Zoe McCourt tenía dieciséis años cuando conoció al chico que cambiaría su vida. Ella había crecido en las montañas del oeste de Virginia y era la mayor de cuatro hermanos. Cuando alcanzó la edad de doce años, su padre ya se había largado con la esposa de otro hombre.
A pesar de ser tan pequeña, Zoe no lo consideró una gran pérdida. Su padre era un hombre irritable y de humor cambiante que prefería beber cerveza con sus amigos y acostarse con la mujer del vecino a estar en casa con su propia esposa.
De todos modos fue duro, porque por lo menos la mayor parte de las semanas traía un sueldo a casa.
La madre de Zoe era una mujer delgada y nerviosa que fumaba demasiado. Esta compensaba la deserción de su marido reemplazándolo con cierta regularidad por otros novios cortados con el mismo patrón que Bobby Lee McCourt. A corto plazo, la hacían feliz, pero a largo plazo la disgustaban y entristecían. Aun así, era incapaz de pasarse sin un hombre más de un mes.
Crystal McCourt criaba a sus retoños en una amplia caravana aparcada en un solar, en el Aparcamiento de Caravanas Hillside. Cuando su esposo la abandonó, Crystal, con cara de estar borracha, dejó a Zoe al cargo de los niños, se montó en su Camaro de segunda mano y se fue en busca de, según sus propias palabras, «ese traidor hijo de la gran puta y su zorra de mierda».
Estuvo fuera tres días. No logró encontrar a Bobby, pero al menos regresó sobria. La persecución le había hecho perder algo de su amor propio y su empleo en el salón de belleza de Debbie.
Bien es cierto que el salón de belleza de Debbie era poco más que una choza, pero sin ese trabajo sus ingresos regulares se redujeron a cero.
La experiencia fortaleció considerablemente a Crystal. Reunió a sus hijos y les explicó que la situación iba a ser inestable y difícil, pero que hallarían el modo de salir adelante.
Colgó su diploma de esteticista en la cocina de la caravana y abrió su propio salón de belleza.
Sus tarifas eran inferiores a las de Debbie, y además tenía talento para la peluquería.
Así salieron adelante. La caravana olía a peróxido, permanentes y vapor, pero salieron adelante.
Zoe lavaba la cabeza a las clientas, barría los pelos del suelo y se ocupaba de sus tres hermanos. Cuando demostró que tenía aptitudes para ello, Crystal le permitió que empezara a peinar y a cortar las puntas.
Zoe soñaba con algo mejor, con el mundo que había fuera de aquel aparcamiento de caravanas.
En la escuela le iba muy bien, especialmente en matemáticas. Gracias a su destreza con los números, comenzó a encargarse de llevar al día los libros de contabilidad de su madre y a estar pendiente de los plazos de los impuestos y las facturas.
Antes de su decimocuarto cumpleaños ya era adulta, pero la niña que habitaba en su interior ansiaba algo más.
No fue ninguna sorpresa que se sintiese deslumbrada por James Marshall. James era muy diferente de los chicos del pueblo. No solo porque fuese un poco mayor (diecinueve años frente a los dieciséis de Zoe), sino también porque había estado por ahí y había visto mundo. ¡Dios, y era tan guapo!… Como un príncipe encantado salido de un libro de cuentos.
Quizá su bisabuelo hubiera trabajado en las minas de aquellas montañas, pero en James no quedaba ni una pizca de hollín de carbón. Las generaciones intermedias entre los dos habían ido sacudiéndoselo de encima por completo, y se habían añadido una capa de refinamiento y lustre.
La familia del muchacho tenía dinero, la clase de dinero con que podía comprarse clase, educación y viajes a Europa. Poseían la casa más grande del pueblo, tan blanca y vistosa como un vestido de novia, y James y su hermana pequeña iban a colegios privados.
A los Marshall les gustaba dar grandes fiestas: ostentosas, con música en directo y comida de primera calidad. La señora Marshall siempre llamaba a Crystal para que fuese a peinarla a su domicilio cuando había una fiesta, y a menudo también acudía Zoe y le hacía la manicura.
Ella soñaba con aquella casa, tan limpia y llena de flores y cosas bonitas. Era maravilloso saber que había gente que vivía así; que no todo el mundo vivía apretujado en una caravana que olía a productos químicos y humo de tabaco.
