Zoe se enfrentó al nuevo día con mucha energía para quemar y la cabeza llena de nuevas ideas. Mientras salía el café, preparó unos huevos revueltos canturreando.
Con una sonrisa kilométrica, pensó que había un hombre en su ducha. Un hombre guapísimo que la había mantenido ocupada media noche. No recordaba cuándo era la última vez que se había sentido tan… rebosante de salud con tan pocas horas de sueño. Notaba el cuerpo maravillosamente relajado y ágil, al igual que la mente. Estaba convencida de que podría resolver cualquier problema que se le presentara, y con una sola mano.
Se dijo a sí misma que la gente que afirmaba que el sexo no era importante, obviamente, era gente que no estaba practicando nada de sexo.
Colocó los huevos en un plato y añadió una rebanada de pan tostado en el mismo momento en que Brad entraba en la cocina.
—No tenías por qué prepararme el desayuno.
—¿No quieres? —Zoe sacó un tenedor y cogió un poco de revuelto.
—No he dicho que no lo quisiera. —Le quitó el plato de las manos y después el tenedor—. ¿Tú vas a desayunar?
—A lo mejor. —Dio un paso adelante y abrió los labios.
Deseoso de unirse a su humor juguetón, Brad le metió una porción de huevos en la boca.
—Anda, ve a sentarte —le dijo ella, y sirvió el café—. Come mientras aún está caliente. Dijiste que tenías una reunión a primera hora.
—Tal vez debería cancelarla. —Se inclinó para pegar sus labios a la base del cuello de Zoe—. Podríamos desayunar en la cama.
—La única manera de desayunar en la cama en esta casa es estando enfermo. —Se separó un poco para poder ponerle la mano en la frente—. No. Come, vete a casa a cambiarte y al trabajo.
—Eres terriblemente estricta, pero preparas unos exquisitos huevos revueltos. ¿Tienes planes para hoy?
—Más o menos. —Cogió una tostada, se sentó enfrente de Brad y comenzó a untarla con mantequilla—. Cuando tengas ocasión, deberías pasarte por ConSentidos. Solo nos faltan algunos detalles, y la verdad es que ya está empezando a resultar deslumbrante.
—Es la primera vez que me pides que vaya.
—Es la primera vez que duermo contigo.
—Me gustaría verlo como un hábito incipiente.
—Puede.
—No me interesa estar con nadie más. Ni en la cama ni ante los huevos del desayuno.
—Yo no me acuesto con cualquiera —repuso ella con tono serio.
—No es eso lo que he dicho, ni lo he insinuado. —Recordándose que debía ser paciente, cogió la mano de Zoe con firmeza—. Lo que te estoy diciendo es que eres la única mujer que me interesa. ¿Lo has entendido?
—Estoy siendo…, ¿cómo me llamaste?, quisquillosa y susceptible.
—Sí, pero aun así sigues preparando unos huevos estupendos.
—Lo siento. Estas cosas no han sido… Iba a decir que no han sido una prioridad para mí, pero lo cierto, es que simplemente no han sido, y punto. Estoy tratando de familiarizarme con ellas.
—Prueba con esto: «Bradley…». Por cierto, aparte de ti, mi madre es la única persona que me llama Bradley. Tiene cierta gracia. Como te decía: «Bradley, a mí tampoco me interesa nadie más».
Zoe sonrió de oreja a oreja.
—Bradley, a mí tampoco me interesa nadie más.
—A mí eso me parece genial.
A ella también le parecía genial. Y eso le daba un poco de miedo.
—Una vez me dijiste que debería preguntarte por qué habías regresado al valle. Te lo pregunto ahora.
—De acuerdo. —Brad cogió el tarro de mermelada de fresa que Zoe había puesto sobre la mesa y extendió un poco sobre una tostada—. Reyes de Casa es más que un negocio. Es más que una tradición. Es parte de la familia. Si eres un Vane —añadió, encogiéndose de hombros—, debes estar en Reyes de Casa.
—¿Es eso lo que querías?
—Sí, eso era algo bueno para mí. Había mucho que aprender, que comprender, que dominar. Tuve que dejar el valle para hincarle el diente de verdad a la organización de la empresa, para verla como un todo, más allá de sus inicios.
Ella le examinó con la mirada. Brad iba vestido de manera informal, y tenía la camisa un poco arrugada por la acción de las manos de Zoe y por haber pasado toda la noche tirada en el suelo. No obstante, irradiaba poder y seguridad en sí mismo, cualidades que, según suponía ella, serían de esas que se llevan en la sangre.
—Estás orgulloso de eso. De tu familia y de los inicios de Reyes de Casa.
