DIECISIETE

–¡NOOOOOOOOO! –gritó Jaime.

En unos segundos, todo se había desquiciado.

Había encontrado a Gloria. Pero había perdido a Raulito, que acababa de morir delante de sus ojos de una forma tan horriblemente increíble que su mente se negaba a aceptarlo. Y, por supuesto, quedaba el plato fuerte del día: había descubierto que realmente existían las casas encantadas, o para ser más precisos, las habitaciones encantadas.

Allí dentro había sentido una amalgama de sensaciones, y ninguna de ellas agradable. Había sentido miedo, mucho miedo, pero sobre todo había percibido maldad.

Tan intensa que casi se podía oler.

La habitación tenía a Gloria y a su hijo, y no estaba dispuesta a soltarles.

Y luego estaba el aspecto de Gloria. Esa habitación estaba consumiéndola. Tenía que sacarlos. Y tenía que acabar con aquello que había matado sin ninguna piedad a su amigo. Se lo debía… pero ¿cómo? ¿Qué podía hacer contra aquella fuerza que le había hecho volar de esa forma?

Se levantó con más esfuerzo del que creía que iba a necesitar, y se dirigió de nuevo hacia la puerta de la 352. Agarró el pomo de la puerta con su mano derecha y lo giró con todas sus fuerzas. Pero éste no cedió ni un ápice. Se ayudó con la izquierda, y cuanta más fuerza aplicaba, más inamovible parecía, como si pomo y puerta fuesen una sola pieza soldada por una fuerza invisible.

De repente, el pomo se calentó. Pasó de estar frío a estar al rojo vivo en un segundo. Jaime consiguió apartarse una milésima de segundo antes de que la quemadura que le provocó en la mano fuese realmente grave.

Así que hizo lo único que podía hacer: lloró.

Lloró tan amargamente como no recordaba haberlo hecho nunca.

Lloró hasta que sus piernas se doblaron y se hincó de rodillas, allí, en el recodo sin iluminar que permanecía oculto a la vista, a unos metros de distancia del que había sido su amigo y de la que podría ser su gran amor.

Al principio, creyó que sus ojos llenos de lágrimas le estaban gastando una broma, que era algún enrevesado efecto óptico provocado por sus ojos empapados; pero cuando se los secó con el dorso de la mano, su llanto se detuvo de inmediato y a su corazón estuvo a punto de pasarle lo mismo.

Mientras estaba arrodillado mirando a la puerta de la habitación 352, a su izquierda, dentro del pasillo oculto, había aparecido una nueva puerta: la 351.