Se prometía a sí misma que algún día ella también viviría en una casa. No tenía que ser tan enorme y grandiosa como la de los Marshall, pero sí una casa de verdad con un pequeño jardín.
Y algún día viajaría a los lugares de los que hablaba la señora Marshall: Nueva York, París, Roma…
Para ese proyecto, iba ahorrando peniques de las propinas que recibía y de los extraños trabajos que aceptaba. Bueno, solo el dinero que no necesitaba su madre para mantener alejada la penuria.
Zoe era hábil con el dinero. A los dieciséis años ya había reunido cuatrocientos catorce dólares, que tenía guardados en una cuenta de ahorros secreta.
En abril, cuando acababa de cumplir los dieciséis, ganó un poco de dinero extra ayudando a servir en una de las fiestas de los Marshall. Era bastante presentable, y estaba deseando trabajar.
En aquel entonces llevaba el pelo largo y se lo recogía detrás, de forma que un río liso y negro le bajaba por la espalda. Siempre había sido delgada, pero se había desarrollado de un modo que tenía a los chicos husmeando continuamente a su alrededor. Ella no disponía de tiempo para chicos, o no demasiado.
Zoe tenía unos ojos alargados de un color marrón dorado que siempre estaban mirando, observando, examinando con asombro, y una boca ancha y carnosa a la que le costaba sonreír. Sus rasgos eran afilados y angulosos, lo que añadía un toque exótico que contrastaba con su timidez innata.
Hizo lo que le dijeron que hiciera, y lo hizo bien. Mientras tanto mantuvo, tanto como le fue posible, una actitud reservada.
Quizá fuese la timidez, o los ojos soñadores, o su destreza silenciosa, lo que atrajo a James. El caso es que flirteó con ella, la puso nerviosa y por fin logró que se sintiese halagada. Después le pidió que se vieran de nuevo.
Se encontraban en secreto, lo que aumentaba la emoción. El puro romanticismo de contar con la atención de alguien como James resultaba embriagador. Él la escuchaba, de modo que su timidez se perdió en el camino y ella le confesó sus sueños y esperanzas.
James era muy tierno con Zoe, y siempre que ella podía escaparse se iban a dar largos paseos en coche o simplemente se sentaban a ver salir las estrellas y a hablar.
Por supuesto, no tardaron mucho en hacer algo más que hablar.
Él le dijo que la quería. Le dijo que la necesitaba.
En una tibia noche de junio, sobre una manta roja que habían extendido en el suelo de un bosque, Zoe perdió la inocencia con James, con el ansioso optimismo propio de la juventud.
Él siguió siendo tierno, siguió siendo atento, y le prometió que siempre estarían juntos. Zoe imaginó que el muchacho creía en lo que decía. Desde luego, ella sí lo creía.
Pero había que pagar un precio por ser jóvenes e insensatos. Zoe tuvo que pagarlo. Y pensaba que él también. Quizá él incluso hubiese pagado más, mucho más, que ella.
Porque mientras que ella perdió su inocencia, James perdió un tesoro mucho más valioso.
En ese instante miró hacia aquel tesoro: su hijo.
Si James le había cambiado la vida, Simon la había enderezado otra vez. De un modo nuevo, en un nuevo lugar. James le había dado a probar a Zoe por primera vez lo que era ser mujer. El niño la había convertido en mujer por completo.
Había conseguido tener su propia casa (su pequeña casita con un pequeño jardín), y lo había conseguido por sí misma. Puede que nunca hubiese viajado a todos aquellos fantásticos sitios con los que había soñado, pero había visto todas las maravillas del mundo en los ojos de su hijo.
Ahora, casi diez años después de haberlo sostenido en brazos por primera vez y haberle prometido que jamás lo decepcionaría, volvía a moverse hacia delante, con su hijo. Y Simon tendría aún más.
Zoe McCourt, la tímida muchacha de las montañas del oeste de Virginia, estaba a punto de abrir su propio negocio en el bonito pueblo de Pleasant Valley, Pensilvania, con dos mujeres que se habían convertido prácticamente en sus hermanas, además de amigas, en apenas dos meses.