—Muy orgulloso. La empresa ha crecido, y continúa haciéndolo. Hemos hecho cosas realmente buenas…, y no solo en el ámbito comercial. Programas, proyectos que habían desarrollado mi abuelo y mi padre a partir de esa base. Yo quería regresar aquí, donde había empezado todo, y hacer algo por mí mismo. Tengo la intención de dejar mi huella, y pretendo que sea en el valle. —Depositó la taza de café sobre la mesa—. Y será mejor que me ponga en marcha. ¿Vas a salir ahora mismo?
—Dentro de un poco. Antes tengo que ocuparme de algunos recados y tareas. —Recogió el plato de Brad antes de que pudiese hacerlo él y lo llevó al fregadero; después se volvió hacia él—. Dejarás huella, Bradley. Eres de la clase de hombres que lo logran. El valle tiene suerte con tu regreso.
Durante un momento, Brad se quedó sin habla.
—Es lo más bonito que podrías haberme dicho. Gracias.
—Bienvenido. Ahora vete a trabajar —le dijo, y lo besó—. Y deja tu huella.
«Una despedida hogareña», pensó Brad, y una despedida a la que podría acostumbrarse. Rodeó a Zoe con sus brazos, la estrechó y le dio un beso muchísimo más profundo.
Los ojos de Zoe estaban enturbiados cuando se separaron (algo más a lo que él también podría acostumbrarse).
—Gracias por el desayuno. Nos vemos luego.
Ella esperó a que hubiese salido antes de soltar un largo suspiro.
—Guau. Eso podría dejarme paralizada.
Un vistazo al reloj del horno la puso en movimiento, y comenzó a ordenar la cocina a toda prisa. Pensó que ya era hora de encargarse de sus tareas.
O mejor, de emprender el camino que había decidido tomar primero.
Armada con su mapa personal y sus notas, se montó en el coche y puso rumbo a su pasado.
Se dijo que a lo mejor aquello era parte de la búsqueda: lidiar con su pasado y comprenderlo mientras construía un futuro. O tal vez era solo algo que debía hacer para entender la ruta que llevaba hasta la llave.
Fuera como fuese, se dirigía hacia lo que había sido su hogar.
Recordó que ya había recorrido aquellas carreteras en otras ocasiones, pero siempre con cierta reticencia y no poca culpabilidad. Aquella vez —eso esperaba— se dirigía hacia un descubrimiento.
Las montañas ya no exhibían casi nada de color, solo los grises apagados de los árboles desnudos y los marrones opacos y mortecinos de las hojas caídas. Esos árboles despojados se clavaban en un cielo sombrío de noviembre.
Zoe tomó carreteras secundarias, siguiendo el trazado estrecho y serpenteante a través de tierras en barbecho, dejando atrás casas minúsculas enclavadas en praderas diminutas.
Un kilómetro tras otro la llevaba hacia atrás.
Ella había caminado por aquella carretera muchas veces. Muy temprano por la mañana, cuando perdía el autobús escolar porque había sido incapaz de acabarlo todo a tiempo. Había atravesado aquellas praderas, como un atajo, y podía recordar el modo en que olía a hierba a principios de verano.
A veces había cruzado corriendo campo a través, cuando se escapaba para reunirse con James; corría con el corazón volando delante de ella en el tibio aire primaveral hasta donde él había aparcado el coche, en el arcén de la carretera, para esperarla.
Las luciérnagas danzaban en la oscuridad; la alta hierba le hacía cosquillas en las piernas desnudas. Entonces ella creía que todo era posible solo con que lo desearas con la fuerza necesaria.
Ahora sabía que las únicas cosas posibles eran aquellas por las que trabajabas. E incluso trabajando por ellas, podían escapársete de entre los dedos.
Se detuvo en la cuneta, no lejos de donde un muchacho la había esperado, y descendió del coche. Se agachó para pasar a través de la valla de alambre y cruzar el barbecho en dirección al bosque.
Cuando era una niña, aquel era su bosque, solo suyo, lleno de quietud, secretos y magia. Siguió siéndolo incluso cuando se hizo mayor: un lugar en el que pasear, reflexionar, hacer planes.
También creía que era allí, sobre una manta roja extendida encima de las agujas de pino y las hojas secas, donde había concebido al hijo que modificaría el curso de su vida.
Advirtió que continuaba habiendo sendas visibles entre los árboles. Eso significaba que aún había niños que jugaban allí, o mujeres que paseaban, hombres que cazaban. En realidad aquel sitio no había cambiado. Quizá eso fuera lo relevante. El bosque no cambiaba, no tan deprisa ni tan visiblemente como lo que se internaba en él.
