DIECIOCHO

Se levantó de la manera más desgarbada del mundo, y aunque su capacidad de asombro ya se había desbordado varias veces ese día, aquello terminó de darle la puntilla. Esa habitación había surgido de la nada.

Un instante antes no estaba, y al siguiente sí.

Ésa era la impresión que daba.

Se acercó a ella y pegó el oído a la puerta. Se oía levemente una música muy agradable, pero no parecía venir de dentro de la habitación. Era difícil de explicar, pero era como si la propia habitación fuera la música. La habitación estaba hecha de música, ésa era la expresión que se le venía a la cabeza.

Acababa de escapar del mal absoluto, de la habitación de al lado. Y ahora ésta, la 351, lo llenaba de paz.

Entonces lo vio claro.

–El yin y el yang –susurró–. La 351 existe porque existe la 352. El mal absoluto no puede existir solo, porque en el universo, todo está en equilibrio. Ni tampoco el bien absoluto, porque ambos se complementan.

Lo acababa de decir, pero él no lo había dicho.

Era totalmente lógico, o al menos a él se lo parecía, pero no hubiera llegado a esa conclusión ni en un millón de años. La idea simplemente germinó en el centro de su cabeza como si alguien hubiera plantado una semilla. Y decidió probar suerte. Porque, al menos durante unos instantes, quería ser uno con esa música. Levantó la mano y llamó tres veces, suavemente, a la nueva puerta.

Se oyó un leve arrastrar de pies deslizándose por la moqueta. Luego el pomo se movió a un lado y a otro, y la puerta se abrió. Y la música más dulce del mundo lo inundó.

–Ay mi niño, no me llore, guapo –dijo la gitana desde el otro lado del dintel de la puerta–. ¿Qué es lo que quiere?

–Yo… no… puedo –sollozó Jaime–. No he podido salvarles…, y ella… ella…

La gitana puso la mano sobre su hombro, y eso lo calmó instantáneamente, como si hubiera tomado una mágica infusión hecha con las más exóticas, deliciosas y olorosas plantas silvestres que pueda imaginar el ser humano. Así fue exactamente como se sintió: limpio por dentro, y totalmente relajado.

–Ya te lo dije, niño… si quieres mi ayuda, sólo tienes que llamarme.

Jaime la escuchaba en sus oídos, pero también dentro de su cabeza. En ocasiones, le parecía que la gitana hablaba sin mover los labios, pero eso no lo asustaba lo más mínimo.

–Por favor –gimió él–, por favor…, ayúdame.

La gitana sonrió. Jaime no pudo precisar qué había en esa sonrisa, pero tenía mucha fuerza. Sintió como si le quitasen un gran peso de encima.

Tuvo la convicción de que ahora todo iría bien.

–Vamos, niño –dijo la gitana, que no era una gitana–. Vamos adentro.

Se dirigieron a la habitación 352. Jaime iba el primero. La gitana lo seguía.

Pero ahora no iban armados solamente con un extintor.

Que se preparara lo que fuese que hubiera ahí dentro, porque había llegado su hora.