ConSentidos. Le gustaba el nombre. Eso era lo que deseaba que sugiriese a los clientes y usuarios. Supondría mucho trabajo, trabajo duro, para ella y para sus amigas.
La galería de arte y artesanía de Malory ocuparía un lado de la planta baja de su adorable nueva casa. Al otro lado estaría la librería de Dana. Su salón de belleza se situaría en la planta superior.
«Solo unas cuantas semanas más», pensó. Unas semanas más para remodelar, arreglar, instalar los suministros, los artículos y el equipamiento. Y luego abrirían las puertas.
Al pensar en eso, el estómago le dio un vuelco, pero no era solo a causa del miedo. Algunos de esos vuelcos se debían simplemente a la emoción.
Sabía exactamente el aspecto que tendría todo cuando hubiese terminado. El salón principal estaría lleno de luz y color, que serían más tenues en las salas de tratamientos. Habría colocado velas por todas partes para que proporcionaran fragancia y una atmósfera especial, y de las paredes colgarían cuadros interesantes. Buena iluminación, favorecedora y relajante.
ConSentidos. Para la mente, el cuerpo y el espíritu. Tenían la intención de ofrecer a sus clientes un poco de las tres cosas.
Aquel atardecer estaba conduciendo desde el valle, en el que había construido su hogar y donde abriría su negocio, hasta lo alto de las montañas, donde se enfrentaría a su destino. Simon estaba un poco enfurruñado y miraba por la ventanilla. Zoe sabía que no se sentía muy feliz de que lo hubiese obligado a ponerse su traje.
Pero es que cuando te invitan a cenar en un lugar como el Risco del Guerrero debes arreglarte para la ocasión.
Distraídamente, se tiró de la falda del vestido. Lo había comprado en una liquidación a muy buen precio, y esperaba que fuese apropiado para el jersey de color púrpura intenso.
Se dijo que quizá debiera haber optado por algo negro, para lucir un aspecto más digno y sobrio. Pero le gustaba el color, y para el acontecimiento que se avecinaba necesitaba su apoyo para tener más confianza. Aquella velada sería una de las más significativas de su vida, de modo que podía ir vestida con cualquier cosa que la ayudase a sentirse bien.
Apretó los labios. Ahora que sus pensamientos habían acabado desembocando en el tema que había tratado de evitar, debía lidiar con él.
Pero se preguntó cómo iba a explicarle a un niño de nueve años lo que ella había estado haciendo…, y aún más, lo que estaba a punto de hacer.
—Supongo que será mejor que hablemos de la razón por la que vamos a cenar hoy allá arriba —empezó.
—Te apuesto lo que quieras a que nadie más llevará traje —replicó Simon entre dientes.
—Te apuesto lo que quieras a que te equivocas.
Él giró la cabeza y le lanzó una mirada.
—Un dólar.
—Un dólar —aceptó ella.
Zoe pensó que su hijo se le parecía muchísimo. A veces eso la impactaba con una especie de regocijo fiero y posesivo. ¿No resultaba curioso que en la cara del niño no hubiese ni el menor rastro de James? Tenía los mismos ojos que ella, su misma boca, su nariz, su barbilla, su cabello, y los rasgos estaban rematados por un levísimo toque personal que conformaba todo aquello en Simon.
—Bueno. —Se aclaró la garganta—. Te acordarás de que hace un par de meses recibí una invitación para ir al Risco, ¿verdad? Y de que allí conocí a Malory y a Dana.
—Sí, claro que me acuerdo, porque al día siguiente me compraste la PlayStation 2 y ni era mi cumpleaños ni nada.
—Los regalos de no cumpleaños son los mejores. —Había podido comprar lo que era el mayor deseo del niño gracias a los veinticinco mil dólares que había recibido por comprometerse a hacer… lo fantástico—. Conoces a Dana y Malory, y también a Flynn, Jordan y Bradley.
—Sí. Últimamente los vemos a menudo. Son guays. Para ser viejos —añadió, con una sonrisita que estaba seguro de que haría reír a su madre. Pero ella no se rio—. ¿Pasa algo malo con ellos? —preguntó el chaval enseguida.