Zoe permaneció inmóvil un momento, aspirando en el silencio los efluvios propios de noviembre: la descomposición y la humedad. Intentando no pensar, dejó que su instinto eligiese qué rumbo seguir.
Pérdida y desesperación, dicha y luz. Ella había sentido todo eso allí mismo. ¿La sangre de la pérdida de la inocencia? ¿El miedo por las consecuencias? ¿La esperanza de que el amor bastara?
Se sentó sobre un tronco caído y trató de visualizar los caminos de su vida que partían de aquel lugar, y la llave que aguardaba en uno de ellos.
Oyó el golpeteo de un pájaro carpintero y el susurro del viento entre las ramas desnudas.
Entonces vio un ciervo blanco, erguido, observándola con unos ojos de color azul zafiro.
—¡Oh, Dios mío! —Zoe se quedó donde estaba, temerosa de moverse. Temerosa de respirar.
Recordó que tanto Malory como Dana habían visto un ciervo blanco, y que Jordan lo había definido como un elemento tradicional de las búsquedas. Sin embargo sus amigas lo habían visto en el Risco del Guerrero, no en una angosta vereda de un bosque del oeste de Virginia.
—Eso quiere decir que yo tenía razón, que debía venir aquí. Tiene que significar que tengo razón. Pero ¿qué quieres que haga? Yo quiero ayudar. Estoy intentando ayudar.
El ciervo volvió la cabeza y emprendió la marcha por el pedregoso sendero. Con las rodillas temblorosas, Zoe se puso en pie para ir tras él. Se preguntó si alguna vez había soñado con algo así. No con aquello exactamente, no que seguía los pasos de un ciervo blanco, pero sí con la magia, el asombro y el deseo de hacer algo importante.
Admitió que había soñado hacer algo que la llevase lejos de allí, lejos del tedio y la desesperación de no poder ver el mundo que había más allá de aquellos bosques.
¿Se había fijado en James por esa razón? ¿Lo había amado realmente o lo había visto solo como una vía de escape?
Se detuvo y apretó una mano contra el corazón, conmocionada.
—No lo sé —murmuró—. La verdad es que no lo sé.
El ciervo se giró para mirarla, y después dio un brinco para vadear un pequeño arroyo de orillas rocosas y se alejó saltando.
Esperando haberlo comprendido, Zoe tomó el desvío de la izquierda, salió del bosque y llegó al recinto de grava del aparcamiento de caravanas.
Al igual que los bosques, había cambiado poco. Rostros diferentes, quizá, remolques diferentes aquí y allá, pero continuaba ocupado por hogares que jamás echarían raíces.
Oyó radios y televisores —su murmullo o estruendo surgía por las ventanas—, un bebé llorando con gemidos breves e intermitentes, la detonación del motor de un coche que salía del aparcamiento.
La caravana de su madre era de un verde pálido y mate, y tenía un tejadillo de metal blanco sobre la puerta lateral. El coche que había al lado tenía un guardabarros abollado.
Zoe reparó en que aún no había cambiado la puerta mosquitera que ponían en verano. Cuando la abriera, produciría un chirrido estridente, y se cerraría con un golpe cuando la soltara. Subió los bloques apilados de hormigón que su madre empleaba como escalera, y llamó con los nudillos.
—Entra. Lo tengo casi listo.
La mosquitera chirrió cuando Zoe la abrió, la puerta interior se resistió un poco cuando giró el pomo. Le dio un pequeño empujón y dejó que la mosquitera se cerrara detrás de ella mientras entraba.
Su madre se hallaba en la cocina, que era donde trabajaba. La corta encimera que había junto a los fogones estaba atestada de botellas, cuencos, una caja de plástico llena de bigudís de colores para hacer permanentes, un montón de toallas para el pelo raídas en los bordes por los incontables lavados.
La cafetera estaba enchufada, y un cigarrillo humeaba en un cenicero de cristal verde.
El primer pensamiento de Zoe fue que su madre estaba demasiado flaca, como si la vida hubiese reducido su cuerpo al mínimo esencial. Vestía unos vaqueros ajustados y una camiseta negra muy ceñida que solo acentuaba lo anguloso de sus miembros. Llevaba el pelo corto y, en aquellos días, de un intenso color rojo.
Mientras servía café de espaldas a la puerta, restregó sus pantuflas contra el suelo. Zoe sabía que se las había puesto para estar cómoda.
Su madre se disponía a hacer una permanente, de modo que iba a pasar un buen rato de pie.
La televisión, al otro extremo de la sala de estar, emitía uno de esos programas matutinos de entrevistas que parecen nutrirse de odio y desgracias.
—Una de dos: o tú llegas pronto o yo voy con retraso —dijo Crystal—. Aún no me he tomado ni la segunda taza de café.
