Jaime notó que una inmensa fuerza tiraba de sus extremidades en direcciones opuestas. Aquel ser horrible iba a despedazarlo en vivo. El que ahora sabía que no era un niño lo miraba fijamente, con una odiosa y maléfica expresión en el rostro. Sus ojos anaranjados rezumaban humo blanco. La bestia levantó su mano derecha, como un director de orquesta que está a punto de cerrar una pieza magistral.
Aunque Jaime sabía que lo que estaba haciendo era tensando los hilos. Unos hilos invisibles que atrapaban cada una de sus extremidades. Y que, cuando esa mano bajara, el dolor sería insoportable.
–Suéltalo, coleccionista –se oyó una música.
La gitana se encontraba en la misma entrada de la habitación, apenas un paso en el interior de la misma.
La presión se desvaneció, como si alguien hubiera cortado los hilos.
–¡Tú! –gritó el niño con su voz real. Una voz amplificada, que eran miles de voces a un tiempo. Voces desgarradoras, avejentadas, odiosas… pero sobre todo aterradoras.
El disfraz del ser se desvaneció por completo. La habitación, en un parpadeo, se convirtió en lo que realmente era. Jaime se vio flotando entre cataratas de lava hirviendo.
–Tú no puedes estar aquí, en mis dominios. Este lugar está prohibido para los tuyos –bramó la criatura.
Jaime captaba estas palabras directamente en el centro de su ser. Las palabras eran incomprensibles, sibilantes, como serpientes arrastrándose, pero él, a un nivel muy primitivo, las entendía.
–Puedo y debo –se oyó de nuevo la música que provenía del interior de la gitana–. Si alguien desde dentro me pide ayuda. Y alguien lo ha hecho.
–¡Tú, patética criatura! –gritó la bestia con tanta fuerza que la cabeza de Jaime vibró.
Sintió un pánico como nunca antes había sentido. No era miedo a morir, iba más allá. Miedo a estar condenado junto a aquella horrible bestia por toda la eternidad.
Jaime gritó con todas sus fuerzas.
–Basta –dijo la música.
La voz de la criatura se cortó en seco, al igual que el grito de Jaime. Éste miró hacia la gitana, y sintió que le faltaba la respiración.
Pero no necesitaba respirar.
La gitana avanzó un par de pasos sobre el suelo llameante. Sus zapatillas quedaron atrás. No se descalzó, simplemente sus pies las atravesaron, como si no fueran reales. Pasó a través de su superficie como si estuvieran hechas de gelatina. Al siguiente paso, el disfraz de la gitana desapareció. Como si su piel y su ropa fueran una bolsa amarrada en lo alto de su cabeza a la que alguien suelta el nudo. Fue exactamente eso. Su piel y su ropa se deslizaron hacia abajo y desaparecieron entre llamas al tocar el suelo. Y sólo quedó un ser de luz.
Desnudo.
Y perfecto, hasta el punto de ser inconcebible.
Su piel azul como el mar no reflejaba los brillos del fuego que lo/la rodeaba. Era imposible decir si era un hombre o una mujer porque no tenía sexo. Jaime pensó que se encontraba ante un ángel. Y, como respondiendo a sus pensamientos, dos majestuosas alas de un blanco inmaculado se desplegaron a su espalda.
–Se acabó –dijo, y Jaime se sintió inundado de paz.
–Entonces es el momento de la verdad –contestó la bestia–. Sea, pues.
En su mano brotó una espada llameante. Borbotones de lava amarilla goteaban por la empuñadura y caían hasta el suelo, dibujando remolinos de humo. La bestia avanzó un paso hacia el ser de música y luz, y todo retumbó a su paso. Varias estalactitas cayeron del techo y se destrozaron contra el suelo.
Una de ellas casi rozó a Jaime.
De la mano del ser que antes parecía una gitana también brotó una espada. Una espada de luz pura y música. Era brillante como los rayos del sol, y al mirarla directamente se sentía una paz inmensa. Los colores del arcoíris brotaban en pulsos desde su empuñadura y subían en espiral hasta el extremo superior, donde desaparecían en pequeñas explosiones silenciosas parecidas a fuegos artificiales en miniatura.
Jaime sabía que ni el arma del ser brillante ni el de la bestia eran espadas realmente. Ante sus ojos se iba a librar una batalla como se había estado haciendo desde tiempos inmemoriales, y su pobre cerebro humano se limitaba a tratar de hacer comprensibles conceptos que sobrepasaban sus límites. Y le pareció bien.