—No, no. No pasa absolutamente nada malo. —Se mordió el labio inferior mientras trataba de encontrar las palabras apropiadas—. Hum, a veces las personas están conectadas de algún modo, sin saberlo siquiera. Verás, Dana y Flynn son hermanos…, bueno, hermanastros. Luego Dana se hizo amiga de Malory, y Malory conoció a Flynn, y antes de que te dieses cuenta, Malory y Flynn se habían enamorado.
—¿Esto va a ser una historia de amor sensiblera? Porque podría ponerme malo y tener ganas de vomitar.
—Si lo haces, asegúrate de sacar bien la cabeza por la ventanilla. Bueno, los mejores amigos de Flynn son Jordan y Bradley, y cuando eran más jóvenes Jordan y Dana… salían. —Era la palabra más neutra en la que una madre podía pensar—. Después Jordan y Bradley se marcharon del valle, y luego regresaron, en parte debido a esa conexión de la que estoy hablando. Jordan y Dana vuelven a estar juntos, y…
—Ahora los dos van a casarse, igual que Flynn y Malory. Es como una epidemia. —Entonces se giró hacia Zoe, y en su rostro se reflejaba una angustia preadolescente—. Si tenemos que ir a esas bodas, como a la de la tía Joleen, lo más probable es que también me obligues a llevar traje, ¿no?
—Sí, es uno de mis placeres secretos: atormentarte. Lo que estoy intentando demostrarte es que todos nosotros hemos resultado estar conectados de algún modo a los otros. Y a algo más. No te he dicho muchas cosas de las personas que viven en el Risco del Guerrero.
—Son gente mágica.
Las manos de Zoe se estremecieron sobre el volante. Lentamente, se acercó al arcén de la sinuosa carretera y detuvo el coche.
—¿Qué quieres decir con eso de «gente mágica»?
—Jo, mamá, os he oído hablar cuando tenéis vuestras reuniones y cenas. Entonces, ¿son como brujos o algo así? No lo he pillado del todo.
—No. Sí. No lo sé exactamente. —¿Cómo le explicaba la existencia de dioses antiguos a un crío?—. ¿Tú crees en la magia, Simon? No me refiero a eso de hacer trucos con las cartas, sino a la clase de magia sobre la que lees en libros como Harry Potter o El hobbit.
—Si no fuese real a veces, ¿cómo podría haber tantas historias, películas y cosas sobre ello?
—Buena respuesta —contestó tras pensárselo un momento—. Rowena y Pitte, la pareja que vive en el Risco, las personas a las que vamos a ver esta noche, son mágicas, como tú dices. Proceden de un lugar diferente, y están aquí porque necesitan nuestra ayuda.
—¿Para qué?
Zoe supo que había logrado captar su atención e interés. El mismo interés que lo llevaba a sumergirse en los libros de los que habían hablado, los cómics de X-Men y los videojuegos de rol, que a él le encantaban.
—Voy a contártelo. Sonará un poco como un cuento, pero no lo es. En cualquier caso, he de seguir conduciendo mientras te lo explico o llegaremos tarde.
—De acuerdo.
Zoe respiró despacio y profundamente mientras regresaba a la carretera.
—Hace mucho tiempo…, muchísimo, muchísimo tiempo, en un lugar situado detrás de lo que llaman la Cortina de los Sueños o Cortina del Poder, había un joven dios…
—¿Como Apolo?
—Más o menos. Solo que este no era griego, sino celta. Era el hijo del rey, y cuando tuvo la edad adecuada visitó nuestro mundo, donde conoció a una chica, de la que se enamoró.
Simon torció la boca.
—¿Cómo es que siempre acaba pasando lo mismo?
—¿Te importa si nos dedicamos a ese tema en otra ocasión? Ahora vamos un poco escasos de tiempo. Decía que los dos jóvenes se enamoraron, y, aunque en realidad eso no estaba permitido, los padres del dios aceptaron que llevase a la muchacha detrás de la Cortina de los Sueños para que pudiesen casarse. Eso les pareció bien a algunos dioses, pero muy mal a otros. Hubo combates y…
—Guay.
—Podría decirse que su mundo se dividió en dos reinos: uno del que se había convertido en rey el joven dios, que gobernaba con su esposa mortal, y otro dominado por un…, bueno, malvado hechicero.