—Mamá.
Sin soltar la taza, Crystal se dio la vuelta.
Zoe vio que ya se había maquillado. Tenía los labios rojos y las pestañas negras de rímel, pero, a pesar de los cosméticos, la piel aparecía fatigada y envejecida.
—Joder, vaya, mira lo que nos ha traído el viento. —Crystal levantó la taza y bebió mientras dirigía la vista más allá de su hija—. ¿Has venido con el niño?
—No. Simon está en la escuela.
—¿Le ocurre algo?
—No, se encuentra bien.
—¿Te ocurre algo a ti?
—No, mamá. —Zoe se acercó y la besó en la mejilla—. Tenía algo que hacer por aquí y he pensado en pasar a verte. ¿Estás esperando a una clienta?
—Dentro de veinte minutos.
—¿Puedo tomar un café?
—Sírvete tú misma. —Crystal se rascó la mejilla mientras Zoe sacaba una taza de un armario alto—. ¿Cómo es que tienes negocios por aquí? Pensaba que ibas a abrir ese local tan enorme y elegante, allá en Pensilvania.
—Así es, aunque yo no me atrevería a denominarlo enorme y elegante. —Mantuvo un tono de voz optimista, esforzándose por no tener en cuenta el recelo y la crítica que anidaban en el tono de su madre—. Algún día podrías acercarte y echarle un vistazo. Queremos inaugurarlo en unas semanas.
Crystal no dijo nada, lo que no extrañó a Zoe. Se limitó a coger el cigarrillo y dar una profunda calada.
—¿Cómo les va a todos? —preguntó Zoe.
—Les va. —Crystal alzó un hombro—. Junior continúa trabajando en la compañía telefónica, y lo hace bien. Ha dejado preñada a esa mujer con la que vive.
La taza de Zoe tintineó contra la encimera.
—¿Junior va a ser padre?
—Eso parece. Dice que se casará con ella. Me imagino que lo convertirá en un desgraciado.
—Donna es una buena chica, mamá. Ella y Junior ya llevan juntos más de un año. Además van a tener un hijo —añadió tiernamente, y sonrió ante la idea de que su hermano pequeño fuera a convertirse en padre—. Junior siempre ha sido bueno con los críos. Los trata con cariño.
—Como si un bebé fuese a transformarlo todo en un camino de rosas… Por lo menos parece que Joleen no tiene intención de ponerse a parir como una coneja.
Llena de determinación, Zoe mantuvo la sonrisa en su rostro.
—¿Ella y Denny están bien?
—Los dos tienen trabajo y un tejado sobre la cabeza, así que no tienen de qué quejarse.
—Eso es estupendo. ¿Y Mazie?
—Ahora que se ha comprado su propia casa allá en Cascade, no recibo muchas noticias suyas. Se cree que ocupa un lugar más importante y poderoso porque ha estudiado de administrativa y trabaja en una oficina.
«¿Qué te ha vuelto tan amarga? —se preguntó Zoe—. ¿Qué te ha hecho tan dura?».
—Deberías estar orgullosa, mamá. Orgullosa de que tus cuatro hijos se estén ganando la vida. Tú nos diste los medios para lograrlo.
—Pues no veo que ninguno de los cuatro venga a agradecerme el haber trabajado como una burra durante más de veinticinco años para llenarles la barriga de comida y ponerles ropa encima.
—Yo estoy aquí para agradecértelo.
Crystal soltó un resoplido.
—¿Qué es lo que quieres?
—No quiero nada. Mamá…
—Te faltó tiempo para salir corriendo de aquí. Nada era nunca lo bastante bueno para la reina Zoe. Te dejaste preñar por aquel rimbombante chico de los Marshall creyendo que así comprabas un billete hacia la buena vida, pero él se libró de ti enseguida, ¿no es verdad? Entonces tuviste que abandonar la esperanza de aterrizar en la cueva del tesoro.
—Algunas de esas cosas son ciertas —respondía Zoe con calma—, y otras no. Quería salir de aquí, quería algo mejor. No me siento avergonzada por eso. Sin embargo, nunca pensé en mi hijo como en un pasaporte al paraíso. Trabajé duro para ti, mamá, y trabajé duro para Simon y para mí misma. Además hice algo, y continúo haciéndolo.
—Eso no te convierte en alguien mejor. Eso no te vuelve especial.