Lo único que Jaime le pedía a Dios (si acaso Dios no era aquel ser de color azul que tenía ante él) era que la bestia no ganara la batalla.
Como si hubiera entendido sus pensamientos, el ser de luz le sonrió.
Y a continuación el caos se desató ante sus ojos, los cuales contemplaron un espectáculo nunca antes presenciado por ningún ser humano.
Su mente se expandió y su primitivo cerebro lo entendió todo. Era una maravillosa danza en la que el más mínimo movimiento estaba estudiado al detalle. Las pupilas de Jaime se contraían y se expandían al ritmo de las espadas en lucha. A cada golpe, un mundo nacía en alguna parte del infinito y otro se consumía en un agujero negro.
El combate que se estaba desarrollando a unos metros de él y al mismo tiempo a mil mundos de distancia.
Era como ver en primera fila el nacimiento del universo.
Sentía oleadas de maldad y paz de forma alternativa, supuso que al ritmo de los golpes de los contendientes. No podía (no sabía) distinguir quién estaba ganando aquella hermosa y aterrorizadora lucha. Pero de pronto tuvo la convicción que del resultado de la misma no sólo dependía su propia vida, o la de Gloria, sino mucho más.
El pánico comenzó a atenazarlo, y su subconsciente decidió cerrar esa puerta antes de que lo volviera loco.
La cadencia de los golpes había ido acelerándose hasta límites irreales, como una película a mil veces su velocidad normal. Sus oídos dejaron de distinguir quién de los dos colosos golpeaba; al principio los golpes de la bestia sonaban como un disco de heavy metal puesto al revés y los del ser celestial como música de una belleza inenarrable, pero ahora todo era una amalgama de explosiones sordas, lejanas, como a muchos kilómetros de distancia. Los fogonazos y el entrechocar de las espadas se convirtieron en el desquiciante parpadeo de la luz estroboscópica de una discoteca, y Jaime supo que si no cerraba los ojos nunca volvería a ver la luz.
Así que los cerró y apretó los párpados con tanta fuerza que empezó a ver minúsculos puntitos de colores moviéndose como peces en un estanque.
Y, entonces, todo acabó.
El combate había durado una eternidad, y, a la vez, un instante.
Al final, cuando se desvaneció la luz, sólo uno de los dos contendientes quedó de pie. Tenía las alas blancas plegadas sobre su espalda, la espada de luz apuntando hacia el suelo. Y la bestia humeante rota a sus pies.
De pronto, la ilusión de la habitación volvió con toda su fuerza. Cualquiera que entrase en ese momento sólo vería a una vieja gitana sosteniendo en brazos a un niño pequeño al que acababa de propinar una buena zurra.
–Libéralas, coleccionista –ordenó la gitana.
El niño, de mala gana, levantó una mano, y las superficies de los cuadros de las muchachas empezaron a abultarse. En ese momento, Jaime reparó en cuántos eran.
Había decenas de ellos.
Jaime tuvo la sensación de que ganaban contorno como si los estuviese observando a través de una de esas gafas con cristales rojo y azul que se usan para ver fotos y dibujos en tres dimensiones.
También tuvo la impresión de que una superficie transparente y frágil trataba de contener la fuerza imparable de las muchachas de los retratos.
Las muchachas fueron adoptando forma humana hasta que lo que quiera que fuese que las tenía prisioneras se rompió. Las muchachas nacieron de nuevo a través de los cuadros.
A continuación, las figuras semitransparentes de las muchachas flotaron en el centro de la habitación, exultantes de alegría. Se miraban unas a otras y reían con risas angelicales. Tenían sus manos agarradas unas con otras, formando una espiral que se elevaba a lo alto.
Estuvieron así unos instantes, jugando y riendo, hasta que soltaron sus manos, miraron hacia arriba, e hicieron a Jaime un gesto de despedida con la mano.
Sonrieron de nuevo, y desaparecieron por el techo, hacia el destino que se les había negado, Dios sabía desde cuándo.
–¿Qué… qué eran? –atinó a preguntar Jaime a lo que antes era la gitana.
–Almas –respondió el ser–. El coleccionista roba las almas de las muchachas que escoge y retuerce la realidad para que nadie las recuerde ni pueda reclamarlas.