—Tope guay.
—El joven rey tuvo tres hijas. Las denominaban semidiosas porque en parte eran humanas. Cada muchacha poseía un don: una, la música o el arte; otra, la escritura o la sabiduría; y la tercera, el coraje, supongo. El valor. —Al pensar en eso, sintió que se le secaba la boca, pero tragó saliva y continuó—: Era una especie de guerrera. Las tres estaban muy unidas entre sí, del modo en que todas las hermanas deberían estarlo, y sus padres las adoraban. Para mantenerlas a salvo mientras siguieran los problemas en el reino, tenían dos personas encargadas de protegerlas y educarlas: una maestra y un soldado. Entonces…, intenta no gruñir ahora…, el soldado y la maestra se enamoraron.
Simon echó la cabeza atrás y miró arriba.
—Lo sabía.
—Como no eran niños sarcásticos de nueve años, las hermanas se alegraron por ellos, y los encubrían cuando los dos se escabullían un rato para estar a solas. De modo que las jóvenes no estaban tan bien vigiladas como quizá debieran haberlo estado. El hechicero malvado se aprovechó de eso: se acercó a hurtadillas y lanzó un conjuro. El conjuro robó las almas de las chicas y las encerró en una urna de cristal, con tres cerraduras y tres llaves.
—Vaya, eso sería una faena para ellas.
—Desde luego que sí. Las almas están atrapadas allí, en la urna, de donde no podrán salir hasta que las llaves giren en las cerraduras, una tras otra, y solo a manos de mortales, de seres humanos. —Sintió un hormigueo en los dedos, y se los frotó contra la falda del vestido—. Veras, como las muchachas son semihumanas, el hechicero se ocupó de que solo alguien de nuestro mundo pudiese salvarlas; por la sencilla razón de que no creía que eso fuera a ocurrir. En cada generación hay que pedir a tres mujeres mortales, las tres humanas que son las únicas que pueden abrir la urna, que encuentren las llaves. Estas permanecen escondidas y deben ser halladas como parte de la prueba, como parte del conjuro. Cada una de las elegidas cuenta con un turno y tiene solo cuatro semanas para dar con la llave e introducirla en la cerradura.
—¡Guau! ¿Y tú eres una de las que tienen que encontrar una llave? ¿Cómo es que te escogieron a ti?
Zoe soltó un pequeño suspiro. Su hijo era un chaval espabilado y lógico.
—No lo sé exactamente. Nos parecemos…, Dana, Malory y yo, nos parecemos a las hermanas. Las llaman las Hijas de Cristal. Rowena es artista, y en el Risco tiene un cuadro de las chicas pintado por ella. Es una cuestión de conexiones, Simon. Hay algo que nos conecta entre nosotras, y también a las llaves y a las hermanas. Supongo que podría decirse que es cosa del destino.
—Si no encontráis las llaves, ¿las chicas se quedarán metidas en la urna?
—Se quedarán sus almas. Sus cuerpos están en ataúdes de cristal… Hum, como Blancanieves. Esperando.
—Rowena y Pitte son la maestra y el guerrero. —Asintió con la cabeza—. Y tú, Malory y Dana debéis localizar las llaves y arreglarlo todo.
—Más o menos. A Malory y Dana ya les ha tocado su turno, y ambas han hallado su respectiva llave. Ahora me toca a mí.
—La encontrarás. —Movió la cabeza con solemnidad—. Siempre encuentras las cosas cuando yo pierdo algo.
Zoe pensó que ojalá fuese tan sencillo como dar con el muñequito articulado favorito de su hijo.
—Voy a intentarlo tanto como pueda. He de decirte, Simon, que el hechicero…, se llama Kane, ha tratado de detenernos. Intentará detenerme a mí también. La verdad es que resulta espeluznante, pero tengo que intentarlo.
—Le darás una buena patada en el culo.
Zoe soltó una carcajada que deshizo algunos de los nudos que se le habían formado en el estómago.
—Ese es mi plan. No iba a contarte todo esto, pero luego no me pareció correcto ocultártelo.
—Porque somos un equipo.
—Sí, somos un equipo genial.