—Yo creo que sí. Pienso que me vuelve mejor que las personas que no ponen manos a la obra ni se ocupan de sí mismas. Es lo mismo que tú hiciste: te ocupaste de ti y de nosotros todo lo bien que pudiste, y eso te vuelve especial. Yo sé lo difícil que resulta criar a un hijo —continuó mientras Crystal la miraba fijamente—, lo difícil y lo tremendo que es criarlo, preocuparte por él, encontrar el modo de pagar las facturas, y hacerlo todo sola, sin nadie que te ayude. —Fuera, otro coche se puso en marcha en medio de unas detonaciones frenéticas—. Yo solo tengo a Simon —prosiguió Zoe—, y ha habido ocasiones en que no sabía qué hacer para salir adelante al instante siguiente, días en que no sabía qué haría por la mañana, y mucho menos una semana después. Tú hiciste todo eso con nosotros cuatro. Lamento si te he dado la impresión de que no lo aprecio. A lo mejor no lo apreciaba lo bastante cuando vivía aquí, pero ahora me gustaría darte las gracias por todo.
Crystal apagó el cigarrillo y se cruzó de brazos.
—¿Estás embarazada otra vez?
—No. —Con una carcajada, Zoe se pasó las manos por la cara—. No, mamá.
—¿Quieres decir que has aparecido aquí, sin más ni más, únicamente para darme las gracias?
—No puedo decir que fuera eso lo que tenía en mente al levantarme esta mañana, pero sí. Solo quiero darte las gracias.
—Siempre fuiste una chica rara. Bueno, pues ya me lo has dicho. Ahora estoy esperando a una clienta.
Zoe soltó un leve suspiro de derrota y dejó su taza en el fregadero.
—Te veré en Navidad, entonces.
—Zoe —la llamó Crystal cuando se dirigía hacia la puerta. Tras una breve vacilación, se acercó y abrazó a su hija con torpeza—. Siempre fuiste una chica rara —repitió, y después regresó a la encimera y se puso a sacar bigudíes.
Con el picor de las lágrimas en los ojos, Zoe salió del remolque y dejó que la mosquitera se cerrase a su espalda.
—Adiós, mamá —murmuró, y se encaminó de nuevo hacia el bosque.
No estaba segura de si había llevado a cabo algo más que una especie de vuelta atrás, pero le parecía bien…, al igual que el breve y tímido abrazo de su madre le había sentado bien. Había dado un paso hacia la curación de una herida personal, y hacia el hallazgo de la llave.
Debía entenderse a sí misma, ¿no era cierto? Debía entender por qué había tomado las decisiones que había tomado, y adónde la habían conducido, antes de saber qué elección tenía que hacer para encontrar la llave.
Ansiosa por seguir adelante, avanzó deprisa por el sendero. Iría hasta Morgantown, pasaría por las habitaciones en las que vivió alquilada y por el salón de belleza y la tienda en los que trabajó, por el hospital donde nació Simon… Quizá allí también quedase algún asunto pendiente, algo que resolver, algo que ver.
Había estado en aquel pueblo durante casi seis años los primeros en la vida de su hijo. En cambio no había forjado ningún lazo fuerte. ¿A qué se debería eso? Era simpática con la gente con la que trabajaba, pasaba tiempo con sus vecinos y con un par de madres jóvenes que conocía.
También había tenido relaciones con dos hombres mientras vivía allí, y los dos le gustaban. Sin embargo todo había sido tan efímero…
Comprendió que la razón era que aquel nunca había sido su lugar. No era un destino, sino una parada en el camino.
Entonces no había sido consciente, pero ya se dirigía hacia el valle. Hacia Malory y Dana. Al Risco, a la llave.
¿Se dirigía también hacia Bradley, y él sería tan esencial para ella como las otras cosas?
¿O no era más que otro cruce de caminos que solo estaba allí para llevarla de un punto al siguiente?
«Sigue adelante —se dijo a sí misma—. Sigue adelante y lo verás».
Miró la hora en el reloj para calcular el tiempo que tardaría en ir hasta Morgantown, hacer todo lo necesario allí y regresar de nuevo a casa.
Debería arreglárselas para llevar a cabo lo planeado y estar de vuelta en casa antes de que Simon llegase de la escuela. Sin embargo, tendría que parar y llamar por teléfono, por si acaso. Les comunicaría a Malory y Dana que ese día no iba a ir a trabajar.
A la mañana siguiente llegaría más temprano a ConSentidos para completar las tareas pendientes, y esa misma noche podía coser las fundas del sofá, y quizá pasarse por Reyes de Casa al día siguiente, cuando tuviese un rato, y escoger las estanterías que quería. Si consiguiese dejar acabado todo eso y el próximo pedido de existencias llegaba según estaba previsto, podría…
El torrente de pensamientos se detuvo cuando Zoe se paró de repente y giró en círculo.
