Jaime salió sonriente por la puerta principal del hotel. Se paró justo en lo alto de la escalinata que conducía a la calle y aspiró profundamente los olores del verano. Tenía la intención de pasarse todo el día en la playa. Había pagado la cuenta del hotel, y aún le había sobrado algo de dinero para pensar en unas mini vacaciones antes de preocuparse por el trabajo. Con una sonrisa de oreja a oreja, se desperezó, estiró los brazos hacia el cielo y se puso a la complicada tarea de decidir si iba a encaminar sus pasos hacia la izquierda o hacia la derecha. A la izquierda, lo esperaba la playa y la promesa de un día de relajación total tumbado al sol. A la derecha, el casco antiguo de la ciudad y la posibilidad, no menos apetecible, de dejarse unos cuantos euros en algo de ropa o en un buen libro.
Aunque si elegía esa opción, tendría que pasar al lado de aquella gitana que no le inspiraba la menor confianza.
Además, la mujer estaba mirando fijamente hacia él desde hacía rato. Y eso le incomodaba.
De pronto, la gitana, vieja como la propia vida, le sonrió con picardía. Levantó su mano derecha y extendió el dedo índice, el medio y el anular.
Luego los bajó lentamente y extendió completamente todos los dedos de la mano.
Los volvió a bajar y, sin dejar de sonreír, extendió otra vez el índice y el medio. Luego, bajó la mano y dejó de prestar atención a Jaime.
–Tres, cinco, dos –dijo Jaime en voz baja, y de pronto lo recordó.