Se detuvo ante las verjas abiertas del Risco del Guerrero.
Las puertas de hierro estaban flanqueadas por dos guerreros de piedra, con las manos preparadas en la empuñadura de sus espadas. A Zoe le parecían muy fieros, formidables. «¿Conexiones?», pensó. ¿Qué conexiones podía tener alguien como ella con aquellos guerreros de la entrada?
Aun así, respiró hondo y condujo entre ellos.
—Madre mía —soltó Simon a su lado.
—Y que lo digas.
Entendía la reacción del niño ante la casa. La suya había sido igual la primera vez que había estado ante ella: se quedó mirándola con los ojos como platos y la mandíbula desencajada.
Aunque se figuraba que «casa» era una palabra demasiado corriente para el Risco. En parte castillo, en parte fortaleza, se alzaba sobre el valle, irguiéndose sobre las majestuosas colinas y dominándolas. Sus almenas y torres estaban hechas de piedra negra, con gárgolas colgadas en los aleros como si pudiesen saltar —no con intenciones de jugar— a su antojo. Era un lugar enorme rodeado por prados verdes que se transformaban en frondosos bosques que se habían vueltos umbrosos con el crepúsculo.
En lo alto de la torre más elevada ondeaba una bandera blanca con el emblema de una llave dorada.
El sol estaba poniéndose detrás de ellos, de modo que el lienzo del cielo estaba surcado de rojo y oro, lo que añadía un toque más de intensidad a la escena.
Zoe se dijo que pronto el cielo estaría negro, con solo la más finísima luna. Al día siguiente sería la primera noche de la luna nueva, el inicio de su búsqueda.
—Por dentro también es algo especial. Como salido de una película. No toques nada.
—¡Mamá!
—Estoy nerviosa. Sé comprensivo. —Condujo despacio hacia la entrada—. Pero, en serio, no toques nada.
Detuvo el coche y esperó no ser la primera, ni la última, en llegar. Luego sacó un pintalabios para retocarse lo que, preocupada, se había ido comiendo desde que había salido de casa. Automáticamente, se toqueteó los extremos del rectísimo cabello, que llevaba más corto que su hijo.
—Tienes muy buena pinta, ¿vale? —aseguró él—. ¿Podemos salir?
—Quiero que tengamos una pinta excelente. —Lo cogió por la barbilla y usó el peine que había sacado del bolso para arreglarle el pelo, mientras lo miraba a los ojos—. Si no te gusta lo que nos sirvan para cenar, finge que te lo comes, pero no digas que no te gusta ni hagas esos ruidos de cuando algo te da asco. Ya te prepararé otra cosa cuando volvamos a casa.
—¿Podríamos ir a McDonald’s?
—Ya veremos. Estamos estupendos. Vamos.
Guardó de nuevo el peine y se dispuso a abrir la puerta del conductor.
El anciano que recibía a los invitados y se encargaba de los coches estaba allí para abrirla por ella. Siempre daba un salto al verlo.
—¡Oh! Gracias.
—Es un placer, señorita. Buenas tardes.
Simon lo observó detenidamente.
—Hola.
—Hola, joven señor.
Complacido con el título, Simon le sonrió y se le acercó más.
—¿Usted es una de las personas mágicas?
Las arrugas del viejo rostro se acentuaron más y se contrajeron al desplegar una amplia sonrisa.
—Quizá lo sea. ¿Qué pensaría usted de eso?
—Que mola. Pero ¿cómo es usted tan viejo?
—¡Simon!
—Es una buena pregunta, señorita —afirmó el hombre, en respuesta al siseo horrorizado de Zoe—. Soy tan viejo porque he tenido el placer de vivir durante mucho tiempo. Le deseo al joven señor el mismo placer. —Se inclinó con un crujido de huesos hasta que su rostro estuvo a la altura del de Simon—. ¿Le gustaría saber una verdad?
—Claro.
—Todos somos personas mágicas, pero algunos lo saben y otros no. —Volvió a erguirse—. Me ocuparé de su coche, señorita. Que pasen una buena velada.
—Gracias.
Zoe cogió a Simon de la mano y fueron hacia el pórtico y las dos puertas de entrada. Estas se abrieron antes de que pudiesen llamar, y allí estaba Rowena.