Se dio cuenta de que se había desviado del sendero, lo cual le estaba bien empleado por distraerse divagando. Allí la maleza era más espesa, y estaba armada de espinas que le harían un buen estropicio en los pantalones y la chaqueta si no se andaba con cuidado.
Miró hacia arriba para intentar calibrar la dirección guiándose por el sol, pero el cielo se había vuelto de color peltre y unas cuantas nubes malencaradas habían empezado a recorrerlo.
Decidió que tendría que retroceder por el mismo sitio por donde había venido. Casi no suponía ningún problema, porque el bosque no era mayor que un estadio de fútbol y se extendía en forma de cuña entre el campo abierto y el recinto donde estaban aparcadas las caravanas.
Molesta consigo misma, Zoe se metió las manos en los bolsillos y emprendió la vuelta atrás. Mientras caminaba, el aire se había enfriado y arrastraba un olor que era más de nieve que de lluvia. Zoe apretó el paso y se apresuró para encontrar antes el camino correcto y también para mantenerse caliente.
Los árboles parecían más altos y más juntos que antes, y las sombras eran mucho más largas de lo que correspondía a una hora tan temprana del día. Ya no sonaban los golpeteos de los pájaros carpinteros ni el ruido de las ardillas correteando atareadas. El bosque se había quedado mudo como una tumba.
Zoe se detuvo de nuevo, perpleja por haberse desorientado en un lugar que de niña había conocido palmo a palmo. Las cosas cambiaban, por supuesto que todo cambiaba. Sin embargo, ¿acaso no le había chocado un poco antes lo poco que se había transformado el bosque?
El estómago le dio un vuelco cuando vio las sombras largas y profundas que cruzaban el camino.
¿Cómo era posible que hubiera sombras si no había sol que las proyectase?
Cuando empezaron a caer los primeros copos de nieve, un gruñido quedo y gutural surgió de lo más profundo del bosque.
Lo primero en lo que pensó fue en un oso. Aún había en aquellas montañas. Recordaba haber visto de pequeña sus huellas y excrementos. De vez en cuando, de noche, se acercaban al recinto de las caravanas y revolvían en la basura, cuando no la habían dejado a buen resguardo.
Aunque sintió que el corazón se le subía a la garganta, se ordenó mantener la calma. Un oso no iba a interesarse por ella, porque no tenía comida ni suponía ninguna amenaza para el animal.
Lo único que debía hacer era regresar al aparcamiento de remolques o salir a campo abierto y volver al coche.
Caminó de espaldas mientras examinaba los árboles de los que provenía aquel gruñido. De pronto comenzó a adentrarse en una neblina ribeteada de azul que se arrastraba por el suelo.
Zoe dio media vuelta rápidamente y se puso a andar más deprisa en medio de una nevada que era cada vez más copiosa; rebuscó en el bolso y cogió su cortaplumas.
Como arma resultaba patético, pero se sintió mejor teniéndolo en la mano.
Oyó de nuevo el gruñido, esta vez más cerca y al otro lado. Aceleró el paso y finalmente echó a correr. Con la mano libre sujetó con fuerza el bolso. Pesaba bastante y tenía una larga correa, así que podría usarlo también como arma si fuese necesario.
Mantuvo los dientes apretados para impedir que le castañetearan. La nieve caía con tanta intensidad y abundancia que ocultaba sus huellas casi al mismo tiempo que avanzaba.
Fuera lo que fuese lo que la perseguía, iba a su mismo ritmo y torcía cuando ella lo hacía. Zoe sabía que aquel ser podía percibir su olor. Lo mismo que ella percibía el de aquella criatura: un olor penetrante y salvaje.
El brezo parecía haber surgido de repente del suelo cubierto de bruma para bloquearle el paso con tallos tan gruesos como su muñeca, con espinas que destellaban como cuchillas de afeitar.
—No es real. Esto no es real —murmuró Zoe, pero aquellas espinas le desgarraron la ropa y la piel cuando intentó atravesar la maleza.
Entonces pudo oler también su propio miedo, y su propia sangre.
Una enredadera se irguió como una serpiente, se le enroscó en un tobillo y la derribó. Zoe se dio de bruces contra el suelo.
Con la respiración entrecortada, rodó sobre sí misma. En ese momento lo vio.
Quizá se tratase de un oso, pero desde luego no era de los que solían pasear por aquellos bosques ni de los que revolvían la basura en busca de comida.
Era tan negro como la boca del infierno y sus ojos de un rojo envenenado. Cuando gruñó, Zoe vio unos colmillos largos y afilados como sables. Mientras trataba desesperadamente de cortar la enredadera con la pequeña navaja, la bestia se alzó sobre las patas traseras y ocultó la visión del resto del mundo.