»Los padres olvidan a sus hijas, los hermanos a sus hermanas, los abuelos a sus nietas… el mundo queda como si ellas no hubieran existido. Su recuerdo es borrado de todas las personas que las conocieron. Sus logros anulados. Sus creaciones perdidas en la nada. Sus vivencias suprimidas. Lo que les arrebata es tan valioso que no tiene nombre. Las condena a un estado de no existencia, como si nunca hubieran nacido…
Jaime balbuceó algo sin sentido. La idea de una bestia que colecciona almas como un niño colecciona cromos le resultaba horrorosa e increíble a un tiempo.
Pensó en las pobres muchachas, en la eternidad de sufrimiento que habrían pasado encerradas en aquellos cuadros sólo para disfrute de la bestia.
–Hola –dijo una voz que sacó a Jaime de sus pensamientos. Se volvió, y vio la forma de Raulito, tan transparente como las muchachas, que le sonreía.
–Dios mío, Raulito –balbuceó Jaime–. Yo… yo… lo siento tanto.
–No te preocupes –repuso el muchacho con una voz llena de paz–. Esto es maravilloso. Sólo quería decirte que nada de esto ha sido culpa tuya. Al contrario, me has salvado de la bestia.
Jaime estiró la mano para intentar tocarle, pero lo atravesó como si fuera humo, dejando remolinos multicolores a su paso. Raulito sonrió de nuevo y miró hacia arriba.
–Ya nos veremos –añadió, y emprendió su camino hacia el techo. Hacia más allá del techo.
–Aún no es tu hora –dijo el ser de luz a Raulito–. Éste no es el lugar en el que deberás abandonar este mundo, porque de este lugar no debe quedar huella ni recuerdo, ni en vosotros ni en los que os conocen. Vuelve pues al cuerpo que nunca debiste abandonar.
Y obedeciendo a su gesto, el espíritu de Raulito volvió a ocupar su cuerpo. El muchacho se levantó torpemente y tosió varias veces para eliminar los restos de espuma que aún ocupaban sus vías respiratorias
–Yo… yo… –balbuceó.
–Ve –dijo el ser de luz, ahora ya convertido de nuevo en la gitana–. No puedes ni debes ser castigado con el recuerdo de lo que ha sucedido en este espacio condenado entre realidades. No estás preparado para sobrellevar tan pesada carga. Por ello te concedo el olvido. Ahora puedes marchar libre.
A su orden, Raulito sonrió y abandonó la habitación. Cuando volvió a su puesto de trabajo se sentía inexplicablemente feliz. No sabía por qué, pero aquel día le parecía tan maravilloso que ni siquiera el pesado de Julio con sus tonterías conseguiría hacerle cambiar de idea.
De ese modo, en la habitación quedaron la gitana, el niño, Gloria y Jaime.
–Te queda una última tarea –dijo la gitana.
El niño la miró como si acabara de pillarle intentando robar un puñado de caramelos del tarro de la repisa. Dijo algo incomprensible, y Gloria, que hasta ese momento había estado ausente de todo lo que se desarrollaba a su alrededor, pareció recobrar la vida. Sus ojos dejaron de tener aquel aspecto ausente y volvieron a brillar con la magia que enamoró a Jaime el primer día que la vio en el mostrador de la recepción del hotel.
El proceso por el cual le estaba siendo arrebatada el alma al cuerpo de Gloria, que había estado a punto de ser la última pieza capturada por el coleccionista, fue de este modo abortado para siempre.
–Muy bien –sentenció la gitana–. Ahora vete.
–Sabes que volveré. Y entonces la victoria será mía. Será el fin de éste y de miles de millones de mundos –dijo el niño con la voz de la bestia, que aún estando derrotada sonaba tan terrible como para helar la sangre en las venas y erizar hasta el último vello del cuerpo.
–Si así ha de ser, será. Pero hoy, tu historia termina aquí –contestó la gitana con su voz de música, y soltó al niño, que cayó hacia el suelo y lo atravesó como si fuera de humo.
–¿Qué… qué está pasando? ¿Dónde estoy? –preguntó Gloria. Y su voz sonó maravillosa a los oídos de Jaime.
–Vosotros dos –dijo la gitana cogiendo sus manos–. Os devuelvo lo que os fue arrebatado sin derecho alguno.
Y la penosa vida que el coleccionista había imaginado para ambos cayó en el olvido como si nunca hubiera existido.