedos y resbaladizos, hasta que el tono juguetón se tornó intenso.

Se alzaron juntos, arrodillados sobre la cama revuelta, y se abrazaron con fuerza. Con la respiración entrecortada, Zoe se echó hacia atrás formando un erótico puente, y rodeó a Brad con las piernas.

A la leve luz del último cuarto de la luna, se unieron. Encajaron. Con fluidez, ella volvió hacia él, juntando corazón con corazón, boca con boca, de modo que estaban envueltos el uno en el otro mientras se vaciaban.

—No te separes. —Zoe se acurrucó contra su hombro—. No te separes todavía.

—Jamás voy a separarme de ti. —Casi loco de contento, le pasó los labios por el pelo, las mejillas—. Te amo, Zoe. Lo sabes. Tú me amas. Puedo verlo. ¿Por qué no lo dices?

—Bradley.

¿Por qué no lo decía, y al diablo las consecuencias? ¿Por qué no tomaba lo que deseaba con tanta desesperación? Zoe giró la cabeza, frotando la mejilla contra el hombro de Brad.

Entonces vio, a la débil luz de la luna, el cuadro que colgaba sobre la repisa de la chimenea.

Después del hechizo. Zoe recordó que ese era su título. Las Hijas de Cristal yacían en ataúdes transparentes.

Sin embargo no estaban muertas. «Están peor que muertas», pensó Zoe con un escalofrío.

¿Por qué no lo decía? Sabía que las hermanas eran una de las razones. Pero ni siquiera ellas eran el núcleo. Kane no podía ver lo que había dentro de ella…, no lo que se hallaba en lo más profundo. No podía verlo ni comprenderlo.

De modo que ella guardaría esas palabras ahí, y mantendría a Brad tan a salvo como pudiese, al menos durante unos cuantos días más.

—Has puesto el cuadro aquí.

—Joder, Zoe. —Tiró de ella para mirarla, y soltó otra palabrota cuando vio la súplica en su cara—. Sí, lo he colgado aquí.

Se separó de ella.

Ella le tocó el hombro.

—Sé que estoy pidiéndote mucho.

—Me estás poniendo a prueba.

—Quizá lo esté haciendo. No lo sé. —Se pasó los dedos por el pelo—. Todo esto ha ido muy rápido para mí. Se ha desarrollado tan rápido y es tan grande que a veces me parece que no puedo seguir adelante con mis propios sentimientos. Lo que sí sé es que no quiero herirte. No quiero pelear contigo. He de llevarlo a mi propio ritmo, y parte de esto está ligado a ellas. —Señaló el cuadro antes de levantarse y coger su bata—. No puedo evitarlo.

—Como hay cierta similitud entre mi origen y el de James, ¿piensas que voy a alejarme de ti?

—Lo pensaba. —Bajó la mirada mientras se anudaba la bata, y después devolvió su atención a Brad—. Pensaba eso. Creía que a lo mejor me sentía atraída por ti a causa de esas similitudes. Sin embargo ahora te conozco mucho mejor que al principio, y también sé mejor cuáles son mis sentimientos. Aún hay muchas cosas que debo resolver, Bradley. Te estoy pidiendo que esperes hasta que lo haga.

Él permaneció callado un instante, y después alargó una mano para accionar un interruptor. La luz bañó el cuadro.

—La primera vez que vi esto fue como si me agarraran de la garganta. Caí enamorado…, encaprichado, o lo que demonios sea, de ese rostro. Tu rostro, Zoe. La primera vez que te vi a ti, tuve exactamente la misma reacción. Todavía no te conocía. No sabía lo que había en tu interior. No sabía cómo actuaban tu mente ni tu corazón, qué te hacía reír, qué te irritaba. No sabía que te gustaban las rosas amarillas ni que podías manejar una pistola de clavos tan bien como yo. No conocía un montón de pequeños detalles sobre ti que ahora conozco. Lo que sentí por ese rostro no es ni una sombra de lo que siento por la mujer a la que pertenece.

Zoe temía que no iba a ser capaz ni de hablar.

—La mujer a la que pertenece no ha conocido jamás a nadie como tú —dijo al fin—. Jamás lo esperó siquiera.

—Resuelve las cosas, Zoe, porque si no lo haces las resolveré yo por ti.

Ella soltó una breve carcajada.

—Ya te digo, nadie como tú. Esta es una semana muy importante para mí, y para cuando haya… —Se interrumpió y se giró de nuevo a mirar el cuadro. El corazón empezó a latirle con fuerza—. ¡Oh, Dios! ¿Es posible que desde el principio haya sido tan sencillo? ¿Estará ahí mismo?

Temblando, fue hasta la chimenea y contempló el cuadro, con la vista pegada a las tres llaves que Rowena había pintado, esparcidas por el suelo junto a los ataúdes.

Se subió al reborde de la chimenea, contuvo la respiración y alzó una mano.

Sus dedos chocaron contra el lienzo.

Lo intentó de nuevo, con los ojos cerrados esa vez, imaginando que sus dedos se internaban en la pintura y se cerraban en torno a la llave, como había hecho Malory.

Pero el cuadro siguió siendo impenetrable, y las llaves solo color y forma.

—Pensaba… —Abatida, retrocedió—. Durante un minuto he pensado que a lo mejor… Ahora me parece ridículo.

—No, no lo es. Yo también lo he intentado. —Brad se le acercó y le rodeó la cintura con los brazos—. Unas cuantas veces.

—¿De verdad? Pero no eres tú quien debe encontrarla.

—¿Quién sabe? Quizá en esta ocasión sea diferente.

Ella mantuvo los ojos clavados en el cuadro.

—Rowena pintó esas llaves hace años. Y significan…, bueno, desesperación, ¿verdad? Y pérdida. No esperanza ni realización. Porque se hallan donde ningún mortal puede encontrarlas y ningún dios puede utilizarlas. No es la desesperación la que conduce a mi llave, sino su superación. Eso lo entiendo.

Esa noche, cuando se quedó dormida, soñó que entraba en el cuadro y caminaba junto a los cuerpos vacíos de las hermanas, pálidos e inmóviles dentro de sus ataúdes de cristal. Soñó que recogía las tres llaves y las llevaba hasta la Urna de las Almas, donde las luces azules latían lentamente.

Aunque puso cada llave en su cerradura, no logró girar ninguna.

Fue desesperación lo que sintió cuando aquellas luces azules titilaron hasta apagarse, y su cárcel de cristal se tornó de color negro.