—Hijo de puta. Hijo de puta.
Cuando logró liberarse de la enredadera, se puso en pie de un salto y comenzó a correr.
Aquella fiera la mataría, la haría pedazos.
Salió disparada hacia la izquierda y tomó aire con esfuerzo para lanzar un grito. Oyó la respuesta a su llamada detrás de sí, y sonó como una risotada.
Presa de la histeria, pensaba que aquello no era real, que no era verdad, pero aun así era mortífero. El animal jugaba con ella: primero pretendía conseguir aterrorizarla, y después…
Ella no pensaba morir allí. No de aquella manera, mientras huía. No iba a dejar a su hijo sin madre solo para satisfacer y divertir a un endiablado dios.
Sin detenerse, se agachó y cogió una rama caída. Luego se dio la vuelta, blandió la rama como un garrote y mostró los dientes.
—Vamos, cabrón. Vamos, ven.
Contuvo la respiración y dio unos pasos atrás cuando el oso arremetió contra ella.
El ciervo surgió de la nada, dando un gran salto en el aire. Su cornamenta se hundió en el costado del oso y lo rajó. El sonido de la carne desgarrada y el bramido de furia fueron horribles. Salió sangre a borbotones, que tiñó el blanco de rojo cuando la fiera se volvió para atacar al ciervo con sus despiadadas garras.
El ciervo emitió un quejido casi humano cuando de su costado brotó la sangre, pero embistió de nuevo, cornamenta contra garras, mientras giraba y colocaba su cuerpo delante del de Zoe, como un escudo.
«¡Corre!». Zoe oyó la orden estallar en su cerebro. Eso la sacó de la conmoción causada por la visión de la batalla. Sujetó la rama con más fuerza y la blandió empleando toda su energía.
Apuntó a la cara y dio en el blanco. La intensidad del contacto le dejó los brazos vibrando, pero volvió a golpear con la rama.
—Vas a ver cómo te gusta —masculló como una autómata—. Vas a ver cómo te gusta.
El tronco volvió a chocar contra la carne y los huesos.
El oso aulló y retrocedió a trompicones. Cuando el ciervo bajó la cabeza preparándose para una embestida mortal, el oso se esfumó envuelto por una bruma repulsiva.
Jadeando, Zoe cayó de rodillas en medio de la nieve ensangrentada. Se le revolvió el estómago y le entraron arcadas. Cuando las náuseas, las convulsiones y los escalofríos remitieron, levantó la vista.
El ciervo blanco seguía en pie, con la nieve hasta las rodillas. Las heridas de su costado brillaban cubiertas de sangre, pero sus ojos eran firmes y miraban a Zoe sin parpadear.
—Tenemos que salir de aquí —dijo ella—. El oso podría regresar. —Se puso en pie a duras penas y, tambaleándose, buscó en el bolso. Encontró un paquete de pañuelos de papel—. Estás herido, estás sangrando. Déjame ayudarte.
En cambio el animal retrocedió cuando ella se aproximó. Después dobló las patas delanteras y agachó su magnífica cabeza, en lo que era una inconfundible reverencia.
Entonces se desvaneció con un resplandor luminoso.
La nieve había desaparecido y el sendero hacia el campo abierto volvía a estar despejado. Zoe miró hacia el suelo, antes cubierto de sangre, y solo vio una rosa amarilla.
Se acuclilló para recogerla, y se permitió llorar un poco mientras se dirigía cojeando hacia los árboles.
—Sólo son arañazos, pero algunos bastante feos. —Malory apretó con fuerza los labios mientras limpiaba las heridas de Zoe—. Me alegra que hayas venido directa aquí.
—He pensado… No, no he pensado nada. —Zoe advirtió que empezaba a sentirse como ebria, un poco mareada y exhausta, ahora que estaba de vuelta—. Me he limitado a conducir hasta aquí sin considerar siquiera pasarme antes por casa. Dios, casi no sé ni cómo he llegado. Todo es muy borroso. Necesitaba verte a ti y a Dana, contároslo todo, asegurarme de que las dos estabais bien.
—No somos nosotras quienes hemos estado solas en el bosque peleando con un monstruo.
—Hum. —Zoe trató de obviar el escozor del antiséptico.
Había regresado al valle en medio de una especie de nebulosa que la había mantenido anestesiada. No había comenzado a temblar hasta que no atravesó la puerta de ConSentidos.
Había tenido que ducharse. Necesitaba agua caliente, jabón. Estar limpia. Esa necesidad era tan apremiante que había pedido a sus amigas que subiesen con ella al cuarto de baño para poder explicárselo todo mientras se lavaba.
