DIECISÉIS

Durante unos instantes no pasó nada en absoluto. La espera les pareció una eternidad.

De pronto, se oyó un clic y la puerta se entreabrió levemente. Jaime y Raulito se miraron el uno al otro sin poder disimular su nerviosismo.

–¿Preparado? –preguntó Jaime

–No –respondió Raúl–, pero vamos allá.

El muchacho cogió el extintor y lo abrazó fuertemente contra su pecho. Quitó la anilla de seguridad y dirigió la boca de la manguera hacia la puerta, preparado para hacer uso de él en cuanto fuera necesario.

–Bien –susurró Jaime–. Que sea lo que Dios quiera. Y entró.

La habitación era como el resto de las del hotel (o al menos como la suya, que era la única que Jaime conocía) con la diferencia de que no había ventanas.

Avanzó un paso hacia el interior con Raulito pisándole los talones. La habitación estaba pulcramente cuidada. Desde su posición podía ver los pies de la cama, que estaba perfectamente vestida.

De repente, le dio la impresión de que había alguien en la cama.

En la cabecera, para ser más concretos. Pero desde allí no podía verlo. Le hizo señas a Raulito, y ambos avanzaron con paso inseguro hacia el centro de la habitación.

Y de repente la vio.

Gloria estaba sentada, como él había presentido, en la cabecera de la cama, junto a la almohada. Tenía los pies descalzos descansando sobre la moqueta, que no tenía ni una mota de polvo. Estaba mirando hacia la pared que tenía enfrente, con la mirada perdida.

A unos pasos de ella, su hijo jugaba en el suelo con algo que parecía una espada de plástico. Los ojos de Gloria ya no brillaban.

Es más, Gloria ya no resplandecía con esa luz interior que se desbordaba por todos sus poros, como le pareció a Jaime el día en que la vio por primera vez.

Jaime sintió que era como una vela que se apagaba. Gloria se estaba apagando, consumiéndose por dentro. Parecía mucho más delgada, y si la comparaba con la chica que capturó con el objetivo de su cámara, parecía que entre ésta y aquélla había al menos diez años de diferencia.

Entonces el niño se dio cuenta de que estaban allí, soltó la espada y corrió hacia los brazos de su madre.

–Mamá –gritó, y hundió la cabeza en su regazo.

Ella desvió la vista de la pared y miró a Jaime. Había tanta pena en esa mirada, que daban ganas de llorar.

Más que una mirada, era una súplica a gritos. Jaime dirigió la vista hacia la pared que ella estaba mirando y vio los cuadros. Cuando las chicas de los retratos empezaron a gritar al unísono, se desató el infierno.

Raulito también gritó con todas sus fuerzas, enloquecido por el terror, y apuntó el extintor hacia los cuadros. Cuando presionó la palanca, la espuma salió con violencia hacia la pared en un rabioso torrente blanco.

Gloria había apartado la mirada, como si no le importara nada de lo que estaba pasando (como si supiera que nada de lo que pasara iba a salvarla).

Jaime hizo la intención de correr hacia Gloria y su hijo, pero lo que vio le heló la sangre. El chorro de espuma se detuvo unos centímetros antes de chocar contra los cuadros, y, como si recorriera algún tipo de tubo invisible, describió un giro de 180 grados y volvió hacia Raulito. Y lo golpeó.

Los hilos de espuma, del grosor de cuerdas de guitarra, se introdujeron por todos los orificios visibles del cuerpo del muchacho, impidiéndole respirar. Sus ojos se apagaron.

Murió sin ni siquiera poder exhalar un último aliento, reventado totalmente por la presión de la espuma.

Cuando los gritos de Jaime se unieron a los de los cuadros, algo invisible lo expulsó violentamente de la habitación. Voló más de veinte metros sin tocar el suelo y se estrelló contra la puerta de la habitación 349. La puerta de la 352 se cerró dando un portazo.