El cabello, de puntas llameantes, le caía deliciosamente por los hombros de un vestido largo y del mismo color verde que las sombras del bosque. Un colgante de plata descansaba entre sus pechos; en el centro, una piedra clara parpadeaba a la reluciente luz del vestíbulo principal.
Como siempre, la belleza de Rowena fue como una breve conmoción, una descarga eléctrica.
Tendió una mano para darle la bienvenida a Zoe, pero sus ojos —de un verde más vivo e intenso que el de su traje— estaban fijos en Simon.
—Bienvenidos. —En su voz sonaba un tono musical, como eco de las lejanas tierras que Zoe había anhelado conocer—. Me alegro de verte de nuevo. Y es un auténtico placer conocerte por fin, Simon.
—Simon, esta es la señorita Rowena.
—Solo Rowena, por favor, porque espero que nos hagamos amigos. Vamos, pasad. —Mantuvo agarrada la mano de Zoe y posó la otra en el hombro de Simon.
—Espero que no hayamos llegado los últimos.
—No, en absoluto. —Retrocedió, y luego los guio por el suelo de baldosas decorado con coloridos mosaicos—. La mayor parte de los otros ya está aquí, pero Malory y Flynn aún no han llegado. Estamos en el salón. Dime algo, Simon, ¿te gustan el hígado de ternera y las coles de Bruselas?
Él soltó unos ruidos de repugnancia antes de recordar las indicaciones que le había dado su madre, pero cuando se retuvo Zoe ya estaba colorada. La risa de Rowena los envolvió a ambos.
—Como yo opino exactamente lo mismo que tú, tenemos suerte de que no formen parte del menú de esta noche. Nuestros últimos recién llegados —anunció entrando al salón—. Pitte, ven a conocer al joven señor McCourt.
Simon desvió la vista hacia su madre y le dio un empujoncito con el codo.
—¡Joven señor! —repitió en voz baja con enorme satisfacción.
El aspecto de Rowena y el de su compañero casaban a la perfección. La impactante constitución de guerrero de Pitte estaba vestida con un elegante traje oscuro. Su negra melena enmarcaba un poderoso rostro en que los huesos parecían tallados debajo de la carne. Sus ojos, de un brillante color azul, examinaron a Simon mientras alzaba una elegante ceja y alargaba una mano.
—Buenas tardes, señor McCourt. ¿Qué puedo ofrecerle para beber?
—¿Podría tomar una Coca-Cola?
—Por supuesto.
—Por favor, siéntete como en casa. —Rowena hizo un gesto a su alrededor.
Dana ya se había levantado para cruzar la habitación.
—Eh, Simon, ¿cómo te va?
—Bien. Solo que acabo de perder un dólar, porque ese hombre y Brad llevan traje.
—Mala suerte.
—Voy a hablar con Brad, ¿vale, mamá?
—De acuerdo, pero… —Suspiró cuando el niño salió disparado—. No toques nada —añadió bajando la voz.
—Estará bien. Y tú ¿qué tal?
—No lo sé. —Miró a su amiga, una de las personas en las que había llegado a confiar absolutamente. Aquellos ojos marrón oscuro le devolvían la mirada con esa comprensión que solo otra persona más podía sentir—. Supongo que estoy un poco alterada. No pensemos en eso de momento. Te veo fantástica.
Era nada más que la verdad. El denso cabello castaño, lacio y reluciente, le caía en forma de campana oscilante hasta cinco centímetros por debajo de la potente barbilla. Era un peinado muy favorecedor para ella. Zoe, que era quien se lo había arreglado, volvió a comprobarlo. Le alivió ver que Dana había elegido una chaqueta de color teja en vez del negro, más formal.
—Aún mejor —añadió—, te veo feliz. —Alzó una de las manos de Dana para admirar el anillo de compromiso con su rubí de talla cuadrada—. Jordan tiene un gusto exquisito en joyería, y en prometidas.
—No te llevaré la contraria en eso. —Dana se giró para mirar hacia el sofá, donde estaban hablando Pitte y Jordan. Pensó que se parecían mucho a los guerreros de piedra que flanqueaban la verja de la mansión—. Tengo un chico guapo y grandote.
