QUINCE

Jaime voló, más que correr, por la recepción del hotel. Estuvo a punto de llevarse por delante a una pareja de turistas alemanes y un carrito cargado de maletas.

–Disculpe, señor, ¿ha olvidado al…? –intentó preguntar Julio, pero Jaime pasó rotundamente de él, dejándolo con la palabra en la boca. Llegó junto a Raulito, que no lo esperaba, y de un empujón lo metió en el ascensor, que, afortunadamente, se encontraba en esa planta, ya que de otro modo se hubieran estampado contra la puerta.

–¡Eh! Pero ¿qué pasa? –protestó Raulito, mientras Jaime lo aplastaba contra el espejo del ascensor y pulsaba el botón del tercer piso.

–¡Lo hemos olvidado nosotros también! ¡Mierda!

–¿De qué estás hablando, tío? ¿Te has vuelto loco?

–¡De la habitación 352! ¿Qué pasó después? ¡No consigo recordar nada!

–Pero ¿de qué demonios estás hablando? ¡No existe ninguna… –comenzó a protestar Raulito, pero el tono de su voz fue bajando–. Dios mío…

–¿Lo recuerdas, verdad? ¿Estuvimos dentro? No sé si estuvimos dentro, maldita sea.

–Yo… yo…, esto no puede estar pasando… Recuerdo que te empeñaste en entrar, pero a partir de ahí no hay nada… si no llegas a decírmelo… estaba totalmente borrado. Incluso durante un momento, pensé que estabas loco… entonces, Isabel…

–¡Isabel y el resto del personal del hotel, tío! ¡La gente entra ahí y luego no lo recuerda! ¡Y Gloria y su hijo están ahí atrapados, por lo que quiera que haya en la habitación! ¡Tenemos que sacarlos de ahí ya!

–No… no puedo…, me da… pánico lo que quiera que sea que hay allí dentro…

–Tío, te necesito a mi lado ahora –le dijo Jaime mirándolo fijamente a los ojos–. Yo entraré y tú te quedas detrás si quieres, pero yo sólo no me voy a atrever…, necesito que me cubras las espaldas.

Cogió el extintor del pasillo con una determinación que le resultaba totalmente desconocida. Ahora estaba convencido de que Gloria estaba allí dentro y tenía que rescatarla.

–Coge esto y colócate a mi espalda. Al menor indicio de algo raro que veas, le disparas espuma para darme tiempo a coger a Gloria y al niño y salir de allí.

–Preferiría una pistola –dijo Raulito, evitando coger el extintor–. De verdad que no quiero entrar, tío. Si me subo en el ascensor de nuevo y bajo a la recepción puede que otra vez olvide todo esto, y volveré a ser ignorante y feliz…, no necesito saber nada de habitaciones con cosas raras dentro, de verdad.

–¡Eso no es una solución! –gritó Jaime–. Hoy desaparece Gloria…, y mañana ¿quién? ¿Isabel? ¿Y si le pasa a tu novia? ¿Vas a poder vivir con eso?

–Lo siento, de verdad –respondió Raulito y se volvió hacia el ascensor, sin querer mirar atrás.

–¡Mierda! –despotricó Jaime entre dientes, cogió el extintor y se dirigió hacia el fondo del pasillo. Llegó hasta la puerta de la 352 tras unos instantes que le parecieron una eternidad. Su brazo pesaba como el plomo cuando levantó la mano para golpear la puerta con los nudillos.

De pronto una idea absurda apareció de la nada en el centro de su cabeza: «Si no dejo de pensar en la gitana, esta vez no olvidaré nada».

Cuando estaba a punto de llamar a la puerta, una mano se apoyó en su hombre derecho.

–No vas a poder llamar si cargas con eso. Anda, dámelo –le dijo Raulito mientras cogía el extintor. Aunque trató de sonreír, la expresión de su cara era de un miedo intenso.

En aquel momento, Jaime supo que iba a ser amigo de aquel muchacho durante toda la vida, y esperaba que esa vida fuera muy larga.

Se armó de valor, y golpeó tres veces justo debajo del cartel dorado con el número 352 escrito en negro.