Jaime se situó frente a la 352, y golpeó con los nudillos. Esta vez sin miedo o reticencia.
Fueron unos golpes secos, fuertes. La puerta se abrió de inmediato y Jaime no necesitó mirar atrás antes de atravesar el marco, porque sentía una fuerza impresionante empujándolo desde atrás, haciéndole avanzar casi sin tocar el suelo. Parecía como si ese ser que parecía una vieja gitana deseara la confrontación. Como un sediento que no puede esperar más a alcanzar un vaso de agua fresca.
Exactamente así.
De modo que, sin apenas darse cuenta, Jaime se vio de nuevo en el centro de la habitación.
No quiso mirar hacia el bulto reventado que yacía en el suelo, a su izquierda, porque sabía que era Raulito y en aquellos momentos la muerte no existía… No podía ni debía romper la magia, o estaría perdido.
Gloria seguía en la misma posición, sentada en la cabecera de la cama, con sus delicados pies descalzos apenas rozando la moqueta. Su mirada seguía perdida en la pared, en los cuadros de las muchachas.
Miraba sin ningún interés, con infinita tristeza, a algún punto perdido en la distancia mucho más allá de aquellos cuadros vivos.
Su hijo tenía la cabeza hundida en su regazo, tal como había quedado unos instantes antes, cuando Raulito aún estaba vivo… No debía pensar en eso.
Los cuadros fueron los primeros en notar su presencia. Las chicas, preciosas, lo miraron de reojo. Sus expresiones, fotocopias exactas cada una de las demás, mostraron asombro. Lo siguieron con la vista, mientras sus ojos y sus bocas dibujaban una exageradamente cómica expresión de sorpresa. Y Jaime, ignorándolas, se acercó poco a poco hasta la cama y posó una temblorosa mano en el deseado hombro de la mujer que tanto lo atraía.
–Gloria –le susurró.
Ella dio un respingo. Hasta ese preciso instante no había notado su presencia. Lo miró como mira un sonámbulo al que acaban de arrancar de su mundo de ensueño.
Su hijo levantó la cabeza, sobresaltado.
Y de repente todo tuvo sentido.
Aquél no era el hijo de Gloria, por la sencilla razón de que aquello no era un niño.
Aquello no era un niño de la misma forma que la vieja gitana tampoco era lo que parecía ser.
Los ojos que lo miraron (aunque él sabía que no eran unos ojos, no servían para ver porque aquel ser no necesitaba ver) eran rojos a veces, otras amarillos y otras una amalgama de tonos anaranjados. Era como mirar el mismísimo corazón del sol fijamente.
La mente de Jaime se abrió, y durante unos instantes vio realmente el sitio en el que se encontraba.
Vio, como en una película proyectada sobre una superficie, las dos cosas al mismo tiempo. Lo que la habitación parecía, y lo que en realidad era.
Vio a las muchachas (a sus almas) encerradas en lo que parecían jaulas de oro suspendidas sobre ríos de lava hirviente.
Vio la habitación entera como una inmensa gruta cuyo techo, cubierto de amenazantes estalactitas, se elevaba a cientos de metros por encima de su cabeza.
Vio burbujas de magma explotar en la superficie de una laguna entre anaranjada y amarilla brillante aquí y allá.
Y frente a él, un camino de brasas encendidas, humeantes, que serpenteaba hasta el trono. Un trono que descansaba sobre un montículo de cráneos humanos. Un trono en el que el niño estaba sentado.
Sólo que con su aspecto real.
El ser era como una inmensa gárgola, de al menos cinco metros de alto. Su rugosa piel, negra como el alquitrán, aparecía lustrosa y brillante en unas zonas y agrietada y avejentada por otras.
Por las grietas manaba una luz muy brillante y anaranjada, parecía como si todo él estuviese hecho de energía y su piel no pudiera contenerla toda. Se levantó de su trono y dos inmensas alas negras de murciélago, con pequeñas llamas brotando por toda su superficie, se extendieron a su espalda. Tras de él, Gloria estaba encadenada a una jaula dorada que aún no estaba cerrada. El ser señaló a Jaime con su mano izquierda. En su derecha, agarrado por el cuello, tenía el cadáver achicharrado de Raulito.
Raulito rogaba a gritos que Jaime lo sacara de allí mientras su piel se llenaba de ampollas.
«¡Fuera!», gritó aquella bestia con una voz de niño. Jaime sintió la orden en lo más profundo de su cerebro. No entendió las palabras de una forma racional, porque aquel ser se comunicaba en un lenguaje que el cerebro humano no tenía la capacidad de comprender, pero la orden fue clara e irrevocable.
La imagen se desvaneció y la habitación volvió a su lugar. La cara negra y brillante de aquella bestia se disfrazó de nuevo de niño. Y Jaime voló hasta el centro de la habitación, donde quedó suspendido, con los brazos y las piernas extendidos hacia el infinito.
Y supo que iba a morir.