Zoe se dijo que hacían muy buena pareja: Dana con su sexy constitución de amazona y Jordan con su estructura alta y musculosa. Ocurriera lo que ocurriese, Zoe se alegraba de que ambos se hubiesen encontrado de nuevo.
—He pensado que te gustaría un poco de champán. —Rowena se le acercó para ofrecerle un vino espumoso en una copa de cristal tallado.
—Gracias.
—Tu hijo es guapísimo.
Los nervios pasaron a un segundo plano, reemplazados por el orgullo.
—Sí, lo es. Es lo más hermoso de mi vida.
—Eso te convierte en una mujer rica. —Rowena le puso una mano sobre el brazo y sonrió—. Parece que Bradley y él se han hechos amigos con rapidez.
—Sí, han congeniado enseguida —admitió Zoe.
No sabía qué pensar al respecto; se le antojaba algo insólito. Pero allí estaban los dos, muy juntos en el otro extremo de la habitación, obviamente inmersos en la discusión de algún tema. El hombre del elegante traje gris pizarra y el niño del traje marrón oscuro que ya (¡Dios!), le quedaba una pizca pequeño.
Le resultaba extraño que Simon se sintiese tan cómodo con aquel hombre con el que ella se sentía tan incómoda. Su hijo y ella solían coincidir.
Entonces Brad alzó la vista, y sus ojos, casi del mismo color que su traje, se encontraron con los de Zoe.
Oh, sí, había una razón. De todas las personas que Simon y ella conocían, Brad era la única que lograba provocarle la sensación de tener murciélagos dando volteretas en el estómago con una simple mirada.
Era demasiado guapo, era demasiado rico, era demasiado… todo. «Está a años luz de tu posición, Zoe, y ya hemos pasado por eso una vez».
Al lado de Bradley Charles Vane IV, James Marshall parecía un auténtico pueblerino en todos los sentidos. La fortuna de los Vane, construida con la madera, había extendido su negocio por todo el país con su prestigiosa cadena de establecimientos, Reyes de Casa, y convertía a Brad en un hombre poderoso y privilegiado.
Su aspecto —el cabello dorado oscuro, los ojos grises y la boca de hechicero— hacía de él, en opinión de Zoe, un tipo peligroso. Tenía una constitución armoniosa, alta y delgada, perfecta para aquellos trajes de diseño. Y unas largas piernas que ella imaginaba que podrían recorrer la distancia hasta la puerta en un abrir y cerrar de ojos.
Además, lo encontraba impredecible. Brad podía ser arrogante y frío en un minuto, irritable y autoritario al siguiente, y luego sorprendentemente encantador.
Zoe no confiaba en un hombre cuyo comportamiento no pudiese predecir.
Aun así, confiaba en él con relación a Simon, y eso suponía otro enigma. Brad jamás le haría daño a su hijo. Estaba segura de eso de manera instintiva, y tampoco podía negar que era bueno con Simon, bueno para Simon.
No obstante, cuando Brad se levantó y fue hacia ella no pudo evitar que se le tensaran todos los músculos del cuerpo.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien.
—Así que le has contado a Simon lo que ocurre.
—Tiene derecho a saberlo. Y yo…
—Quizá sea mejor que te detengas antes de saltarme a la yugular, para que pueda decirte que estoy de acuerdo contigo. No es solo que tenga derecho; además, Simon posee una mente lo bastante despierta y ágil para manejarse con toda esta historia.
—¡Oh! —Se quedó mirando la copa que sujetaba en la mano—. Lo lamento. Estoy un poco nerviosa.
—Tal vez te ayude recordar que no estás sola en esto.
Mientras hablaba, hubo un alboroto en el vestíbulo. Un instante después, Moe, el enorme y desastroso perro negro de Flynn, irrumpió en la habitación dando brincos. Soltó un ladrido de felicidad, y luego se abalanzó sobre una bandeja de canapés que había en una mesita.
Flynn y Malory aparecieron en el salón tras él, seguidos por una Rowena muerta de risa. Hubo gritos, más ladridos y un estrépito desafortunado.
—De hecho —añadió Brad mientras observaba el consiguiente caos—, tendrás suerte si con toda esta tropa encuentras cinco minutos para estar sola.