Más tarde se encontraba vestida solo con la ropa interior y sentada en un taburete del cuarto de baño mientras Malory se ocupaba de sus heridas. Dana había salido a coger algo de ropa limpia. Ahora todo parecía un sueño.
—Ni siquiera ha venido a por mí como un hombre. ¡Maldito cobarde! Supongo que le he enseñado lo que es bueno.
—Yo también lo supongo. —Vencida por la emoción, Malory apoyó la frente en la coronilla de Zoe—. ¡Oh, Dios, Zoe! Podría haberte matado.
—Sí, pensaba que iba a morir, y tengo que confesarte que eso me ha cabreado muchísimo. No estoy tratando de quitarle importancia. —Cogió la mano de Malory—. Ha sido espantoso. Ha sido absolutamente espantoso y…, y primario. Yo quería matar. Cuando he empuñado la rama, estaba dispuesta a matarlo. Estaba ansiosa por hacerlo. Nunca había sentido nada parecido.
—A ver, deja que te cure los cortes de la espalda. Este no ha alcanzado a tu hada tatuada por los pelos.
—Hoy es un hada buena. —Hizo un gesto de dolor—. Mal, el ciervo me ha salvado. Si no hubiese embestido de ese modo, no sé qué podría haber sucedido. Cuando se fue estaba sangrando, herido. Mucho más que yo. Me gustaría saber si se encuentra bien. —Soltó una carcajada—. He estado a punto de enjugarle la sangre con unos pañuelos de papel. ¡Qué boba soy!
—Apuesto a que a él no le pareces nada boba. —Malory se echó hacia atrás para observar las heridas de su amiga—. Bueno. Están todo lo bien que pueden estar.
—No tengo la cara demasiado mal, ¿verdad? —Se levantó con cuidado y se giró hacia el espejo que había sobre el lavamanos—. No, no está mal. Imagino que si empiezo a preocuparme por mi cara es que ya me estoy recuperando. Bueno, un poco de pintalabios y de colorete tampoco me irían mal. —Miró a Malory a través del espejo—. Kane no me ha derrotado.
—No, desde luego que no.
—He llegado a algún sitio. No sé exactamente adónde, pero hoy he hecho algo correcto, he dado un paso importante. Eso es lo que le ha inquietado. —Se giró—. No voy a perder. Cueste lo que cueste, no voy a perder.
En la alta torre del Risco del Guerrero, Rowena mezcló una poción en una copa de plata. Aunque su mente estuviese muy agitada, las manos eran rápidas y seguras.
—Tendrás que beberte todo esto.
—Preferiría un whisky.
—Lo tomarás después.
Rowena observó a Pitte, quien miraba por la ventana con el entrecejo fruncido. Se hallaba desnudo de cintura para arriba, y los cortes de su costado, teñidos de rojo, aparecían en carne viva bajo la luz.
—En cuanto te hayas bebido la poción, podré curarte la herida y extraer el veneno. Incluso así, te encontrarás algo flojo durante unos días.
—Y él también. Mucho más que flojo, diría yo. Se ha vertido más sangre suya que mía. Ella no ha huido —recordó—. Se ha quedado para luchar.
—Y yo se lo agradezco a todas las parcas. —Se acercó a Pitte y le tendió la copa—. No pongas esa cara. Bébetelo todo, Pitte, y no solo tendrás un whisky, sino que me encargaré también de que haya tarta de manzana de postre.
Pitte sentía debilidad por la tarta de manzana, y también por la mirada de los ojos de su amada. Cogió la copa y apuró el contenido.
—Maldita sea, Rowena, ¿acaso podrías conseguir que esto supiera más asqueroso?
—Ahora siéntate —abrió la mano, en la que sostenía un grueso vaso— y disfruta de tu whisky.
Pitte bebió, pero no se sentó.
—Los frentes de la batalla han vuelto a cambiar. Ahora Kane sabe que nosotros no nos quedaremos en la retaguardia sin hacer nada, maniatados por las normas que él mismo ya ha quebrantado.
—Él también lo arriesga todo ahora. Confía en el poder que ha acumulado, que ha manipulado y que lo envuelve. Pitte, si el hechizo puede romperse, si Kane puede ser vencido, no saldrá impune. Tengo que confiar en que aún hay justicia en nuestro mundo.
—Pelearemos.
Rowena asintió.
—Nosotros también hemos tomado nuestras decisiones. ¿Qué haremos si eso nos mantiene aquí, si esta elección significa que jamás podremos regresar a nuestro hogar?
—Vivir. —Pitte miró por la ventana—. ¿Qué más?
—¿Qué más? —repitió ella, y posando la mano sobre la herida de Pitte alivió su dolor.